10

LA NATURALEZA DE LAS MATEMÁTICAS

La «estructura de la realidad» que he descrito hasta aquí ha sido la de la realidad física. No obstante, también me he referido libremente a entidades que no existen en el mundo físico, abstracciones tales como números y conjuntos infinitos de programas informáticos. Las leyes de la física, por su parte, no son entidades físicas en el mismo sentido que las rocas y los planetas. Como he dicho, el «Libro de la Naturaleza» de Galileo es tan sólo una metáfora. Y no debemos olvidar las ficciones de la realidad virtual, los entornos inexistentes cuyas leyes difieren de las leyes de la física reales. Aún más allá se encuentran los que he denominado «entornos cantgotu», que no pueden ser reproducidos ni siquiera por la realidad virtual y que, como he dicho, existen en número infinito por cada entorno que puede ser reproducido. Pero ¿qué significa la afirmación de que dichos entornos «existen»? Si no se encuentran en la realidad, ni pueden ser reproducidos por la realidad virtual, ¿dónde existen?

¿Existen realmente las entidades abstractas, no físicas? Y, de ser así, ¿forman parte integrante de la estructura de la realidad? No me interesan las cuestiones meramente terminológicas: resulta obvio que los números, las leyes de la física y las demás entidades abstractas «existen» en algunos sentidos y no en otros. La verdadera pregunta es: ¿cómo debemos entender tales entidades? ¿Cuáles de ellas no son más que términos adoptados por mera conveniencia que, en última instancia, se refieren tan sólo a la realidad física ordinaria? ¿Cuáles son, simplemente, manifestaciones efímeras de nuestra cultura? ¿Cuáles son arbitrarias, semejantes a las reglas de un juego que debemos conocer para poder jugar a él? ¿Y cuáles, si es que las hay, sólo pueden ser explicadas de un modo que les atribuye existencia propia? Las de esta última categoría deben formar parte de la estructura de la realidad tal como la define este libro, ya que deberíamos entenderlas para poder comprender todo lo que es comprensible.

Esto parece sugerirnos que apliquemos de nuevo el criterio del doctor Johnson. Si queremos saber si una determinada abstracción existe realmente, debemos preguntarnos si es capaz de «devolver el golpe» de un modo complejo y autónomo. Los matemáticos, por ejemplo, caracterizan los «números naturales» 1, 2, 3, …, en primera instancia, mediante una definición precisa, como ésta:

a) 1 es un número natural;

b) todo número natural tiene precisamente un siguiente, que es, a su vez, un número natural;

c) 1 no es el siguiente de ningún número natural;

d) si dos números naturales tienen el mismo siguiente, son el mismo número.

Tales definiciones son intentos de expresar de manera abstracta la noción intuitiva física de incrementos sucesivos de una cantidad discreta. (Más exactamente, y como expliqué en el capítulo anterior, esta noción es, en realidad, cuantomecánica). Las operaciones aritméticas, como la suma y la multiplicación, al igual que otros conceptos, por ejemplo el de número primo, se definen con referencia a los «números naturales». Pero, a pesar de haber creado «números naturales» abstractos mediante esa definición, y de entenderlos gracias a esa intuición, nos encontramos con que nos queda mucho por comprender acerca de ellos. La definición de número primo fija definitivamente qué números son primos y cuáles no lo son, pero la comprensión de qué números son primos —por ejemplo, cómo se distribuyen los números primos en escalas muy grandes, cómo se agrupan, cuán «aleatorios» son y por qué— conlleva un mundo de nuevas reflexiones y explicaciones. Y, en efecto, la teoría de los números resulta ser un mundo en sí misma. Para comprender los números más plenamente, debemos definir muchas clases nuevas de entidades abstractas y postular numerosas estructuras nuevas, así como las conexiones entre ellas. Nos encontraremos con que algunas de esas estructuras abstractas están relacionadas con otras intuiciones anteriores que, aparentemente, no tenían ninguna relación con los números, como pueden ser la simetría, la rotación, el continuo, los conjuntos, el infinito y muchas más. Así pues, las entidades matemáticas abstractas que consideramos familiares pueden, en ocasiones, sorprendernos o contrariarnos. Pueden presentarse inesperadamente con nuevos aspectos, o disfrazadas. Pueden parecer inexplicables y más tarde, ajustarse a una nueva explicación. Son, pues, complejas y autónomas, y, por consiguiente, debemos concluir, según el criterio del doctor Johnson, que son reales. Puesto que no podemos comprenderlas como formando parte de nosotros ni como formando parte de cualquier otra cosa que ya comprendamos, pero, en cambio, las podemos comprender como entidades independientes, debemos concluir que son entidades reales e independientes.

Sin embargo, las entidades abstractas son intangibles. No devuelven el golpe físicamente en el sentido en el que lo haría una piedra, de modo que la experimentación y la observación no pueden tener en las matemáticas el mismo papel que tienen en la ciencia. Dicho papel queda reservado en las matemáticas a la demostración. La piedra del doctor Johnson devolvió el golpe haciendo que su pie rebotara. Los números primos lo hacen cuando podemos demostrar algo inesperado sobre ellos, y, en especial, cuando, además, podemos explicarlo. Desde el punto de vista tradicional, la diferencia crucial entre demostración y experimento es que la primera no hace referencia alguna al mundo físico. Podemos realizar una demostración en la intimidad de nuestra mente o recluidos en el interior de un generador de realidad virtual que reproduzca una física falsa. Mientras sigamos las reglas de la inferencia matemática, deberíamos llegar a la misma respuesta que cualquier otra persona. Una vez más, la visión predominante es que —errores aparte—, cuando hemos demostrado algo que sabemos con absoluta certeza, es cierto.

Los matemáticos están orgullosos de esa certeza absoluta, y los científicos tienden a envidiarlos un poco por ello. Y es que en ciencia no hay manera de estar absolutamente seguro de ninguna proposición. Por muy bien que expliquen las teorías de que disponemos las observaciones actuales, en cualquier momento puede aparecer una nueva e inexplicable observación que cuestione la totalidad de nuestra estructura explicativa. Y, lo que es aún peor, alguien puede alcanzar una mejor comprensión que explique no tan sólo todas las observaciones actuales, sino también por qué las explicaciones anteriores parecían funcionar y, a pesar de ello, son erróneas. Galileo, por ejemplo, halló una nueva explicación para la antiquísima observación de que el suelo que pisamos está en reposo, una explicación que incluía el hecho de que el suelo, realmente, se mueve. La realidad virtual —que puede hacer que un entorno se parezca a otro— subraya el hecho de que, cuando la observación constituye el árbitro definitivo entre teorías, no puede existir jamás ni siquiera la remota seguridad de que ninguna de las explicaciones de que disponemos, por obvia que parezca, sea cierta. Se supone, en cambio, que, cuando el árbitro es la demostración, existe la certeza.

Se dice que las reglas de la lógica fueron formuladas originalmente con la esperanza de que proporcionaran un método imparcial e infalible para la resolución de cualquier disputa. Esta esperanza nunca podrá verse justificada. El propio estudio de la lógica revela que el alcance de la deducción lógica como medio para el descubrimiento de la verdad presenta serias limitaciones. Dadas asunciones bien fundamentadas sobre el mundo, podremos deducir conclusiones, pero no podremos estar más seguros de éstas de lo que estábamos de aquéllas. Las únicas proposiciones que la lógica puede demostrar sin recurrir a asunciones son las tautológicas, asertos tales como «los planetas son planetas», que no afirman nada. En particular, todas las cuestiones fundamentales de la ciencia quedan fuera del ámbito en el que la lógica puede resolver disputas por sí sola. Se supone, sin embargo, que las matemáticas se hallan dentro de dicho ámbito. Los matemáticos buscan, pues, una verdad absoluta, pero abstracta, mientras que los científicos se consuelan con la idea de que pueden obtener un conocimiento fundamental y útil del mundo físico. Deben aceptar, sin embargo, que este conocimiento carece de garantías y será siempre provisional y falible. La idea de que la ciencia se caracteriza por la «inducción», método de justificación que se supone que es un equivalente algo falible de la deducción lógica, constituye un intento de sacar el mejor partido posible del status secundario que se atribuye al conocimiento científico. En lugar de aspirar a certezas justificadas por la deducción, quizás nos debamos conformar con cuasicertezas, certezas lo más aproximadas posible justificadas por la inducción.

Como ya he argumentado, no existe ningún método de justificación basado en la «inducción». La idea de que es posible razonar un camino hacia la «cuasicerteza» en ciencia es un mito. ¿Cómo podría asegurar con «cuasicerteza» que una nueva y maravillosa teoría física, que rebatirá todas mis asunciones más incuestionadas sobre la realidad, no será publicada mañana mismo? ¿O que no me encuentro en el interior de un generador de realidad virtual? Pero todo esto no equivale a decir que el conocimiento científico sea, efectivamente, de «segunda clase». Y es que la idea de que las matemáticas proporcionan certezas absolutas es también un mito.

Desde la antigüedad, la idea de que el conocimiento matemático tiene un status privilegiado ha ido asociada a menudo con la de que algunas entidades abstractas no sólo forman parte de la estructura de la realidad, sino que son incluso más reales que el mundo físico. Pitágoras creía que la regularidad que se observa en los procesos naturales era la expresión de las relaciones matemáticas entre los números naturales. «Todas las cosas son números», era su axioma, aunque no lo decía en sentido absolutamente literal. Platón, no obstante, fue más allá y negó la existencia real del mundo físico. Consideraba nuestras experiencias inconsistentes y engañosas, y argumentaba que los fenómenos y objetos físicos que percibimos son meras «sombras» o imitaciones imperfectas de sus esencias ideales («formas» o «ideas»), que existen en un dominio separado que constituye la verdadera realidad. En dicho dominio se encuentran, entre otras, las formas de los números puros, como 1, 2, 3, …, y las de las operaciones matemáticas, como la suma y la multiplicación. Podemos percibir algunas sombras de estas formas; por ejemplo, cuando colocamos una manzana sobre una mesa, y luego otra, y decimos que hay dos manzanas. Pero las manzanas muestran su «unidad» o su «dualidad» (así como su «manzanidad») tan sólo de manera imperfecta. No son idénticas en todo, de modo que nunca hay realmente dos sobre la mesa. Se podría objetar que el número dos puede también estar representado por la presencia de dos objetos diferentes sobre la mesa. Sin embargo, esta representación seguiría siendo imperfecta, porque habrá que admitir que algunas células pueden haberse desprendido de las manzanas y caer sobre la mesa, en la que también es fácil que estén presentes partículas de polvo, moléculas de aire, etcétera. A diferencia de Pitágoras, Platón no tenía ningún interés personal por los números naturales. Su realidad contenía las formas de todos los conceptos. Contenía, por ejemplo, la forma de un círculo perfecto. Los «círculos» que percibimos nunca son realmente círculos; no son del todo redondos ni planos, tienen siempre un espesor finito, etcétera. Todos ellos son imperfectos.

