Capítulo XXV

No volvimos a hablar de su partida. Era una pesadilla que los dos condenamos a un rincón. Por ella procuraba parecer alegre, despreocupado. Ella hacía lo mismo por mí. Enseguida llegó el verano y no tardé en recuperar las fuerzas, al menos en apariencia, aunque a veces volvía a dolerme la cabeza, no tanto como antes, pero de pronto, sin motivo, empezaba a martillearme.

No se lo decía a Rachel: ¿para qué? No era por cansancio físico ni cuando salía fuera, solo si me ponía a pensar. Incluso los sencillos problemas que me planteaban los arrendatarios en el despacho podían provocármelo; se apoderaba de mí una especie de niebla que me impedía darles una solución.

Pero casi siempre era por ella. Por ejemplo, algunas noches nos sentábamos fuera después de cenar hasta más de las nueve, a tomar el fresco al pie de la ventana de la sala, porque el tiempo nos lo permitía en el mes de junio; yo la miraba y de pronto me preguntaba qué sería lo que le pasaba por la cabeza mientras tomaba la tisana y contemplaba el avance sigiloso de la oscuridad en los árboles que bordeaban el césped. ¿Su yo secreto pensaría cuánto tiempo más tendría que soportar esta vida solitaria? ¿Se diría en secreto: «Ahora que ya está bien, podré irme la semana que viene»?

Esa villa Sangalletti de Florencia tenía ahora para mí otra forma y otro ambiente. En vez de ser oscura, con las ventanas cerradas, como la había visto la única vez que estuve allí, ahora me la imaginaba muy iluminada, con todas las ventanas abiertas de par en par. Esos desconocidos a los que ella llamaba amigos deambulaban alegremente por las habitaciones y se oía bullicio de risas y conversaciones. Toda la villa resplandecía y en todas las fuentes corría el agua. Ella iría saludando a los invitados, sonriendo a diestro y siniestro, en su salsa, dueña y señora de sus dominios. Así era, pues, la clase de vida que conocía, quería y entendía. Los meses conmigo eran un interludio. Por fin volvería a casa, a su casa. Me imaginaba la llegada: aquel hombre, Giuseppe, y su mujer, abrirían la verja de hierro de par en par al ver la carroza; y después, feliz, recorrería con entusiasmo las habitaciones que tan bien conocía y tanto tiempo hacía que no veía; haría preguntas a los criados, escucharía las respuestas y abriría el abundante correo que la esperaba, contenta, serena, dispuesta a recoger de nuevo y a retener los millares de hilos de su existencia que yo jamás conocería ni compartiría con ella. ¡Cuántos días y cuántas noches no sería mía!

Al cabo de un rato notaba mi mirada y decía:

—¿Qué pasa, Philip?

—Nada —contestaba yo.

Y cuando se le apagaba la expresión de la cara y se quedaba vacilante, inquieta, me parecía que me soportaba como una gran carga sobre los hombros. Estaría mejor sin mí. Intenté gastar toda la energía como antes, en el gobierno de las tierras, en las tareas cotidianas; pero para mí ya no significaban lo mismo. ¿Qué más daba si las tierras del Barton se secaban por falta de lluvia? La verdad es que no me preocupaba mucho. Y, si nuestras vacas ganaban premios en la feria y eran, por tanto, las mejores del condado, ¿qué gloria era esa? Tal vez el año anterior, pero ahora ¡qué victoria tan vacua!

Me parecía que todos los que me consideraban el amo tenían cada vez peor opinión de mí. «Esa enfermedad lo ha dejado débil, señor Ashley», me dijo Billy Rowe, el granjero del Barton, profundamente decepcionado porque su labor no me había entusiasmado lo suficiente. Y pasó lo mismo con los demás. Incluso Seecombe me llamó la atención.

—No parece que se recupere como debiera, señor Philip —dijo—, anoche lo comentábamos en la habitación del mayordomo. Tamlyn me dijo: «¿Qué le pasa al amo? Silba como un fantasma en Halloween y se queda con la mirada vacía». Yo le aconsejaría un poco de marsala por la mañana. Nada mejor que una copa de marsala para arreglar la sangre.

—Dile a Tamlyn —repliqué— que se meta en sus asuntos. Me encuentro perfectamente.

