36

—Túmbense. Al suelo. Delante de la camioneta —les dije.

Y me moví de inmediato al norte, en dirección a la casa, y luego al este, más cerca de ellos. Encontré otro árbol en que ocultarme parcialmente.

—Estamos tumbados.

De nuevo me moví deprisa. Quería acercarme a la camioneta por detrás para asegurarme de que no hubiese nadie en el maletero.

—Voy —grité, y corrí, agachado entre los árboles para ser un blanco difícil.

Vi la camioneta, una Toyota de cabina individual. Me detuve un segundo y moví la Glock al este, después al norte y a continuación corrí hacia la parte de atrás del vehículo, siempre apuntando con la pistola. Si ahora se levantaban, los abatiría, antes de que pudiesen pillarme. Llegué al vehículo; no había nadie, el maletero estaba vacío. Seguí corriendo. Estaban sentados delante del parachoques. Stef Moller a la izquierda, Donnie Branca a la derecha. Apreté el cañón de la pistola contra el pecho de Moller.

—Es esta su idea de tumbarse boca abajo, Stef. ¿Es que no ve la tele?

—Oh, en realidad no, lo siento —respondió él y se dio la vuelta para tumbarse boca abajo. Me entraron ganas de reír por la mezcla de adrenalina y decepción.

Apoyé la rodilla en la espalda de Moller y apunté la Glock a la nuca.

—¿Dónde están los demás? —le pregunté.

—No hay nadie más, solo nosotros —respondió Donnie Branca.

—Ya lo veremos —dije—. Pongan las manos donde pueda verlas.

Él movió las manos por delante de la cabeza.

—Está completamente equivocado, Lemmer. No fuimos nosotros quienes le atacamos.

Comencé a registrar a Moller en busca de armas. No encontré ninguna.

—Ayer habló de un accidente, ahora de pronto es un ataque.

—Ayer quería expresarle mi simpatía, era solo una palabra. Mi afrikáans…

Me acerqué a Donnie Branca y le cacheé donde creía que podía tener oculta un arma.

—Su afrikáans es bastante bueno cuando le conviene. Ponga las manos detrás de la cabeza y dese la vuelta. Quiero ver si está armado.

Hizo lo que le pedí.

—No estamos armados. Hemos venido a hablar.

Primero me aseguré, pero decía la verdad.

—Tiéndase boca abajo.

Me senté con la espalda apoyada en el frontal de la camioneta, entre los dos.

—Muy bien, hable.

—¿Qué quiere saber? —preguntó Branca.

—Todo.

—Dijo que lo sabía todo.

—Dígamelo de todas maneras.

Fue Stef Moller quien comenzó.

—Lo del curandero sangoma y los cazadores de buitres fue un error —dijo.

—¿Un error?

—Tenemos reglas. Principios. El asesinato no es uno de ellos.

—¿Tenemos?

—Hb. La hache mayúscula; la be, minúscula, sin ningún punto de separación. The Lowvelder lo escribió mal.

—¿Qué es The Lowvelder?

—El periódico local en Nelspruit. Lo imprimieron con hache mayúscula, punto, be mayúscula, punto. De ahí que hablen de los honey badgers.

—¿Pero Hb es por hemoglobina?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por muchas razones. La hemoglobina está en nuestra sangre, también en la de los animales. Transporta el oxígeno. Nosotros lo necesitamos, el planeta lo necesita. Es el opuesto al dióxido de carbono. Es invisible al ojo. Tiene cuatro partes. Nosotros también.

—¿Cuáles son?

—Conservación, combate, comunicación y organización.

—Habla como el movimiento Voortrekker, o el Broederbond.

—No importa.

—¿Por qué me cuenta esto, Stef?

—Usted dijo que lo sabía todo —respondió con extremada paciencia—. Ahora sabe que no le mentiremos.

—Usted mató al hechicero.

—Fue Cobie.

—Cobie es uno de ustedes.

—Cobie se dejó llevar. Es inestable. Nos dimos cuenta demasiado tarde.

—Le mintió a Emma cuando hablaron de Jacobus. Los dos.

—No en todo.

—Cuéntemelo desde el principio, Stef, para que pueda entender en qué mintieron.

—¿Puedo sentarme?

Lo pensé y luego respondí:

—Los dos pueden sentarse, pero allí. Quiero ver sus manos.

Se movieron dos metros atrás y se sentaron con las manos sobre las rodillas.

—Hable —dije.

