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RESOLUCIÓN DE PROBLEMAS

No sé qué es más sorprendente, si el propio comportamiento de las sombras o el hecho de que la observación de algunas conformaciones de luz y sombra nos obligue a revisar tan radicalmente nuestra concepción de la estructura de la realidad. El argumento que he esbozado en el capítulo anterior es, independientemente de su controvertible conclusión, un ejemplo típico de razonamiento científico. Vale la pena reflexionar sobre el carácter de este razonamiento, que constituye por sí mismo un fenómeno natural tan sorprendente y lleno de implicaciones, por lo menos, como la física de las sombras.

A aquellos que preferirían atribuir a la realidad una estructura más prosaica, tal vez les parezca desproporcionado —e incluso injusto— que consecuencias tan trascendentales puedan seguirse del hecho de que un diminuto punto de luz sobre una pantalla se encuentre aquí, en vez de estar allí. Pero así es, y no se trata de la primera vez en la historia de la ciencia que ocurre algo semejante, ni mucho menos. A este respecto, el descubrimiento de otros universos recuerda mucho el de los planetas hecho por los primeros astrónomos. Antes de que mandásemos sondas a la Luna y a algunos planetas, toda nuestra información sobre estos últimos procedía de manchas de luz (y de otras radiaciones) cuya presencia era observada en lugares donde no se esperaba encontrarla. Consideremos cómo se descubrió el hecho fundamental y definitorio acerca de los planetas: el de que no son estrellas. Si miramos el cielo por la noche durante unas horas, observaremos que las estrellas parecen evolucionar alrededor de un determinado punto del espacio. Lo hacen rígidamente, manteniendo posiciones fijas entre sí. Según la explicación tradicional, el cielo nocturno estaba constituido por una enorme «esfera celestial» que giraba alrededor de una Tierra fija, y las estrellas eran, o bien agujeros en dicha esfera, o bien cristales resplandecientes engarzados en ella. Sin embargo, entre los millares de puntos de luz visibles de noche al ojo desnudo, algunos de los más brillantes, cuando son observados a lo largo de períodos prolongados de tiempo, no se comportan de esa manera rígida, como si estuviesen fijos en la bóveda celestial, sino que parecen pasearse por el espacio con movimientos más complejos. Son los denominados «planetas», palabra que deriva del griego planétes, que significa «vagabundo» o «errante». Su vagabundeo indicaba que la explicación de la esfera celestial resultaba inadecuada.

Las sucesivas explicaciones sobre el movimiento de los planetas han tenido un importante papel en la historia de la ciencia. La teoría heliocéntrica de Copérnico situaba los planetas y la Tierra en órbitas circulares alrededor del Sol. Kepler descubrió que esas órbitas no eran circulares, sino elípticas. Newton explicó las elipses mediante su ley de la gravitación al cuadrado de sus distancias, la cual fue utilizada más tarde para predecir que esas fuerzas de atracción entre los planetas causarían pequeñas desviaciones en sus órbitas elípticas. La observación de estas desviaciones condujo al descubrimiento de un nuevo planeta —Neptuno— en 1846, uno de los muchos hallazgos que corroboraron de manera espectacular la teoría de Newton. Sin embargo, algunas décadas más tarde, la teoría general de la relatividad de Einstein nos proporcionaría una explicación fundamentalmente distinta de la gravedad, en términos de tiempo y espacio curvos, y predeciría unas trayectorias ligeramente distintas. Predijo correctamente, por ejemplo, que el planeta Mercurio se desvía cada año una diezmilésima de grado de la posición prevista por la teoría de Newton. Predijo también que la luz estelar, al pasar cerca del Sol, era desviada por la gravedad el doble de lo previsto por dicha teoría. La comprobación de esta desviación, efectuada por Arthur Eddington en 1919, es considerada a menudo el momento a partir del cual la visión newtoniana del mundo dejó de ser sostenible desde un punto de vista racional. (Irónicamente, las reevaluaciones modernas de la exactitud del experimento de Eddington sugieren que esta apreciación podría haber sido prematura). Dicho experimento, que ha sido repetido con gran exactitud, incluía la medición de las posiciones de manchas (las imágenes de estrellas cercanas al limbo del Sol durante un eclipse) sobre una placa fotográfica.