No habíamos reanudado todavía la costumbre de comer los domingos con los Pascoe y los Kendall, lo cual era un alivio. Creo que la pobre Mary Pascoe había vuelto a la rectoría, después de que cayera enfermo, diciendo que estaba loco. Vi que me miraba con recelo en la iglesia, el primer domingo que fui, después de curarme; toda la familia me miró como con compasión y preguntaba por mí en voz baja, desviando la vista.

Vino a verme mi padrino, y también Louise. Ellos también adoptaron una actitud diferente, entre alegres y comprensivos, como si trataran a un niño que ha sufrido una enfermedad; y también me dio la impresión de que les habían advertido de que no hablaran de ningún tema que pudiera causarme preocupación. Estábamos los cuatro en la sala como desconocidos. «Mi padrino —pensé— está incómodo, le gustaría no haber venido, pero se cree en el deber de hacerlo; Louise, en cambio, con ese instinto tan curioso que tienen las mujeres, está cohibida porque sabe lo que ha pasado aquí». Como de costumbre, Rachel dominaba el ambiente y conseguía que la conversación no decayera. La feria de muestras del condado, el compromiso de la segunda hija de los Pascoe, el tiempo tan cálido que hacía, la perspectiva de un cambio de gobierno… asuntos así. Pero ¿y si habláramos de lo que pensábamos en realidad?

—Váyase ya de Inglaterra, antes de destrozarse usted y a este muchacho, de paso —diría mi padrino.

—La quieres más que nunca. Te lo veo en los ojos —diría Louise.

—Tengo que evitar que alteren a Philip cueste lo que cueste —diría Rachel.

Y yo:

—Dejadme solo con ella, marchaos…

Sin embargo, no perdimos la cortesía y mentimos. Todos respiramos de alivio cuando terminó la visita y, mientras los miraba alejarse hacia la verja del parque, encantados de irse de una vez, sin duda, pensé que me gustaría levantar un muro alrededor de las tierras, como en los cuentos de hadas de la infancia, para que no entrara nadie, ni ningún desastre.

Aunque Rachel no decía nada, yo tenía la sensación de que estaba dando los primeros pasos para irse. Alguna noche la encontraba repasando sus libros, organizándolos como se suele hacer cuando se quiere elegir cuáles llevarse de viaje y cuáles dejar. Otras veces estaba en el escritorio ordenando papeles, con la papelera llena de hojas rotas y cartas que no le interesaban, y atando las demás con cinta de papel engomado. En cuanto entraba yo en el tocador dejaba de hacerlo, se iba a su sillón y se ponía a bordar, o se sentaba al lado de la ventana; pero a mí no me engañaba. ¿A qué venían esas ganas repentinas de ordenarlo todo, si no era porque no tardaría en vaciar el tocador?

Me parecía que en la habitación había menos cosas que antes. Echaba de menos algunas fruslerías. Un costurero que había pasado el invierno y la primavera en un rincón, una toquilla que estaba siempre en el respaldo de una silla, un boceto de la casa a lápices de colores que le había regalado una visita un día de invierno y que estaba en la repisa de la chimenea… faltaban todas esas cosas. Esto me recordaba a la infancia, cuando me mandaron a la escuela por primera vez. Seecombe había retirado muchas cosas de mi cuarto infantil, había hecho paquetes de libros que viajarían conmigo y había puesto los demás, los que menos me gustaban, en una caja, para dárselos a los niños de las tierras. Había también abrigos que me habían quedado pequeños, muy gastados; y recuerdo que insistió en que se los diera a otros niños más pequeños y menos afortunados que yo, cosa que no me hizo ninguna gracia. Era como si me arrebatara un pasado feliz. Ahora, en el tocador de Rachel, el ambiente era parecido. ¿Había regalado la toquilla a alguien porque a ella ya no le haría falta en un clima más cálido? Y el costurero ¿lo había vaciado y ahora reposaba en el fondo de un baúl? En realidad, de momento no había ningún baúl a la vista. Eso sería la última señal, y oír pasos fuertes en el desván, ver a los chicos bajando cajas entre dos, cajas que olían a polvo y telarañas, impregnadas de alcanfor. Entonces sabría lo peor y, como los perros, con su misterioso olfato para los cambios, esperaría el final. Otro detalle era que tomó la costumbre de salir por la mañana en el carruaje, cosa que no hacía antes. Me decía que tenía que ir de compras y pasar por el banco. Era posible, sí, pero con un día habría tenido suficiente para hacerlo todo. Sin embargo fueron tres mañanas en una semana, dos seguidas y otra dos días después, y ahora, esta semana, había ido a la ciudad dos veces ya. La primera, por la mañana y la segunda, por la tarde.