Platón había planteado así un problema: dada toda esta imperfección terrenal (y, hubiese podido añadir, dado nuestro imperfecto acceso sensorial incluso a los círculos terrenales), ¿cómo es posible que sepamos lo que sabemos acerca de los círculos reales y perfectos? Es evidente que sabemos que existen, pero ¿cómo? ¿De dónde sacó Euclides sus conocimientos de geometría, expresados en sus famosos axiomas, si no tenía acceso a puntos, líneas rectas o círculos genuinos? ¿De dónde viene la certeza de una demostración matemática, si nadie puede percibir las entidades abstractas a las que se refiere? La respuesta de Platón fue que no obtenemos nuestro conocimiento de esas entidades a partir de este mundo de sombra e ilusión, sino directamente del propio mundo de las formas. Según él, tenemos un conocimiento innato absolutamente perfecto del mundo real, pero lo olvidamos al nacer y lo vamos ocultando a lo largo de la vida superponiéndole capa tras capa de errores causados por la confianza en nuestros sentidos. Pero la realidad puede ser recordada mediante la diligente aplicación de la «razón», que al final acaba dándonos la certeza absoluta que la experiencia nunca podrá proporcionar.

Me pregunto si alguien (incluyendo al propio Platón, quien era, después de todo, un filósofo muy competente que creía que era bueno contarle al pueblo mentiras que lo ennoblecieran) se habrá creído jamás esta teoría tan mal hilvanada. No obstante, el problema que planteaba —el de cómo podemos tener no ya una certeza absoluta, sino un mero conocimiento, de las entidades abstractas— es bien real, y algunos elementos de la solución que propone han formado parte desde entonces de la teoría del conocimiento dominante. En particular, las ideas fundamentales de que los conocimientos matemático y científico provienen de fuentes distintas, y de que la fuente «especial» que alimenta las matemáticas les confiere una certeza absoluta, siguen siendo aceptadas sin la más mínima crítica por la práctica totalidad de los matemáticos. Hoy día se la denomina intuición matemática, pero dicha fuente sigue teniendo el mismo papel incuestionado que la «memoria» del mundo de las formas de Platón.

Ha habido controversias muy acerbas sobre qué clases precisas de conocimiento perfectamente fiable es de esperar que sean reveladas por la intuición matemática. En otras palabras, los matemáticos comparten la opinión de que la intuición matemática es una fuente de certeza absoluta, pero no pueden ponerse de acuerdo acerca de lo que les dice esa intuición. Obviamente, ello constituye un manantial inagotable de infinitas e irresolubles controversias.

Inevitablemente, buena parte de esas controversias se ha centrado en la validez o invalidez de diversos métodos de demostración. La causa de una de ellas fueron los números llamados «imaginarios», que son raíces cuadradas de números negativos. Nuevos teoremas acerca de los números ordinarios o «reales» eran demostrados —en estadios intermedios de la demostración— mediante referencias a las propiedades de los números imaginarios. Los primeros teoremas sobre la distribución de los números primos, por ejemplo, fueron demostrados de ese modo. Algunos matemáticos plantearon objeciones a los números imaginarios aduciendo que no eran reales. (La terminología corriente refleja aún esa antigua controversia, si bien en la actualidad se considera que los números imaginarios son tan reales como los «reales»). Supongo que los profesores de esos matemáticos les dijeron que no les estaba permitido sacar la raíz cuadrada de menos uno, de modo que pensaron que a nadie más le estaba permitido hacerlo. Sin duda, llamaron a este impulso poco caritativo «intuición matemática». Pero otros matemáticos tenían otras intuiciones. Comprendieron qué eran los números imaginarios y cómo encajaban con los números reales. ¿Por qué, pensaron, no podemos definir nuevas entidades abstractas y otorgarles las propiedades que creamos convenientes? Sin duda, la única base legítima que lo impedía era que esas propiedades fuesen lógicamente inconsistentes. (Este es, en esencia, el consenso moderno, que el matemático John Horton Conway denomina, con cierta exageración, «Movimiento de Liberación de los Matemáticos»). Es cierto que nadie ha demostrado que el sistema de números imaginarios sea autoconsistente, pero, si bien se mira, tampoco ha demostrado nadie que la aritmética común de los números naturales lo sea.

Hubo controversias similares acerca de la validez de la utilización de números infinitos, de las series con un número infinito de elementos y de las cantidades infinitesimales utilizadas en el cálculo. David Hilbert, el gran matemático alemán que proporcionó buena parte de la infraestructura matemática de la teoría general de la relatividad y la teoría cuántica, subrayó que la «bibliografía matemática, está abarrotada de sandeces y disparates que tuvieron su origen en el infinito». Y es que algunos matemáticos, como veremos, negaban toda validez al razonamiento sobre entidades infinitas. El avance espectacular de la matemática pura en el transcurso del siglo XIX contribuyó bien poco a resolver estas controversias. Al contrario, tendió más bien a intensificarlas y a hacer que surgieran nuevas polémicas. A medida que el razonamiento matemático se volvía cada vez más complejo, era inevitable que se alejara de la intuición, lo que tuvo dos importantes y contradictorios efectos. En primer lugar, los matemáticos se volvieron más exigentes para con las demostraciones, que se vieron sujetas a normas cada vez más estrictas para ser aceptadas. Y, por otro lado, se idearon nuevos y más perfectos métodos de comprobación, que, sin embargo, no siempre podían ser validados por los procedimientos existentes. Todo ello hizo que, a menudo, se plantearan dudas acerca de si un determinado método de comprobación, por autoevidente que pareciese, era completamente infalible o no.

Por todo ello, hacia 1900 hubo una crisis en los fundamentos de las matemáticas causada, precisamente, porque se percibía que carecían de fundamentos. Pero ¿qué había sido de las leyes de la lógica pura? ¿No se suponía que debían ser capaces de resolver toda disputa dentro del ámbito de las matemáticas? La embarazosa realidad era que la causa de las disputas matemáticas eran, justamente, esas «leyes de la lógica pura». Aristóteles fue el primero en codificarlas, en el siglo IV a.C., y fundó así lo que se denomina hoy la teoría de la demostración. Llegó a la conclusión de que la demostración debía consistir en una secuencia de enunciados que empezara con varias premisas y definiciones y terminara con la conclusión deseada. Para que una secuencia de enunciados constituyese una demostración válida, cada uno de ellos, además de ajustarse a las premisas que lo originaban, debía hacerlo también a una de las diversas fórmulas de demostración denominadas silogismos. Un ejemplo de silogismo sería:

En otras palabras, dicha regla decía que, cuando un enunciado de la clase «todo A tiene la propiedad B» (como en «Todos los hombres son mortales») y otro de la clase «el individuo X es A» (como en «Sócrates es hombre») aparecen en una demostración, el enunciado «X tiene la propiedad B» («Sócrates es mortal») puede aparecer después válidamente en ella y, lo que es más, constituir una conclusión válida. Los silogismos expresaban lo que podríamos denominar reglas de inferencia, es decir, reglas que definen los pasos autorizados en las demostraciones para conseguir que la verdad de las premisas se transmita a las conclusiones. De acuerdo con el mismo principio, son reglas que pueden ser aplicadas para determinar si una demostración propuesta es válida o no.

Aristóteles afirmó que toda demostración válida podía ser expresada en forma de silogismo, pero no lo demostró. A ello se añadía que la teoría de la demostración se enfrentaba al problema de que muy pocas demostraciones matemáticas modernas estaban expresadas puramente como secuencias de silogismos, y todavía eran menos las susceptibles de ser reformuladas en dicha forma, ni siquiera en principio. Y, además, la mayoría de los matemáticos no se resignaban a seguir la ley aristotélica al pie de la letra, puesto que muchas de las nuevas demostraciones parecían tan autoevidentemente válidas como el propio razonamiento de Aristóteles. Era evidente que las matemáticas habían avanzado. Nuevos instrumentos, como la lógica simbólica y la teoría de conjuntos, permitían a los matemáticos establecer nuevas relaciones entre las estructuras matemáticas. Ello había ido creando verdades autoevidentes que ya no dependían de las reglas clásicas de inferencia, de modo que éstas eran cada vez más autoevidentemente inadecuadas. Pero ¿cuáles de los nuevos métodos de demostración eran infalibles de verdad? ¿Cómo debían ser modificadas las reglas de inferencia para que pudiesen tener de una manera real la completitud que Aristóteles, equivocadamente, proclamaba? ¿Cómo podía ser recuperada la absoluta autoridad de las antiguas reglas cuando los matemáticos no lograban ponerse de acuerdo sobre qué era autoevidente y qué no era más que simples disparates?