A medida que las predicciones astronómicas se hacían más exactas, disminuían las diferencias en el aspecto del cielo nocturno predichas por las sucesivas teorías, y ha habido que construir telescopios e instrumentos de medida cada vez más potentes para detectar esas menguantes discrepancias. Sin embargo, las explicaciones en que se basan esas predicciones no han convergido, sino todo lo contrario: como ya he señalado, ha habido una sucesión de cambios revolucionarios. Así pues, la observación de efectos físicos cada vez más pequeños ha provocado cambios cada vez más grandes en nuestra concepción del mundo. Se diría que sacamos conclusiones cada vez mayores de evidencias cada vez menores. ¿Qué es lo que justifica esas inferencias? ¿Podemos estar seguros de que sólo porque una estrella aparezca desplazada unos milímetros en la placa fotográfica de Eddington el espacio y el tiempo deben ser curvos, o de que sólo porque un fotodetector situado en una determinada posición no registre un «impacto» con luz débil, deben existir universos paralelos?

Sin duda, lo que acabo de decir subraya tanto la fragilidad como el carácter indirecto de toda evidencia experimental. No percibimos directamente las estrellas, ni las manchas en una placa fotográfica, ni cualquier otro objeto o acontecimiento externo. Sólo vemos las cosas cuando sus imágenes aparecen en nuestras retinas, y ni siquiera percibimos estas imágenes hasta que han dado lugar a impulsos eléctricos en nuestros nervios que, a su vez, han sido recibidos e interpretados por nuestros cerebros. De modo que la evidencia física que influye directamente en nosotros se mide en milésimas de milímetro (la distancia que separa las fibras nerviosas en el nervio óptico) y en centésimas de voltio (la carga del potencial eléctrico de nuestros nervios, que marca la diferencia entre percibir una cosa u otra).

No obstante, no otorgamos la misma importancia a todas nuestras impresiones sensoriales. En la experimentación científica, por ejemplo, hacemos grandes esfuerzos por acercar a nuestra percepción aquellos aspectos de la realidad exterior que creemos que nos pueden ayudar a evaluar las teorías rivales que estamos considerando. Antes incluso de realizar una observación, decidimos con todo cuidado qué, cuándo y dónde debemos buscar. A menudo utilizamos instrumentos complejos, diseñados específicamente, como telescopios y fotomultiplicadores. Pero, por más perfeccionados que estén los equipos empleados, y por más consistentes que sean las causas externas a las que atribuimos los resultados de sus observaciones, en última instancia los percibimos únicamente a través de nuestros órganos sensoriales. No hay escapatoria al hecho de que los seres humanos somos criaturas pequeñas, dotadas sólo de unos pocos e inadecuados canales para recibir toda la compleja información que nos llega del exterior. Interpretamos esta información como prueba de la existencia de un universo exterior grande y complejo (o un multiverso), pero cuando sopesamos esas pruebas, no contemplamos, literalmente, nada más que unos débiles circuitos de corriente eléctrica que cosquillean nuestros cerebros.

¿Qué justifica las inferencias que extraemos de esos circuitos? No se trata, sin duda, de una cuestión de deducción lógica. No hay manera de probar, mediante estas o cualesquiera otras observaciones, no ya que el universo exterior, o multiverso, existe realmente, sino ni siquiera que las corrientes eléctricas recibidas por nuestros cerebros tengan alguna relación con él. Todo lo que percibimos puede ser una ilusión, un sueño. Las ilusiones y los sueños son, después de todo, cosa corriente. El solipsismo —teoría según la cual sólo existe una mente, y lo que aparenta ser la realidad externa no es más que un sueño desarrollado en esa mente— no puede ser rechazado lógicamente. La realidad podría consistir en una sola persona, presumiblemente usted, que soñara las experiencias de toda una vida. O podría consistir tan sólo en usted y yo. O en el planeta Tierra y sus habitantes. Y por más evidencias —de la clase que fuera— que soñáramos acerca de la existencia de otras personas, de otros planetas, de otros universos, ello no probaría ni la existencia real de esas cosas ni su número.

Puesto que el solipsismo, e infinidad de teorías relacionadas con él, son compatibles, desde un punto de vista lógico, con el hecho de que usted perciba cualquier evidencia observable posible, resulta que no puede deducir lógicamente nada acerca de la realidad a partir de dicha evidencia observable. ¿Cómo puedo, entonces, decir que el comportamiento observado de las sombras «refuta» la teoría de que existe un solo universo, o que la observación de los eclipses realizada por Eddington hace que la concepción newtoniana del mundo resulte «racionalmente insostenible»? ¿Cómo es posible? Si «refutar» no significa «demostrar la falsedad», ¿qué significa? ¿Por qué deberíamos sentirnos inclinados a cambiar nuestra concepción del mundo, o incluso cualquier opinión, sobre la base de que algo quede «refutado» en este sentido? Esta crítica parece proyectar dudas sobre la totalidad de la ciencia, es decir, sobre cualquier razonamiento acerca de la realidad exterior que se base en la evidencia observable. Si el razonamiento científico no se concreta en secuencias de deducciones lógicas a partir de esa evidencia, ¿en qué se concreta? ¿Por qué deberíamos aceptar sus conclusiones?

