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LA TEORÍA TOTAL DE LA REALIDAD

Recuerdo que me contaban, siendo niño, que en la antigüedad era posible que una persona aprendiese la totalidad del saber de su época. Me decían también que hoy día son tantos los conocimientos, que nadie puede aspirar a aprender más que una minúscula fracción, incluso a lo largo de una dilatada vida. Ésta última afirmación me sorprendía y me contrariaba. De hecho, me negaba a creerla. No sabía cómo justificar mi incredulidad, pero lo cierto es que no quería que las cosas fuesen así, y envidiaba a los sabios de la antigüedad.

No era que pretendiese memorizar todos los hechos recogidos en la infinidad de las enciclopedias que hay en el mundo; bien al contrario, me repugnaba la memorización. No era éste el sentido en que deseaba aprender todo el saber de mi época. No me habría desanimado que me hubiesen dicho que aparecen diariamente más publicaciones de las que podría leer en toda mi vida, o que existen seiscientas mil especies conocidas sólo de escarabajos. No albergaba ningún deseo de seguir la trayectoria de cada alondra. No imaginaba tampoco que un sabio de la antigüedad que, hipotéticamente hubiese aprendido todos los conocimientos de su tiempo, lo hubiese hecho así. En realidad, tenía una idea más sutil de lo que debía considerarse aprender: por «aprender» entendía comprender.

La idea de que una persona sea capaz de comprender todo lo comprensible puede parecer no menos fantástica, pero, ciertamente, no lo es tanto como la de que una persona memorice todos los hechos conocidos. Por ejemplo, nadie podría memorizar todos los datos publicados como consecuencia de las observaciones ni siquiera en un campo tan reducido como es el de los movimientos de los planetas, pero son muchos los astrónomos que comprenden esos movimientos en la medida en que es posible comprenderlos. Y ello es así porque la comprensión no depende del conocimiento de una infinidad de hechos aislados, sino de disponer de los conceptos, explicaciones y teorías adecuados. Una teoría relativamente sencilla y comprensible puede englobar un número infinito de hechos de difícil asimilación. La mejor teoría sobre el movimiento de los planetas es la teoría general de la relatividad de Einstein, que a principios del siglo XX dejó obsoletas la ley de la gravitación universal y las demás leyes de Newton, fundamento de la mecánica clásica. En principio, la teoría general de la relatividad es capaz de predecir correctamente no sólo todos los movimientos planetarios, sino también todos los demás efectos de la gravitación con la máxima exactitud que permiten nuestros sistemas de medidas. Que una teoría prediga algo «en principio» significa que las predicciones se siguen lógicamente de ella, incluso si en la práctica los cálculos necesarios a fin de realizar algunas de esas predicciones son demasiado complejos para resultar factibles desde un punto de vista tecnológico, o incluso para que sea posible desarrollarlos en el universo tal como lo conocemos.

La capacidad de predecir o describir las cosas, aun con la máxima exactitud, no significa, ni mucho menos, comprenderlas. En física las predicciones y las descripciones se expresan a menudo mediante fórmulas matemáticas. Supongamos que, si dispusiese del tiempo y la inclinación para ello, memorizara la fórmula que me permitiría calcular cualquier posición planetaria recogida en las tablas astronómicas. ¿Qué ganaría con ello, exactamente, en comparación con memorizar directamente dichas tablas? La fórmula es más fácil de recordar, pero, por otra parte, buscar un dato en las tablas puede ser más fácil todavía que calcularlo mediante la fórmula. La verdadera ventaja que ofrece ésta es que puede ser utilizada incluso en casos que no están recogidos en las tablas, por ejemplo, para predecir el resultado de futuras observaciones. Puede también situar más exactamente las posiciones históricas de los planetas, pues los datos recogidos en las tablas contienen errores de observación. Con todo, aunque la fórmula permite el acceso a un número de datos mucho mayor que el recogido en las tablas, sabérsela de memoria no equivale a comprender el movimiento de los planetas. Los hechos no pueden ser entendidos simplemente porque sean expresados mediante una fórmula, al igual que no lo pueden ser por estar recogidos en unas tablas o ser confiados a la memoria. Sólo pueden ser comprendidos si son explicados. Afortunadamente, las principales teorías ofrecen tanto profundas explicaciones como ajustadas predicciones. La teoría general de la relatividad, por ejemplo, explica la gravedad en términos de una nueva geometría tetradimensional de tiempo y espacio curvos. Explica con toda precisión cómo esta geometría afecta a la materia y es afectada por ella. Esta explicación constituye el contenido fundamental de la teoría; las predicciones sobre movimientos planetarios no son más que algunas de las consecuencias que podemos deducir de esa explicación.

Lo que hace tan importante a la teoría general de la relatividad no es que permita predecir los movimientos planetarios un poco más exactamente que la teoría de Newton, sino el hecho de revelar y explicar aspectos de la realidad previamente insospechados, tales como la curvatura del espacio y el tiempo. Esto es algo característico de la explicación científica. Las teorías científicas explican los objetos y fenómenos que conocemos por medio de la experiencia en términos de una realidad subyacente que no experimentamos de modo directo. Pero la capacidad de una teoría para explicar lo que conocemos sólo por la experiencia no es su más valioso atributo, sino el hecho de que explique la estructura de la realidad. Como veremos, uno de los atributos más valiosos y significativos, así como útiles, del pensamiento humano, en general, es su capacidad para descubrir y explicar la estructura de la realidad.

Algunos filósofos, sin embargo —e incluso algunos científicos—, menosprecian el papel de la explicación científica. Para ellos, el propósito básico de una teoría científica no es explicar todo, sino predecir los resultados de la experimentación: su contenido fundamental reside en la capacidad de predicción de sus fórmulas. Consideran que cualquier explicación consistente que una teoría pueda ofrecer para sus predicciones resulta válida —o, incluso, que tanto da que no ofrezca ninguna explicación—, mientras esas predicciones sean ciertas. Este punto de vista recibe el nombre de instrumentalismo ya que considera que la teoría es un mero «instrumento» para hacer predicciones. Para los instrumentalistas, la idea de que la ciencia pueda permitirnos comprender la realidad subyacente que es la causa última de los fenómenos que descubren nuestras observaciones es una falacia y una vana presunción. Opinan que las teorías sólo son válidas para predecir los resultados de los experimentos, y todo lo demás es mera palabrería. Las explicaciones, en particular, son consideradas por ellos simples apoyos psicológicos: una especie de ficción que incorporamos a las teorías para hacerlas más entretenidas y fáciles de recordar. El premio Nobel de Física Steven Weinberg se encontraba, sin duda, en un estado de ánimo instrumentalista cuando formuló este insólito comentario acerca de la explicación que da Einstein de la gravedad:

Lo importante es que podamos hacer predicciones acerca de las imágenes que aparecen en las placas fotográficas de los astrónomos o las frecuencias de las rayas espectrales, por ejemplo; en cambio, carece de importancia que atribuyamos esas predicciones a los efectos físicos de los campos gravitatorios sobre el movimiento de los planetas y los fotones [como en la física anterior a Einstein] o a una curvatura del espacio y el tiempo (Gravitation and Cosmology, p. 147).

Weinberg y los demás instrumentalistas se equivocan. De hecho, importa a qué atribuimos las imágenes que aparecen en las placas de los astrónomos, e importa no sólo a los físicos teóricos, como yo, cuya motivación básica para la formulación y el estudio de teorías es el deseo de comprender mejor el mundo. Y, sin duda, ésa es también la motivación de Weinberg. ¡No creo que sienta realmente la compulsión de predecir imágenes y espectros! Y es que, incluso en aspectos meramente prácticos, la capacidad explicativa de una teoría es lo importante, y la predictiva lo accesorio. Si esto resulta sorprendente, imaginemos que un científico extraterrestre hubiese visitado la Tierra y nos hubiese dejado un «oráculo» de tecnología ultraalta que permitiese predecir el resultado de cualquier experimento, pero no ofreciese explicación alguna del porqué. Según los instrumentalistas, una vez en posesión de semejante oráculo, ya no necesitaríamos teoría científica alguna, excepto, quizás, como entretenimiento. Pero ¿es esto cierto? ¿Cómo se utilizaría el oráculo en la práctica? Es evidente que debería poseer el conocimiento para construir una nave espacial, por ejemplo. Pero ¿cómo nos ayudaría exactamente a construirla, o a construir otro oráculo idéntico a él, o incluso una ratonera más eficaz? El oráculo sólo predeciría los resultados de los experimentos; por lo tanto, antes de consultarle, deberíamos conocer los experimentos sobre los que le íbamos a interrogar. Si le suministrásemos el diseño de la nave espacial y los detalles de una determinada prueba de vuelo, nos diría cómo se comportaría mientras era probada, pero en ningún caso diseñaría la nave por nosotros. Incluso si predijera que iba a estallar en el despegue, no nos diría cómo prevenir la explosión. Esta tarea también quedaría reservada para nosotros, pero antes de emprenderla, antes incluso de intentar mejorar en lo posible su diseño, deberíamos haber comprendido, entre otras cosas, el funcionamiento de la nave. Sólo entonces tendríamos la posibilidad de descubrir la existencia de algún fallo capaz de hacerla estallar durante el despegue. La predicción —incluso la universal, perfecta—, simplemente, no sustituye a la explicación.