Los ojos de Moller comenzaron a parpadear detrás de las gruesas gafas.

—Comenzó a trabajar para mí en 1994, tal como le dije a Emma.

—¿Sí?

—Yo… nosotros, Cobie y yo, compartíamos las mismas preocupaciones. Por la ecología, la conservación, las amenazas.

—Espere, no tan rápido. ¿De dónde venía?

—De Suazilandia.

—Pero no nació allí. Tampoco creció allí.

—Es lo que me dijo.

—Está mintiendo, Stef.

—Cobie de Villiers no es el hermano de Emma Le Roux.

—Miente.

—Lo juro.

—Ante Dios —señalé con un tono sarcástico, pero Moller no lo pilló.

—Sí —asintió solemne—. Ante Dios.

—Continúe.

—Cuando Cobie trabajaba para mí hablamos cada día durante más de tres años. Hablábamos del entorno. Algunas veces durante toda la noche. Alguien tiene que hacer algo, Lemmer. Quiero que entienda una cosa, no somos políticos, no somos racistas, y solo servimos a una única causa. Nuestra herencia natural.

—Ahórrese la propaganda, Stef. Hábleme de Cobie.

—Es lo que estoy haciendo. Hb es Cobie. Es para lo que vive. Es todo lo vivo. Debe entenderlo. Cuando envenenaron a aquellos buitres, fue como si alguien hubiese asesinado a la familia de Cobie.

Me vio sacudir la cabeza y añadió:

—No disculpo el comportamiento de Cobie. Solo intento explicar que sus intenciones fueron buenas. Él y yo fundamos Hb. Tuvimos mucho cuidado. Al principio solo éramos siete, cinco en Mpumalanga, dos en Limpopo. No era nada serio, al principio solo consistía en comunicarse, en intercambiar ideas. Fue algo curioso, Lemmer. Cada mes se unía alguien. Todos decían que hablar no serviría de nada. Debíamos hacer algo, porque vivimos en un mundo donde las personas lo son todo y la naturaleza no es nada. Nadie habla de los derechos de la naturaleza. Todo va hacia atrás. Fue así como comenzó. Entonces Cobie desapareció. Apenas comenzábamos a organizarnos. No lo comprendí. Él estaba más convencido que yo, se implicaba mucho más, ponía más energía, y de pronto se había ido, sin más. Hasta el día de hoy, no sé dónde fue. Tres años más tarde apareció en Mogale. Quizá Donnie debería contarle el resto.

—¿Cuando Cobie se marchó, Hb sobrevivió?

—Era más grande que un individuo. Cuando Cobie desapareció éramos más de treinta. Por todo el país. En el Kalahari, KwaZulu, el Karoo. Pero solo estábamos centrados en la conservación, la comunicación y la organización. Solo añadimos el combate en 2001, cuando comprendimos que no teníamos alternativa.

—Pero todo esto se puede hacer sin necesidad de sociedades secretas, Steff. ¿Qué pasa con la WWF y Greenpeace? ¿Por qué no se unieron a Greenpeace?

Él exhaló un sonoro suspiro.

—No lo entiende, ¿verdad?

Branca no podía quedarse callado.

—Se lo dijimos, Frank y yo. Era el caos.

—Unas pocas reclamaciones de terreno y un campo de golf, a mí no me parece un caos.

Branca hizo un gesto de futilidad. Stef Moller suspiró de nuevo.

—Eso es solo la punta del iceberg. Un millón de especies, Lemmer. ¿Tiene idea de cuántas son? ¿Cuántas plantas y animales representan? ¿Tiene alguna idea? Son las que desaparecerán en los próximos cuarenta años, solo por el calentamiento global.

Había escuchado la cancioncilla antes. Sacudí la cabeza, incrédulo.

—Ya puede sacudir la cabeza. Es como el resto de la humanidad. No quiere creerlo. Pero alguien debe hacerlo, porque es un hecho.

—¿Pretendían detener el calentamiento global enviando anónimos y matando perros?

—No. Hacemos lo que podemos aquí. Solo podemos intentar estar preparados para el desastre que se avecina.

—Hábleme de Cobie. En 2000 apareció de nuevo sin más. Esta vez en Mogale. Con Wolhuter.

—Sí.

—¿Dónde había estado?

—No lo sé. No lo dijo.

—Stef, no le creo.