Esta cuestión se conoce como el «problema de la inducción». Este nombre deriva de la que fue, durante la mayor parte de la historia de la ciencia, la teoría dominante acerca del funcionamiento de ésta. Dicha teoría postulaba que, a falta de demostraciones matemáticas, existe un modo menor, pero todavía suficiente, de justificar las observaciones, denominado inducción. La inducción se contraponía, por un lado, con la justificación supuestamente perfecta proporcionada por la deducción, y, por otro, con las formas, supuestamente más débiles, desde el punto de vista filosófico, del razonamiento intuitivo, que carecen de evidencias obtenidas de la observación que las respalden. En la teoría inductivista del conocimiento científico, las observaciones tienen dos papeles: primero, en el descubrimiento de teorías científicas, y segundo, en su justificación. Se supone que se descubre una teoría por la «extrapolación» o la «generalización» de los resultados de las observaciones. Así pues, si gran número de observaciones se adaptan a la teoría, y no hay ninguna que discrepe de ella, se la considera justificada, creíble y fiable. Ilustra este esquema la figura 3.1.

FIGURA 3.1. El esquema inductivista.

El análisis inductivista de lo que he dicho acerca de las sombras sería, pues, el siguiente: «Observamos una serie de sombras y detectamos fenómenos de interferencia (estadio 1). Los resultados se ajustan a los que cabría esperar si existiesen universos paralelos que se afectasen mutuamente en cierta medida. Pero al principio nadie se da cuenta de ello. Con el tiempo (estadio 2), alguien hace la generalización de que las interferencias siempre serán observadas si se dan las circunstancias adecuadas, y, por consiguiente, induce la teoría de que los responsables son los universos paralelos. Cada vez que se observan nuevas interferencias (estadio 3), nos convencemos un poco más de la validez de esa teoría. Tras una secuencia suficientemente larga de tales observaciones, y a condición de que ninguna de ellas contradiga la teoría, concluimos (estadio 4) que ésta es cierta. Si bien jamás podremos estar completamente seguros, a efectos prácticos nos damos por convencidos».

No resulta fácil decidir por dónde empezar la crítica del planteamiento inductivista de la ciencia, dada su profunda falsedad en tan diversos aspectos. Quizás su peor defecto, en mi opinión, sea el evidente non sequitur de que una predicción generalizada equivale a una nueva teoría. Como toda teoría científica de cierta profundidad, la de los universos paralelos, simplemente, no tiene la forma de una generalización a partir de la observación. ¿Acaso observamos primero un universo, luego otro, y más tarde un tercero, y de ello inducimos que su número es infinito? ¿Era la generalización de que los planetas «vagarán» por el espacio siguiendo una órbita, y no otra, equivalente a la teoría de que son mundos que giran alrededor del Sol y la Tierra es uno de ellos? Resulta igualmente erróneo pretender que repetir nuestras observaciones sea el modo en que nos convencemos de las teorías científicas. Como he dicho, las teorías son explicaciones, no meras predicciones. Si uno no acepta una explicación propuesta para una serie de observaciones, repetir éstas una y otra vez difícilmente será la solución. Y todavía más difícil será que repetir las observaciones nos ayude a elaborar una explicación satisfactoria cuando no se nos ocurre pensar en ninguna.

Es más, ni siquiera las meras predicciones pueden ser justificadas nunca por la evidencia obtenida mediante la observación, como demostró Bertrand Russell con su historia del pollo. (En evitación de cualquier posible malentendido, permítaseme señalar que se trata de un metafórico pollo antropomorfo que representa a un ser humano que trata de entender las regularidades del universo). El pollo observa que el granjero va cada día a darle de comer, y predice que lo seguirá haciendo así día tras día. Los inductivistas dirían que el pollo ha «extrapolado» sus observaciones en una teoría, y que cada comida la justifica un poco más. Un buen día, sin embargo, aparece el granjero y, en vez de darle de comer, le retuerce el pescuezo al pollo. El desengaño experimentado por el pollo de Russell lo han sentido también billones de otros pollos. ¡Ello justifica inductivamente la conclusión de que la inducción no puede justificar ninguna conclusión!