Del mismo modo, en una investigación científica el oráculo no nos proporcionaría ninguna teoría nueva. A menos que ya dispusiésemos de alguna y se nos hubiese ocurrido el experimento para probarla, no podríamos preguntarle al oráculo qué sucedería si esa teoría era sometida a dicha prueba. Por lo tanto, el oráculo no sustituiría a las teorías, sino a los experimentos. Nos ahorraría cuantiosas inversiones en laboratorios y aceleradores de partículas. En lugar de construir prototipos de naves espaciales y arriesgar la vida de pilotos de pruebas, podríamos realizar todos los ensayos en tierra, con pilotos cómodamente instalados en simuladores de vuelo cuyo comportamiento sería controlado por las predicciones del oráculo.

El oráculo sería útil en múltiples situaciones, pero su utilidad dependería siempre de nuestra capacidad para resolver los problemas científicos del mismo modo en que lo hacemos ahora, es decir, ideando teorías explicativas. Ni siquiera reemplazaría a toda la experimentación, puesto que su utilidad para predecir los resultados de un determinado experimento dependería, en la práctica, de si describírselo de la manera adecuada para que proporcionase una respuesta útil fuera más fácil que realizarlo directamente. Es evidente que el oráculo necesitaría una especie de «interfaz de usuario». Lo más probable es que hubiera que introducir en él una descripción lo más completa posible del experimento mediante algún lenguaje estándar, lenguaje en el que ciertos experimentos resultarían más difíciles de describir que otros. En la práctica, la descripción necesaria para muchos de los experimentos resultaría demasiado compleja para poderla introducir. El oráculo presentaría, pues, las mismas ventajas e inconvenientes que las otras fuentes de datos experimentales, y sólo resultaría útil en los casos en que su empleo fuese más conveniente que el de cualquiera de ellas. En realidad, ya disponemos de dicho oráculo: es el mundo físico que nos rodea. Nos dice el resultado de cualquier experimento concebible siempre que se lo preguntemos utilizando el lenguaje adecuado (por ejemplo, realizándolo), si bien en algunos casos no resulta práctico «introducir la descripción del experimento» en la forma requerida (por ejemplo, construir el aparato y hacerlo funcionar), pero no nos ofrece explicaciones.

En contadas aplicaciones, por ejemplo, en la predicción meteorológica, un oráculo puramente predictivo puede resultarnos casi tan satisfactorio como una teoría explicativa. Pero ello sólo sería así en el caso de que las predicciones del oráculo fuesen completas y perfectas. En la práctica, como bien sabemos, las predicciones meteorológicas son incompletas e imperfectas, y, para compensarlo, incluyen explicaciones de cómo los meteorólogos llegaron a sus conclusiones. Estas explicaciones nos permiten juzgar la fiabilidad de las predicciones y deducir otros pronósticos relevantes para el lugar donde nos encontramos y nuestras necesidades. Por ejemplo, es importante saber si la predicción de que mañana será un día ventoso se debe a que va a afectarnos una zona de altas presiones o a que se acerca un huracán: en este último caso, tomaremos las necesarias precauciones. Los meteorólogos necesitan también teorías explicativas sobre el tiempo, a fin de saber qué variables deben introducir en sus programas informáticos de predicción, qué observaciones adicionales será oportuno agregar para conseguir un pronóstico más ajustado, etcétera.

Así pues el ideal instrumentalista encarnado por nuestro imaginario oráculo —es decir, una teoría científica a la que se ha despojado de todo su contenido explicativo— resultaría de una utilidad estrictamente limitada. Debemos estar satisfechos de que las teorías científicas reales no se parezcan a este ideal y de que, en la realidad, los científicos no dirijan sus esfuerzos a conseguirlo.

Una forma extrema de instrumentalismo, llamada positivismo, neopositivismo o positivismo lógico, sostiene que todo enunciado que no describa o prediga observaciones, no sólo es superfluo, sino que carece de sentido. Si bien esta doctrina carece asimismo de todo sentido, según sus propios criterios, constituyó la teoría dominante en el conocimiento científico de la primera mitad del siglo XX, y las ideas instrumentalistas y positivistas aún tienen seguidores. Una de las razones por las que resultan superficialmente plausibles es el hecho de que, aunque la predicción no es el propósito de la ciencia, forma parte de su método característico de operar. El método científico implica que cada vez que se postula una nueva teoría para explicar un fenómeno, debe llevarse a cabo una prueba experimental crucial, un experimento que compara las predicciones de la vieja teoría y la nueva. Ello permite descartar aquella cuya predicción resultó errónea. Así pues, el resultado de la prueba experimental crucial para decidir entre dos teorías depende de las predicciones de éstas, y no de sus explicaciones. Éste es el origen de la idea errónea de que lo único que cuenta en una teoría científica son sus predicciones. Pero la prueba experimental no es, ni mucho menos, el único proceso involucrado en el progreso del conocimiento científico. La gran mayoría de las teorías se rechazan porque contienen explicaciones defectuosas, no porque no superen las pruebas experimentales. Las rechazamos incluso sin molestarnos en probarlas. Imaginemos, por ejemplo, la teoría de que comer un kilo de hierba constituye una cura efectiva contra el resfriado común. Esta teoría propone predicciones experimentalmente comprobables: si fuese ensayada con resultados nulos, sería rechazada como falsa. Pero nunca ha sido ensayada —ni lo será, con toda probabilidad—, porque no ofrece ninguna explicación de qué causa la cura. Con toda razón, la presumimos falsa. Continuamente aparecen infinidad de nuevas teorías posibles de esa clase, compatibles con observaciones existentes y que ofrecen nuevas predicciones, de modo que jamás dispondremos del tiempo y los medios necesarios para comprobarlas todas. Lo que sometemos a prueba son aquellas nuevas teorías que parecen ofrecer la posibilidad de proporcionar mejores explicaciones que las que las han precedido.

Afirmar que la predicción es el propósito de una teoría científica es confundir los medios con los fines. Es como decir que el propósito de una nave espacial es quemar combustible. De hecho, consumir combustible es sólo una de las muchas cosas que una nave espacial debe hacer para alcanzar su verdadera finalidad, que es transportar su carga de un punto del espacio a otro. Superar pruebas experimentales no es más que una de las muchas cosas que una teoría debe hacer para alcanzar la verdadera finalidad de la ciencia, que es explicar el mundo.

Como he dicho, es inevitable que del entramado de las explicaciones formen parte cosas que no observamos directamente: átomos y fuerzas, el interior de las estrellas y la rotación de las galaxias, el pasado y el futuro, las leyes de la naturaleza. Cuanto más profunda es una explicación, más lejos están de la experiencia inmediata las entidades a las que debe referirse, pero ello no significa que dichas entidades sean ficticias; bien al contrario, son parte de la propia estructura de la realidad.

Las explicaciones a menudo proporcionan predicciones, al menos, en principio. En efecto, si una cosa es, en principio, predecible, una explicación suficientemente completa de esa cosa deberá, en principio, hacer (entre otras cosas) predicciones completas sobre ella. Pero muchas cosas intrínsecamente impredecibles pueden también ser explicadas y entendidas. No podemos predecir, por ejemplo, qué números saldrán en una ruleta «limpia» (es decir, sin trampas), pero si comprendemos qué factores en el diseño y manejo de esa ruleta la hacen «limpia», podremos explicar por qué cualquier predicción resulta imposible. De nuevo, el mero conocimiento de que la ruleta está «limpia» no es lo mismo que comprender por qué lo está.

