31
Las tropas de Phatudi se rieron de mí cuando caminé hacia el Audi.
Mientras me sentaba al volante le vi sacando pecho con una gran sonrisa de satisfacción.
Puse en marcha el coche y me alejé.
En cuanto dejé atrás la estación di rienda suelta a la furia. Bajé de marcha y pisé a fondo el acelerador. Las ruedas traseras derraparon demasiado en la curva de grava y tuve que luchar con el volante para corregir el trompo y aceleré de nuevo con un gran chirrido de los neumáticos. Se afirmaron y el Audi salió disparado, revolucionado al máximo. Cambié de marcha, dispuesto a pisar el acelerador a fondo, me puse a ciento sesenta y me encontré en el cruce de la R40. Tuve que frenar en seco y el coche se sacudió y, por momentos, me pareció que no lo conseguiría. Pero me detuve en medio de una nube de polvo. Tenía los nudillos blancos, aferrados al volante.
Abrí la puerta y me bajé. Pasó un tráiler abarrotado de troncos como un trueno. Le grité, un grito sin sentido.
Pasó una furgoneta taxi cargada de negros que me miraban, un blanco enloquecido en la cuneta.
No sabía adónde ir. Ese era mi problema. Era la fuente primaria de mi frustración y de mi rabia.
Phatudi me había provocado, pinchado y cabreado, pero lo había llevado bien. Podía esperar mi oportunidad; el momento y lugar adecuados. Pero no podía hacer nada respecto a mis alternativas, que se habían reducido a cero.
De camino a la pared de cemento rosa había tenido tres opciones. Edwin Dibakwane y la carta. Jack Phatudi y la llamada telefónica. Donnie Branca y Mogale. Ahora no tenía ninguna. Edwin Dibakwane estaba muerto. Alguien le había torturado, matado y arrojado a una plantación. Se había dinamitado el vínculo entre el anónimo y su autor. Eliminada la opción uno.
No, no del todo. Dibakwane les habría confesado a los arrancadores de uñas de dónde venía la carta. Alguien lo sabía. Yo no. Seguía sin servirme para nada.
Phatudi había dicho la verdad. A pesar de todo, su sorpresa al enterarse del ataque a Emma y la relación con la llamada que había recibido era sincera. Eliminada la opción dos.
Me quedaba el centro de rehabilitación Mogale.
El ansia de ir allí en ese momento y pegarle a Donnie Branca hasta que me dijese qué estaba pasando me consumía. Quería castigar a alguien. Por Emma.
Quería aplastar el cráneo de alguien contra una pared, una roca o un suelo de tierra. Una y otra vez, provocar que el cerebro se sacudiera adelante y atrás contra las paredes del cráneo; golpe y puto contragolpe, hasta que su corteza cerebral quedase hecha papilla. Era eso lo que quería hacer. Quería retorcerle los brazos a los dos prodigios encapuchados en las vías del tren, hasta que les reventasen las articulaciones; oír cómo se seccionaban los ligamentos y se partían los huesos. Quería pillar al francotirador, arrebatarle el rifle, meterle el cañón entre los dientes, poner el dedo en el gatillo, mirarle a los ojos, decirle: «Adiós, hijo de puta» y desparramarle los sesos por la pared.
¿Pero quiénes eran? ¿Dónde podría encontrarles?
Branca era mi última esperanza. ¿Qué haría si se negaba a hablar? ¿Qué me quedaría si le pegaba y no confesaba? Porque no podía arriesgarse, todo este asunto había llegado demasiado lejos: una mujer en coma, el guardia de seguridad torturado y asesinado, un hombre muerto en la jaula de los leones. No se le podían echar todas las culpas al chalado de Cobie de Villiers. Una cosa era enviar cartas de amenaza a los granjeros, matar perros y quemar edificios, y otra muy distinta ir a la cárcel para toda la vida.
Eliminada la opción tres.
Caminé por la carretera, muy lejos del Audi, y volví. Seguía sin tener idea de qué hacer.
Abrí la puerta del coche y me metí. Arranqué. Giré a la derecha en la carretera asfaltada, en la dirección general de Hoedspruit, Mogale y Mohlolobe.
Conduje sin más. No tenía nada más que hacer.