Esta crítica, sin embargo, resulta demasiado tolerante con el inductivismo. Ilustra el hecho de que la observación repetida no puede justificar teorías, pero, al hacerlo, deja de lado completamente (o, incluso, acepta) una concepción errónea aún más fundamental: la de que resulta posible extrapolar inductivamente las observaciones para formar nuevas teorías. De hecho, es imposible extrapolar observaciones, a menos de haberlas situado previamente dentro de un marco explicativo. A fin de «inducir» su falsa predicción, por ejemplo, el pollo de Russell debe tener previamente una falsa explicación para el comportamiento del granjero. Quizás suponía que éste tenía sentimientos humanitarios hacia los pollos. Si se le hubiese ocurrido otra explicación —por ejemplo, que el granjero sólo engordaba a sus pollos para comérselos—, habría «extrapolado» su comportamiento de modo bien distinto. Supongamos que, un buen día, el granjero empieza a dar más comida que antes a sus pollos. El modo en que se extrapole este nuevo conjunto de observaciones para predecir el comportamiento del granjero dependerá enteramente de cómo se explique éste. Según la teoría del granjero humanitario, resulta evidente que su benevolencia ha aumentado, y, por lo tanto, los pollos tienen aún menos motivos que antes para preocuparse. Sin embargo, según la teoría del engorde, el nuevo comportamiento resulta sumamente ominoso: es evidente que el momento del sacrificio se acerca.

El hecho de que una misma evidencia procedente de la observación pueda ser «extrapolada» para arrojar dos predicciones diametralmente opuestas —según la explicación que se adopte—, sin que sea capaz de justificar ninguna de ellas, no constituye una limitación accidental del medio agropecuario. Es cierto para toda evidencia fruto de la observación en cualquier circunstancia. Las observaciones no pueden tener ninguno de los dos papeles que les atribuye el esquema inductivista, ni por lo que respecta a las meras predicciones ni, todavía menos, por lo que se refiere a las genuinas teorías explicativas. Sin duda, el inductivismo se basa en una teoría muy sensata del crecimiento del conocimiento —la de que aprendemos de la experiencia—, e históricamente ha estado asociado con la liberación de la ciencia del dogma y la tiranía. Pero si deseamos entender la verdadera naturaleza del conocimiento, así como su lugar en la estructura de la realidad, debemos afrontar el hecho de que el inductivismo es falso de raíz. Ningún razonamiento científico —y, lo que es más, ningún razonamiento, de la clase que sea, que haya resultado cierto—, ha encajado nunca en la descripción inductivista.

¿Cuál es, pues, el patrón del razonamiento y el descubrimiento científicos? Hemos visto ya que el inductivismo, y las demás teorías del conocimiento centradas en la predicción, se basan en una idea errónea. Lo que necesitamos, entonces, es una teoría del conocimiento centrada en la explicación: una teoría que permita comprender cómo se producen y se justifican las explicaciones; una teoría que permita comprender cómo, por qué y cuándo debemos aceptar que nuestras percepciones cambien nuestra concepción del mundo. Una vez la tengamos, no necesitaremos ya separar la teoría de las predicciones, puesto que, si se tiene la explicación de un fenómeno observable, hacer predicciones acerca de él no es ningún misterio. Y, una vez justificada una explicación, toda predicción derivada de ella lo está también de manera automática.

Por fortuna, la teoría del conocimiento científico que predomina en la actualidad —debida, en gran medida, en su forma moderna, al filósofo Karl Popper, y que constituye una de mis «cuatro vías» principales de explicación de la estructura de la realidad— puede ser considerada una teoría de las explicaciones en el sentido que acabo de exponer. Considera a la ciencia como un proceso de resolución de problemas. El inductivismo considera que el conjunto de nuestras observaciones pasadas es una especie de entramado teórico que la ciencia ha de ir rellenando mediante la interpolación y la extrapolación. La resolución de problemas empieza con una teoría inadecuada, pero no con una «teoría» nocional consistente en observaciones pasadas. Se inicia a partir de las mejores teorías disponibles. Si alguna de dichas teorías nos parece inadecuada, y deseamos sustituirla, entonces nos encontramos ante un problema. Así pues, y al contrario de lo que propone el esquema inductivista de la figura 3.1, el descubrimiento científico no necesita iniciarse con la evidencia fruto de la observación. Pero siempre empieza con un problema. «Problema» no significa por fuerza una emergencia práctica ni un motivo de ansiedad, sino, simplemente, un conjunto de ideas que parece inadecuado y merece que se intente mejorarlo. La explicación disponible puede parecer demasiado fácil o laboriosa, o innecesariamente estrecha, o ambiciosa de un modo irreal. Quizás vislumbramos alguna posible unificación con otras ideas. O tal vez dos explicaciones, satisfactorias en sus respectivos campos, nos parecen inconciliables. O puede que se hayan efectuado interesantes observaciones —como el deambular de los planetas— que las teorías de que disponemos no predijeron y no pueden explicar.