Así pues, será la comprensión, y no el mero conocimiento (o descripción, o predicción), el objeto de mi análisis. Dado que la comprensión llega gracias a las teorías explicativas, y dado que dichas teorías ofrecen a menudo amplias generalizaciones, la proliferación de datos registrados no hace necesariamente más difícil la comprensión de todo lo que es posible comprender. No obstante, la mayoría de las personas dirían —y es, en efecto, lo que me decían de pequeño— que no es sólo el número de datos registrados lo que ha ido incrementándose a un ritmo sobrecogedor, sino también la cantidad y complejidad de las teorías mediante las cuales comprendemos el mundo. En consecuencia —dirían—, aun suponiendo que hubo un tiempo en que una persona podía comprender todo lo que era comprensible entonces, ello resultaría ciertamente imposible hoy día y lo será más y más a medida que aumenten nuestros conocimientos. Y es que hay una impresión generalizada de que cada vez que se descubre una nueva explicación o técnica que es relevante en relación con un tema determinado, se ha de añadir una nueva teoría a la lista, que debe aprender todo el que quiera comprender la materia en cuestión, y de que, cuando el número de teorías sobre una determinada materia aumenta demasiado, se desarrolla la especializacíón. La física, por ejemplo, se ha dividido en ciencias como la astrofísica, la termodinámica, la física de partículas, la teoría del campo cuántico y muchas más. Cada una de esas ciencias se basa en un entramado teórico tan rico, al menos, como el que tenía la física hace cien años, antes de ramificarse, y muchas de ellas ya se están fragmentando en nuevas subespecializaciones. Parece que cuanto más descubrimos, más irrevocablemente nos vemos metidos en la era del especialista y más lejos queda aquel tiempo en el que una persona podía aspirar, hipotéticamente, a comprender todo lo comprensible en su época.

Ya que nos enfrentamos a un menú de teorías producidas por la especie humana tan vasto y en tan rápido crecimiento, se nos puede perdonar que dudemos de que sea posible para un individuo no ya probar todos los platos en el espacio de una vida, sino ni siquiera tener noticia de todas las recetas existentes, al contrario de lo que, al parecer, resultaba factible antaño. Sin embargo, la explicación es una comida extraña: un bocado mayor no necesariamente cuesta más de tragar. Una teoría puede ser reemplazada por otra que explique más, sea más precisa y, además, resulte mas fácil de entender, en cuyo caso la vieja teoría resulta redundante, ganamos comprensión y no necesitamos aprender tanto como antes. Esto es lo que sucedió cuando la teoría de Copérnico de que la Tierra gira alrededor del Sol reemplazó al complejo sistema tolemaico, que situaba a la Tierra en el centro del universo. Una nueva teoría puede ser también una simplificación de otra existente, como ocurrió cuando la numeración arábiga (decimal) sustituyó a la romana. (En este caso, se trata de una teoría implícita. Un sistema de numeración que sustituye a otro anterior, por ser más sencillo, facilita ciertas operaciones y hace que surjan enunciados y maneras de pensar nuevos, lo cual conforma una teoría acerca de las relaciones entre los números). Una nueva teoría puede surgir también de la unificación de otras anteriores y proporcionarnos una mayor comprensión que la que nos facilitaban éstas por separado, como sucedió cuando Michael Faraday y James Clerk Maxwell unieron las teorías de la electricidad y el magnetismo en una sola: la del electromagnetismo. De modo más indirecto, una mejora de las explicaciones en cualquier campo tiende a mejorar las técnicas, los conceptos y el lenguaje con los que tratamos de comprender otros campos, con lo que nuestro conocimiento cuantitativo, además de alimentar, puede hacerse más comprensible desde un punto de vista estructural.

Sucede a menudo que aunque las teorías sean desplazadas por otras nuevas, no queden totalmente relegadas al olvido. Los números romanos aún se usan para determinados propósitos. Los engorrosos métodos que se utilizaban antiguamente para calcular (por ejemplo, que XIX veces XVII da CCCXXIII) no se aplican ya, pero siguen siendo conocidos y comprendidos por ciertas personas, como los historiadores de las matemáticas. ¿Significa esto que no podamos comprender «todo lo comprensible» sin conocer los números romanos y las complejas operaciones aritméticas que había que hacer para operar con ellos? Ciertamente, no. Un matemático moderno que jamás hubiese oído hablar de números romanos tendría, sin embargo, la capacidad para comprender perfectamente las matemáticas asociadas a ellos. Al estudiar los números romanos, este matemático no adquiriría una nueva comprensión, sino nuevos datos: datos históricos y datos acerca de las propiedades de ciertos símbolos definidos arbitrariamente, los cuales no aumentarían el conocimiento que ya tenía de los números propiamente dichos. Se encontraría en una situación similar a la de un zoólogo que aprendiese a traducir nombres de especies a un idioma extranjero, o a la de un astrofísico que aprendiese las diferentes maneras con las que las distintas culturas agrupan las estrellas formando constelaciones.

La situación sería distinta si el conocimiento de las operaciones aritméticas con números romanos pudiera ser necesario para la comprensión de la historia. Supongamos que una determinada teoría histórica —alguna explicación— dependiese de las técnicas específicas usadas por los antiguos romanos para multiplicar (una teoría semejante, por ejemplo, a la que postula que su técnica específica de fontanería, basada en la utilización de canalizaciones de plomo, que envenenaba el agua que bebían, pudo contribuir al declive del Imperio). En tal supuesto, deberíamos conocer en qué consistían esas técnicas para comprender la historia y, en consecuencia, todo lo comprensible. En el caso que nos ocupa, sin embargo, ninguna explicación histórica depende de las técnicas de multiplicación, de modo que todo lo que nos interesa de ellas son meros enunciados de hechos. Todo lo comprensible puede ser comprendido sin estudiar esos hechos. Siempre podremos consultar las fuentes de referencia si, por ejemplo, tratamos de descifrar un texto antiguo que mencione dichas técnicas.

Al hacer hincapié en la distinción entre comprensión y «mero» conocimiento no pretendo menoscabar la importancia de la información no explicativa que poseemos. Por supuesto, es esencial para todo, desde la reproducción de un microorganismo (que la tiene codificada en sus moléculas de ADN) hasta el pensamiento humano más abstracto. Entonces ¿qué diferencia la comprensión del simple conocimiento? ¿Qué es una explicación, en oposición a un mero enunciado de hechos como puede ser una descripción o una predicción correctas? En la practica, reconocemos la diferencia con bastante facilidad. Sabemos cuándo no comprendemos algo, aunque podamos describirlo y predecirlo con certeza (el curso de una enfermedad conocida de origen desconocido, por ejemplo), y sabemos cuándo una explicación nos ayuda a comprenderlo mejor. Pero no resulta fácil dar una definición precisa de los términos «explicación» y «comprensión». Fundamentalmente ambos términos están más relacionados con los «porqué» que con los «qué», con el funcionamiento interno de las cosas, con cómo son éstas realmente y no con lo que aparentan ser, con lo que se desarrolla de acuerdo con una pauta más que con aquello que ocurre de modo aleatorio, con leyes de la naturaleza más que con estimaciones aproximadas. También se relacionan con la coherencia, la armonía y la simplicidad, en oposición a la arbitrariedad y la complejidad. Con todo, no son términos fáciles de definir. En cualquier caso, la comprensión es una función muy especial, una de las más elevadas de las que pueden llevar a cabo la mente y el cerebro humanos. Otros muchos sistemas físicos, como el cerebro de los animales, los ordenadores y diversas máquinas, pueden asimilar hechos y obrar en consecuencia, pero, hoy por hoy, no sabemos que haya nada capaz de comprender una explicación —o de buscarla, que tal vez sea lo más importante—, aparte de la mente humana. El descubrimiento de nuevas explicaciones, y la comprensión de las explicaciones ya existentes, sólo están al alcance de la mente humana, la única que posee la facultad de pensar de manera creativa.

