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Tertia no me volvió a pedir que adivinase, porque el restaurante se llenó y había que tomar los pedidos. Alguien subió el volumen de la música. Pop de los setenta. Ella me sirvió un bol de cacahuetes al pasar. Me hizo un guiño y gritó: «Tendremos que probar mañana». Diez minutos más tarde comenzó el turno de una segunda camarera, diez años más joven que Tertia, aunque sospeché que la historia de su vida no era muy diferente. Pelirroja y pecosa, pechos más pequeños. Lo compensaba sin sujetador. Pendientes muy grandes. Trabajaban muy bien juntas, no se entorpecían.
Me instalé en un rincón para dejar lugar a la muchedumbre. Miré a la gente. La decisión con la que bebían, el frenesí de su búsqueda de placer. Nunca había entendido el entusiasmo por el Año Nuevo. Quizá porque durante mucho tiempo lo había pasado solo o con Mona. O quizá porque no conseguía entender la festividad. Otro año mediocre pasado. Ido, perdido. Otro que comenzaba.
Quería largarme. Aquí no podía pensar.
Comprendí que no tenía un lugar donde alojarme.
Sin pedírselo, Tertia me sirvió un plato de comida. Le di las gracias y le pregunté cómo podía alquilar un chalet para esa noche. No podía oírme. Tuvo que acercar la oreja a mi boca. Se lo pregunté de nuevo. Le brillaba la piel y olí su sudor y los cigarrillos. Se rio y frunció el entrecejo a la vez. «¿En Nochevieja?» y se alejó para llevar cuatro cervezas a una de las mesas.
Comí el cordero asado con ensalada de patatas, ensalada de judías, pan de queso y mermelada de uva. El estrépito continuó en aumento. Ella pasó de nuevo y dejó un llavero delante de mí. El llavero era un delfín de plata con un ojo en forma de gota. Se inclinó sobre la barra, su boca contra mi oreja. «Recto por la carretera pasados los garajes. Es la última casa a la izquierda, puerta azul. Quédate con la habitación de la cama individual».
Luego se marchó.
Abrí la puerta azul con la bolsa de deporte negra en la mano.
Una lámpara de silicona resplandecía en el rincón, su luz naranja proyectaba unas largas sombras a través de la sala de estar. Unas telas azul oscuro y verdes con delicados dibujos indios colgaban desde el techo hasta una de las paredes, donde había pinturas, dibujos y grabados. Figuras míticas y fantásticas, unicornios y enanos. Princesas de larguísimas cabelleras. Cada una estaba firmada con grandes letras redondas: Sasha.
Era pintora, nada brillante, aunque tampoco era mala. En algún punto entre una cosa y la otra.
Las tupidas cortinas estaban echadas. Había una alfombra mullida. En la otra pared una estantería con libros. Un sofá y dos butacas, una mesa de centro con un cenicero, tres libros y un pequeño cesto tejido. En el cesto había más delfines azules como los del llavero.
Toda la habitación olía a incienso.
A la izquierda estaban los dos dormitorios, a la derecha una cocina pequeña y el baño.
El dormitorio con la cama individual era más espartano. El edredón tenía un estampado de cuadros multicolores. Había un único cuadro en la pared. Era una escena nocturna: la luz de la luna alumbraba a una princesa de cabellos largos que estaba de espaldas y tenía la mano extendida hacia una cría de unicornio. Dejé la bolsa sobre la cama, la abrí, saqué la Glock y la dejé en la mesita de noche. Mi quité los zapatos y los calcetines, busqué el neceser. Cogí el móvil y llamé al hospital SouthMed. Pasaron unos minutos antes de que una enfermera de la unidad de cuidados intensivos se pusiese al teléfono. No había ninguna novedad en el estado de Emma. «Pero tenemos grandes esperanzas, señor Lemmer».
Llamé a B. J., que tenía el turno de noche.
—Todo tranquilo —dijo.
Jeanette Louw atendió casi de inmediato.
