7
Caminamos por la luz del atardecer hacia el Honey Buzzard, el restaurante de Mohlolobe. Emma parecía un poco desanimada. La noche anterior, en Hermanus, había estado muy callada durante la cena. Quizá no fuera una persona noctámbula, o tal vez fuera el calor.
Mientras nos sentábamos a la mesa a la luz de las velas, dijo:
—Debe de estar hambriento, Lemmer.
—Podría comer.
Un camarero nos trajo el menú y la carta de vinos.
—A veces me olvido de la comida —comentó. Me pasó la carta de vinos—. Puede tomar vino si quiere.
—No, gracias.
Ella examinó el menú durante mucho tiempo y sin entusiasmo.
—Una ensalada, una ensalada griega —le dijo al camarero.
Yo pedí una botella de agua mineral, que costaba como un coche pequeño, y el filete de ternera con salsa de pimientos verdes y puré de patata. Miramos a los otros comensales en el comedor, extranjeros de mediana edad en grupos de dos y de cuatro. Emma sacó la servilleta de lino blanco del servilletero de imitación de marfil. Le dio vueltas y más vueltas entre sus delicados dedos, observando el fino grabado de hojas.
—Siento lo de antes… —comenzó, y me miró—. Cuando vi los impalas…
Recordé el momento. Se había cubierto la boca con la mano.
Ella volvió su atención, de nuevo, al servilletero en su mano.
—Teníamos una granja de animales en el Waterberg. Mi padre…
Respiró hondo y soltó el aire poco a poco, intentando contener la emotividad detrás de sus palabras.
—No era una granja grande, solo tres mil hectáreas, solo un trozo de tierra con unos cuantos antílopes para que fuésemos allí los fines de semana. Mi padre decía que era para nosotros, sus hijos, para que no nos convirtiésemos en auténticos urbanitas. Para que conociéramos cómo era la hierba. Jacobus nunca estaba en casa cuando íbamos a la granja. Dormía al aire libre y caminaba y vivía en el exterior a todas horas… siempre tenía uno o dos amigos allí, pero a última hora de la tarde, cuando se ponía el sol, venía a buscarme. Yo tendría nueve o diez años; él estaba a punto de acabar la escuela. Salía a pasear con su hermanita. Sabía dónde encontrar a los antílopes. Todas las pequeñas manadas. Me preguntaba: ¿Qué quieres ver, hermanita, qué antílope? Bueno, me enseñaba cosas sobre ellos, cuáles eran sus hábitos, lo que hacían. Y los pájaros, tenía que aprender todos sus nombres. Era divertido, pero siempre me sentía un poco culpable porque no era como él. Era como si él solo viviese cuando estaba en la granja. A mí no siempre me gustaba ir a la granja, no todos los fines de semana y todas las vacaciones…
Se quedó callada hasta que nos sirvieron la comida. Ataqué el filete con entusiasmo. Ella se entretuvo dando vueltas a la lechuga con el tenedor; al final, la dejó.
—Mi padre… para él lo peor fue que nunca encontraron a Jacobus. Quizás hubiese sido mejor para él de haber habido un… un cuerpo. Algo…
Ella cogió la servilleta de la falda y se la llevó a la boca.
—Vendió la granja. Cuando ya no había más esperanza. Nunca nos dijo nada; un día volvió a casa y sin más dijo que la granja había sido… era la primera vez… hoy, cuando vi los antílopes. Fue la primera vez desde entonces, desde que murió Jacobus.
No dije nada. Mis condolencias nunca fueron reivindicables. Me quedé allí, consciente de que no tenía ningún privilegio especial. No era más que el único oído disponible.
Emma cogió de nuevo el servilletero.