Pasado el desvío al Parque Nacional Kruger, la R351, vi un cartel escrito a mano, WARTHOG BUSH PUB. ¡¡¡CERVEZA FRÍA!!!! ¡¡¡AIRE ACOND.!!! ¡¡¡ABIERTO!!! Por primera vez significaba algo. Lo pensé durante un kilómetro, reduje la velocidad y me detuve. Esperé a que pasase el tráfico por el otro carril y entonces di la vuelta.
Era el momento de pensar. De calmarse. De comprobar el lugar en que habían intentado reclutar al amigo Dick.
No era un lugar concebido para el turismo internacional. Estaba formado por un edificio grande y seis o siete pequeños entre los árboles mopane y la tierra. Paredes encaladas, techos de paja gris que pedían a gritos una reparación. Tres Land Cruisers muy usados, un viejo Toyota cuatro por cuatro, dos grandes y anticuados Mercedes, un Nissan de doble cabina nuevo y un Land Rover Defender de edad indeterminada. Tres llevaban matrículas de Mpumalanga, los demás era de la provincia de Limpopo.
Un bareto local.
En la fachada del edificio más grande colgaba un panel rajado y torcido. Haría alrededor de un siglo que alguien sin el más mínimo talento había tallado la palabra «Warthog» y una caricatura de un jabalí en la madera oscura. Abajo habían atornillado un cartel con forma de matrícula de coche: BUSH PUB. Otro cartel blanco bien colocado en la pared prometía en letras rojas: ¡ALMUERZOS! ¡CENAS A LA CARTA! ¡PLATOS DE CAZA! ¡PRUEBE NUESTRA PARRILLADA MIXTA! ¡HAMBURGUESAS DE JABALÍ AFRICANO!
En la ventana, junto a la gran puerta de madera, había un pequeño anuncio borroso pegado con celo. Habría sido una ocurrencia posterior. CHALETS DISPONIBLES. Abrí la puerta. Funcionaba el aire acondicionado. Había una barra tan larga como el edificio. Las mesas de madera y los bancos ocupaban el resto de la habitación. Estaban todas preparadas. Una pancarta plateada colgaba de las vigas a la vista. ¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO!!! A la dirección le gustaban los signos de exclamación.
La pared blanca estaba cubierta con grafitis. «Jamie & Susan estuvieron aquí. Eddie el Alemán. Morgan y la Banda. Oloff Johannsen. Salvemos a las ballenas, arponea a una tía buena. Liberad a Mandela con cada caja de Rice Krispies. Semper Fi. Naas Botha estuvo aquí. Seker omdat Morné nie kom nie. Haz el amor, no la guerra = Steek, Maar Nie Met ’n Mes Nie». Dibujos, firmas ilegibles.
En cinco de las mesas había grupos de ocho o más personas. El volumen de las conversaciones delataba que ya habían comenzado a celebrar el Año Nuevo. Detrás de la barra una mujer sacaba vasos de un cajón de plástico. Cuando me senté a la barra se acercó.
—¿Qué vas a tomar?
—Dry Lemon con hielo, por favor.
—¿En Fin de Año?
Tenía unos fascinantes hoyuelos. Estaba en el lado malo de los cuarenta, pero era atractiva, la nariz y la boca conjugaban muy bien. Tenía los ojos claros, más grises que verdes, el pelo castaño largo y ondulado hasta los hombros. Pendientes en forma de luna y estrellas. Una vieja camiseta naranja sin mangas le cubría los grandes pechos. Tejanos con una impresionante hebilla en el cinturón. Collares africanos alrededor del cuello, una multitud de pulseras, manos bonitas con demasiados anillos. Las uñas largas pintadas de verde.
—Sí, gracias.
La miré mientras iba hasta una nevera con la puerta corrediza. Le quedaban muy bien los tejanos. Detrás de uno de los hombros tenía un tatuaje, una letra o un símbolo oriental. Sacó una lata de gaseosa, era pequeña.
—Dos de esas, por favor.
Sacó otra, las puso lado a lado, cogió una jarra de cerveza y la llenó de hielo. Me lo trajo todo.
—¿Quieres dejar la cuenta abierta?
—Por favor.
Abrió las latas. Vi cientos de tarjetas de visita pegadas en las estanterías de las botellas. Cerca del techo colgaba una hilera de gorras de béisbol. Marcas de tractores y coches. Equipos de Currie Cup. Era otro bar de pueblo en busca de su identidad.
—Tertia —dijo, y tendió la mano con la multitud de anillos. El nombre no le pegaba.