Mientras tanto, los matemáticos continuaban levantando abstractos castillos en el aire. A efectos prácticos, muchas de esas construcciones parecían lo bastante sólidas. Algunas habían llegado a ser indispensables para la ciencia y la tecnología, y la mayoría estaban conectadas por una estructura explicativa satisfactoria y fructífera. Sin embargo, nadie podía garantizar que esa estructura, o buena parte de ella, no estuviese fundada sobre una contradicción lógica que pudiera acabar convirtiéndola, literalmente, en un disparate. En 1902 Bertrand Russell demostró que un esquema para definir rigurosamente la teoría de conjuntos, que acababa de ser presentado por el lógico alemán Gottlob Frege, era inconsistente. Ello no significaba que fuese necesariamente incorrecto utilizar los conjuntos en las demostraciones. De hecho, muy pocos matemáticos consideraron seriamente la posibilidad de que cualquiera de los modos habituales de utilizar los conjuntos, la aritmética o las otras ramas básicas de las matemáticas pudiera no ser válido. El resultado al que llegó Russell causó desazón porque los matemáticos consideraban que su disciplina era el medio por excelencia para llegar a certezas absolutas mediante las demostraciones proporcionadas por los teoremas matemáticos. Que hubiese una posibilidad de controversia sobre la validez de diferentes métodos de demostración minaba todo el propósito (tal como era concebido) de la disciplina matemática.

Muchos matemáticos, pues, sentían que era urgente dotar a la teoría de la demostración —y, por lo tanto, a las propias matemáticas— de una base segura. Querían consolidar los progresos realizados y definir de una vez por todas qué clases de demostración eran absolutamente seguras y cuáles no. Lo que quedara fuera de la zona de seguridad podría ser desdeñado, y lo que permaneciera dentro de ella constituiría la única base válida para las matemáticas futuras.

Con este fin, el matemático holandés Luitzen Egbertus Jan Brouwer defendió una estrategia extremadamente conservadora para la teoría de la demostración, conocida como intuicionismo, que aún tiene algunos adeptos. Los intuicionistas tratan de interpretar la «intuición» del modo más restrictivo concebible, y sólo conservan de ella lo que consideran sus aspectos autoevidentes más incuestionables. Y elevan la intuición matemática así definida a un status más elevado que el que le otorgó Platón, ya que la sitúan en un plano superior incluso al de la lógica pura, ya que ésta les parece indigna de confianza, excepto cuando se halle justificada por la intuición matemática directa. Los intuicionistas niegan, por ejemplo, que sea posible la intuición directa de cualquier entidad infinita. Niegan, por consiguiente, la existencia de cualquier conjunto infinito, como el de los números naturales. Consideran autoevidentemente falsa la proposición «existen infinitos números naturales». Por la misma razón, la proposición «existen más entornos cantgotu que entornos físicamente posibles» les parecería carente del menor sentido.

Históricamente, el intuicionismo —al igual que el inductivismo— tuvo un valioso papel liberador. Se atrevió a cuestionar las certidumbres recibidas, algunas de las cuales resultaban, en efecto, falsas. Pero resulta inútil como teoría positiva sobre lo que es o no es una demostración matemática válida. En realidad, el intuicionismo es precisamente el equivalente matemático del solipsismo. En ambos casos se trata de una reacción exagerada ante la idea de que no podemos estar seguros de conocer el amplio mundo que nos rodea. Ambas doctrinas proponen como solución la retirada a un mundo interior que se supone que podemos conocer de manera directa y, por consiguiente, fiel. Y, también en las dos, esa renuncia imposibilita la explicación de gran parte de lo que queda en el interior de ese ámbito privilegiado. Por ejemplo, si es falso —como defienden los intuicionistas— que haya infinitos números naturales, podemos inferir que tan sólo existe una cantidad finita de dichos números. ¿Cuántos? Y, por otra parte, por muchos que haya, ¿por qué no podemos intuir un número natural siguiente al último intuido? Los intuicionistas se quitarían el problema de encima señalando que la argumentación que acabo de ofrecer da por sentada la validez de la lógica ordinaria y, en particular, que parte de inferir, a partir del hecho de que no hay infinitos números naturales, que un número debe ser finito. La principal regla de inferencia es la denominada ley del tercero excluido, la cual dice que, dada cualquier proposición X (como «hay infinitos números naturales»), o bien X es cierta o bien lo es su negación («hay una cantidad finita de números naturales»); no existe una tercera posibilidad. Los intuicionistas niegan impertérritos la ley del tercero excluido.

Puesto que en la mente de la mayoría de las personas la ley del tercero excluido está respaldada por una fuerte intuición, su negación provoca que los no intuicionistas se pregunten si, después de todo, la intuición de los intuicionistas será tan autoevidentemente fiable como proclaman. Por otro lado, si consideramos que la ley del tercero excluido surge de una intuición lógica, ello nos conducirá a reexaminar la cuestión de si la intuición matemática sustituye realmente a la lógica. En cualquier caso, ¿será autoevidente que lo haga?

Por supuesto, todo lo dicho hasta aquí no es más que una crítica del intuicionismo desde el exterior. No es una refutación, puesto que el intuicionismo, como el solipsismo, jamás podrá ser refutado. Si alguien insiste en que una determinada proposición autoconsistente es autoevidente para él, al igual que si asegura que sólo existe él, no podremos demostrar que está equivocado. Sin embargo, y como ocurre, en general, con el solipsismo, el fallo fundamental del intuicionismo no se pone de manifiesto cuando se le ataca, sino cuando se le toma en serio, de acuerdo con sus propios términos, como explicación de su propio mundo arbitrariamente truncado. Los intuicionistas creen en la realidad de los números finitos naturales, 1, 2, 3, …, e incluso 10.949.769.651.859. Sin embargo, el argumento intuitivo de que, puesto que cada uno de estos números tiene un siguiente, forman una secuencia infinita, no es, desde la perspectiva intuicionista, más que un autoengaño o ficción, por lo que resulta, literalmente, insostenible. Pero al cortar el vínculo entre su versión de los «números naturales» abstractos y las intuiciones para cuya formalización estaban inicialmente destinados estos números, los intuicionistas se niegan a sí mismos la habitual estructura explicativa mediante la cual pueden ser entendidos los números naturales. Esto presenta un problema para cualquiera que prefiera las explicaciones a las complicaciones inexplicadas. En lugar de resolver el problema proporcionando una estructura explicativa alternativa o más profunda para los números naturales, el intuicionismo hace exactamente lo mismo que hacía la Inquisición y que hacen los solipsistas: se aparta aún más de la explicación e introduce complicaciones inexplicadas adicionales (en este caso, la negación de la ley del tercero excluido), cuyo único propósito es permitir que los intuicionistas se comporten como si la explicación de sus oponentes fuese cierta, pero sin sacar de ello ninguna conclusión sobre la realidad.

Al igual que el solipsismo se inicia con la motivación de simplificar un mundo incierto y sobrecogedoramente diverso, pero cuando se le toma en serio resulta no ser otra cosa que realismo más algunas complicaciones innecesarias, el intuicionismo acaba por ser una de las doctrinas más contraintuitivas que jamás hayan sido defendidas seriamente.

David Hilbert propuso un plan mucho más sensato —aunque también terminó en fracaso— para «establecer de una vez por todas la certeza de los métodos matemáticos». El plan de Hilbert se basaba en el concepto de consistencia. Aspiraba a fijar de manera definitiva una serie completa de reglas modernas de inferencia para las demostraciones matemáticas, dotadas de ciertas propiedades. Serían finitas en número. Serían directamente aplicables, de modo que determinar si una demostración propuesta las satisfacía o no constituyese un ejercicio incontrovertible. De preferencia, deberían ser intuitivamente autoevidentes, si bien ésta no constituía una condición excluyente para el pragmático Hilbert. Se habría dado por satisfecho si las reglas se hubiesen correspondido tan sólo moderadamente bien con la intuición, a condición de poder estar seguro de que fuesen autoconsistentes. En otras palabras, quería estar seguro de que si las reglas designaban como válida a una determinada demostración, no pudiesen jamás hacer lo mismo con otra demostración que arrojara una conclusión contraria. ¿Cómo esperaba conseguirlo? Esta vez, la consistencia tenía que quedar demostrada mediante un método coherente, a su vez con las propias reglas de inferencia. Hilbert esperaba que, de este modo, la completitud y la certeza aristotélicas serían restauradas y todo enunciado matemático verdadero podría, en principio, ser demostrable con dichas reglas, mientras que ningún enunciado falso podría serlo. En 1900, con motivo del II Congreso Internacional de Matemáticas celebrado en París, Hilbert presentó una relación de los veintitrés problemas que esperaba que los matemáticos fuesen capaces de resolver durante el transcurso del siglo XX. En décimo lugar figuraba el problema de encontrar la serie de reglas de inferencia con las propiedades mencionadas, y de demostrar su consistencia de acuerdo con sus propios estándares.

Pero Hilbert vio contrariadas sus esperanzas. Treinta y un años después, Kurt Gödel revolucionó la teoría de la demostración con una completa refutación de la que los mundos matemático y filosófico aún no se han recuperado: demostró que el décimo problema de Hilbert es insoluble. Para empezar, Gödel demostró que ningún conjunto de reglas de inferencia, aunque fuese capaz de validar correctamente las demostraciones de la aritmética común, podría validar jamás la demostración de su propia consistencia. No había, por consiguiente, esperanza alguna de encontrar la serie demostrablemente consistente de reglas que propuso Hilbert. En segundo lugar, demostró que si un conjunto de reglas de inferencia de alguna rama (lo suficientemente bien dotada) de las matemáticas es consistente (demostrablemente o no), dentro de dicha rama deben existir métodos válidos de demostración cuya validez no pueden demostrar dichas reglas. Es lo que se conoce como teorema de Gödel de la incompletitud. Para demostrar sus teoremas, Gödel utilizó una notable extensión del «argumento diagonal» de Cantor, que he mencionado en el capítulo 6. Empezó por considerar cualquier conjunto consistente de reglas de inferencia, para demostrar después cómo formular una proposición que no pudiese ser ni demostrada ni refutada según dichas reglas. Finalmente, demostró que dicha proposición sería cierta.