Este último tipo de problema se parece al estadio 1 del esquema inductivista, aunque sólo superficialmente. Y es que una observación inesperada nunca inicia un descubrimiento científico, a menos que la teoría preexistente contenga las semillas del problema. Las nubes, por ejemplo, deambulan más que los planetas. Su impredecible deambular era, lógicamente, familiar antes del descubrimiento de éstos. Por otra parte, la predicción del tiempo siempre ha sido de utilidad para agricultores, marineros y soldados, de modo que siempre debe de haber existido un buen incentivo para teorizar sobre el movimiento de las nubes. Sin embargo, no fue la meteorología la que abrió el camino de la ciencia moderna, sino la astronomía. Sin duda, la evidencia proporcionada por la observación era mucho más abundante en el caso de la meteorología que en el de la astronomía, pero nadie le prestaba demasiada atención ni desarrollaba a partir de ella teorías sobre frentes fríos y anticiclones. La historia de la ciencia no se llenó de disputas, dogmas, herejías, especulaciones y complejas teorías acerca de la naturaleza de las nubes y su movimiento. ¿Por qué? Pues porque, de acuerdo con la estructura explicativa establecida para el tiempo atmosférico, resultaba perfectamente comprensible que el movimiento de las nubes no se podía predecir. El sentido común sugiere que las nubes se mueven a causa del viento. Cuando no lo hacen de acuerdo con el que sopla en superficie, parece razonable deducir que el viento puede soplar en diferentes direcciones a distintas altitudes, por lo que su curso resulta impredecible, y entonces es fácil llegar a la conclusión de que no hay nada más que explicar. Algunas personas adoptaron, sin duda, posturas similares en relación a los planetas y dieron por sentado que no eran más que objetos luminosos en la esfera celeste, impulsados por los vientos de las grandes altitudes, o quizás movidos por ángeles, y que, por lo tanto, no había nada más que explicar. Otros, sin embargo, no se dieron por satisfechos e intuyeron que tras el deambular de los planetas se escondían explicaciones más profundas. Así que fueron en busca de estas explicaciones y las hallaron. En algunos momentos de la historia de la astronomía la cantidad de evidencias inexplicadas fruto de la observación ha sido enorme, en otros, escasa, y en otros, nula. Pero, en todos los casos, si la gente hubiese decidido teorizar en función del número de observaciones acumuladas de un fenómeno determinado, habría optado, sin duda, por las nubes y no por los planetas. Sin embargo, escogió estos últimos, por muy diversas razones. Algunas de ellas estaban relacionadas con ideas preconcebidas acerca de cómo debía ser la cosmología, o con argumentos expuestos por antiguos filósofos, o con la numerología mística. Otras se basaban en la física, las matemáticas o la geometría de la época. Algunas han resultado estar llenas de mérito objetivo, mientas que otras no.

Pero todas ellas fueron consecuencia de un mismo hecho: en algún momento, a alguien le pareció que las explicaciones de que se disponía podían y debían ser mejoradas.

Se resuelve un problema encontrando nuevas teorías o mejorando las existentes, de modo que contengan explicaciones que no presenten las deficiencias, pero conserven los méritos, de las explicaciones precedentes (figura 3.2). Así, cuando se presenta un problema (estadio 1), el paso siguiente siempre incluye la conjetura: la proposición de nuevas teorías o la modificación o reinterpretación de las existentes, con la esperanza de resolver el problema (estadio 2). Las conjeturas son entonces criticadas, lo que, si la crítica es racional, conlleva su examen y comparación para ver si realmente ofrecen las mejores explicaciones, según los criterios inherentes al problema (estadio 3). Cuando una teoría conjeturada no sobrevive a la crítica —es decir, cuando parece ofrecer peores explicaciones que otras teorías—, es desechada. Cuando desechamos alguna de las teorías existentes en favor de una nueva (estadio 4), consideramos provisionalmente que nuestro proceso de resolución de problemas ha avanzado. Digo «provisionalmente» porque es probable que la subsiguiente resolución de problemas conlleve la alteración o incluso la sustitución de esas nuevas teorías aparentemente satisfactorias y, en algunas ocasiones, la resurrección de algunas de las que nos parecieron insatisfactorias. Así pues, la solución, por buena que sea, nunca es el fin de la historia, sino el punto de partida para el próximo proceso de resolución de problemas (estadio 5). Esto ilustra otra de las falsedades inherentes al inductivismo. El objetivo de la ciencia no es encontrar una teoría que sea definitiva —o parezca que lo puede ser—, sino encontrar en cada momento la mejor teoría de que podemos disponer y que, a ser posible, mejore todas las teorías existentes. Todo enunciado científico intenta convencernos de que la explicación ofrecida es la mejor de que se dispone. No nos dice, ni nos puede decir, nada acerca de lo que sucederá con esa explicación cuando, en el futuro, se vea sometida a nuevas críticas y comparada con explicaciones que aún hay que descubrir. Una buena explicación puede hacer buenas predicciones sobre el futuro, pero lo que ninguna de ellas puede ni siquiera sugerir, es el contenido o la calidad de sus rivales futuras.

