20
La adrenalina puso al mundo en cámara lenta.
El capó del BMW se desplomó cuando el neumático se desintegró. Luché con el volante, sin obtener la respuesta que esperaba, desesperado por mirar atrás, para saber si el Nissan estaba en la carretera detrás de nosotros. Pisé el acelerador de nuevo. Se puso en marcha la tracción trasera y el coche mantuvo el trazado de la curva por un momento, pero iba demasiado rápido y no tenía suficiente tracción delantera. La cola derrapó por la R40 hacia el arcén de gravilla mientras luchaba para estabilizarlo de nuevo.
—¡Lemmer!
Los neumáticos chirriaron, el BMW giró ciento ochenta grados, con el morro apuntando de nuevo hacia el cruce. El Nissan se nos echaba encima y vi a los pistoleros —con los pasamontañas en las cabezas y los guantes en las manos— cuando apareció.
Intenté girar el coche, pero algo nos golpeó. Tonk.
Vi un destello en la sabana por el rabillo del ojo. ¿La luz del sol en el cañón de un arma? Giré el volante, las manos empapadas en sudor, y aceleré.
Tonk. Otro neumático, el trasero derecho, desapareció. El BMW se balanceó y se sacudió.
—¡Lemmer!
—¡Tranquila! —grité.
Aceleré, el morro dio la vuelta, lejos de los pasamontañas, y apuntó al norte. Se acercaba un coche dando bocinazos. Se apartó justo a tiempo, el rostro del conductor atravesado por el pánico. Pisé el acelerador de nuevo y el neumático trasero se desprendió. La llanta rajó el asfalto con un terrible chirrido, y nos movimos adelante, lejos de ellos, treinta, cuarenta, cincuenta metros.
Avanzábamos rechinando y a trompicones, pero el coche mantuvo la trayectoria por el medio de la carretera y ganamos velocidad. Lejos, adelante, se acercaba el tráfico.
El neumático trasero izquierdo también acabó destrozado y el BMW se volvió incontrolable. Tendría que aminorar. O tendríamos que abandonarlo. Ir despacio no era una opción. Los vi venir por el retrovisor. Apunté hacia la sabana, me metí en la hierba alta.
El coche atravesó la cerca y los alambres, azotándonos con un tremendo chirrido. Frené a fondo e hice un último giro lateral en la maleza. El motor se caló y de pronto reinó el silencio.
—¡Fuera!
Ella abrió la puerta pero no pudo salir. Desabroché mi cinturón de seguridad y me volví hacia Emma.
—Todavía tiene el cinturón abrochado.
Mantuve la voz tranquila incluso mientras apretaba el botón del cierre.
—Afuera. Ahora.
Abrí mi puerta y salté. Ella ya estaba de pie. La cogí de la mano y la arrastré lejos del coche.
—Espere —gritó.
Se volvió, se metió en el coche, cogió el bolso y luego buscó mi mano.
Silbó un tren. Al noroeste. La arrastré conmigo y corrimos hacia el sonido.
—Mantenga la cabeza baja —grité.
La maleza no era tan alta como junto a la carretera. Los árboles mopane y los arbustos espinosos nos daban cobijo. Sonó un disparo detrás de nosotros. Una pistola. La bala pasó a nuestra derecha.
El francotirador del rifle, el que había destrozado nuestros neumáticos con tanta habilidad, estaba en algún lugar a nuestro oeste. Y los dos pasamontañas nos acechaban.
Dos disparos más. Muy desviados. No sabían dónde estábamos.
Oí el rumor del tren, que ahora estaba directamente al norte. Las vías estaban en algún lugar delante pero seguía sin verlas. Aceleré el paso, arrastrando a Emma por encima del hueco de un hormiguero. Salté. Emma cayó, su mano se desprendió de la mía. Me volví y estaba tendida boca abajo. Había intentado parar la caída con las manos y su cabeza había golpeado contra algo, una piedra o un tronco. Se hizo una herida de dos centímetros en el pómulo, junto al ojo.
—Vamos —dije, mientras la levantaba.
Tenía los ojos apagados. Miré atrás. Se estaban moviendo entre la maleza y los arbustos, corriendo hacia nosotros.