—Parece —le dije— que tienes muchísimas cosas que comprar, así, de repente, y mucho que hacer en el banco, además…

—Tenía que haberlo hecho antes —respondió—, pero no he podido porque estabas enfermo.

—¿No te encuentras con nadie por allí?

—Pues no, con nadie en particular. Bueno, sí, ahora que lo dices, he visto a Belinda Pascoe y al coadjutor con el que se va a casar. Te mandan recuerdos.

—Pero —insistí— has estado fuera toda la tarde. ¿Te has traído todo el género de las tiendas de tejidos?

—No —dijo—. Pero ¡qué curioso y qué fisgón eres! ¿Es que no puedo pedir el carruaje cuando quiera, o temes que los caballos se cansen por mi culpa?

—Vete a Bodmin o a Truro si quieres —dije—, allí se compra mejor y hay más cosas que ver.

Es decir, no respondió a lo yo quería saber. Debía de tratarse de asuntos muy personales y privados, para actuar con tanto reparo.

La siguiente vez que pidió el carruaje no se llevó al mozo, fue solo con Wellington. Por lo visto, Jimmy tenía dolor de oído. Yo había estado en el despacho y me lo encontré sentado en el establo, con la mano en el oído dolorido.

—Tienes que pedir aceite al ama —le dije—. Dicen que es un buen remedio.

—Sí, señor —dijo, desconsolado—, me prometió que me daría algo luego, cuando volviera. Creo que cogí frío ayer. En el muelle soplaba un aire muy fresco.

—¿Qué hacías en el muelle? —pregunté.

—Estuvimos mucho rato esperando al ama —contestó—, así que el señor Wellington pensó que era mejor dejar los caballos en La Rosa y la Corona y luego me dejó ir al puerto a ver los barcos.

—Entonces ¿el ama estuvo de compras toda la tarde? —pregunté.

—No, señor —contestó—, no fue de compras. Estuvo todo el rato en el salón de La Rosa y la Corona, como siempre.

Lo miré con incredulidad. ¿Rachel en el salón de La Rosa y la Corona? ¿Es que tomaba el té con el dueño y su mujer? Por un momento sentí ganas de seguir haciéndole preguntas, pero preferí dejarlo. A lo mejor estaba hablando de más y Wellington lo regañaría por bocazas. Por lo visto, últimamente me ocultaban muchas cosas. La casa entera se había aliado contra mí en una conspiración de silencio.

—Bien, Jim, que te mejores pronto del dolor de oídos —dije, y lo dejé en el establo.

Aquí había algún misterio. ¿Tantos deseos de compañía tenía Rachel, que se iba a buscarla a la taberna de la ciudad? Como sabía que no me gustaban las visitas, ¿había decidido alquilar el salón algunas mañanas o tardes e invitar a la gente a que fuera a verla allí? Cuando volvió no le dije nada, simplemente le pregunté si se lo había pasado bien, y ella dijo que sí.

Al día siguiente no pidió el carruaje. A la hora del almuerzo me dijo que tenía que escribir cartas y subió al tocador. Yo dije que iría a Coombe dando un paseo, porque tenía que ver al granjero, lo cual era cierto y así lo hice. Pero fui más allá, hasta la ciudad. Era sábado y, como hacía buen tiempo, había mucha gente en las calles, gente de los mercados de las poblaciones cercanas que no me conocía de vista y, por lo tanto, pasé desapercibido. No me encontré con ningún conocido. Las personas «de calidad», como decía Seecombe, nunca iban a la ciudad por la tarde, y menos un sábado.

Me asomé al muro del puerto, cerca del muelle, y vi a unos niños pescando en una barca, enredados entre sus cañas. Al cabo de un rato remaron hasta los escalones y dejaron la barca. Reconocí a uno de ellos. Era el mozo que ayudaba en la barra de La Rosa y la Corona. Llevaba tres o cuatro lubinas de buen tamaño ensartadas en un alambre.