—El viento del sudeste se nos lleva —dijo.
Oí el aullido del viento. Sonaban voces en el fondo, el débil rumor del mar. Me pregunté dónde y con quién estaría celebrando la Nochevieja. Tu jeep tiene una matrícula falsa. ¿Dónde estás?
—No creo que quieras saberlo.
—¿Estás progresando?
—No. Pero estoy en ello.
—Estoy segura de que te llevará tiempo —dijo.
Cogí el neceser y fui al baño. Cuando encendí la luz era azul. Todos y cada uno de los azulejos blancos estaba decorado a mano con símbolos, peces, delfines, conchas y algas. En la tapa de la cisterna había catorce velas. Solo bañera, no había ducha. En el borde de la bañera las botellas formaban una hilera: aceites, cremas, champú y sales de baño se alineaban contra la pared.
Abrí los grifos y me desnudé. Por un momento, pensé en experimentar con un baño de burbujas. Me reí de mí mismo.
Me sumergí en el agua caliente.
A lo lejos sonaban los bajos de la música, y de vez en cuando los gritos de júbilo de los comensales. Consulté mi reloj. Faltaban dos horas para la medianoche.
Cerré los ojos y puse mi mente a trabajar.
Olvida la frustración. Descarta el ansia de hacer algo. Repásalo todo. Con objetividad. Con sangre fría. Ordené todos los hechos lenta y cuidadosamente en una hilera como fichas de dominó. ¿Qué había tumbado a la primera; qué había desencadenado los acontecimientos? No importaba cómo y por dónde lo mirara, todo volvía al mismo punto: la llamada telefónica de Emma a Phatudi.
A partir de allí avancé paso a paso. Cuatro acontecimientos claves. El ataque a Emma. El asesinato de Wolhuter. El ataque contra nosotros. El asesinato de Edwin Dibakwane.
El proceso mental me dio una nueva perspectiva. Al principio solo se habían producido atentados ecoterroristas que estaban dentro de los márgenes de la ley. Eran, hasta cierto punto, inofensivos. Luego vino la escalada sistemática de delitos como los incendios provocados y los asaltos. De pronto, el gran salto al asesinato, Cobie de Villiers rompiendo el hielo y, a continuación, el intento de asesinato de Emma y las muertes de Wolhuter y Dibakwane.
¿Por qué? ¿Cuál era el catalizador? ¿Por qué de repente?
No lo sabía, no tenía que volverme loco.
¿Qué había hecho caer las fichas de dominó? Primero hubo una llamada telefónica. Luego la segunda. Me senté en la bañera y apoyé las palmas en las sienes. Piensa. ¿Una tercera? ¿Una cuarta? No, ninguna llamada telefónica más. ¿O sí la hubo? ¿Cómo había ido el día en que Emma terminó bajo la lluvia?
Tomamos café en el porche. Le dolía un poco la cabeza, pero se burlaba de sí misma con una sonrisa preciosa. Había llamado a Mogale. Branca le devolvió la llamada. Dos llamadas. Pero no habíamos sabido nada del anónimo en la entrada. Dick apareció con la intención de ligar. Susan vino a avisarnos de la carta. Vimos a Edwin en la verja. Después fuimos a Mogale. Recorrimos la casa de Cobie con Branca, echamos una ojeada a la sangre en la caja fuerte y nos marchamos. A continuación, el ataque.
¿Qué estaba pasando por alto?
¿Cómo habían descubierto el anónimo de Edwin y el mensaje? ¿Cómo nos habían localizado para tendernos la emboscada?
Volví a aquella mañana. Recibimos la carta de manos de Edwin. Emma le interrogó. Le dio dinero.
¿Podía habernos visto alguien mientras hablábamos con Edwin en la verja de Mohlolobe? ¿Había ojos en alguna parte observando el intercambio?
La cerca era muy alta, crecían densos matorrales a ambos lados de la carretera. No había ningún vehículo aparcado a la vista. Tendría que haberles visto. Pero incluso si había un espía oculto con prismáticos, no podrían haber sabido el contenido de la carta.