—Yo… Anoche estuve pensando en que quizás esté cometiendo un grave error, quizá deseo tanto tener algo de Jacobus en alguna parte, que no puedo juzgar esto de forma imparcial. ¿Cómo puedo estar segura de que no se trata de mi añoranza? Les echo de menos, Lemmer. Les echo de menos como personas y les echo de menos como ideas. Mi hermano, mi madre y mi padre. Todos necesitamos una familia. Me pregunto, ¿he venido aquí buscando eso? ¿El hombre de la tele de verdad se parece a Jacobus? No puedo estar segura. Pero es que no puedo… aquella llamada telefónica… si me preguntase ahora qué dijo el hombre, qué había oído yo de verdad. Es para eso por lo que necesitas a un padre, para preguntarle: «Papá, ¿estoy haciendo lo correcto?».
Mi plato estaba vacío. Dejé el cuchillo y el tenedor más tranquilo. Ahora no tenía que sentirme culpable porque la comida fuese buena y la estuviese disfrutando mientras ella luchaba con sus emociones. Pero no podía responder a su pregunta, así que dije:
—Su padre… —Solo para animarla un poco.
Ella encerró el servilletero en su mano, perdida en sus pensamientos. Por fin, me miró.
—Era hijo de un maquinista —dijo.
El camarero se llevó mi plato y Emma empujó su ensalada hacia él.
—Lo siento, la ensalada está muy buena. Pero no tengo apetito.
—Ningún problema, señora. ¿Quiere ver la carta de postres?
—Tendría que tomar postre, Lemmer.
—No, gracias. Ya he comido suficiente.
—¿Café? ¿Licor?
Declinamos. Esperaba que Emma estuviese dispuesta a marcharse. Dejó el servilletero en el lugar donde había estado su plato y apoyó los codos en la mesa.
—Al parecer es como si todos hubiesen olvidado lo pobres que eran muchos afrikáners. Mi abuela tenía un huerto en el patio trasero y mi abuelo un gallinero entre las vías del ferrocarril. Estaba prohibido, pero no había más espacio en la propiedad. Aquellas pequeñas casas del ferrocarril en Bloemfontein…
Así que me contó la historia de la familia, la saga de la pobreza a la riqueza de Johannes Petrus Le Roux. Sospechaba que era el relato de una historia familiar, de una que ella había oído muchas veces, siendo una niña con los ojos muy abiertos. Era su manera de mantenerse en contacto con la piedra angular de su familia perdida, para redefinirse a sí misma y la investigación en la que estaba ahora embarcada.
Su padre había sido el segundo de cinco hijos, una familia numerosa que exigía un gran esfuerzo para el salario de un maquinista. A los quince no había tenido más alternativa. Tuvo que ir a trabajar. Durante el primer año trabajó como peón en los enormes cobertizos ferroviarios del East End de Bloemfontein, muy cerca de la modesta casa de sus padres. Al final de cada semana le daba el sobre con sus pírricas ganancias a su madre. Cada noche lavaba su única camisa de trabajo y la colgaba a secar delante de la estufa de carbón. A los dieciséis comenzó el aprendizaje como mecánico tornero, que era su mayor interés.
Y de esta manera, con el tiempo, se obró el pequeño milagro. Johannes Le Roux y sus tutores comprendieron poco a poco que tenía un instinto para los engranajes, buena cabeza para los números, sus combinaciones y las máquinas que los movían. Cuando completó su formación, su habilidad era reconocida por todos y sus soluciones para una docena de motores diferentes le estaban ahorrando millones al ferrocarril.
Una mañana de verano en 1956, dos empresarios afrikáners de Bothaville entraron en el gran taller. Se escuchaba el estrépito de los martillos, las sierras y los tornos. Y sus voces se colaron entre ellos. Gritaron que buscaban a Le Roux, al joven prodigio de los engranajes. Construían maquinaria agrícola para los cultivadores de maíz en el Estado Libre del Norte y necesitaban de su talento para poder competir con la cara maquinaria que se importaba de Estados Unidos y el Reino Unido.
