15

Nos quedamos esperando a que el director del restaurante-barbacoa del hotel Aventura Badplaas localizara el lugar en que Melanie Lottering trabajaba ahora.

Yo comí un plato de verduras y ensalada, que era lo único que podía tolerar después de toda la carne que había comido en casa de Moller. Emma pidió pescado y ensalada. A mitad de la comida el director volvió con un pedazo de papel en la mano.

—Todavía trabaja para Aventura en el hotel Bela-Bela. También tienen un spa. —Le dio la nota a Emma—. Ahora está casada. Su apellido de casada es Posthumus. Estos son los números de teléfono.

Emma le dio las gracias.

—Era muy buena con los clientes. Lamenté que se fuese.

—¿De qué trabajaba?

—Es esteticista. Ya sabe, baños de hierbas, masajes, tratamientos de talasoterapia, baños de fango…

—¿Cuándo se marchó?

Jislaaik, deje que haga memoria… hará unos tres años.

—¿A qué distancia está Bela-Bela?

—Bastante lejos. Un poco más de trescientos kilómetros. La ruta más corta es a través de Groblersdal y Marble Hall.

—Muchas gracias.

Él se disculpó y Emma sacó el móvil y llamó al Bela-Bela.

Cuando nos fuimos ya había oscurecido.

—Será un día muy largo, Lemmer, espero que no le importe —dijo Emma. Tenía voz de cansada.

—No me importa.

—Puedo conducir si quiere…

—No será necesario.

—Mañana podemos dormir hasta tarde. No puedo hacer nada más.

¿Y entonces qué?, quería preguntarle. ¿Regresaría a Ciudad del Cabo a esperar hasta que Cobie de Villiers saliese de su escondite? ¿Confiaba en que alguien como Wolhuter le mantendría informada?

Encendió la luz del techo, sacó de nuevo la hoja de papel y escribió unas notas. Después apagó la luz y se reclinó en su asiento. Permaneció en silencio durante tanto tiempo que creí que se había dormido. Pero entonces vi que tenía los ojos abiertos. Escrutaba la noche, el resplandor halógeno de los faros que tenía por delante.

Melanie Posthumus estaba sentada en el sofá de la residencia de los trabajadores del hotel Bela-Bela. Llevaba a una niña en el regazo.

—Esta es Jolanie. Tiene dos años —dijo alegre cuando Emma preguntó.

—Es un nombre poco común —respondió Emma.

—Hicimos un anagrama con el nombre de mi marido y el mío. Su nombre es Johann; esta noche tiene una recepción. Es el encargado del catering y en esta época del año, ya sabe. Pero la llamamos Jollie, porque es un sol.

A primera vista Melanie era bonita: pelo negro, ojos azules y un cutis impecable. El dulce arco de Cupido de sus labios rojos era como una constante invitación. Tenía el acento de los suburbios afrikáans de Johannesburgo, empleaba la exagerada inflexión que convertía la «a» en «ô». Su uso de la palabra «anagrama» tampoco era una buena señal.

—Les preparo algo de beber en un segundo. Primero tengo que acostar a Jollie. Está cansada y si se le pasa la hora se desvela y se convierte, como siempre dice Johann, «en el taladro del pijama».

—Sé que no es un buen momento —dijo Emma.

—No, no se preocupe, han venido desde muy lejos y siento mucha curiosidad. ¿Cómo supieron lo de Cobie? Estuve muy enfadada con él durante años, pero no puedes estar enfadada siempre. Tienes que poner punto final y seguir adelante, seguir tu destino. —Hizo un gesto hacia la niña adormilada en su regazo—. Es como Brad y Angelina. Tuvieron que esperar antes de encontrarse el uno al otro.

—Es una larga historia. Conocí a Cobie hace muchos años.

—¿Novios?

—No, no, familia.

—Estaba a punto de preguntárselo, usted no es…

—Estoy intentando averiguar su paradero.

—¿Familia? Sabe, eso es curioso, me dijo que era huérfano, que no tenía familia.

—Quizá no sea el mismo Cobie que conocí. De ahí que intente averiguarlo —dijo Emma con muchísima paciencia.