Si el programa de Hilbert hubiese tenido éxito, ello habría sido una mala noticia para el concepto de realidad que propongo en este libro, ya que habría eliminado la necesidad de la comprensión al juzgar ideas matemáticas. Cualquiera —o cualquier máquina debidamente programada— que se aprendiese de memoria las reglas de inferencia que Hilbert tanto ansiaba hallar, estaría en las mismas condiciones que el más capacitado matemático para ser juez de cualquier proposición matemática, si bien no necesitaría la percepción o comprensión de aquél, ni tampoco tener la más remota idea de los problemas planteados por dichas proposiciones. En principio, sería posible hacer nuevos descubrimientos matemáticos sin saber más matemáticas que las reglas de Hilbert. Sólo habría que comprobar todas las series de letras y símbolos matemáticos por orden alfabético, hasta que alguno de ellos superara la prueba de ser la demostración o la refutación de alguna conjetura famosa sin resolver. En principio, se podría dilucidar cualquier controversia matemática incluso sin entenderla ni conocer siquiera el significado de los símbolos, por no hablar del funcionamiento de la demostración, o de lo que quería demostrar, o de qué método de demostración se trataba, o de por qué era fiable.

A primera vista, parece que el logro de un estándar unificado de demostración matemática habría sido, al menos, una ayuda para la tendencia general a la unificación, es decir, para la «profundización» de nuestro conocimiento a la que me refería en el capítulo 1; pero, en realidad, habría ocurrido todo lo contrario. Como en el caso de la predictiva «teoría total» en física, las reglas de Hilbert no nos habrían dicho casi nada sobre la estructura de la realidad. Como mucho, y por lo que concierne a las matemáticas, habrían hecho realidad la visión última reduccionista: predecir todo (en principio), pero no explicar nada. Es más, si las matemáticas hubiesen resultado ser reduccionistas, estarían presentes en ellas todas las características indeseables que, según argumenté en el capítulo 1, no forman parte de la estructura del conocimiento humano: las ideas matemáticas habrían constituido una jerarquía, con las reglas de Hilbert como base. Las verdades matemáticas cuya verificación de acuerdo con dichas reglas fuese demasiado compleja se habrían visto relegadas a la condición de objetivamente menos fundamentales que aquellas comprobables de modo inmediato según esas reglas. Puesto que sólo habría habido un repertorio limitado de semejantes verdades fundamentales, con el paso del tiempo las matemáticas habrían tenido que tratar cada vez menos problemas fundamentales. Las matemáticas habrían llegado, según esta sombría hipótesis, a un punto final. En caso contrario, se habrían ido fragmentando inevitablemente en especialidades cada vez más misteriosas a medida que fuese aumentando la complejidad de los temas «emergentes» que los matemáticos se viesen obligados a analizar y que las conexiones entre dichos temas y los fundamentos de la disciplina resultasen cada vez más remotas.

Gracias a Gödel sabemos que no existirá jamás un método fijo para determinar si una proposición matemática es irrefutable, del mismo modo que no lo hay para decidir si es cierta una teoría científica. Tampoco habrá nunca un método fijo para crear nuevos conocimientos matemáticos. Por consiguiente, el progreso de las matemáticas dependerá siempre del ejercicio de la creatividad. En todo momento les resultará posible —y necesario— a los matemáticos inventar nuevas clases de demostración. Las validarán mediante nuevas argumentaciones y nuevas formas de explicación, que dependerán de la mejora constante de su comprensión de las entidades abstractas involucradas. Los propios teoremas de Gödel son un buen ejemplo de ello: para demostrarlos, tuvo que inventar un nuevo método. Ya dije que dicho método se basaba en el «argumento diagonal», pero Gödel lo extendió y le dio una nueva forma. Nada había sido demostrado mediante dicha forma de argumentación con anterioridad, y ninguna regla de inferencia establecida previamente por alguien que no conociese el método de Gödel hubiese podido predecir nunca que era válido. Y, sin embargo, es autoevidentemente válido. ¿De dónde proviene esa autoevidencia? Pues de que Gödel comprendió la naturaleza de la demostración. Las demostraciones de Gödel son tan convincentes como cualesquiera otras en matemáticas, pero sólo si se comprende previamente la explicación que las acompaña.

Así pues, la explicación desempeña, después de todo, el mismo papel crucial en las matemáticas que en la ciencia. El objeto final es en ambos casos la explicación y la comprensión del mundo, tanto del mundo físico como del mundo de las abstracciones matemáticas. La demostración y la observación son, simplemente, medios con los que comprobamos nuestras explicaciones.

Roger Penrose ha sacado una conclusión adicional, radical y muy platónica, de los resultados de Gödel. Como Platón, Penrose se siente fascinado por la capacidad de la mente humana para captar las certezas abstractas de las matemáticas. Pero, a diferencia de aquél, Penrose no cree en lo sobrenatural y da por sentado que el cerebro es parte del mundo natural y sólo tiene acceso a él. Por ello, el problema resulta más complejo para él de lo que lo era para Platón: ¿cómo puede el borroso e incierto mundo físico ofrecer certezas matemáticas a esa borrosa e incierta parte de sí mismo que es un matemático? En particular, Penrose se maravilla de que podamos percibir realmente la infalibilidad de nuevas y válidas formas de demostración, de las que, según asegura Gödel, existen reservas ilimitadas.

Penrose aún busca una respuesta detallada, pero reconoce que la existencia de esa especie de intuición matemática sin límites es fundamentalmente incompatible con la estructura actual de la física y, en particular, con el principio de Turing. Su argumentación se desarrolla, en resumen, como sigue: si el principio de Turing es cierto, podemos considerar que el cerebro (como cualquier otro objeto) es un ordenador que ejecuta un determinado programa. Las interacciones del cerebro con el entorno constituyen los datos y resultados del programa. Consideremos ahora a un matemático en el acto de decidir si una determinada clase de demostración recientemente propuesta es o no válida. Tomar esta decisión equivale a ejecutar un programa de validación de demostraciones en el interior de la mente del matemático. Dicho programa incorpora una serie de reglas de inferencia de Hilbert que, según el teorema de Gödel, no puede ser completa. Es más, y como ya he dicho, Gödel nos proporciona el modo para formular y demostrar una proposición verdadera, que dichas reglas nunca podrán reconocer como demostrada. Por consiguiente, nuestro matemático, cuya mente es, en realidad, un ordenador que aplica esas reglas, tampoco podrá nunca reconocer la proposición como demostrada. Penrose propone demostrar entonces la proposición, así como el método de Gödel que demuestra que es cierta, a ese matemático. Éste entenderá la demostración, que, después de todo, es válida de un modo autoevidente, por lo que el matemático puede, presumiblemente, comprender que lo es. Pero ello contradeciría el teorema de Gödel, de modo que debe haber una falsa asunción en algún lugar de la argumentación. Penrose cree que el principio de Turing es la falsa asunción.

La mayoría de los científicos informáticos no están de acuerdo con Penrose en que el principio de Turing sea el eslabón más débil de su razonamiento. Podrían argumentar que es posible que nuestro matemático sea, efectivamente, incapaz de reconocer la proposición gödeliana como demostrada. Quizás parezca extraño que un matemático se vuelva de repente incapaz de comprender una demostración autoevidente, pero echemos un vistazo a esta proposición: David Deutsch no puede juzgar consistentemente que este enunciado sea cierto. Por más que lo intente, no puedo juzgar consistentemente que sea cierto. Si lo hiciera, estaría juzgando que no puedo juzgar que sea cierto, con lo que me estaría contradiciendo. Pero usted puede ver que es cierto ¿no es así? Ello demuestra que, al menos, es posible que una proposición sea insoluble para una persona y, al mismo tiempo, autoevidentemente cierta para todas las demás.

En cualquier caso, Penrose confía en que una nueva y fundamental teoría de la física sustituya a la vez a la teoría cuántica y a la teoría general de la relatividad. Proporcionaría predicciones nuevas y comprobables, si bien estaría, por supuesto, de acuerdo con ambas teorías en lo concerniente a todas las observaciones existentes. (No se conocen demostraciones experimentales que contradigan dichas teorías). Sin embargo, el mundo de Penrose es, en lo fundamental, muy distinto del que describe la física actual. Su estructura básica de la realidad es lo que nosotros denominamos el mundo de las abstracciones matemáticas. En este aspecto, Penrose, cuya realidad incluye todas las abstracciones matemáticas —pero quizás no todas las abstracciones (como el honor y la justicia)—, se encuentra en algún lugar intermedio entre Platón y Pitágoras. Lo que nosotros denominamos el mundo físico es para él completamente real (otra diferencia con Platón), pero, de algún modo, forma parte, o surge, de las propias matemáticas. Además, no existe la universalidad, y, en particular, no hay máquina que pueda representar todos los procesos del pensamiento humano. Sin embargo, el mundo (y, en especial, por supuesto, su sustrato matemático) sigue siendo comprensible. Su comprensibilidad ya no está asegurada por la universalidad del cálculo, sino por un fenómeno que resulta nuevo para la física (pero no para Platón): las entidades matemáticas inciden directamente sobre el cerebro humano mediante procesos físicos aún por descubrir. De este modo, el cerebro, según Penrose, no hace matemáticas tan sólo por referencia a lo que corrientemente denominamos el mundo físico, sino que tiene acceso directo a la realidad platónica de las formas matemáticas, en la que puede percibir verdades matemáticas con (meteduras de pata aparte) absoluta certeza.

Se dice a menudo que el cerebro tal vez sea un ordenador cuántico, cuyas intuiciones, conciencia y capacidad para resolver problemas podrían basarse en cálculos cuánticos. Esto podría ser así, pero no conozco ninguna evidencia ni ninguna argumentación convincente de que lo sea. Mi opinión es que si el cerebro es un ordenador, es un ordenador clásico. Pero esta cuestión es independiente de las ideas de Penrose, quien no defiende que el cerebro sea una nueva clase de ordenador universal que sólo se diferenciaría del ordenador universal cuántico por su mayor repertorio de cálculos, posible gracias a la nueva física poscuántica. Lo que argumenta es una nueva física, que ya no apoyará la universalidad del cálculo, de modo que, según esa nueva teoría, ya no será posible considerar ciertas acciones del cerebro como cálculos.