—Lemmer.
Le sujeté la mano.
—Tenemos que correr.
—Me he… —Se llevó la mano a las costillas, sin aliento—. Estoy herida.
—Más tarde, Emma. Tenemos que seguir moviéndonos.
Tenía la boca abierta, respiraba con fuerza. Le sangraba la mejilla. Íbamos demasiado lentos.
El tren.
El estrépito llenó mis oídos. Lo vi aparecer. Era una locomotora diésel que arrastraba una larga hilera de vagones de carga. Había una cerca de alambre de espino entre nosotros y la carretera de servicio del ferrocarril, y otro metro de ladera hasta las vías.
La arrastré hacia allí. No había tiempo para trepar la cerca. La sujeté con las manos alrededor del pecho.
—No —gritó, jadeando por el dolor en las costillas.
La levanté por encima de los alambres y cayó al suelo al otro lado. Corrí, salté y pasé por encima de la alambrada tres metros más allá. Emma intentó levantarse. Ellos se acercaban. Sesenta o setenta metros. Eran dos. Se detuvieron y agitaron los brazos. Entonces le vi, al sur. El francotirador. Un hombre grande, blanco, con ropa de camuflaje y una gorra de béisbol. Se tiró al suelo. El pasamontañas nos miró y comenzó a correr de nuevo.
Llegué hasta Emma. Estaba acurrucada, sus labios formando mi nombre, pero el tren ahogó el sonido. Tenía mal aspecto, la sangre de la herida de la mejilla le corría por el cuello. El corte era profundo. Pero el problema estaba en las costillas.
No había tiempo.
Apoyé mi mano izquierda en su espalda, la sujeté con fuerza y corrí terraplén arriba. Su bolso se perdió en la maleza. Corrimos junto al tren. Se movía demasiado rápido, pero era nuestra única oportunidad. Tendí la mano derecha, esperé al siguiente vagón y me sujeté cuando el metal golpeó mi mano. Con un tremendo dolor, pero sin suerte. Tuve que esperar al siguiente. Tiré la mano de nuevo, me sujeté a una barra de metal, y dejé que el impulso nos levantase. Me aferré a ella y la moví. Pesaba demasiado en mi brazo, pero conseguí colocarla conmigo entre los vagones. Aterrizamos en metal y mi cabeza pegó contra algo. Así y todo, sujeté a Emma. Mis pies buscaron un apoyo mientras luchaba por recuperar el equilibrio. La arrastré hacia dentro, la apreté con fuerza contra mi cuerpo, sus manos sujetaron mis hombros. Ella gritó algo que no pude oír.
Íbamos a conseguirlo.
Miré a la sabana. Los pasamontañas estaban quietos.
El francotirador seguía apostado con el arma delante de él, apoyada en el trípode. El cañón y la mira seguían el movimiento del tren.
Salió una nube de humo del arma y el tirador desapareció de mi campo de visión. Emma se sacudió en mis brazos y se desplomó. La sujeté, conseguí agarrar mis dedos a la fina tela de la camiseta y aguanté.
La camiseta se desgarró y pude ver el orificio de salida en el pecho. La había disparado. La furia brotó en mí. La tela se rompió del todo y ella cayó a cámara lenta, con los ojos cerrados. Entonces desapareció, solo quedó el trozo de camiseta en mi mano.
Salté del tren. Demasiado tiempo en el aire, piedras y hierbas fulgurantes a mi lado, hasta que choqué con el hombro contra el suelo demasiado fuerte. Un tremendo relámpago de agonía me atravesó. Continué rodando y algo me atravesó. Seguí y choqué contra otra cosa. Finalmente, me detuve, pero no podía levantarme. Tenía que encontrar a Emma. Debía tener el hombro dislocado. Mi brazo derecho tenía una posición extraña. Estaba por delante de mí, girado. No podía respirar, pero intenté levantarme, grité mientras intentaba respirar. Me tambaleé, caminé y me desplomé. Volví a levantarme. Allí estaba. Quieta como un cadáver.
—Emma. —La palabra no salió de mis labios.
