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El aeropuerto internacional Kruger Mpumalanga era sorprendente, a pesar de su pretencioso nombre. El edificio, levantado entre verdes colinas y los macizos rocosos, era nuevo, moderno y atractivo. Estaba diseñado a la africana, techo de paja y paredes ocre, pero no era una horterada. El calor en la pista era opresivo, la humedad alta. Encendí el móvil mientras caminábamos hacia la terminal de llegadas. Tenía un SMS de Jeanette. LA DENUNCIA EXISTE.
En la terminal se estaba fresco, bastante soportable. Esperamos a recoger nuestros equipajes. Me coloqué detrás de Emma. Sus tejanos trazaban una curva sensual y sus hombros y su delicioso cuello formaban una pendiente que desembocaba inmejorablemente en la camisa azul pólvora. Pero al mirar alrededor, para compararla con las otras personas más grandes y vulgares que la rodeaban, advertí su vulnerabilidad. Más allá de su riqueza y de la seguridad de su buen trabajo, emanaba una dulce fragilidad que no parecía tanto pedir protección, como compasión. En el avión había sido encantadora, correcta, humilde y altruista. Estoy interesada en usted como persona, Lemmer, pese a ser un empleado.
Tantas facetas.
La Ley de Lemmer de las Mujeres Pequeñas: Nunca confíe en ellas. Ni profesional ni personalmente. Aprenden tempranamente dos trucos pavlovianos. El primero es producto de la reacción de la gente: «Oh, qué niña tan bonita», especialmente si la carita es redonda y los ojos grandes. Se acostumbran a que las traten como cachorros preciosos, así que aprenden a explotarlo con manierismos y gestos que enfatizan su belleza. De tal forma, consiguen desarrollar sus técnicas manipuladoras y convertirlas en una cuchilla social. El segundo es el sentimiento de indefensión física. El mundo es grande y poderoso y ellas son delicadas y relativamente débiles. Las curvas de los pechos y de las caderas de las mujeres más voluptuosas captan el interés masculino y distraen su atención de las mujeres pequeñas. De modo que su instinto de supervivencia y autodefensa busca otros medios para preservar su existencia en la tierra. Es entonces cuando aprenden a usar el poder del intelecto; aprenden a manipular, a mantener un continuo juego mental con el mundo que las rodea.
Jeanette había confirmado la existencia de la denuncia. Había verdad en la historia de Emma. ¿Pero cuánta? ¿Respondía a casi todas las preguntas? ¿Si su vida estaba en peligro de verdad, por qué se había contratado al guardaespaldas más barato, cuando, según Carel, había heredado una gran fortuna?
¿Debía de concederle el beneficio de la duda y suponer que Carel había exagerado? ¿Acaso no creía estar en un peligro real, a pesar de ser una mujer pequeña con predisposición a ello? Quizá fuera conservadora en cuestión de dinero. O tacaña. O demasiado modesta o consciente de sí misma como para soportar la presencia de tres a cuatro hombres armados a su alrededor.
O quizá solo estuviera jugando.
Apareció nuestro equipaje. Fuimos al mostrador de alquiler de coches de Budget. Me llamaron mientras Emma rellenaba los formularios. Reconocí el número, me separé un poco y respondí.
—Hola, Antjie.
—¿Dónde estás? —preguntó Antjie Barnard con su voz profunda e increíblemente sensual.
—Trabajando. Estaré fuera una semana o poco más.
—Es lo que pensé. ¿Qué pasa con tu turno de riego? Aquí hace calor.
—Tendré que pedirte que te ocupes.
—Entonces lo haré. Si no te veo antes, feliz Año Nuevo.
—Gracias, Antjie. Lo mismo digo. Cuídate.
—¿Para qué? —Soltó la carcajada y colgó.
Me di la vuelta y Emma estaba detrás. Las repentinas noticias parecían brillar en sus ojos. No dije nada, solo cogí la llave de un BMW 318i blanco que me ofrecía. Estaba aparcado al sol. Cargué el equipaje en el maletero e hice un reconocimiento de trescientos sesenta grados. Nadie estaba interesado en nosotros. Me puse al volante y arranqué el motor para poner el aire acondicionado. Emma desplegó un mapa en su falda.