Su padre, maquinista, se opuso. El Estado era un empleador fiable, una póliza de seguro contra la depresión, la guerra y la pobreza. El sector privado estaba dirigido por los ingleses, los judíos y los extranjeros, que, según su padre, pretendían estafar a los bóeres; era demasiado peligroso. «Papá, puedo diseñar mis propios engranajes. Puedo hacer los planos yo mismo, cortar las formas y montar las máquinas pieza a pieza. No puedo hacerlo en el ferrocarril», fue su repuesta. A final de mes se había marchado en tren hacia la pequeña ciudad junto al río Vals, donde los dioses estaban dispuestos a sonreírle.
Tenía lo que sus nuevos empleadores habían deseado: era trabajador, delicado e inteligente. Sus ideas eran innovadoras, sus productos tenían éxito; su reputación comenzó a conocerse en círculos más amplios. No había pasado un año cuando conoció a Sara.
Este momento es crucial en la historia de los Le Roux, como en otras muchas historias familiares que he escuchado a lo largo de los años. Emma lo contó con la proverbial fascinación por el destino. Fue la suerte la que diseñó el azaroso encuentro de sus padres, su sello genético.
La pequeña zona industrial de Bothaville está al norte de la ciudad, al otro lado de la vía del tren. Para llegar a su pensión en el centro, Johann Le Roux tenía que cruzar el puente peatonal de la estación y bajar hasta el andén. Sudoroso y sucio, con la fiambrera en la mano, siguió su camino habitual a última hora de la tarde. Mientras pasaba por la estación miró por las ventanas de su cafetería, llena de luz y de actividad. Y vio a la preciosa jovencita allí sentada. Se detuvo en seco. Era una estampa mágica: la joven con un sombrero alegre y una blusa blanca como la nieve y los labios rojos, sostenía una taza de té en sus delicadas manos.
Se quedó mucho rato en el andén iluminado por la luz del crepúsculo, mirándola, sabiendo que era ella. Y sabiendo también que su chaqueta manchada de aceite no le haría quedar muy bien. Tampoco podía arriesgarse y volver a casa para cambiarse: se arriesgaba a que ella se hubiera marchado a su regreso.
Al final, entró y se abrió paso entre las mesas hasta donde ella estaba sentada. «Soy Johann Le Roux —se presentó—. Tengo mucho mejor aspecto después de bañarme».
Ella alzó la mirada y vio al hombre detrás del trabajador, la sonrisa amable, los ojos inteligentes y el entusiasmo vital. «Soy Sara de Wet —dijo, y le tendió la mano sin titubear—, y mi tren viene con retraso».
Él la invitó a otra taza de té. Ella vaciló como alguien que se tambalea en el borde de un precipicio. El tiempo se detuvo. Supo con absoluta certeza que su respuesta iba a cambiar el curso de su vida. «Sí, por favor, con mucho gusto», respondió. En la hora que pasó antes de que llegara su tren, se contaron sus vidas y dieron los primeros pasos en el camino del amor. Sara era la mayor de las dos hijas del único abogado de Brandfort e iba de camino a Johannesburgo para trabajar como mecanógrafa en una compañía minera. Tenía el diploma de secretaria de la Universidad de Bloemfontein, y un entusiasmo nervioso por la gran aventura que la esperaba en la ciudad. Él le escribió su dirección en el dorso de la cuenta (ahora un fragmento de historia amarillento y apenas visible que Emma guardaba en la vieja Biblia de la familia) y ella dijo que le escribiría si él quería.
Lo había hecho. Al principio se cartearon durante un par de meses y después el romance a larga distancia comenzó a tomar forma. Johann pasaba un fin de semana al mes en la ciudad, y cada semana recibía una larga carta y la respondía. De vez en cuando, solo para oír su voz, la llamaba por teléfono.