Me imaginé su tristeza al pensar que su «hermano» pudiese haberse enamorado de esta mujer.

—Oh, vale, solo decía…

—Intento hablar con todos los que le conocieron. Necesito saberlo a ciencia cierta.

—Como un punto final. —Melanie asintió comprensiva—. Lo entiendo a la perfección.

De pronto el teléfono de Emma sonó. Los ojos del bebé se abrieron, y en su rostro apareció una expresión de desmayo.

—Lo siento mucho —se disculpó Emma y apagó el móvil.

Los ojos de Jollie-Jolanie se cerraron poco a poco.

—¿Le conoció cuando trabajaba en Heuningklip? —preguntó Emma en voz baja mientras guardaba el móvil en el bolso.

—Sí. Aquello fue pura serenidad, si es que alguna vez la hubo. Yo venía desde Carolina. Tenía un pequeño Volkswagen Golf blanco que se llamaba Dolfie. Nunca me dio ningún problema. Nunca. Entonces noté que algo no iba bien y me detuve. Era un neumático pinchado. Dios, ni siquiera recordaba dónde estaba el de recambio. Cobie pasó, había estado en la cooperativa para recoger unas cosas con la camioneta y vio a una chica con las manos en las caderas que miraba el neumático pinchado. Y entonces se detuvo. ¿No es eso serenidad?

Solo cuando utilizó la palabra por segunda vez comprendí que quería decir «casualidad».

—Sí, lo es —asintió Emma con el rostro inexpresivo.

—Así que comenzamos a hablar. En realidad soy una charlatana terrible y él era tan tímido y callado como guapo y cuando sacó la rueda de recambio, estaba deshinchada. Me llevó en su camioneta hasta la gasolinera junto al hotel y le pregunté dónde trabajaba y a qué se dedicaba. Cuando dijo Heuningklip, no pude dejar de hacerle preguntas, pues todo el mundo conoce a Stef Moller. Es el multimillonario que compró todas aquellas granjas y las hizo bonitas, aunque nadie sabe de dónde viene su dinero y vive en la pequeña casa vieja y no habla. Y Cobie dijo que Stef era una persona maravillosa que solo quiere curar la tierra para que la naturaleza recupere el equilibrio y yo le pregunté «¿Cómo se hace eso?», y Cobie comenzó a explicármelo. Entonces me enamoré. Mientras hablaba de la sabana, los animales y la economía, veías al verdadero Cobie, a la persona detrás de la timidez. Le pregunté cuál era su animal favorito y me dijo que «el tejón melero». Le pregunté por qué y nos sentamos en su camioneta junto a Dolfie y él me contó historias de tejones meleros y habló con su cuerpo y los ojos y las manos y todo.

Los ojos azules de Melanie brillaron y miró al bebé en su regazo con algo de culpa. Los ojos de la niña estaban cerrados y su boca, una réplica de la boca de su madre, abierta.

La voz de Melanie bajó una octava cuando vio que la niña dormía. Se enjugó las lágrimas de los ojos.

—Fue entonces cuando me enamoré. Y luego él se fue. Sin más. Pero tuve que poner un punto final.

—¿Cuánto tiempo se vieron?

—Siete meses.

Emma la animó con un gesto.

—Al principio Cobie era muy tímido. Esperé toda una semana después del pinchazo y al no tener noticias le llevé un regalo de la perfumería de Badplaas como agradecimiento. Estaba de nuevo encerrado en su caparazón, así que le pregunté si a las muchachas no les servían café en esta granja. Vi que no tenía cortinas en su pequeña casa y le dije que se las haría, pero dijo que no, que no las necesitaba. Una mujer sabe cuándo se la desea. Me miraba con timidez y supe que solo necesitaba tener paciencia. Así que volví al sábado siguiente y tomé las medidas de las ventanas y fui a Nelspruit para comprar una tela amarilla bonita y desenfadada. Me ayudó a colgarlas el fin de semana siguiente y entonces dije: «Ahora puedes darme las gracias», y cuando me abrazó le temblaba el cuerpo entero. Creo que era su primera vez.