Nos fuimos. Emma abrió el sobre. Leyó la carta una y otra vez. Hizo comentarios sobre el estilo de la redacción.
Entonces le sonó el móvil.
Hubo una llamada. Carel el Rico. Ella se lo contó todo. Todo. También lo de la carta. Y entonces supe cómo lo habían hecho. Descargué un puñetazo en el agua, las salpicaduras rociaron los peces y las algas. Un delfín me sonrió con la boca abierta. Le devolví la sonrisa. Lo sabía.
Escuchaban. Los muy cabrones habían pinchado los teléfonos y los móviles. Aún ignoraba cómo y quiénes, pero sabía que lo estaban haciendo.
El teléfono de Emma. De una manera u otra estaban escuchando sus llamadas y los mensajes. ¿También el de Phatudi? Quizás. El de Emma sin ninguna duda.
Se me acumulaban las preguntas. ¿Cómo habían sabido que debían espiar sus llamadas? ¿Cuánto tiempo llevaban haciéndolo? ¿Había sido un golpe de suerte? ¿Qué hacía falta para pinchar un móvil? ¿Tendrían todos esos amantes de los conejos vestidos de caqui acceso a la tecnología en el Lowveld? ¿No serían parte de algo más grande, de algo más sofisticado?
No te preocupes por lo que no sabes. Concéntrate en lo que tienes. Estaban escuchando, eso seguro. Me daba una ventaja.
¿Cómo podía aprovecharla?
Busqué el jabón. No se veía por ninguna parte la clásica pastilla. Pasé los dedos por la hilera de botellas. Las dos que tenía delante contenían jabón líquido. Me puse un poco en la palma y me enjaboné.
¿Cómo podía utilizar lo que acababa de averiguar?
¿Cómo podía llegar hasta ellos? ¿Cómo podía encontrarles?
Había una manera. Tenía que jugar bien mis cartas. Si era inteligente y me preparaba a fondo, podía funcionar. Debía conseguir el móvil de Emma. Estaba en su bolso, en el apartamento VIP del hospital.
No vayas a buscarles.
Deja que vengan a ti.
Me puse los calzoncillos y me acosté en la cama con los brazos detrás de la nuca y pensé durante cuarenta minutos, hasta que lo tuve todo planeado.
Después me levanté porque tenía claro que era imposible dormir. Tenía la cabeza demasiado llena. Fui a la sala de estar. La puerta del dormitorio de Tertia estaba entreabierta. ¿O era Sasha cuando estaba en casa? Me apoyé en el marco y miré al interior. Había una enorme cama con dosel con más telas indias colgadas en las columnas y una horda de cojines. Del techo colgaba un móvil de pájaros de plata volando. Había más pinturas apoyadas en la pared, un caballete y pinceles en un rincón, cortinas gruesas, un tocador con frascos y tarros. Una mesita de noche con libros, un aparato de ejercicios, uno de los que se publicitan por televisión, de madrugada, para mantener el cuerpo en forma y joven.
¿Cómo era el dormitorio de Emma Le Roux? ¿Cómo era el interior de su casa?
Me senté en la penumbra naranja de la sala de estar.
La casa de Emma sería diferente a la casa de Tertia/Sasha. Más sutil. Abierta, limpia y diáfana. Sus prendas serían blancas y crema, los muebles de pino cromado de Oregón con poco cristal. Las cortinas estarían abiertas de par en par para que entrase la luz del día. Por la noche las lámparas iluminarían con fuerza.
Qué distintas eran las personas.
Las cosas que nos hacen ser lo que somos.
Me levanté para acercarme a la librería de Sasha. Libros de bolsillo de una punta a la otra. ¿Ajados por una relectura compulsiva, o comprados de segunda mano? The Four Agreements: A Practical Guide to Personal Freedom (Los cuatro acuerdos: guía práctica para la libertad personal). Ask and It Is Given: Learning to Manifest Your Desires (Pregunta y se te dará: Aprendiendo a manifestar tus deseos). The Power of Now: A Guide to Spiritual Enlightenment (El poder del ahora: guía para la iluminación espiritual).