—Creo que deberíamos ir primero a Hoedspruit —dijo. Su dedo índice buscó la carretera. Advertí que no usaba esmalte de uñas—. Aquí, pasado Hazyview y Klaserie, parece la ruta más corta. ¿Conoce esta parte del país, Lemmer?
—Muy poco.
—Yo seré la guía.
Nos pusimos en marcha. Había más tráfico del esperado: camionetas, cuatro por cuatro, camiones y furgonetas-taxis. Ninguna señal de que nos siguiesen. A través de White River el contraste con El Cabo era fuerte: aquí los colores de la naturaleza brillaban en el follaje de los interminables árboles, en el rojo sangre de casi todas las flores, en el caoba oscuro de los tenderos que vendían en las cunetas de las carreteras. Había carteles antiestéticos y mal pintados que señalaban los nombres, las tarifas y las direcciones de campings, casas de huéspedes y cotos de caza privados.
Emma me daba las indicaciones; encontramos la R538 y continuamos un rato en silencio.
Cuando por fin llegó la pregunta, no fue ninguna sorpresa. Ninguna mujer puede reprimir su curiosidad por ciertas cosas.
—¿Era su… —vaciló momentáneamente para sugerir la amplitud del término—, amiga?
Sabía a quién se refería, pero fingí no entenderlo.
—La que acaba de llamarle.
El tono de Emma era informal y despreocupado, la clase de charla amistosa que revela mera curiosidad, un interés relativo. No tenía por qué ser falso. Así funciona el cerebro de las mujeres. Utilizan la información para colorear la figura. Si tienes una amiga no puedes ser un psicópata. El arte consiste en que tus respuestas puedan eludir las molestas preguntas posteriores. ¿A qué se dedica? (Para determinar la posición tuya y de la novia). ¿Cuánto tiempo llevan juntos? (Para valorar el grado de la relación). ¿Cómo se conocieron? (Para satisfacer su romanticismo).
Sonreí y emití un sonido que no me comprometía en nada. Funcionaba siempre. Expresaba que no era la clase de amiga que tenían en mente y que, de hecho, no era asunto suyo. Emma lo aceptó con valentía.
Atravesamos Nsikazi, Legogoto, Manzini, pequeños poblados, un desfile monótono de casas pobres y personas inquietas vagando bajo el aplastante calor; chicos sentados sobre sus talones junto a la carretera, nadando en el río debajo de un puente.
Emma miró a su izquierda, al horizonte.
—¿Qué montaña es aquella? —Estaba decidida a mantener una conversación.
—Mariepskop —respondí.
—Creía que no conocía esta zona.
—No conozco las carreteras.
Ella me miró expectante.
—Cuando los ministros vienen al Parque Kruger de fin de semana vuelan a Hoedspruit. Allí hay un aeropuerto militar.
Ella miró de nuevo la montaña.
—¿A cuántos ministros ha custodiado, Lemmer? —añadió cautelosa—. Si puede hablar de ello…
—Dos.
—Ah.
—El de Transporte y el de Agricultura. Sobre todo al de Agricultura.
Ella me miró de nuevo. No dijo una palabra, pero yo sabía qué pensaba. No era lo que se dice una misión de riesgo. Su guardaespaldas era la antigua niñera desarmada del ministro de Agricultura. Supe que se sentía segura de verdad.
—Busco al inspector Jack Phatudi —le dijo a la agente que estaba en el mostrador de la comisaría de Hoedspruit.
La fornida policía tenía una expresión inescrutable.
—No conozco a ese hombre.
—Creo que trabaja aquí.
—No.
—Está investigando los asesinatos de Khokovela.
La voz de Emma era ligera y amistosa, como si le estuviese hablando a un ser querido.
La agente miró a Emma sin comprender.
—El curandero tradicional y los otros tres hombres que fueron asesinados.
—Oh. Aquel.
—Sí.