Eran más de las once cuando emprendimos el camino de regreso a Mohlolobe, cuatrocientos kilómetros por la R1 hacia Polokwane y después por la R71. Durante mucho tiempo Emma solo miró a través del parabrisas. Antes de Tzaneen ladeó la cabeza suavemente sobre el hombro y se durmió, demasiado cansada para pelear con tantos fantasmas.

La miré y sentí el impulso de compadecerla. Me entraron ganas de pasar la mano por su pelo corto y decirle con mucha simpatía y compasión: «Emma Le Roux, eres el Don Quijote de El Cabo, cargas contra los molinos de Lowveld con una valentía inútil. Es momento de regresar a casa».

Melanie Posthumus nos había dicho que Cobie de Villiers era de Suazilandia. Le contó sus historias fragmentadas. Se crio en un orfanato en Mbabane, después de que sus padres muriesen asesinados durante un robo en la tienda de su granja. No tenía familia. Al terminar la escuela trabajó como ayudante de guardia forestal. Luego consiguió un empleo en la compañía contratada para reparar los daños medioambientales de la mina de hierro de Bomvu Ridge, en Suazilandia. Le contó historias maravillosas de cómo los arqueólogos trabajaban junto a ellos para investigar la historia antigua. «Es la mina más vieja del mundo», dijo Melanie con autoridad. «Los afrikáans ya la desvalijaban en el 40000 después de Cristo». Dijo «después de Cristo» con una confianza absoluta.

«Cobie era forastero», añadió. El personal del hotel Badplaas era un grupo aislado e independiente que, a menudo, celebraba bailes, barbacoas y fiestas. Pero a Cobie no le gustaba socializarse en el hotel, a pesar de las continuas invitaciones. Prefería llevarla a la sabana cuando ella tenía un día libre. Allí aparecía el «verdadero» Cobie. Entonces la fuerza del sol brillando en su cuerpo le evaporaba la timidez. Estaba vivo. Durmiendo bajo las estrellas, junto a una hoguera, en la sabana, le dijo que había encontrado su lugar con Stef Moller; que le gustaría quedarse allí para siempre, había tantos planes, tanto trabajo. Las granjas de Moller abarcaban cincuenta mil hectáreas. El objetivo era alcanzar las setenta mil. Sería entonces cuando podrían reintroducir a los leones y a los perros salvajes. Pero no todos los granjeros vecinos querían vender.

Fue ella quien había comenzado a hablar de matrimonio, «porque Cobie era demasiado tímido». Al principio ignoraba sus insinuaciones. Más tarde comenzó a decir: «quizás, algún día». Melanie se lo explicaba sencillamente: «Estaba demasiado habituado a vivir por su cuenta». Ella le había animado a perder ese hábito. Le dijo que viviría en la reserva con él, que atendería la casa, le acompañaría a la sabana y no le obligaría a socializarse. Pasado un tiempo, comenzó a mostrar cierto entusiasmo por la idea; siempre discretamente.

Yo tenía mis teorías sobre sus métodos de encender aquel entusiasmo.

«Una noche vino al hotel. No estaba de humor para charlar. Dijo que antes de casarnos debía ocuparse de algo. Se ausentaría durante una o dos semanas y entonces me traería un anillo. Le pregunté qué debía hacer y me respondió que no podía decírmelo, pero que tenía que hacer lo correcto y que algún día me lo diría».

No volvió a verle nunca más.

—¿Recuerda la fecha?

—Fue el 22 de agosto de 1997.

Emma sacó un pedazo de papel y la foto del joven Jacobus Le Roux. Sin decir palabra, deslizó la foto sobre la mesa. Mientras Melanie Posthumus la miraba, Emma escribió algo más en su hoja. Melanie miró la foto durante mucho tiempo hasta que dijo: «No lo sé».

Su marido, Johann Posthumus, llegó cuando ya nos íbamos. No era mucho más alto que su esposa. Tenía las orejas sobresalientes y un poco de barriga. Trataba a Melanie como si aún no se creyese la suerte que había tenido.