Debo admitir que me resulta imposible concebir una teoría así. No obstante, los avances fundamentales suelen ser difíciles de concebir antes de que ocurran. Por descontado, no es fácil juzgar la teoría de Penrose antes de que consiga formularla por completo. En la eventualidad de que una teoría con las propiedades que él busca sustituyera a la teoría cuántica, o a la general de la relatividad, o a ambas —bien mediante la comprobación experimental, bien proporcionando un nivel más profundo de explicación—, toda persona razonable desearía adoptarla. Nos embarcaríamos entonces en la aventura de comprender la nueva concepción del mundo que las estructuras explicativas de la teoría nos inducirían a adoptar. Parece probable que fuera una concepción del mundo muy distinta de la que presento en este libro. No obstante, aunque todo esto llegara a ocurrir, sigo sin ser capaz de ver cómo la motivación original de la teoría —la de explicar nuestra capacidad de captar nuevas demostraciones matemáticas—, podría quedar satisfecha. Seguiría siendo un hecho que, tanto hoy como a lo largo de la historia, los grandes matemáticos han tenido distintas y conflictivas percepciones de la validez de diversos métodos de demostración. Así pues, aun en el caso de que fuese cierto que una realidad psicomatemática absoluta pudiese alimentar directamente nuestros cerebros para crear intuiciones matemáticas, estaría claro que los matemáticos no siempre serían capaces de distinguir esas intuiciones de otras ideas e intuiciones erróneas. Por desgracia, no suena un timbre o se enciende una luz cada vez que comprendemos una demostración auténticamente válida. Es muy probable que en más de un momento gritásemos «¡Eureka!» y, sin embargo, estuviéramos equivocados. Incluso si la teoría predijera que existe algún indicador físico, no detectado anteriormente, que acompaña a las verdaderas intuiciones (lo cual, hoy por hoy, parece muy inverosímil), aunque podría resultarnos utilísimo, seguiría sin ser el equivalente de una demostración de que el indicador funcionaría. Nada podría demostrar que una teoría todavía mejor que la de Penrose no pudiera algún día sustituirla, poner de manifiesto que el supuesto indicador no era fiable, después de todo, y proponer otro mejor. De modo que, aun haciendo todas las posibles concesiones a la proposición de Penrose, aún imaginando que sea cierta y contemplando el mundo enteramente en sus términos, seguimos sin poder explicar la pretendida certeza del conocimiento adquirido por la práctica de las matemáticas.

He presentado tan sólo un esquema de las argumentaciones de Penrose y sus oponentes. El lector habrá notado que, esencialmente, me sumo a estos últimos. Sin embargo, aun dando por sentado que el argumento gödeliano de Penrose no consigue demostrar lo que desea, y que la nueva teoría física que propone no parece capaz de ser una explicación válida, no por ello deja Penrose de tener razón cuando dice que toda concepción del mundo basada en la idea actual de la racionalidad científica crea un problema para los fundamentos generalmente aceptados de las matemáticas (o, como lo expondría él, a la inversa). Se trata de un viejo problema, que ya planteó Platón, un problema que, como señala Penrose, se acentúa a la luz tanto del teorema de Gödel como del principio de Turing, y que es el siguiente: en una realidad basada en la física y comprendida mediante los métodos científicos experimentales, ¿de dónde procede la certeza matemática? Aunque la mayoría de los matemáticos y los científicos informáticos dan por sentada la certidumbre de la intuición matemática, no se toman en serio el problema de conciliarla con la visión científica. Penrose sí lo hace, y propone una solución. Ésta contempla un mundo comprensible, rechaza lo sobrenatural, reconoce que la creatividad es fundamental para las matemáticas, confiere realidad objetiva tanto al mundo físico como a las entidades abstractas e implica una integración de las bases de las matemáticas y las de la física. En todos estos aspectos, coincido con él.

Puesto que los intentos de Brouwer, Hilbert, Penrose y otros matemáticos para superar el reto de Platón no parecen haber tenido éxito, merece la pena volver a analizar la aparente refutación realizada por Platón de la idea de que la verdad matemática puede ser obtenida mediante métodos científicos.

En primer lugar, Platón dice que, puesto que sólo tenemos acceso a círculos imperfectos, no podemos, en consecuencia, obtener ningún conocimiento sobre los círculos perfectos. Pero ¿por qué no, exactamente? De acuerdo con esa argumentación, podría decirse que no podemos descubrir las leyes del movimiento de los planetas porque no tenemos acceso directo a ellos, sino tan sólo a sus imágenes (esto es lo que decía la Inquisición, y he demostrado ya en qué se equivocaba). Podría argumentarse también que es imposible fabricar máquinas herramientas precisas, porque la primera debería por fuerza ser fabricada con máquinas herramientas imprecisas. La perspectiva que tenemos en la actualidad nos permite ver que esa línea de crítica se basa en una imagen muy burda del modo en que funciona la ciencia —semejante, hasta cierto punto, al inductivismo—, lo cual no debería sorprendernos, ya que Platón vivió con anterioridad a la aparición de lo que ahora llamamos ciencia. Si, por ejemplo, la única manera de aprender algo sobre los círculos mediante la experiencia fuera examinar miles de círculos reales y tratar después, a partir de los datos acumulados, de inferir algo sobre sus homólogos abstractos euclídeos, Platón estaría en lo cierto. Pero si formulamos la hipótesis de que los círculos reales se parecen a los abstractos en determinados aspectos, y resulta que acertamos, podremos aprender algo sobre los círculos abstractos mediante la observación de los reales. En la geometría euclídea se emplean a menudo diagramas para enunciar un determinado problema o su solución. Este método descriptivo podría inducir a errores en el caso de que los círculos del diagrama tuviesen imperfecciones que les dieran una apariencia engañosa, por ejemplo si dos círculos pareciesen tocarse aunque en realidad no tuviesen ningún punto de contacto. Pero si se entiende la relación entre los círculos reales y los perfectos, se puede, con cuidado, eliminar semejantes errores. En cambio, si no se entiende esa relación, resultará prácticamente imposible comprender la geometría euclídea.

La fiabilidad del conocimiento de un círculo perfecto que podemos conseguir mediante el diagrama de un círculo depende por completo de la exactitud de la hipótesis de que ambos se parecen en los aspectos relevantes. Semejante hipótesis, pues, referida a un objeto físico (el diagrama), equivale a una teoría física, y, como tal, nunca podrá ser conocida con absoluta certeza. Pero ello no excluye, como diría Platón, la posibilidad de aprender acerca de los círculos perfectos mediante la experiencia. Lo único que excluye es la posibilidad de la certeza, lo cual no debería preocupar a quien busque explicaciones y no certidumbre.

La geometría euclídea puede ser formulada en su totalidad sin recurrir a diagramas, pero el modo en que números, letras y símbolos matemáticos son utilizados en la demostración simbólica no puede generar mayor certidumbre que un diagrama, y por la misma razón. Los símbolos son también objetos físicos —rasgos escritos con tinta sobre papel, por ejemplo— que denotan objetos abstractos. Una vez más, nos apoyamos enteramente en la hipótesis de que el comportamiento físico de los símbolos se corresponde con el de las abstracciones que representan. Por consiguiente, la fiabilidad de lo que aprendamos mediante la manipulación de dichos símbolos se basará por completo en la precisión de nuestras teorías sobre su comportamiento físico, así como en el comportamiento de nuestras manos, ojos y demás órganos con los que los manipulamos y observamos. Una tinta trucada, que modificase el aspecto del símbolo cuando no lo estuviésemos mirando —quizás accionada por control remoto por algún bromista experto en alta tecnología—, podría hacer que nos engañásemos acerca de lo que tenemos por «seguro».

Reexaminemos ahora otra de las asunciones de Platón: la de que no podemos encontrar la perfección en el mundo físico. Tal vez tuviese razón en que no encontraremos en él el honor y la justicia perfectos, y, sin duda, la tenía en que no podremos encontrar en él las leyes de la física o la serie de todos los números naturales. Pero sí podemos encontrar una mano perfecta en bridge, o el movimiento perfecto en una determinada posición de ajedrez. Es decir, podemos hallar objetos o procesos físicos que posean plenamente las propiedades de las abstracciones especificadas. Podemos aprender ajedrez igual de bien sobre un tablero real que con la forma perfecta de un juego de ajedrez. El hecho de que un alfil esté desportillado no hace que el jaque mate sea menos terminante.

En realidad, es posible hacer que un círculo euclídeo perfecto sea accesible a nuestros sentidos. Platón no lo podía saber, porque aún no se conocía la realidad virtual. No resultaría particularmente difícil programar los generadores de realidad virtual que planteé en el capítulo 5 con las reglas de la geometría euclídea, de tal modo que el usuario pudiera experimentar una interacción con un círculo perfecto. Al carecer de grosor, el círculo resultaría invisible, a menos que modificáramos también las leyes de la óptica, y en este caso lo podríamos dotar de un resplandor que permitiera al usuario saber dónde se encuentra. (Los puristas quizás preferirían prescindir de estos adornos). Podríamos hacer el círculo rígido e impenetrable, para que el usuario pudiese comprobar sus propiedades mediante la utilización de herramientas e instrumentos de medición igualmente rígidos e impenetrables. Los calibradores de los generadores de realidad virtual deberían alcanzar una precisión absoluta, para poder medir con exactitud el grosor cero. El usuario podría «dibujar» otros círculos u otras figuras geométricas, de acuerdo con las reglas de la geometría euclídea. Las dimensiones de las herramientas, así como las del propio usuario, podrían ajustarse a voluntad para permitir la comprobación a cualquier escala, por pequeña que fuera, de las predicciones de los teoremas geométricos. En todos los aspectos el círculo representado se ajustaría con absoluta precisión a lo especificado por los axiomas de Euclides. Así pues, y de acuerdo con los conocimientos de la ciencia actual, debemos concluir que Platón estaba equivocado. Podemos percibir círculos perfectos en la realidad física (es decir, en la realidad virtual), pero, en cambio, nunca podremos percibirlos en el dominio de las formas porque, aun aceptando que exista, carecemos de toda percepción acerca de él.