FIGURA 3.2. El proceso de resolución de problemas.

Lo que he descrito hasta aquí es aplicable a toda resolución de problemas, cualesquiera que sean las materias o las técnicas de crítica racional involucradas. La resolución de problemas científicos incluye en todos los casos un método particular de crítica racional, denominado prueba experimental. Cuando dos o más teorías rivales hacen predicciones conflictivas sobre el resultado de un experimento, éste es realizado y la teoría o teorías que hicieron falsas predicciones son desechadas. La elaboración de las conjeturas científicas se concentra en el hallazgo de explicaciones que permitan hacer predicciones comprobables experimentalmente. De un modo ideal, andamos siempre a la búsqueda de pruebas experimentales cruciales, experimentos cuyos resultados, cualesquiera que sean, harán desechar una o más de las teorías contrastadas. Este proceso se ilustra en la figura 3.3. Tanto si el problema inicial contenía observaciones como si no (estadio 1), y tanto si las teorías contrastadas estaban diseñadas para ser comprobadas experimentalmente como si no (estadio 2), es en la fase crítica del descubrimiento científico (estadio 3) donde las pruebas experimentales tienen un papel característico y decisivo. Dicho papel consiste en demostrar que algunas de las teorías son insatisfactorias poniendo de manifiesto que sus explicaciones conducen a falsas predicciones. Debo mencionar aquí una notable asimetría en la filosofía y la metodología de la ciencia: mientras que una predicción incorrecta convierte automáticamente en insatisfactoria a la explicación en que se basa, una predicción correcta no nos dice nada en absoluto sobre la explicación que la ha originado. Es relativamente frecuente que explicaciones con muy poco fundamento científico hagan predicciones correctas, cosa que deberían tener en cuenta —aunque no lo hacen— los entusiastas de los OVNIS, los teóricos de las conspiraciones y los pseudocientíficos de toda índole.

FIGURA 3.3. Las etapas del descubrimiento científico.

Si una teoría relativa a hechos observables no es verificable —es decir, si ninguna observación factible está en condiciones de desecharla—, no puede explicar por sí misma por qué esos hechos suceden del modo en que son observados y no de cualquier otro. La teoría de los «ángeles» para justificar el movimiento de los planetas, por ejemplo, no se puede verificar porque, haciendo caso omiso de cómo se muevan las planetas, su movimiento siempre podría ser atribuido a los ángeles; por consiguiente, dicha teoría no puede explicar los movimientos concretos que vemos, a menos que se complemente con una teoría independiente sobre el movimiento de los ángeles. Por esta razón existe una regla metodológica en ciencia que dice que, una vez que una teoría verificable de manera experimental ha superado las pruebas apropiadas, cualquier teoría menos verificable acerca de los mismos fenómenos queda automáticamente desechada, puesto que sus explicaciones serán, sin duda, inferiores. Se dice a menudo que esta regla traza la frontera entre la ciencia y otras clases de adquisición de conocimientos. Pero si admitimos que la ciencia trata de explicaciones, veremos que esta regla es, en realidad, un caso especial de algo que se aplica de modo natural a todos los casos de resolución de problemas: las teorías capaces de ofrecer explicaciones más detalladas son preferidas de modo automático. Y ello por dos razones: la primera es que una teoría que «se juega el cuello», al ser más específica sobre más fenómenos, se abre a sí misma y a sus rivales a más formas de crítica y, en consecuencia, tiene más probabilidades de hacer avanzar el proceso de resolución de problemas; la segunda es, simplemente, que, si dicha teoría sobrevive a la crítica, dejará menos cosas por explicar, que es de lo que, en realidad, se trata.