—Lemmer —respondí y nos estrechamos las manos. La suya estaba refrescada por las latas. La curiosidad brillaba en sus ojos.
—No tienes pinta de turista.
—¿Qué pinta tiene un turista?
—Depende. Los extranjeros visten prendas de safari. Los domingueros de Johannesburgo y Pretoria, traen a esposa e hijos. Primero dejan el móvil en la mesa y, después, la billetera bien llena. Quieren exhibirse un poco y no perderse ninguna llamada. Está trabajando. Entró aquí por un motivo. ¿Espera a alguien? Por la forma en que mira a su alrededor diría que sí.
Entonces, me miró a los ojos.
—Mercenario.
Sabía lo que intentaba. Esperaba a que parpadease, el sutil estrechamiento de mis ojos, la mirada baja. No mostré nada.
—Consultor. Asesor militar. —Nada—. Contrabandista.
Tenía claro que no lo conseguiría.
—Vale —aceptó a regañadientes—. Invita la casa.
—No está mal —comenté. Y vacié el vaso.
—¿Estuve cerca?
—Tibio.
—Lo que pasa es que crees que puedo hacerlo mejor, ¿no?
—¿Puedo tomar otra?
Empujé el vaso hacia ella.
—Venga, enséñame lo que tienes.
Fue a buscar otras dos latas.
—¿Tienes biltong? ¿Nueces o cualquier otra cosa?
—Quizás. —Dejó las bebidas delante de mí—. Si puedes hacerlo mejor que yo.
—Tersh —llamó alguien desde una de las mesas—. Más vino.
Un coro de voces repitió el pedido por todo el comedor.
—Voy —les respondió, y después me dijo en voz baja—: Será una noche muy larga.
Se fue a por el vino. Me serví. Observé la fluidez de sus movimientos. Tenía el cuerpo de una mujer más joven y lo sabía.
Entró otro grupo, doce personas blancas, seis hombres y seis mujeres. Entre los treinta y tantos y los cincuenta y tantos. Intercambiaron saludos. Reinaba una atmósfera festiva y expectante.
Tertia cogió la libreta y se fue hacia la mesa nueva. Se rio con ellos, tocó el hombro de un hombre aquí, la mano de una mujer allá. Conocidos, aunque su lenguaje corporal era algo defensivo, una inconsciente declaración de «En realidad yo no pertenezco aquí». Melanie Posthumus la hubiese llamado «extranjera».
Pensé en el juego al que Tertia quería jugar. Me pregunté cuántos centenares de rands había ganado a costa de turistas. Era fácil si tenías suficiente experiencia con gente, sabías cómo hacer las preguntas y expresar tus conclusiones. Yo podía hacerlo mejor, porque las conocía. Había conocido a mujeres como ella en El Cabo, cuando había sesiones en el Parlamento y podía vagar por Long Street, St. George’s Mall y Greenmarket Square. Todas compartían básicamente la misma historia. Había formulado una ley. La Ley de Lemmer de las Mujeres Casi-Artísticas para Una Sola Noche. Más de una noche y te conviertes en un insecto atrapado en la telaraña.
Ella era sudafricana, de algún lugar a no más de doscientos kilómetros de aquí. Clase media baja afrikáans. Inteligente. Rebelde en la escuela.
Al terminar el instituto dejó la ciudad con una sensación de euforia. Se fue a Pretoria para dejar atrás su infancia, su familia y su posición, sin saber que se las llevaría con ella. Había alquilado un estudio pequeño en el centro, había buscado un empleo temporal en una empresa grande, mientras alimentaba unas vagas esperanzas de estudiar arte. Había comenzado a leer filosofía oriental, había estudiado astrología.
Se había replanteado su vida. Renunció al empleo, cargó las maletas en su Volkswagen Escarabajo y se fue sola a Ciudad del Cabo. Entró en una comuna en Obs o Hout Bay y fabricó piezas semiartísticas para venderlas en Greenmarket Square, se vistió con vestidos sueltos, sandalias y pañuelos de colores en la cabeza. Se llamó a sí misma Olga, Natasha o Alexandra. Se fumó unos cuantos porros, se acostó con unos cuantos. No se sintió realizada.
En un momento u otro de los años venideros relajaría sus pretensiones y le diría «sí» al pequeño empresario bajo y de mediana edad o al barrigudo propietario de una plantación de bananos, que llevaba pidiéndoselo educadamente desde hacía muchos años. Así no tendría que envejecer sola.