Por cierto, la idea de Platón de que la realidad física consiste en imitaciones imperfectas de abstracciones perfectas parece hoy día innecesariamente restrictiva. Como Platón, estudiamos las abstracciones por sí mismas, pero en la ciencia posgalileana, así como en la teoría de la realidad virtual, contemplamos también las abstracciones como medios para comprender entidades físicas reales o artificiales, y en este contexto damos por sentado que las abstracciones son casi siempre aproximaciones a la verdadera situación física. Así, mientras Platón veía en los círculos terrenales trazados sobre la arena aproximaciones a los círculos auténticos, matemáticos, un físico moderno consideraría que un círculo matemático no es más que una mala aproximación a las formas reales de las órbitas planetarias, los átomos y otros objetos físicos.

Ya que siempre podrá darse el caso de que fallen el generador de realidad virtual o su usuario, ¿es posible que una representación en realidad virtual de un círculo euclídeo llegue a alcanzar la perfección absoluta, de acuerdo con los estándares de la certeza matemática? Sí. No es que se pretenda que las matemáticas, por sí mismas, estén libres de esa clase de incertidumbres. Los matemáticos se pueden equivocar en sus cálculos, recordar mal axiomas, cometer errores al escribir sus trabajos, etcétera. Lo que se afirma es que, deslices aparte, sus conclusiones son infalibles. De modo parecido, un generador de realidad virtual, si funcionase correctamente según sus especificaciones de diseño, reproduciría a la perfección un círculo euclídeo perfecto.

Una objeción parecida sería la de que nunca podremos estar seguros de que un generador de realidad virtual se comporte correctamente cuando ejecuta un determinado programa, ya que ello dependerá de su correcto funcionamiento y, en último extremo, de las leyes de la física. Puesto que no estamos seguros de conocer a la perfección estas últimas, no podemos tener la seguridad de que la máquina esté reproduciendo de manera genuina la geometría euclídea. Una vez más, nadie niega que algún fenómeno físico imprevisto —ya sea el resultado de leyes de la física desconocidas o, simplemente, de alguna enfermedad cerebral o de una tinta trucada— pueda despistar a un matemático. Pero, si las leyes de la física son, en los aspectos relevantes, como creemos, un generador de realidad virtual podrá realizar su tarea a la perfección, por más que no podamos estar seguros de ello. A este respecto, debemos evitar cuidadosamente mezclar dos cuestiones distintas: si podemos saber que un generador de realidad virtual reproduce un círculo perfecto y si lo hace realmente. Nunca lo podremos saber con seguridad, pero ello no disminuye ni un ápice la perfección con que una máquina puede reproducirlo. Volveré sobre esta distinción crucial —entre el conocimiento perfecto (certeza) de una entidad y el hecho de que ésta sea «perfecta»— en breve.

Supongamos que modificamos deliberadamente el programa de geometría euclídea de modo que un generador de realidad virtual represente los círculos aceptablemente, pero no con absoluta perfección.

¿Seríamos entonces incapaces de inferir algo sobre los círculos perfectos a partir de la experiencia de esa reproducción imperfecta? Ello dependería por completo de nuestro conocimiento de los aspectos del programa que hubiesen sido alterados. Si lo supiéramos, podríamos averiguar con certeza (despistes aparte) qué aspectos de las experiencias que tuviésemos dentro de la máquina representarían fielmente círculos perfectos y cuáles no. En este caso, el conocimiento adquirido sería tan fiable como el obtenido mediante la utilización del programa correcto.

Cuando imaginamos círculos, representamos exactamente esa clase de realidad virtual en nuestros cerebros. La razón por la que esta manera de pensar acerca de los círculos perfectos no es inútil, es que somos capaces de elaborar teorías precisas sobre qué propiedades comparten nuestros círculos imaginarios con los perfectos y cuáles no.

Utilizando una representación en realidad virtual perfecta, podríamos tener la experiencia de ver seis círculos idénticos tangentes a otro círculo idéntico, en el mismo plano y sin superponerse. Esta experiencia, en esas circunstancias, sería el equivalente de una demostración rigurosa de que dicha conformación es posible, puesto que las propiedades geométricas de las formas reproducidas serían absolutamente idénticas a las de las formas abstractas. Sin embargo, esta especie de interacción «forzada» con formas perfectas no puede aportar todos los conocimientos de la geometría euclídea. La mayor parte de sus fenómenos interesantes no se refieren a una conformación geométrica determinada, sino a infinitas clases de conformaciones. Por ejemplo, la suma de los ángulos de cualquier triángulo euclídeo es siempre de 180°. Podemos medir cierto número de triángulos con absoluta exactitud mediante la realidad virtual, pero ni siquiera ésta nos permitirá medir nunca todos los triángulos posibles, por lo que no podremos verificar el teorema.

¿Cómo verificarlo? Demostrándolo. Una demostración se define tradicionalmente como una secuencia de enunciados que satisfacen reglas autoevidentes de inferencia, pero ¿cuál es el equivalente físico del proceso de «demostración»? Para demostrar un enunciado sobre infinitos triángulos de una sola vez, examinamos determinados objetos físicos —en este caso, símbolos— que comparten propiedades comunes con clases enteras de triángulos. Por ejemplo, cuando, en circunstancias apropiadas, observamos los símbolos que dicen «Δ ABC DEF» (es decir, «el triángulo ABC es congruente con el triángulo DEF»), concluimos que toda una clase de triángulos que hemos definido de un modo determinado, tendrá siempre la misma forma que los correspondientes triángulos de otra clase, que hemos definido de un modo distinto. Las «circunstancias apropiadas» que otorgan a esta conclusión la categoría de demostración son, en términos físicos, que los símbolos aparecen en una página por debajo de otros símbolos (algunos de los cuales representan axiomas de la geometría euclídea) y que la disposición con que aparecen esos símbolos se adapta a ciertas reglas, a saber, las reglas de inferencia.

Pero ¿qué reglas de inferencia deberíamos utilizar? Es lo mismo que preguntar cómo deberíamos programar un generador de realidad virtual para que reprodujese el mundo de la geometría euclídea. La respuesta es que debemos utilizar unas reglas de inferencia que, de la mejor manera que nos sea posible, hagan que nuestros símbolos se comporten, en aspectos relevantes, como las entidades abstractas que representan. ¿Cómo podemos estar seguros de que lo harán? No podemos. Supongamos que algunos críticos pusieran reparos a nuestras reglas de inferencia porque pensaran que los símbolos que utilizamos se comportarán de modo distinto al de las entidades abstractas. No podemos apelar a la autoridad de Aristóteles o Platón, ni demostrar que nuestras reglas de inferencia sean infalibles (muy al contrario que el teorema de Gödel, esto nos llevaría a una regresión infinita, ya que primero deberíamos demostrar que el método de demostración empleado es en sí mismo válido). Tampoco podemos contestarles arrogantemente a esos críticos que algo debe fallar en su intuición, porque la nuestra nos dice que los símbolos imitarán perfectamente a las entidades abstractas. Todo lo que podemos hacer es explicar. Debemos explicar por qué creemos que, en las circunstancias adecuadas, los símbolos se comportarán del modo deseado, según las reglas que proponemos. Y los críticos podrán explicar por qué se inclinan por una teoría contraria. Un desacuerdo acerca de dos teorías rivales es, en parte, un desacuerdo acerca del comportamiento observable de objetos físicos. Tales desacuerdos pueden ser tratados con los métodos normales de la ciencia. A veces pueden ser fácilmente resueltos, y a veces, no. Otra causa para semejantes diferencias de opinión, podría ser un conflicto conceptual respecto de la naturaleza de las propias entidades abstractas. De nuevo, se trata de una rivalidad entre explicaciones, en esta ocasión acerca de abstracciones más que acerca de objetos físicos. O bien llegaríamos a un entendimiento común con nuestros críticos, o bien convendríamos en que estábamos discutiendo acerca de objetos abstractos distintos, o bien no nos pondríamos de acuerdo en nada. No existen garantías. Queda, pues, claro que, al contrario de la creencia tradicional, no es cierto que las disputas matemáticas puedan ser resueltas siempre por medios basados puramente en el debate.

A primera vista, una demostración simbólica convencional parece tener un carácter bien distinto de la demostración «forzada» realizada mediante la realidad virtual. Pero ahora vemos que están relacionadas, en la misma medida en que el cálculo lo está con los experimentos físicos. Todo experimento físico puede ser considerado un cálculo, y todo cálculo es un experimento físico. En ambas clases de demostración se manipulan entidades físicas (mediante la realidad virtual o no) de acuerdo con unas determinadas reglas. En ambos casos las entidades físicas representan a las entidades abstractas que nos interesan. En ambos casos, finalmente, la fiabilidad de la demostración se basa en la verdad de la teoría de que las entidades físicas y las abstractas comparten realmente las adecuadas propiedades.

De lo que acabamos de decir, se sigue que la demostración es un proceso físico. De hecho, una demostración es una clase de cálculo. «Demostrar» una proposición significa realizar un cálculo que, hecho correctamente, establecerá que la proposición es cierta. Al utilizar la palabra «demostración» para indicar un objeto —por ejemplo, un texto escrito con tinta sobre un papel—, queremos decir que el objeto puede ser utilizado como programa para recrear un cálculo de la clase adecuada.

Y se sigue también que ni los teoremas matemáticos, ni los procesos de demostración matemática, ni la experiencia de la intuición matemática, confieren certeza alguna. Nada la confiere. Nuestro conocimiento matemático puede, al igual que nuestro conocimiento científico, ser profundo y amplio, así como sutil y maravillosamente explicativo, y ser aceptado, además, sin la menor controversia, pero nunca podrá ser seguro. Nadie puede garantizar que un buen día no se descubra que una demostración previamente considerada válida contenía un grave error, inadvertido hasta entonces, consecuencia de una asunción «autoevidente» y nunca cuestionada antes sobre el mundo físico, o el mundo abstracto, o el modo en que están relacionadas determinadas entidades físicas y abstractas.