He señalado ya que, incluso en ciencia, la mayor parte de la crítica no consiste en pruebas experimentales. Ello es consecuencia de que la crítica científica no se centra en las predicciones de la teoría, sino que va directamente a las explicaciones en que se basan aquéllas. Comprobar las predicciones constituye sólo un modo indirecto (si bien muy importante, cuando resulta posible) de verificar las explicaciones. En el capítulo 1 ofrecí el ejemplo de la «cura de hierba» (la teoría de que comer un kilo de hierba cura el resfriado común). Esta teoría, y muchísimas más de la misma índole, son fácilmente comprobables, pero podemos criticarlas y desecharlas sin necesidad de realizar ningún experimento, basándonos en el hecho de que no explican nada que represente una novedad en comparación con las teorías existentes y, en cambio, hacen enunciados nuevos que no explican.

Los estadios de un descubrimiento científico que muestra la figura 3.3 rara vez se completan al primer intento. A menudo se dan retrocesos antes de que cada estadio sea completado o, mejor dicho, solucionado, ya que cada uno de ellos puede presentar un problema cuya solución requiera por sí misma los cinco estadios de un proceso subsidiario de resolución de problemas. Esto es aplicable incluso al primer estadio, ya que el problema que inicia el proceso no es inmutable. Si no somos capaces de dar con buenas posibles soluciones, podemos vernos obligados a regresar al estadio 1 para reformular el problema, o incluso para escoger un problema distinto. En realidad, su aparente insolubilidad es sólo una de las múltiples razones por las que a menudo nos parece deseable modificar los problemas que estamos resolviendo. Algunas variantes del problema pueden resultar más interesantes o más relevantes para otros problemas; algunas están mejor formuladas; otras parecen potencialmente más fructíferas, o más urgentes, o lo que sea. En muchos casos, la discusión acerca de cuál es exactamente el problema y cuáles serían los atributos de una «buena» explicación es objeto de tantas críticas y conjeturas como las propias soluciones.

De modo similar, si al llegar al estadio 3 la crítica es incapaz de seleccionar la mejor de varias teorías rivales, buscamos nuevos métodos críticos. Si eso no da resultado, podemos volver al estadio 2 y tratar de depurar al máximo las soluciones propuestas (y las teorías de que disponemos), a fin de obtener de ellas más explicaciones y predicciones y facilitar así la detección de los errores. También podemos volver al estadio 1 y tratar de hallar mejores criterios para las explicaciones que iremos encontrando. Y así sucesivamente.

No sólo hay constantes retrocesos, sino que al mismo tiempo los múltiples subproblemas presentan retos constantes a los que hay que hacer frente a medida que surgen. Hasta que el descubrimiento ha sido completado no puede presentarse un argumento razonablemente secuencial, con un esquema parecido al de la figura 3.3. Puede empezar con la exposición de la última y mejor versión del problema y mostrar acto seguido por qué algunas de las teorías desechadas no superaron la crítica, para presentar a continuación la teoría ganadora, explicar por qué superó la crítica, demostrar que podemos pasar sin las teorías desechadas y, finalmente, señalar algunos de los nuevos problemas que plantea el descubrimiento.

Mientras un problema se encuentra en proceso de solución, nos enfrentamos a un grande y heterogéneo cúmulo de ideas, teorías y criterios que compiten por sobrevivir, cada uno de ellos con múltiples variantes. Hay un continuo bullir de teorías, pues las que no son alteradas son sustituidas por otras. Así pues, todas las teorías están sujetas a variación y selección, de acuerdo con criterios que también están sujetos a variación y selección. En conjunto, este proceso se asemeja a la evolución biológica. El problema se asemeja a un nicho ecológico, y la teoría, a un gen o una especie cuya viabilidad dentro de ese nicho se estuviera comprobando. Las variantes de las teorías, al igual que las mutaciones genéticas, surgen continuamente, y las menos aptas se extinguen al triunfar las más capaces de sobrevivir. El «éxito» es la capacidad para seguir adelante a pesar de la presión selectiva —la crítica— aplicada al nicho concreto. Los criterios para la crítica dependerán, en parte, de las características físicas de cada nicho y, en parte, de los atributos de otros genes y especies —es decir, de otras ideas— ya existentes. Tanto la nueva concepción del mundo que puede estar implícita en una teoría que resuelve un problema como las características distintivas de una nueva especie que ocupa un nicho son propiedades emergentes del problema o el nicho. En otras palabras, obtener soluciones es un proceso complejo por definición. No existe un modo sencillo de descubrir la verdadera naturaleza de los planetas a partir (por ejemplo) de una crítica de la teoría de la esfera celeste y algunas observaciones adicionales, al igual que no hay una manera simple de describir el ADN de un koala a partir de las propiedades del eucalipto. La evolución, la prueba y el error —especialmente la forma de prueba y error determinada y correcta que denominamos descubrimiento científico—, son los únicos caminos.