Cabría pensar que lo ocurrido con los números romanos es un proceso de «degradación» de una teoría explicativa a una mera descripción de hechos. Tales degradaciones ocurren de modo continuo a medida que crece nuestro conocimiento. Inicialmente, el sistema de numeración romano formaba parte del marco conceptual y teórico mediante el cual comprendían el mundo quienes lo usaban. Pero hoy el saber antaño representado por él sólo es una pequeña fracción del conocimiento, mucho más profundo, encarnado por las nuevas teorías matemáticas e, implícitamente, por sus modernos sistemas de numeración.

Todo lo cual ilustra otro atributo de la comprensión: es posible comprender algo sin darse cuenta de que se comprende, e incluso sin haber oído hablar específicameme de ello. Esto puede parecer paradójico, pero es evidente que una propiedad de las explicaciones profundas y generales es que cubren tanto situaciones familiares como desconocidas. Si fuésemos matemáticos modernos que nos encontrásemos por primera vez con los números romanos, quizás no nos daríamos cuenta al principio de que los comprendíamos. Primero tendríamos que saber a qué hechos se refieren, y luego considerar estos hechos a la luz de nuestro conocimiento actual de las matemáticas. Una vez realizado este proceso, tendríamos una perspectiva que nos permitiría comprender que lo único nuevo que representan para nosotros los números romanos es el mero hecho de su existencia. Es éste el sentido en que podemos decir que, a nivel explicativo, los números romanos son totalmente obsoletos.

De modo parecido, cuando digo que comprendo de qué manera la curvatura del tiempo y el espacio afecta la trayectoria de los planetas, incluso en otros sistemas solares de los que nunca he oído hablar, no pretendo ser capaz de dar automáticamente la explicación de todos los detalles del trayecto de cualquier órbita planetaria. Lo que quiero decir es que comprendo la teoría que contiene todas esas explicaciones, la cual, si se presenta la ocasión y dispongo de los datos relativos a un determinado planeta, me permitirá calcular su órbita. Una vez calculada, podré mirar atrás y decir que no hay nada en el movimiento de dicho planeta, excepto meros hechos, que no esté explicado por la teoría general de la relatividad. Sólo comprendemos la estructura de la realidad si comprendemos las teorías que la explican, y puesto que éstas dan explicaciones que van más allá de lo que percibimos inmediatamente, podemos comprender cosas que están más allá de las que comprendemos de modo inmediato.

No estoy diciendo que cuando comprendemos una teoría comprendamos necesariamente todo lo que ésta puede explicar. A veces, cuando la teoría es muy profunda, llegar a la conclusión de que explica un determinado fenómeno puede constituir un descubrimiento significativo que requiera una explicación independiente. Por ejemplo, los quásares —fuentes de radiación extremadamente brillantes, situadas en el centro de algunas galaxias— constituyeron durante mucho tiempo uno de los misterios de la astrofísica. Se pensaba antaño que sería necesaria una nueva física para su explicación, mientras que ahora se considera que son explicados por la teoría general de la relatividad y otras teorías ya conocidas antes de que fueran descubiertos. Se supone que los quásares están formados por materia caliente en proceso de caída dentro de agujeros negros (estrellas implosionadas cuyo campo gravitatorio es tan intenso que nada puede sustraerse a él). Llegar a esta conclusión, sin embargo, requirió años de investigación, tanto teórica como mediante la observación. Ahora que creemos haber avanzado algo en la comprensión de los quásares, no consideramos que ya la poseyéramos con anterioridad. La explicación de los quásares, aun mediante teorías ya existentes, nos ha aportado una comprensión genuinamente nueva. Resulta difícil definir qué es una explicación, y no lo es menos indicar cuándo una explicación subsidiaria se ha de considerar un componente individualizado del conocimiento y cuándo debe considerarse subsumida en la teoría profunda. Pero, aunque resulte difícil definirla, es relativamente sencillo reconocerla: en la práctica, nos damos cuenta de cuándo nos encontramos ante una nueva explicación. Una vez más, ello está relacionado con la creatividad. Describir el movimiento de un determinado planeta gracias a que comprendemos la explicación general que da la teoría de la gravitación universal no es más que una tarea mecánica, por compleja que pueda resultar, pero utilizar las teorías que conocemos para explicar un fenómeno desconocido como los quásares requiere la intervención del pensamiento creativo. En resumen: para comprender todo lo comprensible hoy en astrofísica debemos conocer explícitamente la teoría de los quásares, mientras que no necesitamos saber la órbita específica de cada planeta.

Si bien el número de las teorías conocidas aumenta como una bola de nieve, al igual que la cantidad de hechos registrados, ello no implica necesariamente que la estructura total del conocimiento sea más difícil de comprender que antaño, pues aunque las teorías específicas son cada vez más numerosas y detalladas, también son «degradadas» de manera continua, a medida que el conocimiento que contienen se engloba en teorías profundas y generales. Por una parte, el número de estas teorías profundas y generales es cada vez menor, y, por otra, son cada vez más profundas y más generales. Que son «más profundas» significa que cada una de ellas explica más cosas —es decir, permite comprender más cosas— que las que la precedieron combinadas. Que son «más generales» significa que cada una de estas teorías dice más cosas, y acerca de un abanico más amplio de situaciones, que varias de las teorías independientes que existían con anterioridad.

Hace siglos, para construir una gran estructura, como una catedral o un puente, había que recurrir a un maestro de obras, que tenía un conocimiento práctico de lo que se requiere para dar a la estructura resistencia y estabilidad con el menor coste y esfuerzo posibles. No habría podido explicar sus conocimientos mediante el lenguaje de las matemáticas o la física, como sería el caso hoy día. En vez de ello, nuestro maestro de obras basaba sus conocimientos en una compleja trama de intuiciones, costumbres y reglas empíricas que había ido acumulando durante su aprendizaje y quizá mejorado gracias a la reflexión y a la experiencia. Con todo, esas intuiciones, costumbres y reglas empíricas eran, en realidad, teorías, explícitas o no, que contenían conocimientos reales de las especialidades que hoy día denominamos ingeniería y arquitectura. Y por esos conocimientos, tan modestos como se quiera comparados con los que poseemos hoy y con un abanico reducido de aplicaciones, se le habría contratado. Cuando admiramos obras centenarias, olvidamos a menudo que vemos únicamente las sobrevivientes. La inmensa mayoría de las construcciones medievales y de épocas anteriores se hundieron hace tiempo, a menudo poco después de su construcción. Ello ocurría, sobre todo, con las estructuras innovadoras. En consecuencia, se daba por sentado que la innovación conllevaba el riesgo del desastre, y los constructores raramente se desviaban de los diseños y las técnicas validados por una larga tradición. Hoy día, en cambio, es muy raro que falle una estructura, aunque nunca haya sido ensayada previamente, por defectos de diseño. Cualquier obra que un constructor antiguo hubiese podido realizar, puede ser hecha hoy mejor y con mucho menor esfuerzo humano. Se pueden realizar también obras impensables en otros tiempos, por ejemplo, rascacielos y estaciones espaciales. Es posible utilizar materiales de los que un constructor antiguo jamás había oído hablar, como la fibra de vidrio y el hormigón armado, y que si, por un milagro, se viese trasladado a nuestra época, no sabría usar por falta de una adecuada comprensión de su funcionamiento.

El progreso hasta llegar al estado actual de conocimientos no se consiguió mediante la acumulación de más teorías como las que utilizaba el maestro de obras. Nuestro conocimiento, tanto explícito como implícito, no sólo es mucho mayor, sino también distinto estructuralmente. Como he dicho, las teorías modernas son menos en número, pero más generales y más profundas. Para cada caso al que se enfrentaba —por ejemplo, decidir el espesor de un muro de carga— nuestro constructor disponía de un repertorio de intuiciones específicas y reglas empíricas que, sin embargo, podían aportar soluciones completamente erróneas si se aplicaban a situaciones nuevas. En la actualidad, deducimos nuestras respuestas mediante una teoría lo suficientemente general para ser aplicada a paredes de cualquier material en cualquier circunstancia: en la Luna, bajo el agua o donde sea. La razón de que pueda aplicarse de modo tan general es que se basa en un profundo conocimiento de la manera en que trabajan materiales y estructuras. Para hallar el adecuado espesor de un muro de carga que se ha de construir con un material poco familiar, emplearemos la teoría utilizada para calcular todos los muros de carga, pero basaremos nuestros cálculos en el hecho de que se trata de un material diferente, de modo que usaremos valores diferentes para los distintos parámetros. Hay que tomar en consideración hechos tales como la resistencia tensorial y la elasticidad del material, pero, por lo demás, no necesitaremos comprensión adicional alguna.