Yacía de bruces. Tenía sangre en la nuca. Sangre en la espalda. Era de la herida de bala. La giré con mi mano izquierda. Estaba inconsciente, el cuerpo flojo. Oh Jesús, por favor. Apreté mi pecho contra el suyo, metí la mano izquierda debajo de su espalda, la sujeté contra mí, y me levanté. Colgaba de mi hombro, sin vida. ¿Respiraba?
El tren había desaparecido.
Ellos venían. Tenía que correr. Cargado con Emma. Tropecé. ¿Cómo podía cruzar la cerca? Corrí al otro lado de las vías, lejos de los perseguidores. Tenía que cruzar la cerca, pero no podía.
Teníamos una verja delante. Era parecida a la verja de una granja y era la entrada al camino de servicio. Debíamos pasar por allí. Tendría que pasar por debajo, moverla y saltar. Corrí, tambaleante. Tendría que utilizar el brazo derecho, ¿pero aguantaría? Apoyé el brazo en la verja, deslicé las piernas y a Emma por encima. Fue un momento irreal en el aire, el brazo no iba a aguantar. Cedió y mi cadera derecha golpeó la parte superior de la verja. Caímos al otro lado y aterricé de espaldas con Emma encima. Ahora ella pesaba. Me puse de rodillas y vi que mi mano izquierda estaba empapada con la sangre de su espalda.
Me puse de pie, las piernas no me sostenían.
La línea de árboles estaba a veinte metros. Les oí gritar detrás. Teníamos que llegar a los árboles. Mis rodillas protestaban, mi hombro era un infierno, el dolor una ola en su cumbre. Tienes que vivir, Emma Le Roux, tienes que vivir.
Había un sendero que llevaba hacia los árboles. Un camino de animales. Troté, tambaleante, entre los mopanes. No sigas el sendero, porque eso es lo que harán ellos. Me desvié a la derecha. Olí humo, madera ardiendo. ¿Habría gente cerca?
Mira adónde pisas, me dije a mí mismo. No hagas ningún ruido, adéntrate en el bosque. Ya no me quedaba aliento, el pecho me ardía, fuego puro; tenía las piernas entumecidas y el hombro dislocado. Salí a un claro y vi las chozas, un lugar humilde, con cinco mujeres alrededor del fuego. Tres niños jugaban en la tierra, otro colgaba de la espalda de una de las mujeres. Ollas. Estaban inclinadas sobre las ollas. Me oyeron y me miraron con los ojos muy abiertos. Vieron a un hombre blanco enloquecido con una mujer sangrando colgando del hombro.
Oí a los pasamontañas gritando detrás. Demasiado cerca.
No íbamos a conseguirlo.
Corrí hacia la choza del medio. La puerta estaba entreabierta. Entré a la carrera y la cerré con la cadera. Había dos colchones en el suelo y una mesa pequeña con una radio encima. Acosté a Emma y me volví hacia la puerta. Cuando el primero entrase tendría que arrebatarle el arma. ¿Con una mano? No funcionaría, pero era mi única opción.
Intenté escuchar. Reinaba un silencio sepulcral. Había una grieta en la puerta. Espié a través y los vi salir del bosque, sorprendidos ante la visión de las chozas. Se detuvieron al ver a las mujeres, movieron las armas y dijeron algo en una lengua nativa. Ninguna respuesta. No podía ver a las mujeres. Uno de los pasamontañas gritó algo con un tono autoritario y amenazador. Le respondió una mujer. La miraron y siguieron corriendo.
Escuché. Un niño lloraba. Luego otro. Las voces de las mujeres les consolaron.
¿Les habrían dirigido lejos de allí?
Me acerqué al colchón. Emma yacía demasiado quieta. Acerqué mi oreja a su boca. Jadeaba, la respiración a sacudidas. No era un buen síntoma. Tenía demasiada sangre en el pecho, el pelo, el cuello, la mejilla. Tenía que llevarla a un hospital.
La puerta se abrió. La mujer asomó cautelosamente.
—Is hulle weg? —pregunté.
Ninguna reacción.
—¿Se han ido?
Ella dijo algo que no pude entender. Miró a Emma.
—Doctor —dije.
—Doctor —repitió ella y asintió.
—Rápido.
Otro asentimiento.
—Rápido.
Ella se volvió y llamó a alguien con la voz apremiante.