La policía se movió despacio, como si el tremendo calor la maniatara. Acercó un teléfono. Puede que hubiese sido blanco alguna vez. Ahora estaba rajado y tenía un color café. Marcó un número y esperó. Luego habló en un sePedi entrecortado; frases como ráfagas de metralleta. Colgó el teléfono.
—No está aquí.
—¿Sabe dónde está?
—No.
—¿Volverá?
—No lo sé.
—¿Hay algún lugar donde pueda averiguarlo?
—Tendrá que esperar.
—¿Aquí?
—Sí. —Todavía sin ninguna inflexión.
—Yo… eh… —Emma miró el duro banco de madera junto a la pared y después a la agente—. No estoy segura…
—Ellos llamarán —dijo la agente.
—Ah.
—Para decir dónde está.
—De acuerdo —aceptó ella más tranquila—. Gracias.
Fue a sentarse en el banco. Tenía la piel brillante de sudor. Se sentó y le dirigió a la policía una sonrisa de paciente buena voluntad. Yo me coloqué junto al banco y me apoyé en la pared. No estaba tan fresca como había esperado. Observé a la agente. Estaba muy ocupada escribiendo un expediente. No sudaba. Dos hombres negros entraron y se acercaron al mostrador. Hablaron con ella. La mujer frunció el entrecejo y les reprochó con ráfagas cortas. Ellos respondieron con tono de disculpa. Sonó el teléfono. Ella levantó una mano. Los hombres callaron y se miraron los zapatos. La mujer respondió la llamada, escuchó y después colgó.
—Ha regresado a Tzaneen —dijo en la dirección de Emma. Pero Emma estaba mirando por la puerta.
—¡Señora!
Emma se sobresaltó y se puso de pie.
—Ha regresado a Tzaneen.
—¿El inspector Phatudi?
—Sí. Es donde tiene su despacho. Crímenes Violentos.
—Oh…
—Pero vendrá mañana. Temprano. A las ocho.
—Gracias —dijo Emma, pero la agente estaba ocupada de nuevo con los dos hombres, hablaba con ellos como si fuesen niños que habían sido pillados en una travesura.
Emma me dirigió a la reserva privada de animales Mohlolobe con el mapa impreso de la página web.
—Hay tantos lugares aquí —comentó cuando pasábamos por delante de las impresionantes entradas de la reserva de animales Kapama, el refugio de vida salvaje Mtuma Sands y el Cheetah Inn, cada una con una variación posmoderna del estilo Lowveld: la piedra rústica, el techo de paja, motivos animales y letras bonitas. Sospeché que las tarifas de las habitaciones eran directamente proporcionales a la sutileza de los portales al paraíso.
El reclamo comercial de Mohlolobe consistía en un par de estilizados y elegantes colmillos de elefantes hechos de cemento. Había un guardia vestido con un uniforme color caqui y verde oliva. Llevaba un sombrero de ala ancha que le iba un poco grande y una carpeta en la mano con un par de hojas de papel. Una placa identificativa de metal en el pecho le presentaba. Edwin. Agente de seguridad.
—Bienvenidos a Mohlolobe —dijo en mi lado del BMW con una resplandeciente sonrisa blanca—. ¿Tienen reserva?
—Buenas tardes —respondió Emma—. Está a nombre de Le Roux.
—¿Le Roux? —consultó su lista, enarcando las cejas esperanzado. Su rostro se iluminó—. Por supuesto, por supuesto, señor y señora Le Roux, sean ustedes bienvenidos. Hay siete kilómetros hasta el campamento principal, solo sigan las señales y, por favor, no abandonen el vehículo bajo ninguna circunstancia.
Abrió la gran verja y nos hizo pasar haciendo una elegante floritura con su brazo.
La carretera de tierra serpenteaba a través de un denso bosque de mopanes. Aquí y allá se abrían claros. Un rebaño de impalas pasó al trote por la maleza como si estuviesen enfadados.
—Mire —dijo Emma.