Ésta es la razón por la que, a pesar de tener una comprensión mucho mayor que cualquier maestro de obras de la antigüedad, un arquitecto moderno no necesita una preparación más larga ni más difícil. Es posible que las teorías de un plan de estudios actual resulten más difíciles de comprender que las reglas empíricas del antiguo constructor, pero dado que el número de teorías actuales es relativamente reducido y su poder explicativo les otorga cualidades adicionales, como la belleza, la lógica interna y las conexiones con otras materias, resultan más fáciles de aprender. Ahora sabemos que algunas de las antiguas reglas empíricas eran erróneas, otras eran ciertas y otras eran aproximaciones bastante razonables a la realidad, y, además, sabemos el porqué. Unas pocas siguen vigentes, pero ninguna de ellas es ya la base de la comprensión de lo que mantiene en pie a las estructuras para ningún arquitecto.

No niego, por supuesto, que se dé la especialización en muchas áreas en las que el conocimiento está creciendo, incluyendo la arquitectura. Pero no es un proceso unidireccional, ya que las especializaciones también desaparecen a menudo: los arados y las ruedas ya no son diseñados y manufacturados por artesanos, ni las cartas escritas por amanuenses. Y no resulta menos evidente que la tendencia profundizadora y unificadora que he descrito no es la única que se da hoy día, puesto que simultáneamente hay una continua ampliación, es decir, que las nuevas ideas hacen a menudo algo más que reemplazar, simplificar o unificar las existentes: amplían también la comprensión humana hacia áreas mal comprendidas con anterioridad, o cuya existencia ni siquiera se sospechaba. Pueden así ofrecer nuevas oportunidades, nuevas especializaciones y nuevas materias, así como plantear nuevos problemas; y cuando esto sucede, nos encontramos —al menos temporalmente— con que tenemos que ampliar nuestros conocimientos para mejorar nuestra comprensión.

La ciencia de la medicina es quizá la citada más a menudo como ejemplo de creciente especialización, consecuencia, al parecer inevitable, de su incesante crecimiento a medida que se descubren nuevos procesos de curación y mejores tratamientos para más enfermedades. Pero incluso en la medicina se manifiesta, cada vez más, la tendencia unificadora opuesta. Sin duda, muchas de las funciones del cuerpo no se conocen todavía bien, al igual que los mecanismos de numerosas enfermedades. En consecuencia, algunas áreas del conocimiento médico siguen basándose en la experiencia y el ojo clínico de facultativos expertos en determinadas enfermedades y tratamientos, que transmiten esa experiencia y ese ojo clínico a las siguientes generaciones de médicos. Dicho de otro modo, gran parte de la medicina sigue en la era del conocimiento empírico, y cuando surgen nuevos conocimientos empíricos aumentan los incentivos para la especialización. Pero como la investigación médica y bioquímica ofrece sin cesar explicaciones más profundas y completas sobre los procesos de enfermedad y curación, la comprensión también va en aumento. Cada vez hay más conceptos específicos que son reemplazados por otros generales a medida que se descubren mecanismos moleculares subyacentes comunes a enfermedades semejantes en distintas partes del cuerpo. En cuanto una enfermedad puede ser situada dentro de un marco general, el papel de los especialistas disminuye. Y, paralelamente, los médicos que se encuentran ante una enfermedad desconocida o una complicación inesperada tienen cada vez más posibilidades de relacionarlas con teorías explicativas. Pueden consultar la bibliografía acerca de los hechos a los que se enfrentan y luego aplicar una teoría general al caso específico que les ocupa, a fin de desarrollar un tratamiento específico con la esperanza de que resulte efectivo, aunque no se haya utilizado con anterioridad.

De este modo, la cuestión de si se está volviendo más difícil o más fácil comprender todo lo comprensible dependerá del equilibrio final entre los dos efectos opuestos del crecimiento del conocimiento: la ampliación de nuestras teorías y su creciente profundidad. Que se amplíen aumenta la dificultad, mientras que el hecho de que se profundicen la disminuye. Una de las tesis de este libro es que despacio, pero con firmeza, la profundidad va ganando terreno. Dicho de otro modo, en la práctica, la afirmación que me resistía a aceptar cuando era niño se confirma como falsa y la opuesta a ella como cierta. No nos alejamos del estado en que una persona podría comprender todo lo comprensible, sino que nos acercamos a él.

No es que estemos a punto de comprenderlo todo. Se trata de una cuestión muy diferente. No creo que estemos, ni que lleguemos a estar nunca, a punto de comprender todo lo que existe. Estoy hablando de posibilidad de comprender todo lo comprensible. Ello depende más de la estructura de nuestro conocimiento que de su contenido; pero, sin duda, la estructura de nuestro conocimiento —el hecho de que sea expresable o no por medio de teorías que encajen formando un todo comprensible— depende de cuál sea la naturaleza de la estructura total de la realidad. Si el conocimiento ha de seguir creciendo de un modo que, aparentemente, no tiene límites, y, a pesar de ello, nos encaminamos hacia un estado en el que sea posible para los seres humanos comprender todo lo comprensible, la profundidad de nuestras teorías debe crecer con la suficiente rapidez para que resulte factible. Y ello sólo será así si la estructura de la realidad está en sí misma altamente unificada, de modo que pueda ser comprendida cada vez más a medida que aumente nuestro conocimiento. Si es así, nuestras teorías llegarán a ser tan generales, y profundas, y a estar tan integradas entre sí, que se convertirán, de hecho, en una sola teoría de una estructura unificada de la realidad. Esta teoría seguirá sin explicar todos los aspectos de la realidad, aspiración inalcanzable, pero englobará todas las explicaciones conocidas y será de aplicación a la estructura total de la realidad hasta el punto en que ésta resulte comprensible. Mientras que las teorías precedentes se referían a temas determinados, ésta será una teoría de todos los temas: una teoría total de la realidad.

No será, por supuesto, la teoría definitiva, sino la primera de una serie de teorías cada vez más perfectas. En ciencia, damos por sentado que aun nuestras mejores teorías actuales están condenadas a ser imperfectas y problemáticas en algunos aspectos, y esperamos que sean reemplazadas en su momento por otras más profundas y exactas. Este progreso no se detiene con el descubrimiento de una teoría universal. Newton, por ejemplo, nos proporcionó la primera teoría universal de la gravitación, que conllevó la unificación, entre otras ramas de la física, de la mecánica celeste y la terrestre, pero sus teorías se vieron reemplazadas por la teoría general de la relatividad de Einstein, que incorpora además la geometría (considerada con anterioridad una rama de las matemáticas) a la física, con lo que proporciona explicaciones más profundas y exactas. La primera teoría plenamente universal —la que denomino teoría total de la realidad— no será, al igual que las que la precedieron y las que la seguirán, ni perfectamente cierta ni infinitamente profunda, de modo que, en su momento, también será reemplazada. Pero no lo será mediante unificaciones con teorías sobre otras materias, puesto que será ya una teoría de todas las materias. En el pasado, algunos grandes avances en la comprensión nacieron de grandes unificaciones. Otros fueron consecuencia de cambios estructurales en el modo de comprender una determinada materia, como cuando se dejó de considerar que la Tierra era el centro del universo. Tras la teoría total de la realidad no habrá más grandes unificaciones. Todos los grandes descubrimientos subsiguientes conllevarán cambios en nuestra forma de comprender el mundo como un todo: serán cambios en nuestra concepción del mundo. La consecución de una teoría total de la realidad constituirá la última gran unificación y, al mismo tiempo, el primer salto hacia una nueva concepción del mundo. Creo que esta unificación y este salto se están operando actualmente, y la concepción del mundo asociada a ellos constituye el tema de este libro.