Una errónea asunción «autoevidente» de esta índole provocó que la propia geometría fuera incorrectamente clasificada como una rama las matemáticas durante más de dos milenios, desde aproximadamente el año 300 a.C., en que Euclides escribió sus Elementos, hasta el siglo XIX (y, de hecho, en muchos diccionarios y libros de texto actuales). La geometría euclídea formaba parte de la intuición de todo matemático. Con el tiempo, algunos de ellos empezaron a dudar de que cierto axioma de Euclides fuera «autoevidente» (en concreto, el llamado «axioma paralelo»). No dudaban, al menos al principio, de que el axioma fuese cierto. Se cree que el gran matemático alemán Cari Friedrich Gauss fue el primero en someterlo a comprobación. El axioma paralelo interviene en la demostración de que los ángulos de un triángulo suman 180°. Según la leyenda, en el mayor de los secretos (por temor al ridículo), Gauss situó a ayudantes dotados de linternas y teodolitos en las cimas de tres colinas que constituían los vértices del mayor triángulo que podía medir con relativa facilidad. No detectó desviación alguna de las predicciones de Euclides, pero ahora sabemos que ello se debió a que sus instrumentos no eran lo bastante sensibles. (La cercanía de la superficie terrestre es un lugar muy tranquilo, geométricamente hablando). La teoría general de la relatividad de Einstein incluye una nueva teoría de la geometría que contradice a Euclides y ha sido corroborada por la experimentación. Los ángulos de un triángulo real no suman necesariamente 180°: el verdadero total depende del campo gravitatorio en el interior del triángulo.

Una clasificación incorrecta muy parecida es consecuencia del error fundamental que los matemáticos han venido cometiendo desde la antigüedad acerca de la naturaleza intrínseca de su disciplina, a saber, que el conocimiento matemático es más seguro que cualquier otro. Tras haber cometido este error, no quedaba otra elección que considerar a la teoría de la demostración parte de las matemáticas, puesto que un teorema matemático no podría ser cierto si la teoría que justifica su método de demostración fuese de por sí falsa. Pero, como acabamos de ver, la teoría de la demostración no es una rama de las matemáticas, es una ciencia. Las demostraciones no son abstractas. No es posible demostrar nada de manera abstracta, del mismo modo que no es posible calcular nada de manera abstracta. Podemos, por supuesto, definir una clase de entidades abstractas y denominarlas «demostraciones», pero estas «demostraciones» no pueden verificar enunciados matemáticos, puesto que nadie las ve. No podrán persuadir a nadie de la autenticidad de una proposición, del mismo modo que un generador de realidad virtual que no exista físicamente no puede persuadir a nadie de que se encuentra en un entorno distinto, o un ordenador abstracto no nos puede factorizar ningún número. Una «teoría de las demostraciones» matemática no tendría ningún efecto sobre las verdades matemáticas que pueden ser demostradas o no en realidad, del mismo modo que una teoría de la «calculabilidad» abstracta carecería de todo efecto sobre lo que los matemáticos (o cualquiera) puedan calcular o no en realidad, a menos de que exista una razón empírica independiente para creer que los «cálculos» abstractos de la teoría se parecen a los reales. Los cálculos, incluyendo aquellos específicos que satisfacen los requisitos necesarios para ser considerados demostraciones, son procesos físicos. La teoría de la demostración trata de cómo asegurarse de que dichos procesos imiten correctamente a las entidades abstractas que se supone que deben imitar.

Los teoremas de Gödel han sido ensalzados como «los primeros teoremas nuevos de la lógica pura durante dos mil años», pero esto no es cierto. Sus teoremas tratan de lo que puede ser demostrado o no, y la demostración es un proceso físico. Ninguna faceta de la teoría de la demostración depende únicamente de la lógica. La nueva manera en que Gödel consiguió demostrar aserciones de carácter general acerca de demostraciones se basa en determinadas asunciones acerca de los procesos que pueden representar o no un hecho abstracto de un modo que el observador puede percibir y que resulte convincente para él. Gödel resumió tales asunciones en su justificación explícita y tácita de sus resultados. Éstos no estaban autoevidentemente justificados porque fueran «pura lógica», sino porque los matemáticos encontraron que dichas asunciones eran autoevidentes.

Una de las asunciones de Gödel era la clásica de que una demostración sólo puede tener un número finito de pasos. La justificación intuitiva de esta asunción es que somos seres finitos y nunca podríamos llegar a captar un número literalmente infinito de aserciones. Esta asunción, por cierto, provocó inquietud entre muchos matemáticos cuando, en 1976, Kenneth Appel y Wolfgang Haken utilizaron un ordenador para demostrar la famosa «conjetura de los cuatro colores» (la de que utilizando sólo cuatro colores, puede ser coloreado cualquier mapa dibujado sobre un plano sin que dos zonas adyacentes tengan nunca el mismo color). El programa requirió cientos de horas de cálculos realizados por el ordenador, lo que significaba que los pasos de la demostración, puestos por escrito, no hubiesen podido ser leídos —y mucho menos reconocidos como autoevidentes— por un ser humano en varias vidas. «¿Nos fiamos de la palabra del ordenador y damos la conjetura por demostrada?», dudaban los escépticos, maravillados, aunque nunca se les habría ocurrido catalogar todas las descargas de todas las neuronas de sus propios cerebros cuando aceptaban una demostración relativamente «sencilla».

Esa preocupación parece aún más justificada cuando la aplicamos a una presunta demostración con un número infinito de pasos. Pero ¿qué es un «paso» y qué es «infinito»? En el siglo V a.C. Zenón de Elea concluyó, sobre la base de una intuición similar, que, en una hipotética carrera entre Aquiles y una tortuga, aquél nunca podría dar alcance al animal, a condición de que éste iniciara la carrera con ventaja. Es evidente que, mientras Aquiles se dirige al punto donde se encuentra ahora la tortuga, ésta habrá avanzado algo. Cuando el atleta haya alcanzado ese punto, el animal habrá vuelto a avanzar un poco, y así ad infinitum. Por consiguiente, el proceso de «alcanzar» requiere que Aquiles realice un número infinito de pasos, lo cual, como ser finito que es, se supone que no podrá hacer. Pero lo que Aquiles es capaz de hacer no puede ser descubierto por la lógica pura. Se basa única y exclusivamente en lo que las leyes de la física que gobiernan el movimiento digan que puede hacer, y si dicen que adelantará a la tortuga, sin duda, lo hará. De acuerdo con las leyes de la física clásica, dar alcance a la tortuga requeriría un número infinito de pasos del tipo «desplazarse a su posición actual», y, en este sentido, se trataría de una operación infinita desde un punto de vista calculatorio. Del mismo modo, considerada como una demostración de que una cantidad abstracta se vuelve mayor que otra cuando se aplica una determinada serie de operaciones, constituye una demostración con un número infinito de pasos. Pero las leyes que rigen el movimiento lo consideran un proceso físico finito, y eso es lo que cuenta.

La intuición de Gödel acerca de los pasos y el infinito capta, en la medida de nuestros conocimientos, las auténticas limitaciones físicas del proceso de demostración. La teoría cuántica requiere pasos discretos, y ninguna de las maneras conocidas en que pueden interactuar los objetos físicos permitiría la existencia previa de un número infinito de pasos para llegar a una conclusión mensurable. (Podría, sin embargo, ser posible que se llevase a cabo un número infinito de pasos en la historia total del universo, como explicaré en el capítulo 14.) La física clásica no se habría sujetado a esas intuiciones en el supuesto, imposible, de haber sido cierta. El movimiento continuo de los sistemas clásicos, por ejemplo, habría permitido un cálculo «análogo» que no procedería a pasos y tendría un repertorio sustancialmente distinto del de la máquina universal de Turing. Se conocen varios ejemplos de leyes clásicas artificiales según las cuales podría realizarse una cantidad infinita de cálculos (es decir, infinita para los estándares de la máquina de Turing o el ordenador cuántico) mediante métodos físicamente finitos. Por supuesto, la física clásica es incompatible con los resultados de muchísimos experimentos, de modo que resulta más bien artificial especular acerca de lo que «hubiesen podido ser» las leyes clásicas «reales» de la física, pero lo que esos ejemplos nos muestran es que, con independencia de los conocimientos que se tengan de física, no se puede probar que una demostración deba consistir en un número infinito de pasos. Las mismas consideraciones rigen para la intuición de que debe haber un número grande, pero finito, de reglas de inferencia y de que éstas deben ser «directamente aplicables». Ninguno de estos requerimientos tiene el menor significado en sentido abstracto: son requerimientos físicos. Hilbert, en su influyente trabajo acerca del infinito, ridiculizó despiadadamente la idea de que la exigencia de un «número finito de pasos» figure entre los requerimientos fundamentales, pero el argumento precedente demuestra que estaba equivocado: es fundamental, y ello se desprende, ni más, ni menos, de la intuición física del propio Hilbert y otros matemáticos.

Una, al menos, de las intuiciones de Gödel sobre la demostración ha resultado ser errónea. Afortunadamente, ello no afecta a las demostraciones de sus teoremas. La heredó intacta de la prehistoria de las matemáticas griegas y permaneció incuestionada por todas las generaciones de matemáticos hasta los años ochenta, cuando se demostró su falsedad gracias a los avances en la teoría cuántica de la calculabilidad. Se trata de la intuición de que una demostración es una clase particular de objeto, a saber, una secuencia de enunciados que obedecen a reglas de inferencia. He argumentado ya que una demostración debe considerarse más bien un proceso, una clase de cálculo, que un objeto, pero esta diferenciación no tiene una importancia fundamental en la teoría clásica de la demostración, ni en la de la calculabilidad, por la siguiente razón: si podemos realizar un proceso de demostración, podremos, tan sólo con un moderado esfuerzo adicional, llevar un registro de todo lo relevante que ocurra durante dicho proceso. Este registro —un objeto físico— constituirá de por sí una demostración, en el sentido de secuencia de enunciados. Inversamente, si disponemos de tal registro, podremos consultarlo y comprobar si satisface las reglas de inferencia; si lo hace, habremos demostrado la conclusión. En otras palabras, en el caso clásico, la conversión de los procesos de demostración en objetos de demostración, y viceversa, es siempre una tarea tratable.