Hasta que un año más tarde los hombres de Sasol aparecieron en la puerta de su taller. Era 1958. La planta llevaba en marcha tres años, pero algunos de los engranajes de las cintas transportadoras de carbón no funcionaban muy bien. Venían buscando a un contratista que los mantuviese y mejorase, y el rumor decía que Johann Le Roux era el maestro de los engranajes.
El contrato que negoció fue lo bastante importante como para abrir su propia empresa en Vanderbijl Park, pero no tan generoso como para que pudiese plantearse el matrimonio. Tuvo que esperar hasta 1962, cuando liquidó todas sus deudas. Durante esos cuatro años se vieron todos los fines de semana y hablaron por teléfono todos los días.
En 1963 se casaron en Brandfort y fundaron la empresa Le Roux Engineering Works: él en el taller y ella en la administración. Tres años más tarde nació Jacobus Dawid Le Roux y Sara se convirtió en madre y ama de casa a jornada completa. En 1968 estaban preparados para otro hijo, pero la imparable reputación de Johann Le Roux trajo otra revolución a sus vidas. Esta vez fue un gran coche negro el que se detuvo en la puerta del taller. Se bajaron tres hombres blancos con trajes y sombreros negros. Eran de la recién formada Corporación de Desarrollo y Fabricación de Armamento, la antecesora de lo que más tarde se convertiría en Armscor, en 1977. Tuvo que firmar un juramento de silencio antes de que le propusieran diseñar y construir piezas de artillería y vehículos blindados. Antes de ofrecerle el trabajo le habían investigado discretamente para comprobar que era un buen afrikáner. Cuando lo tuvieron claro le hicieron la oferta. Johannes firmó un contrato para fabricar los engranajes.
Esta nueva fuente de ingresos tuvo dos consecuencias. La primera fue que Johannes y Sara Le Roux se hicieron ricos. No de un día para otro y no sin mérito, porque el Estado es un mal cliente y necesitaron muchas horas de sudor y lágrimas. Pero a lo largo de casi treinta años, la empresa se convirtió en una industria con tres talleres gigantescos y una sucursal destinada a investigación y desarrollo, dirección y administración, en Johannesburgo.
La segunda consecuencia fue aplazar la idea del segundo hijo hasta 1972. Emma Le Roux nació un 6 de abril, igual que la República de su país.
—Luego se trasladaron a Johannesburgo para que mi padre no tuviese que viajar tanto.
Mi intuición era que tanto dinero no encajaba en la gris clase media de Vanderbijl Park. Linden era el vecindario de los nuevos ricos afrikáner de la época.
—Fue allí donde me crie —dijo ella disculpándose con la mano, como si dijese: fue mi destino. El cansancio había desaparecido, como si contar su historia la hubiese aliviado. Sonrió algo consciente de sí misma, y consultó la hora—. Mañana debemos levantarnos temprano.
Salimos. La noche era una incubadora de calor y humedad. Muy lejos, por el oeste, se veían relámpagos. Mientras caminábamos por los senderos muy iluminados de vuelta a nuestras habitaciones pensé en su historia. Me pregunté si había pensado alguna vez en que su riqueza había sido alimentada por el apartheid, las sanciones internacionales y todo lo que hoy resultaba tan clamorosa y políticamente incorrecto. ¿O acaso estaba subrayando los humildes orígenes de sus padres porque se sentía culpable? ¿Era su riqueza la razón por la que tenía una carrera, lo que explicaba que no viviera de rentas? De regreso a la habitación le pedí que cerrase la puerta por dentro. Pronto descubriríamos que fue un mal consejo.
Sonó mi móvil en el bolsillo. Sabía que era el mensaje diario de Jeanette Louw. «¿TODO BIEN?». Lo saqué y envié la respuesta habitual. «TODO BIEN». Después caminé alrededor del edificio una vez más antes de irme a la cama. Dejé abierta la puerta de mi dormitorio. Esperé al sueño tumbado en la oscuridad y volví a pensar en las ventajas de tener una respetable historia familiar.