Debo aclarar, antes de seguir, que no me refiero a la mera «teoría total» que algunos físicos de partículas aspiran a descubrir en breve. Su «teoría total» sería, en realidad, una teoría unificada de todas las fuerzas básicas conocidas en física, como la gravedad, el electromagnetismo y las fuerzas nucleares. Describiría también todos los tipos de partículas subatómicas existentes, sus masas, sus espines, sus cargas eléctricas y demás propiedades, así como el modo en que interactúan. Dada una descripción suficientemente precisa del estado inicial de un sistema físico aislado, podría, en principio, predecir su comportamiento. Cuando el comportamiento exacto de un sistema resultase impredecible, describiría todos los comportamientos posibles y sus probabilidades. En la práctica, ocurre a menudo que los estados iniciales de sistemas interesantes no pueden ser determinados con exactitud y, por otra parte, el cálculo de las predicciones resultaría demasiado complicado, excepto en los casos más simples. No obstante, semejante teoría unificada de partículas y fuerzas, junto con una especificación del estado inicial del universo en el momento del Big Bang (la violenta explosión que lo originó), contendría, en principio, toda la información necesaria para predecir todo lo predecible (figura 1.1).

FIGURA 1.1. Una concepción inadecuada de la «teoría total».

Pero predicción no equivale a explicación. La tan deseada «teoría total», incluso combinada con una teoría del estado inicial, no proporcionaría, en el mejor de los casos, más que una pequeña faceta de una verdadera teoría total de la realidad. Podría predecirlo todo (en principio), pero no es de esperar que pudiese explicar mucho más que las teorías existentes, excepto en el caso de unos pocos fenómenos dominados por las particularidades de las interacciones subatómicas, tales como las colisiones en el interior de los aceleradores de partículas y la exótica historia de las transmutaciones de partículas en el Big Bang. ¿Qué motiva la utilización del pomposo término «teoría total» para designar un fragmento tan limitado del conocimiento, por muy fascinante que sea? Se trata, en mi opinión, una vez más, de una visión errónea de la naturaleza de la ciencia, censurada por muchos críticos de la ciencia y alabada (lamentablemente) por otros tantos científicos, que sostiene que la ciencia es, en esencia, reduccionista, es decir, que, supuestamente, analiza las cosas de manera reductiva, mediante el estudio de sus componentes. La resistencia de un muro a la penetración o al derrumbamiento, por ejemplo, es explicada contemplándolo como una vasta agregación de moléculas interactuantes. Las propiedades de estas moléculas se explican, a su vez, en términos de sus átomos constituyentes y de las interacciones que los vinculan, y así sucesivamente, hasta llegar a las más ínfimas partículas y las fuerzas más básicas. Los reduccionistas creen que toda explicación científica, e incluso cualquier explicación, en general, que sea lo suficientemente profunda, debe estar estructurada de este modo.

La concepción reduccionista conduce de modo natural a una clasificación jerárquica de materias y teorías, de acuerdo con su proximidad a las teorías predictivas de más «bajo nivel» conocidas. En esta jerarquía, la lógica y las matemáticas constituyen la roca inamovible sobre la que se construye el edificio de la ciencia. La piedra angular sería una «teoría total» reductora, una teoría universal de partículas, fuerzas, espacio y tiempo, junto con una teoría sobre el estado inicial del universo. El resto de la física constituiría las primeras plantas del edificio, mientras que la astrofísica y la química se situarían en un nivel superior, la geología aún más arriba, y así sucesivamente. El edificio se ramifica en múltiples torres de materias de un nivel cada vez más alto, como la bioquímica, la biología y la genética. Encaramadas en la parte más alta, en la estratosfera, por así decirlo, encontraríamos la teoría de la evolución, la economía, la psicología y la informática, que en esta imagen resultan casi inconcebiblemente secundarias.

Por el momento, disponemos únicamente de algunas aproximaciones a una «teoría total» reductora, capaces de predecir con bastante exactitud leyes del movimiento de partículas subatómicas individuales. Partiendo de estas leyes, los ordenadores actuales pueden calcular con cierto detalle el movimiento de cualquier grupo de unas cuantas partículas interactuantes, conocido su estado inicial. Sin embargo, hasta el más pequeño fragmento de materia perceptible a simple vista contiene trillones de átomos, cada uno de ellos compuesto por muchas partículas subatómicas que interactúan de modo constante con el mundo exterior, de modo que resulta prácticamente irrealizable la predicción de su comportamiento partícula por partícula. Complementando las leyes exactas del movimiento con algunos esquemas de aproximación, podremos predecir ciertos aspectos del comportamiento general de objetos relativamente grandes, como, por ejemplo, la temperatura a la que un determinado compuesto químico se fundirá o hervirá. Gran parte de la química básica ha sido reducida de este modo a física. Pero para las ciencias de nivel superior el planteamiento reduccionista queda limitado a una cuestión de principio. Nadie espera realmente deducir muchos principios de biología, psicología o política partiendo de los de la física. La razón por la cual las materias de nivel superior pueden ser estudiadas es que, en circunstancias especiales, el abrumadoramente complejo comportamiento de un vasto número de partículas se reduce por sí mismo a una dimensión de simplicidad y comprensibilidad accesibles. Esto recibe el nombre de emergencia: la simplicidad de alto nivel «emerge» de la complejidad de bajo nivel. Los fenómenos de alto nivel sobre los que disponemos de hechos comprensibles, no deducibles simplemente de teorías de nivel inferior, reciben el nombre de fenómenos emergentes. Un muro, por ejemplo, puede ser resistente porque sus constructores temiesen que sus enemigos tratasen de abrir una brecha en él. Esta es una explicación de alto nivel para la resistencia del muro, no deducible de la explicación de bajo nivel que ofrecí antes (aunque no incompatible con ella). «Constructores», «enemigos», «temor» y «tratar» son todos ellos fenómenos emergentes. El propósito de las ciencias de alto nivel es capacitarnos para la comprensión de los fenómenos emergentes, los más importantes de los cuales son, como veremos, vida, pensamiento y calculabilidad.

Por cierto, lo contrario del reduccionismo, es decir, el holismo—la idea de que las únicas explicaciones legítimas son las desarrolladas en términos de sistemas de nivel superior—, constituye un error aún mayor que aquél. ¿Qué esperan los holistas que hagamos? ¿Dejar de investigar las causas moleculares de las enfermedades? ¿Negar que los seres humanos estamos formados por partículas subatómicas? Cuando existe una explicación reduccionista, es tan deseable como cualquier otra. Cuando ciencias enteras son reducibles a ciencias de nivel inferior, nos incumbe a los científicos averiguar esas reducciones tanto como descubrir cualquier otro conocimiento.

Los reduccionistas piensan que la tarea de la ciencia consiste en analizar las cosas por sus componentes. Los instrumentalistas creen que consiste en predecir sucesos. Para los miembros de ambas corrientes la existencia de ciencias de alto nivel es meramente una cuestión de conveniencia. La complejidad nos impide la utilización de la física fundamental para realizar predicciones de alto nivel, de modo que, en vez de ello, aventuramos lo que serían esas predicciones si pudiésemos realizarlas —la emergencia nos brinda la posibilidad de hacerlo con éxito—, y ésta es, supuestamente, la tarea de las ciencias. Así pues, para reduccionistas e instrumentalistas, que desprecian la verdadera estructura y el verdadero propósito del conocimiento científico, la base de la jerarquía predictiva de la física es, por definición, la «teoría total». Pero para todos los demás científicos el conocimiento científico consiste en explicaciones, y la estructura de la explicación científica no refleja la jerarquía reduccionista. Hay explicaciones en cada nivel de la jerarquía, muchas de las cuales son autónomas, referidas únicamente a conceptos de su nivel específico (por ejemplo, «el oso se comió la miel porque estaba hambriento»). Muchas de ellas comprenden deducciones en el sentido opuesto al de la explicación reductiva, es decir, no explican las cosas mediante el análisis de sus partes, sino contemplándolas como partes de un todo mayor y más complejo, para el cual disponemos, no obstante, de teorías explicativas. Consideremos, por ejemplo, una determinada molécula de cobre de la estatua de Sir Winston Churchill en la plaza del Parlamento de Londres. Intentaré explicar por qué está ahí esa molécula de cobre: porque Churchill fue diputado a la cercana Cámara de los Comunes y primer ministro, porque sus ideas y liderazgo contribuyeron a la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, porque es costumbre honrar a tales personas erigiéndoles estatuas, porque éstas suelen realizarse en bronce y porque esta aleación contiene cobre. Explicamos así una observación física de bajo nivel —la presencia de una molécula de cobre en un determinado lugar—, mediante teorías de nivel extremadamente alto sobre fenómenos emergentes tales como ideas, liderazgo, guerra y tradición.