Consideremos ahora un cálculo matemático intratable por los ordenadores clásicos, pero que un ordenador cuántico pudiese realizar con facilidad utilizando la interferencia entre, digamos, 10500 universos. Para aclarar un poco más el tema, supongamos que el cálculo es tal que la respuesta (a diferencia de un resultado de factorización) no podrá ser verificada tratablemente cuando la obtengamos. El proceso de programación de un ordenador cuántico para realizar dicho cálculo, ejecutar el programa y obtener un resultado, constituye una demostración de que el cálculo matemático arroja ese resultado particular. En este caso, sin embargo, no resulta posible mantener un registro de lo ocurrido durante el proceso de demostración, puesto que en su mayor parte sucedió en otros universos, y medir el estado calculatorio equivaldría a alterar las propiedades de interferencia y, por consiguiente, a invalidar la demostración. Así pues, no es factible crear un anticuado objeto de demostración. Es más, no existe, ni remotamente, material suficiente en el universo, tal como lo conocemos, para hacer un objeto así, ya que habría infinitamente más pasos en la demostración que átomos en el universo conocido. Este ejemplo demuestra que, a causa de la posibilidad del cálculo cuántico, las dos nociones de demostración no son equivalentes. La intuición de que una demostración es un objeto no engloba todas las formas en que un enunciado matemático puede ser demostrado en realidad.

Una vez más, comprobamos lo inadecuado del método matemático tradicional, consistente en obtener una certeza mediante el intento de erradicar toda posible fuente de ambigüedad o error de nuestras intuiciones hasta que tan sólo quede la verdad autoevidente. Esto es lo que hizo Gödel y lo que hicieron Church, Post y, particularmente, Turing, al tratar de intuir sus modelos universales de calculabilidad. Turing esperaba que su modelo abstracto de cinta de papel resultara tan simple, tan transparente y bien definido que no necesitara apoyarse en ninguna asunción sobre física que pudiera ser concebiblemente falseada, y, por consiguiente, que dicho modelo se convirtiera en el fundamento de una teoría abstracta de la calculabilidad, independiente de la física que le sirviera de base. «Creía», como dijo Feynman, «que comprendía el papel». Pero se equivocaba. El papel real, cuantomecánico, es muy distinto de la materia abstracta que utiliza la máquina de Turing. Ésta es enteramente clásica, y no permite, por consiguiente, la posibilidad de que el papel pueda llevar escritos distintos símbolos en diferentes universos capaces de interferir entre sí. Por supuesto, no es factible detectar la interferencia entre diferentes estados de una cinta de papel, pero el punto importante es que la intuición de Turing, a causa de que incluía falsas asunciones tomadas de la física clásica, provocó que hiciese caso omiso de algunas propiedades calculatorias de su hipotética máquina, precisamente aquellas que le interesaba mantener. Por esta razón el modelo de cálculo resultante era incompleto.

De todos modos, resulta muy natural que los matemáticos hayan cometido, a lo largo del tiempo, diversos errores al enfrentarse a los problemas planteados por la demostración y la certeza. El presente estudio debería convencernos de que la concepción actual tampoco será eterna. Pero la complacencia con que los matemáticos han caído en esos errores, y su incapacidad para reconocer ni siquiera la posibilidad de equivocarse en las materias mencionadas están, en mi opinión, relacionadas con la antigua y extendida confusión entre los métodos matemáticos y su materia. Permítaseme explicarme. A diferencia de las relaciones entre entidades físicas, las que vinculan a las entidades abstractas son independientes de cualquier hecho contingente y de las leyes de la física. Están absoluta y objetivamente determinadas por las propiedades autónomas de las propias entidades abstractas. Las matemáticas, el estudio de estas relaciones y propiedades, es, por lo tanto, el estudio de verdades absolutamente necesarias. En otras palabras, las verdades que estudian las matemáticas son absolutamente ciertas. Pero ello no significa que nuestro conocimiento de estas verdades sea en sí mismo cierto, ni que los métodos empleados en dicho estudio confieran por fuerza veracidad a sus conclusiones. Después de todo, las matemáticas estudian también equívocos y paradojas, sin que ello signifique que las conclusiones de sus estudios deban ser a su vez equívocas o paradójicas.

La verdad necesaria constituye, simplemente, la materia de estudio para las matemáticas y no la recompensa que obtenemos mediante su práctica. El objetivo de las matemáticas no es, ni puede serlo, la certeza matemática, ni tan sólo la verdad matemática, cierta o no. Es, y debe serlo, la explicación matemática.

¿Por qué, entonces, funcionan tan bien las matemáticas? ¿Cómo es que conducen a conclusiones que, si bien no son absolutamente ciertas, pueden ser aceptadas y aplicadas sin problemas, al menos, durante milenios? En última instancia, la razón es que parte de nuestro conocimiento del mundo físico es igual de fiable e incontrovertible, y al comprender este mundo lo suficientemente bien, podemos también comprender qué objetos físicos tienen propiedades comunes con objetos abstractos, y cuáles son éstos. Así pues, en principio, la fiabilidad de nuestro conocimiento matemático está sujeta a lo que sepamos de la realidad física. La validez de toda demostración matemática depende por completo de lo acertada que sea nuestra comprensión de las reglas por las que se rige el comportamiento de ciertos objetos físicos, sean éstos generadores de realidad virtual, papel y tinta, o nuestros propios cerebros.

Así pues, la intuición matemática es una variedad de la intuición física. Ésta es una serie de reglas empíricas, algunas tal vez innatas, muchas elaboradas durante la infancia, acerca de cómo se comporta el mundo. Tenemos, por ejemplo, intuiciones de que hay objetos físicos, y de que éstos poseen atributos tales como forma, color, peso y posición en el espacio, algunos de los cuales existen incluso cuando los objetos no son observados por nadie. Otra es la de que hay una variable —el tiempo— con respecto a la cual dichos atributos cambian, aunque sin perder su identidad mientras transcurre. Otra es que los objetos interactúan, y que ello puede provocar algunos cambios en sus atributos. La intuición matemática se ocupa del modo en que el mundo físico es capaz de mostrar las propiedades de las entidades abstractas. Una de estas intuiciones es la de que hay una ley abstracta o, al menos, una explicación que constituye la base del comportamiento de los objetos. La intuición de que el espacio admite superficies cerradas que separan un «dentro» de un «fuera» puede ser aquilatada hasta llegar a la intuición matemática de conjunto, que lo divide todo en miembros y no miembros de éste. Pero ulteriores aquilataciones, ahora realizadas por matemáticos (empezando con la refutación por Russell de la teoría de conjuntos de Frege), han demostrado que esa intuición deja de ser precisa cuando los conjuntos en cuestión contienen «demasiados» miembros (un grado excesivo de infinidad de miembros).

Aunque una intuición física o matemática fuese innata, ello no le conferiría ninguna autoridad particular. La intuición innata no puede ser tomada por un sucedáneo de los «recuerdos» de Platón del mundo de las formas, ya que es una observación bien conocida que muchas de las intuiciones que han ido elaborando los seres humanos como consecuencia de accidentes durante la evolución son, simplemente, erróneas. Por ejemplo, el ojo humano y los restantes órganos de la visión llevan incorporada, implícitamente, la errónea teoría de que la luz amarilla es una mezcla de luz verde y luz roja (en el sentido de que la luz amarilla nos produce exactamente la misma sensación que una mezcla de las otras dos). En realidad, las tres clases de luz tienen frecuencias distintas, y no pueden ser creadas mezclando luces de otras frecuencias. El hecho de que una mezcla de luz roja y luz verde nos parezca luz amarilla no tiene nada que ver, ni mucho menos, con las propiedades de la luz, sino que es una propiedad de nuestros ojos, resultado de un compromiso de diseño ocurrido en algún momento de la evolución de nuestros más lejanos antepasados. Quizás sea posible (aunque, personalmente, no lo creo) que la geometría euclídea o la lógica aristotélica estén preinstaladas de algún modo en la estructura de nuestros cerebros, como creía el filósofo Immanuel Kant, pero ello no implicaría de un modo lógico que fuesen ciertas. Incluso en el, aún más inverosímil, caso de que tuviésemos intuiciones innatas de las que fuésemos constitucionalmente incapaces de librarnos, dichas intuiciones no tendrían por qué ser ciertas.

La estructura de la realidad tiene, pues, una trama mucho más unificada de lo que hubiera resultado posible de haber sido el conocimiento matemático verificable con certeza y, por consiguiente, jerárquico, como se ha creído tradicionalmente. Las entidades matemáticas forman parte de la estructura de la realidad porque son complejas y autónomas. La clase de realidad que conforman es, en algunos aspectos, parecida al reino de las abstracciones contemplado por Platón o por Penrose: si bien son intangibles por definición, existen de manera objetiva y tienen propiedades que son independientes de las leyes de la física. Sin embargo, es ésta la que nos permite adquirir conocimiento de ese reino. Pero la física nos impone también severas restricciones. Mientras que en la realidad física todo es comprensible, las verdades matemáticas comprensibles son tan sólo las de la minoría infinitesimal que se corresponde exactamente con alguna verdad física, como el hecho de que, cuando determinados símbolos trazados con tinta sobre un papel son manipulados de cierto modo, aparecen otros símbolos. Es decir, son verdades que pueden ser representadas mediante la realidad virtual. No tenemos más remedio que asumir que las entidades matemáticas incomprensibles son también reales, puesto que aparecen ineluctablemente en nuestras explicaciones de las entidades comprensibles.

Existen objetos físicos —como los dedos, los ordenadores y los cerebros— cuyo comportamiento puede personificar el de ciertos objetos abstractos. De este modo, la estructura de la realidad física nos ofrece una ventana abierta al mundo de la abstracción. Es una ventana muy estrecha, que nos proporciona tan sólo una limitada perspectiva. Algunas de las estructuras que vemos en el exterior, como los números naturales o las reglas de inferencia de la lógica clásica, parecen ser importantes o «fundamentales» para el mundo abstracto, del mismo modo que las más complejas leyes de la naturaleza lo son para el mundo físico, pero podría tratarse de una apariencia engañosa. Lo que realmente vemos es tan sólo que algunas estructuras abstractas son fundamentales para nuestra comprensión de las abstracciones. No hay motivo para suponer que esas estructuras sean significativas, objetivamente, en el mundo abstracto. Se trata, sólo, de que algunas de estas entidades abstractas están más próximas a nuestra pequeña ventana y se ven mejor desde ella que otras.