Mientras nos marchábamos, permanecieron juntos a la luz del porche. Él tenía una mano en el hombro de su esposa y se despedía con la otra. Se quedó aliviado.

Cuando tomamos por la R1 a las once y cuarto de la noche, Emma hizo una única anotación y luego guardó la estilográfica y el papel y miró a través de la ventanilla durante mucho tiempo. Me pregunté en qué estaría pensando. ¿Pensaría en la gloriosa ironía de Melanie Posthumus, corta de ingenio, pero bendecida con la antigua sabiduría del instinto? ¿Pensaría, como yo creía, que Melanie había utilizado su cuerpo sexy y su rostro bonito para atrapar al retraído Cobie de Villiers? Mientras escuchaba su cháchara, su ingenuidad infantil, me pregunté: ¿Por qué Cobie? Como esteticista debía de tener sin duda acceso a hombres más ricos y mejor posicionados socialmente. ¿Serían su imagen de sí misma y sus exigencias genéticas los motivos para elegir al «forastero»? (La mutación de «extranjero» era quizá su error de lenguaje más divertido. Decía mucho del emergente síndrome intelectualoide. La televisión por satélite había popularizado el National Geographic, el Discovery y el History Channel, así que todos conocían la jerga, aunque su terminología a menudo era errónea). ¿Acaso Melanie prefirió al único que no había babeado al conocerla como un perro de Pavlov? Las mujeres hermosas lo hacen, incluso las que no son neurocirujanas, pues a menudo un bonito exterior oculta una tremenda inseguridad.

Todo esto me llevó a preguntarme si Emma aún creía que el Cobie de Villiers de Heuningklip y el de Mogale eran la misma persona que Jacobus Le Roux. ¿En base a qué? Intenté equilibrar la compulsión de la búsqueda del hermano perdido con las evidencias del día. Solo había una conclusión: sus esperanzas debían de estar aplastadas. Las pruebas estaban en su contra. Claro que yo era un observador objetivo.

Emma no era Melanie Posthumus. Era inteligente. Se valía por sí misma. Respetaba su perseverancia, su implacable cruzada por revelar la verdad, «saber a ciencia cierta» como repetía. ¿Pero era capaz de distinguirla cuando la tenía a un palmo de la nariz? ¿Podía retroceder y evaluar los hechos sin emoción?

Emma dormía mientras yo respondía al SMS diario de Louw «¿TODO OK?» con una mano. Me hubiese gustado añadir «excepto por la incapacidad de mi cliente para aceptar la realidad», a mi «TODO OK», pero el código de conducta de Body Armour no lo permitía.

Emma no se despertó cuando aparqué delante de la casa Bateleur en la reserva de animales Mohlolobe a las tres de la madrugada. Era una figura vulnerable en el asiento del pasajero: pequeña, silenciosa, dormida.

Me bajé, abrí la puerta y encendí las luces. Habían reparado la puerta, traído otra lámpara y depositado una enorme fuente de frutas, chocolate y champán en la mesa del salón. Recorrí todas las habitaciones y el exterior, comprobé todas las ventanas. En el coche, Emma seguía durmiendo.

No quería despertarla. Tampoco quería pasar la noche en el coche.

La miré durante mucho tiempo, después abrí su puerta y la levanté con cuidado, su cabeza contra mi cuello, uno de mis brazos alrededor de su espalda, el otro por debajo de las rodillas. Pesaba como un niño. Sentí su suave aliento en mi piel y olí la mezcla de sus olores corporales.

Subí los escalones, y cuando la llevé a su habitación, me susurró al oído: «La otra habitación». Vi que sus ojos seguían cerrados. Di la vuelta y la llevé a mi dormitorio. La acosté en mi cama y aparté las mantas de la otra. La recogí de nuevo, la metí en su cama y le quité los zapatos. La tapé con la manta.

Justo antes de darme la vuelta para ir a cerrar el coche, distinguí una sonrisa sutil, casi imperceptible, en el rostro de Emma Le Roux. Como la de una mujer que hubiese ganado en una discusión.