No hay razón alguna para que exista, ni siquiera en principio, otra explicación de nivel inferior para la presencia de esa molécula de cobre que la que he ofrecido. Es presumible que una «teoría total» reactiva ofreciera, en principio, una predicción de bajo nivel de la probabilidad de que semejante estatua existiese, dada la condición (por ejemplo) del sistema solar en una determinada fecha anterior. Describiría también, en principio, cómo había llegado probablemente la estatua a su emplazamiento. Pero tales descripciones y predicciones (además de ser inútiles, por supuesto) no nos explicarían nada. Nos describirían tan sólo la trayectoria que siguió cada átomo de cobre desde la mina hasta el estudio del escultor pasando por la fundición, y así sucesivamente. Dejarían constancia, también, de cómo estas trayectorias se vieron influidas por las fuerzas ejercidas por los átomos circundantes, por ejemplo, los de los cuerpos de los mineros y del escultor, y así predecirían la existencia de la escultura y su forma. En realidad, semejante predicción debería referirse a la totalidad de los átomos del planeta involucrados en la compleja acción que denominamos Segunda Guerra Mundial, entre otras cosas. Pero, incluso si dispusiéramos de la sobrehumana capacidad necesaria para seguir tan largas predicciones sobre la situación del átomo en cuestión, no estaríamos en condiciones de afirmar que entendemos por qué está donde se halla. Sabríamos, meramente, que su llegada y su modo de llegar eran inevitables (o de esperar, o lo que se quiera), dadas las configuraciones iniciales de todos los átomos y las leyes de la física. Para saber el porqué, deberíamos necesariamente dar un paso más. Tendríamos que investigar qué había en aquella configuración de átomos y en aquellas trayectorias que hizo que tendieran a depositar aquella determinada molécula de cobre en aquella precisa posición. Realizar esta investigación constituiría una labor creativa, como es siempre el descubrimiento de nuevas explicaciones. Deberíamos descubrir que determinadas configuraciones atómicas favorecen que surjan fenómenos emergentes, tales como el liderazgo y la guerra, relacionados entre sí por teorías explicativas de alto nivel. Sólo cuando conociésemos estas teorías podríamos comprender plenamente por qué la molécula de cobre está donde se halla.

En la concepción del mundo reduccionista, las leyes que gobiernan las interacciones de las partículas subatómicas son de la mayor importancia, puesto que constituyen la base de la jerarquía de todo el conocimiento. Sin embargo, tanto en la verdadera estructura del conocimiento científico como en la de nuestro conocimiento en general, dichas leyes tienen un papel mucho más humilde.

¿Cuál es ese papel? Para mí, ninguna de las teorías postuladas hasta ahora como candidatas a «teoría total» contiene demasiadas novedades en lo que se refiere a la explicación. Quizás el enfoque más novedoso, desde el punto de vista explicativo, sea el de la teoría de la supercuerda, en la que objetos alargados, o «cuerdas», en vez de partículas puntuales, constituyen los elementos fundamentales de la materia. Pero lo cierto es que ningún enfoque actual parece capaz de ofrecer un modo de explicación enteramente nuevo; nuevo en el sentido de la explicación de Einstein de las fuerzas gravitatorias en términos de tiempo y espacio curvos. De hecho, se espera que la futura «teoría total» herede virtualmente toda su estructura explicativa —sus conceptos físicos, su lenguaje, su formalismo matemático y la forma de sus explicaciones— de las actuales teorías del electromagnetismo, las fuerzas nucleares y la gravedad. Podemos, pues, buscar en esta estructura subyacente, que conocemos gracias a las teorías ya existentes, la aportación de la física fundamental a nuestra comprensión general.

Existen en física dos teorías considerablemente más profundas que las demás. La primera es la teoría general de la relatividad, que, como he dicho, es la mejor acerca del espacio, el tiempo y la gravedad. La segunda, la teoría cuántica, es aún más profunda. Entre las dos, estas teorías proporcionan (cosa que no hace ninguna de las teorías de partículas subatómicas existentes o propuestas) el detallado entramado explicativo y formal dentro del que se expresan todas las restantes teorías de la física moderna, y contienen principios físicos de tan amplio alcance, que todas las demás teorías se ajustan a ellos. Desde hace décadas, la unificación de la teoría general de la relatividad y la teoría cuántica —que daría una teoría cuántica de la gravedad— es un reto para los físicos teóricos, y debería formar parte de cualquier «teoría total», así como de la teoría total de la realidad. Como veremos en el próximo capítulo, la teoría cuántica, al igual que la de la relatividad, proporciona un modo de explicación nuevo y revolucionario de la realidad física. La razón de que la teoría cuántica sea la más profunda de las dos se encuentra más bien fuera de la física que dentro de ella, pues sus ramificaciones son muy amplias y se extienden más allá de la física e incluso más allá de la ciencia, tal como la concebimos normalmente. La teoría cuántica constituye una de las cuatro vías principales que, en mi opinión, conforman nuestro conocimiento actual de la estructura de la realidad.

Antes de exponer cuáles son las tres vías restantes, debo mencionar otra de las maneras en que el reduccionismo interpreta erróneamente la estructura del conocimiento científico. No sólo asume que la explicación siempre consiste en analizar un sistema fragmentándolo en sistemas más pequeños y sencillos, sino también que toda explicación debe basarse en hechos posteriores y realizarse mediante hechos anteriores; en otras palabras, que el único modo de explicar algo es precisar sus causas. Ello implica que cuanto más anteriores sean los hechos en cuyos términos intentamos explicar algo, mejor será la explicación, de modo que, en última instancia, la explicación más perfecta se encuentra en el estado inicial del universo.

Una «teoría total» que excluya la especificación del estado inicial del universo no es una descripción completa de la realidad física porque proporciona únicamente leyes del movimiento, y éstas, por sí mismas, sólo realizan predicciones condicionales. Es decir, nunca afirman categóricamente lo que sucede, sino lo que sucederá en un momento determinado dado lo que sucedía en otro momento determinado. Sólo si se proporciona una especificación completa del estado inicial puede, en principio, deducirse una descripción completa de la realidad física. Las teorías cosmológicas actuales no proporcionan una especificación completa del estado inicial ni tan sólo en principio, pero afirman que el universo era en sus inicios muy reducido, estaba caliente y tenía una estructura muy uniforme. Sabemos también que no podía ser perfectamente uniforme, ya que ello resultaría incompatible, según la teoría, con la distribución de galaxias que observamos hoy en el cielo. Las diferencias iniciales en densidad debieron de incrementarse notablemente a causa de la densificación gravitatoria (es decir, las regiones relativamente densas atrajeron a más materia que las otras y se densificaron aún más), de modo que pudieron haber sido muy pequeñas al principio. Sin embargo, y por pequeñas que fuesen, esas diferencias tienen una importancia fundamental en cualquier descripción reduccionista de la realidad, pues casi todo lo que podemos observar a nuestro alrededor, desde la distribución de galaxias y estrellas en el cielo hasta la aparición de estatuas de bronce en el planeta Tierra, es, desde el punto de vista de la física fundamental, consecuencia de dichas variaciones. Si nuestra descripción reduccionista ha de explicar algo más que las características más generales del universo observado, necesitamos una teoría que especifique esas cruciales desviaciones iniciales de la uniformidad.

Permítaseme que reformule esta exigencia sin el condicionamiento reduccionista. Las leyes del movimiento, para cualquier sistema, hacen únicamente predicciones condicionales y son, por tanto, compatibles con múltiples posibles historias de ese sistema. (Este planteamiento es independiente de las limitaciones impuestas a la predecibilidad por la teoría cuántica, que analizaré en el próximo capítulo).

Por ejemplo, las leyes del movimiento que rigen a un proyectil disparado desde un cañón son compatibles con múltiples trayectorias, una para cada posible dirección y elevación en que se encontrase el arma en el momento del disparo (figura 1.2). Matemáticamente, las leyes del movimiento pueden expresarse mediante una serie de ecuaciones denominadas ecuaciones del movimiento, que arrojan múltiples soluciones distintas, una para cada posible trayectoria. Para especificar qué solución describe la trayectoria real, debemos aportar datos suplementarios sobre lo que realmente sucede. Un modo de hacerlo es especificar el estado inicial, en este caso, la dirección en la que apunta el cañón. Pero existen otras maneras. Podemos, por ejemplo, especificar el estado final, es decir, la posición y dirección del movimiento del proyectil en el momento de hacer blanco. O podemos especificar la posición del punto más alto de la trayectoria. No importa qué datos complementarios aportemos, mientras se ajusten a alguna de las posibles soluciones de las ecuaciones del movimiento. La combinación de cualquiera de esos datos con las leyes del movimiento desemboca en una teoría que describe todo lo que le sucede al proyectil desde el lanzamiento hasta el impacto.