La búsqueda de Sasha.
Your Immortal Reality: How to Break the Cycle of Birth and Death (La realidad de tu inmortalidad: Cómo romper el ciclo de nacimiento y muerte). Earth Angels: A Pocket Guide for Incarnated Angels, Elementals, Starpeople, Walk-Ins, and Wizards (Ángeles terrenales: Una guía de bolsillo para ángeles reencarnados, elementos, gente estrellada, apariciones y magos).
¿De verdad se lo creía? ¿Sí? ¿O era una especie de juego, una forma de escapar de la realidad de vez en cuando, una fantasía?
The Unicorn Treasury: Stories, Poems, and Unicorn Lore (El tesoro del Unicornio: relatos, poemas y leyendas). Dragons and Unicorns: A Natural History (Dragones y unicornios: Una historia natural). Man, Myth and Magic: The Illustrated Encyclopedia of Mythology, Religion and the Unknown (Hombre, mito y magia: Enciclopedia ilustrada de la mitología, la religión y lo desconocido).
También Love Signs: A New Approach to the Human Heart (Señales de amor: Nueva aproximación al corazón humano), de Linda Goodman. Y Sexual Astrology: Sensual Compatibility (Astrología sexual: Compatibilidad sensual).
Saqué el último libro y lo abrí. ¿Cuál era el signo de Emma? Había dicho que compartía el cumpleaños con la vieja Sudáfrica: 6 de abril. Otra Aries, como yo. Busqué en el índice y encontré la referencia: «Aries y Aries. Una excelente pareja, con una intensa atracción sexual y una mutua satisfacción erótica. Pero es una relación sensual que requiere mucho trabajo: tanto el hombre como la mujer reclaman muchísima atención sexual. El potencial para una relación a largo plazo está muy por encima de la media».
Una sarta de idioteces.
Busqué lo que decía el libro de la mujer Aries: «Apague las luces y se convertirá en una tigresa, en cualquier parte, en cualquier momento. Pero atención, está más enfocada en su propio placer que en el suyo».
Cerré el libro. Fui al baño, oriné y después volví a mi habitación de soltero. Cerré la puerta, abrí la ventana con la ilusión de que la noche refrescase y apagué la luz. Tenía que dormir. Mañana sería un día interesante.
A medianoche me despertó el estrépito. Me dormí de nuevo. No profundamente. Inquieto.
A la una oí voces ebrias y el ruido de una puerta en el chalet vecino.
A la una y media se abrió la puerta azul. Al cabo de un rato oí el ruido del agua en el baño. Perdí la noción del tiempo con las interrupciones. Olí el dulce olor de un porro, en el salón. Un último porro antes de irse a la cama. Por el Año Nuevo.
Oí que la puerta de mi habitación se abría con mucho cuidado.
Después nada. Entreabrí los párpados.
Sasha estaba en el umbral, con un hombro apoyado en el marco y una mano en la cadera. Detrás de su desnudez había una suave luz difusa. No era el naranja de la sala de estar. Otra cosa. Velas. Me miró. Su rostro oculto en las sombras, inescrutable.
—Lemmer —dijo con una voz tan baja que casi era inaudible.
No me gusta mi apellido. Rima con joder. Contiene parte de la palabra en afrikáans para navaja y reyerta. Gracias a Herman Charles Bosman tiene cierta connotación retrógrada que, en mi caso, está demasiado cerca de la verdad. Aun así, es mejor que «Martin», «Fitz», o «Fitzroy».
Simulé respirar superficialmente. Era un juego que había practicado recientemente, ahora por razones nuevas. Cerré los ojos del todo.
Ella se quedó allí mucho tiempo. Una vez más dijo «Lemmer», y cuando mi respiración no cambió, chasqueó la lengua y oí cómo se alejaban sus pasos.
Su cama crujió.