Por esta razón, Popper da el nombre de epistemología evolutiva a su teoría de que el conocimiento sólo puede crecer mediante la conjetura y la refutación, según del esquema de la figura 3.3. Se trata de un importante punto de vista unificador, y, como veremos, se dan otras conexiones entre esas dos vías. No quisiera, sin embargo, destacar únicamente las similitudes entre el descubrimiento científico y la evolución biológica, ya que existen también importantes diferencias entre ambas. Una de ellas es que en biología las variaciones (mutaciones) son aleatorias, ciegas y carentes de propósito, mientras que en la resolución de problemas la creación de nuevas conjeturas es en sí misma un proceso complejo y cargado de conocimiento, guiado por los propósitos de las personas involucradas. Quizás una diferencia más importante aún es que no existe el equivalente biológico de argumento. Toda conjetura debe ser probada experimentalmente, lo que constituye una de las razones por las que la evolución biológica es, con mucho, más lenta y menos eficiente. Sin embargo, el vínculo entre ambos procesos es mucho más que una mera analogía: son dos de las «cuatro vías principales», íntimamente relacionadas, que propongo como explicación de la estructura de la realidad.

Tanto en la ciencia como en la evolución biológica, el éxito evolutivo depende de la creación de conocimiento objetivo y que sea capaz de sobrevivir, lo que en biología denominamos adaptación. Es decir, la capacidad de un gen o una teoría para sobrevivir en un nicho no es una función fortuita de su estructura, sino que depende de que la suficiente información fidedigna y útil se halle o no codificada allí, de modo implícito o explícito. Hablaremos de ello en el capítulo 8.

Podemos ahora empezar a comprender lo que justifica las inferencias que extraemos de nuestras observaciones. No lo hacemos nunca sólo a partir de las observaciones, pero éstas pueden convertirse en significativas en el curso de un argumento cuando ponen de manifiesto deficiencias en alguna de las explicaciones que compiten. Escogemos una teoría científica porque diversos argumentos, de los que únicamente unos pocos dependerán de observaciones, nos han convencido (por un tiempo) de que las explicaciones ofrecidas por todas las demás teorías rivales conocidas son menos verdaderas, menos amplias o menos profundas.

Comparemos unos instantes los esquemas de las figuras 3.1 y 3.3, y consideremos cuán distintas son las concepciones del proceso científico que representan. El inductivismo se basa en observaciones y predicciones, mientras que, en realidad, la ciencia se basa en problemas y explicaciones. El inductivismo presupone que las teorías se extraen o destilan de algún modo de las observaciones o se justifican por ellas, mientras que, de hecho, las teorías empiezan en la mente de alguien como conjeturas injustificadas que, típicamente, preceden a las observaciones que harán desechar las teorías rivales. El inductivismo intenta justificar las predicciones suponiendo que demostrarán su validez en el futuro. La resolución de problemas justifica una explicación por ser mejor que otras de las que se dispone en ese momento. El inductivismo es una continua fuente de toda clase de peligrosos errores porque superficialmente parece plausible, a pesar de su intrínseca falsedad.

Cuando conseguimos la resolución de un problema —científico o de cualquier otra clase—, tenemos a nuestra disposición un conjunto de teorías que, si bien no están exentas de problemas, nos parecen preferibles a aquellas con las que habíamos empezado. Los nuevos atributos que tengan las nuevas teorías dependerán, en consecuencia, de las deficiencias que detectemos en las teorías originales, es decir, en lo que constituía el problema. La ciencia se caracteriza por sus problemas tanto como por su método. Los astrólogos que resuelven el problema de cómo hacer horóscopos lo más interesantes posibles sin arriesgarse a que se puedan demostrar sus errores no contribuyen, ciertamente, ni mucho ni poco a crear conocimientos que puedan ser considerados científicos, aunque hayan utilizado métodos genuinamente científicos (como el estudio de mercados) y se den por satisfechos con la solución. En la auténtica ciencia el problema consiste siempre en la comprensión de algún aspecto de la estructura de la realidad mediante el hallazgo de explicaciones tan amplias y profundas, tan verdaderas y específicas, como sea posible.

Cuando creemos que hemos resuelto un problema, adoptamos, como es natural, la nueva serie de teorías y desechamos las anteriores. Por esta razón, la ciencia, contemplada como búsqueda de explicaciones y resolución de problemas, no presenta ningún «problema de la inducción». No hay ningún misterio en lo que nos hace aceptar momentáneamente una explicación cuando ésta es la mejor que se nos ocurre.