—La verdad es más extraña que la ficción, Lemmer —intervino Donnie Branca—. No le mentimos. Cobie comenzó a trabajar para Frank y él y yo hablábamos. Era muy cuidadoso. Tardó casi seis meses antes de reclutarme para el Hb. Solo entonces me pidió que le llevase un mensaje a Stef. Me pidió que le dijese a Stef que no podía hablar de dónde estaba, que lo lamentaba, pero que debía proteger a Hb, que tal era el motivo por el que había vuelto a Suazilandia.

—Pero Frank Wolhuter no quería ser parte de Hb.

—Lo intentamos. Frank era de la vieja escuela. Había sido guardia forestal en Natal. Era parte del sistema, no veía la necesidad de, digamos, una acción alternativa. Lo intentamos, pero Frank creía que nuestro trabajo en Mogale ya era bastante bueno. Nunca le hablamos abiertamente de Hb, porque sabíamos que no lo aceptaría.

—Ya me lo parecía. Déjeme que le diga lo que pasó cuando Emma les mostró a usted y a Frank la foto de Cobie. Dos cosas. Usted se asustó. Se quedó en la oficina de Frank preocupado por si supondría una amenaza para Hb, porque no sabía si la historia de Emma era verdadera o si no. ¿Quién era ella realmente? ¿Qué quería? La mandó a Stef para que le ayudase a valorarla. Para poder tomar una decisión. Le llamó después de que nos marchásemos. Advirtió a Stef de que íbamos a verle. ¿Estoy en lo cierto?

—En un sentido.

—La segunda cosa que pasó fue que la foto y el relato de Emma hicieron que Frank tuviese todavía más sospechas. De todas maneras, ya debía sospechar de usted y de Cobie. Pese a que él nos dijo que Cobie no había cometido el asesinato para vengar la muerte de los buitres, no estaba seguro. Cuando apareció Emma tuvo que hacer algo. Abrió la casa de Cobie y buscó. Encontró lo que buscaba. Las fotos y otra prueba de Hb. No sé lo que era, pero sé que no estaba en el estante en la cocina, ¿verdad?

—No.

—¿Dónde lo escondió Cobie?

—En el techo.

—Así que llamó por teléfono a Emma y le dejó el mensaje, pero antes de que ella pudiese responder, él se enfrentó a usted por lo de Hb. No estaba nada contento. Amenazó con ir a la policía, o algo así. Así que lo arrojó al león.

—¡No! Frank era mi amigo. —Apasionado, con muchos aspavientos—. Yo nunca lo haría. No sé lo que pasó, se lo juro. Solo examiné la caja fuerte al día siguiente de su muerte.

—Porque tenía que esconder los rifles que utilizó para matar a los perros.

—Sí. De acuerdo. No tenía otra alternativa. Pero cuando abrí la caja, vi la sangre. Encontré los documentos de Cobie. Las fotos que le mostré a Emma. Llevé el álbum a la casa de Cobie y lo dejé en la cama. Después busqué por todas partes para asegurarme de que no había nada más. Encontré la caja en el techo, pero estaba vacía. Solo puedo suponer, ya sabe, que Frank la encontró allí, cogió el contenido y lo guardó en la caja.

—Dijo que la muerte de Frank no fue un accidente. Usted tenía un motivo, Donnie.

—Jesús, Lemmer, ¿cómo puede pensar eso? Yo le quería. Le respetaba más que a cualquier otro. No fui yo.

—¿Quién, Donnie? ¿Quién?

—Alguien que no quería que Emma viese la foto.

—¿Qué foto?

—La que faltaba en el álbum.

Miré a Stef Moller y Donnie Branca, sus semblantes virtuosos, la sinceridad hundida en sus facciones a la luz de la media luna. Sacudí la cabeza poco a poco.

—No, me están mintiendo. Mañana iré al Beeld con todo esto. Pueden contarles toda esta patraña a los periodistas.

Branca comenzó a hablar pero Stef Moller le hizo callar alzando la mano.

—Lemmer, por favor, ¿qué puedo hacer para convencerle? —preguntó con voz pausada.

—Diga la verdad, Stef.

—Es lo que hemos estado haciendo desde el principio.

—No, no lo es. Cobie es el hermano de Emma. Donnie dijo que la foto desapareció; alguien no quería que Emma la viese. ¿Por qué no querría usted que Emma la viese? ¿Por qué Frank llamaría a Emma para decírselo? ¿Por qué insiste en que no es el hermano de Emma?

—Porque se lo preguntamos —dijo Stef.

—¿Cuándo?

—Hace tres días. El sábado. Cobie de Villiers dijo que nunca había oído hablar de ella.