La búsqueda de Sasha.
Una semana antes hubiese aceptado su invitación con gratitud.
Irónico. Me entraron ganas de reírme. De mí mismo. De las personas. De la vida. Apenas hacía unas noches, había tenido un miedo horrible a estirar el brazo hacia Emma. Demasiado miedo al rechazo, demasiado asustado de que se negara con violencia y dijera: «¿Qué hace, Lemmer?», indignada. Demasiado consciente de mi estatus, del abismo entre nosotros y las consecuencias de una suposición errónea.
Emma se había quedado junto a mí. ¿Por qué? ¿Fue porque estaba un poco bebida? ¿Había recordado el abrazo de cuando la había consolado? ¿Era porque se sentía sola, porque le apetecía que la abrazaran y yo estaba disponible? ¿O acaso se había quedado perdida en sus pensamientos y lo había hecho por accidente? No era su tipo. Ni siquiera por antecedentes. Y todavía menos por aspecto.
Sabía que aquel instante permanecería en mi cabeza. Lo volvería a revivir una y otra vez cuando me acostara en casa, en el silencio de la noche de Loxton. En mi cama individual.
Escuché sonidos de roces y correteos afónicos en la habitación de Tertia, como pasos ahogados.
Con ella de pie en mi puerta no había habido ninguna duda, ninguna pregunta, ninguna diferencia en la posición. No tenía miedo. Solo que no estaba disponible.
Irónico.
El rítmico susurro desde su dormitorio se podía ignorar o explicar a primera vista. Era lento y suave. Pero continuó, mucho más allá del tiempo que normalmente llevan las alternativas.
Agucé el oído. ¿Era su máquina de ejercicios? No. Más sutil, suave, malicioso.
Entonces lo visualicé como una flor abierta en mi cerebro. Era el sonido de un colchón y de una cama que se balanceaban.
Interminablemente.
Sin prisas. Tranquilo, el ritmo aumentando poco a poco, cada vez más acelerado de una forma inconsciente.
Se le unió un sonido. No era su voz, sino su aliento que se abría paso por la garganta, la nariz o los dientes, manteniendo el creciente entusiasmo.
Mi cuerpo respondió.
Más rápido.
Hacía mucho calor en la habitación.
Más duro.
Dios mío.
Feroz. Mi imaginación conjuró la imagen.
Continué escuchando, cautivado, prisionero. Lo que estaba haciendo era al mismo tiempo perverso y brillante.
Quería taparme los oídos con las manos. Quería hacer algún ruido para ocultar el suyo. No hice nada. Continué escuchando.
Lo visualicé. No sé durante cuánto tiempo. ¿Cuatro minutos? ¿Ocho? ¿Diez?
Por fin ella se convirtió en una máquina, a la carrera, veloz, en una enloquecida y urgente riada.
Si entraba allí ahora, sabía lo que me esperaba. Ella me animaría con su voz, gritaría, se movería intencionadamente, giraría las caderas con habilidad, se volvería para ofrecer una nueva sensación, se pondría encima, sabría cuándo retirarse para que durase más, alargaría las horas, para no quedarse sola.
Como todos los demás. Desesperados, solitarios y sin sentido.
Mi cabeza me lo dijo todo. No valía la pena. Cuando todo acabase, mi conciencia pronunciaría el nombre de Emma, pero Tertia querría que la abrazase, querría encender un cigarrillo y hablar del mañana.
Me incorporé de un movimiento. Solo fueron cuatro zancadas hasta su puerta. La vi en la cama. Había una vela en la mesita de noche. Yacía de espaldas, las rodillas separadas, su dedo anillado acariciaba con rapidez, mientras la luz oscilaba sobre su cuerpo tembloroso, bañado en sudor.
Me vio. Sabía que iría. Solo sus ojos la traicionaron. Tenía el rostro tenso de esfuerzo y placer.
Apartó el dedo un segundo antes de que la penetrase con todas mis fuerzas.
—Sí —gritó—. Fóllame.