Entonces, de una manera inexplicable, se llevó la mano a la boca y miró, hechizada. Los cálaos volaban de árbol en árbol. Una manada de búfalos rumiaban y miraban aburridos. Emma guardaba silencio. Incluso cuando le señalé las montañas de hierba digerida y dije:
—Boñigas de elefante.
El campamento principal Mohlolobe olía a riqueza. Los techos de paja de las casas de huéspedes asomaban disimulados por los márgenes del río. Había carreteras pavimentadas, luces escondidas y una jovialidad forzada por parte del personal vestido con sus uniformes caquis y oliva. Esta era el África para el turista americano rico, el lujo de un cinco estrellas ecológico, un oasis de civilización en la salvaje y cruel sabana. Seguí las señales hasta la recepción y cuando nos bajamos del coche nos golpeó una ola de calor, pero el edificio estaba fresco por dentro. Caminamos por un pasillo hasta la recepción. Había una sala de Internet a la izquierda. La llamaban «El telégrafo de la sabana». Una tienda de recuerdos muy caros a la derecha era «El almacén».
Una hermosa rubia atendía la recepción. En el verde oliva de su camisa había una placa. Susan. Recepcionista.
—Hola, soy Susan. Bienvenidos a Mohlolobe —saludó con una gran sonrisa y un bien disimulado acento afrikáans. Sue-zin, no Soe-sun como se hubiese pronunciado en afrikáans.
—Hola. Soy Emma Le Roux y él es el señor Lemmer —respondió ella, con el mismo tono amistoso, a Sue-zin.
—¿Pidió una suite de dos dormitorios? —preguntó la rubia con discreción.
—Así es.
—Les vamos a dar la Bateleur —como si nos estuviese haciendo un gran favor—. Está delante mismo del lago.
—Será muy bonito —aprobó Emma, y me pregunté por qué no le había hablado en afrikáans.
—Ahora solo necesito una tarjeta de crédito, por favor —dijo la recepcionista.
Y me miró. Cuando Emma sacó su billetero Sue-zin me observó, fugazmente, a la luz de una nueva percepción.
La suite Bateleur era de un lujo sobrevalorado, pero todo lo que Emma hizo fue asentir satisfecha como si más o menos correspondiese a sus expectativas. El botones negro (Benjamin, asistente de recepción) entró con nuestras maletas. Emma le deslizó un billete verde en la mano.
—Así está bien, déjelas aquí.
Él nos mostró los secretos del aire acondicionado y el minibar. Cuando se marchó, Emma dijo:
—¿Le parece bien si ocupo este?
Señaló el dormitorio a la izquierda de la sala de estar. Tenía una cama de matrimonio.
—Me parece bien.
Llevé mi maleta a la otra habitación, la derecha, dos camas individuales con las mismas sábanas de lino blanco de Emma. Luego eché una ojeada. Las ventanas con marco de madera se podían abrir, pero estaban cerradas por el aire acondicionado. Los dormitorios y la sala de estar en el centro tenían una puerta corrediza que daban al porche, en la fachada. El cierre no era muy sofisticado, la seguridad no era buena. Lo abrí y salí al porche. Tenía el suelo de piedra pulido, dos sofás y sillas tapizadas en cuero de avestruz, dos prismáticos montados en sendos trípodes y una vista de la charca, desierta, salvo por una bandada de palomas que bebían inquietas.
Caminé alrededor del edificio. Había una extensión de tres metros de césped. Luego, la sabana. Diseñado y ubicado para la intimidad. No se veía ninguna otra casa. Todas llevaban el nombre de alguna variedad de águila. No era muy halagüeño desde el punto de vista de un guardaespaldas.
En teoría, sin embargo, si alguien quería llegar hasta Emma, tendría que sortear la verja principal, escalar dos metros de una valla de tela metálica y caminar siete kilómetros por una sabana que era territorio de leones y elefantes. Pocas razones de qué preocuparse.
Entré. El frescor era reparador. La puerta de Emma estaba cerrada; oí el rumor de la ducha. Por un instante visualicé su cuerpo debajo del chorro de agua. Acto seguido fui a encontrarme con el agua fría de mi baño.