FIGURA 1.2. Algunas posibles trayectorias de una bala de cañón después de ser disparada. Todas las trayectorias son compatibles con las leyes del movimiento, pero sólo una de ellas es la trayectoria en una ocasión particular.

De modo semejante, las leyes del movimiento para la realidad física, considerada en su totalidad, tendrían múltiples soluciones, cada una de las cuales correspondería a una historia distinta. Para completar la descripción, deberíamos especificar cuál de las historias posibles es la que realmente ocurrió y aportar suficientes datos complementarios para que sea posible una de las múltiples soluciones que ofrecen las ecuaciones del movimiento. Una manera de aportar estos datos, al menos cuando se trata de modelos cosmológicos sencillos, es especificar el estado inicial del universo, pero podríamos especificar igualmente su estado final, o el que tiene en un determinado momento, o incluso aportar información sobre el estado inicial, el final y los intermedios. En general, la combinación de suficientes datos de cualquier tipo con las leyes del movimiento nos daría una descripción completa, en principio, de la realidad física.

Por lo que se refiere al proyectil de cañón, una vez especificado, por ejemplo, el estado final, el cálculo del estado inicial es directo, y viceversa, de modo que no existe diferencia práctica entre modos distintos de especificar datos complementarios. Sin embargo, cuando se trata del universo, la mayoría de estos cálculos son impracticables. Como he dicho, inferimos la existencia de una densificación en las condiciones iniciales por la observación de la densificación actual, pero eso es algo excepcional: la mayor parte de nuestro conocimiento sobre datos complementarios —de lo que realmente sucede— se basa en teorías de alto nivel sobre fenómenos emergentes, y, en consecuencia, por definición, no puede expresarse de manera práctica en forma de afirmaciones sobre el estado inicial. Por ejemplo, en la mayoría de las soluciones de las ecuaciones del movimiento el estado inicial del universo carece de las condiciones adecuadas para el desarrollo de la vida. Por lo tanto, nuestro conocimiento de que la vida se ha desarrollado constituye un elemento fundamental en los datos complementarios. Quizás nunca sepamos qué implica específicamente esta restricción respecto de la detallada estructura del Big Bang, pero podemos sacar de ella conclusiones directamente. Por ejemplo, la primera estimación precisa sobre la edad de la Tierra fue hecha de acuerdo con la teoría biológica de la evolución, que contradecía la mejor física del momento. Sólo un prejuicio reduccionista podría hacernos creer que esa manera de razonar es menos válida que las otras o que, en general, es más «fundamental» una teoría sobre el estado inicial que una sobre las características emergentes de la realidad.

Incluso en el dominio de la física fundamental, la idea de que las teorías del estado inicial contienen nuestro más profundo conocimiento resulta completamente errónea. Una razón es que, lógicamente, dicha idea excluye la posibilidad de explicar el propio estado inicial —por qué era lo que era—, cuando lo cierto es que disponemos de descripciones sobre múltiples aspectos de dicho estado. Y, de modo más general, es imposible que ninguna teoría del tiempo lo explique en términos de nada «anterior», mientras que disponemos, gracias a la teoría de la relatividad general y, sobre todo, a la teoría cuántica, de profundas explicaciones de la naturaleza del tiempo (véase capítulo 11).

Así pues, muchas de nuestras descripciones, predicciones y explicaciones de la realidad no tienen ningún parecido con la imagen «estado inicial más leyes del movimiento» a la que nos conduce el reduccionismo. No existe razón alguna para considerar a las teorías de alto nivel como «ciudadanas de segunda». Las teorías de la física subatómica, e incluso la teoría cuántica y la de la relatividad, no son superiores, ni mucho menos, a las teorías sobre las propiedades emergentes. No es posible que ninguna de esas áreas del conocimiento subsuma a las otras. Cada una de ellas tiene implicaciones lógicas para las demás, pero no todas estas implicaciones pueden ser establecidas, puesto que constituyen propiedades emergentes de los dominios de las otras teorías. En realidad, incluso los términos «alto nivel» y «bajo nivel» resultan engañosos. Las leyes de la biología, por ejemplo, son de alto nivel, consecuencias emergentes de las leyes de la física, pero, lógicamente, algunas de las leyes de la física son entonces consecuencias «emergentes» de las leyes de la biología. Podría incluso ser que, entre ellas, las leyes que rigen los fenómenos biológicos y otros fenómenos emergentes, determinasen por completo las leyes fundamentales de la física. Pero, en cualquier caso, cuando dos teorías están lógicamente relacionadas, la lógica no dicta cuál de ellas deberíamos considerar determinante, de modo total o parcial, de la otra. Ello dependerá de las relaciones explicativas entre ellas. Las teorías verdaderamente superiores no son las que se refieren a un determinado nivel de tamaño o complejidad, ni las situadas en un determinado nivel de la jerarquía predictiva, sino las que contienen las explicaciones más profundas. La estructura de la realidad no consiste únicamente en ingredientes reduccionistas como espacio, tiempo y partículas subatómicas, sino también en vida, pensamiento, calculabilidad y las demás materias a las que se refieren dichas explicaciones. Lo que convierte a una teoría en más fundamental y menos secundaria no es su proximidad a la supuesta base predictiva de la física, sino a las más profundas teorías explicativas.

La teoría cuántica, como ya he dicho, es una de esas teorías, y las otras tres vías explicativas por medio de las cuales intentamos comprender la estructura de la realidad son de «alto nivel» desde el punto de vista de la física cuántica. Son la teoría de la evolución (básicamente, de la evolución de los organismos vivos), la epistemología (la teoría del conocimiento) y la teoría de la calculabilidad (que trata de los ordenadores y lo que, en principio, pueden calcular o no). Como demostraré, se han hallado tantas y tan diversas conexiones entre los principios básicos de estas cuatro materias, aparentemente independientes, que resulta imposible conseguir una auténtica comprensión de cualquiera de ellas sin comprender al mismo tiempo las otras tres. Las cuatro juntas constituyen una estructura explicativa coherente de amplísimo alcance y que abarca una porción muy considerable de nuestro conocimiento del mundo, por lo que, en mi opinión, puede ya ser con justicia denominada la primera verdadera teoría total de la realidad. Hemos llegado así a un momento significativo en la historia de las ideas: el momento en que el alcance de nuestra comprensión empieza a ser verdaderamente universal. Hasta ahora, toda nuestra comprensión giraba sobre algún aspecto de la realidad que se destacaba del conjunto de su atipicidad. En el futuro, lo hará sobre una visión unificada de la realidad: todas las explicaciones serán comprendidas desde la óptica de la universalidad, y cada nueva idea tenderá automáticamente a iluminar no sólo un determinado aspecto, sino, en grados diversos, todos los aspectos. El aumento de la comprensión que con el tiempo puede proporcionar esta última gran unificación es posible que supere con mucho el proporcionado por cualquiera de las anteriores. Como veremos, no es sólo la física la que es explicada y unificada por esa teoría, y no tan sólo la ciencia, sino también, potencialmente, los límites más lejanos de la filosofía, la lógica, las matemáticas, la ética, la política y la estética; quizá todo lo que comprendemos en la actualidad y, probablemente, mucho de lo que aún no comprendemos.

¿Qué conclusión pues, podría ofrecer a aquel niño que fui antaño, que rechazaba la posibilidad de que el crecimiento del conocimiento hiciera que el mundo fuera menos comprensible? Estaría de acuerdo con él, si bien ahora creo que lo importante no es que lo que resulte comprensible para nuestra especie pueda ser comprendido por cualquiera de sus miembros, sino que la estructura de la realidad esté verdaderamente unificada y pueda comprenderse. Todo induce a creer que es así. Cuando era niño, simplemente, lo sabía; ahora puedo explicarlo.