—Se te ha dado bien la pesca —le dije—. ¿Son para la cena?

—No para mí, señor —sonrió—, pero en la taberna me lo agradecerán, ya lo verá.

—¿Ahora servís lubina con la sidra? —pregunté.

—No —dijo—, este pescado es para el caballero del salón. Ayer comió salmón que pesqué en el río.

Un caballero en el salón. Saqué unas monedas del bolsillo.

—Bueno —dije—, espero que te las pague bien. Toma, a ver si te traen suerte. ¿Quién es el caballero?

Sonrió otra vez.

—No sé cómo se llama, señor. Dicen que es italiano, de un país extranjero.

Y se fue corriendo por el muelle con el pescado al hombro. Miré el reloj. Eran más de las tres. Sin duda el caballero del país extranjero cenaría a las cinco. Me fui a pasear por la ciudad; bajé por el callejón estrecho hasta el cobertizo de las barcas, donde Ambrose guardaba las velas y el equipo del navegar que tenía. La barquita estaba bien amarrada. La acerqué y me metí en ella; después salí al puerto remando y me alejé un poco del muelle.

Varios hombres iban y venían entre los barcos anclados en el canal y las escaleras de la ciudad; no se fijaron en mí, no les interesaba, y creyeron que era un pescador. Eché el rezón al agua, me recosté en los remos y me quedé mirando la fachada de La Rosa y la Corona. La entrada de la taberna daba a una calle lateral. Él no entraría por ahí. Si llegara a verlo siquiera, entraría por la puerta principal. Pasó una hora. El reloj de la iglesia dio las cuatro. Seguí esperando. A las cinco menos cuarto vi salir a la mujer del dueño por la entrada del salón y echar un vistazo a la calle, como si buscara a alguien. El caballero llegaba tarde a cenar. El pescado estaba hecho. La oí hablar con un tipo que estaba junto a las barcas amarradas, en los escalones, pero no entendí lo que decía. El hombre le respondió, se volvió hacia un lado y señaló el puerto. Ella asintió con un gesto y volvió a la taberna. Después, a las cinco y diez, una barca se acercó a los escalones. Un tipo robusto remaba en la proa y la barca estaba recién barnizada, como las que se alquilaban a los extranjeros que deseaban dar una vuelta de placer por el puerto.

En popa iba sentado un hombre con un sombrero de ala ancha. Llegaron a los escalones. El hombre saltó de la barca y, después de una pequeña discusión, dio dinero al remero y se dirigió a la taberna. Se detuvo un momento en los peldaños, antes de entrar en La Rosa y la Corona, se quitó el sombrero y echó un vistazo general como si estuviera poniendo precio a todo lo que veía, un vistazo de tasador inconfundible. Lo tenía tan cerca que podía tirarle una galleta. Después entró. Era Rainaldi.

Levé el rezón y volví al cobertizo; dejé la barca amarrada, crucé la ciudad y subí al monte por las atarazanas. Creo que cubrí los seis kilómetros hasta casa en cuarenta minutos. Rachel estaba esperándome en la biblioteca. Habían retirado los platos porque yo no me había presentado a almorzar. Salió a mi encuentro ansiosamente.

—Por fin has vuelto —dijo—. Estaba muy preocupada. ¿Dónde has estado?

—Remando en el puerto —dije—. Hace buen tiempo para salir de excursión. Se está mucho mejor en el agua que en La Rosa y la Corona —la mirada de susto que asomó a sus ojos era lo único que necesitaba como prueba definitiva—. Está bien, sé tu secreto —proseguí—, no inventes mentiras.

Llegó Seecombe y me preguntó si servía la cena.

—Sí, inmediatamente —dije—. No voy a cambiarme.

Me quedé mirándola sin decir nada más y fuimos al comedor. Seecombe notaba algo raro y se deshacía en atenciones. No se separaba de mi lado, como un médico, y me ofrecía diferentes platos para que los probase.

—Ha hecho un esfuerzo demasiado grande, señor —dijo—; no le conviene nada. Se nos pondrá enfermo otra vez.

Miró a Rachel pidiéndole que confirmara sus palabras y que lo apoyara. Ella no dijo nada. En cuanto terminamos la cena, aunque ni ella ni yo probamos bocado apenas, Rachel se levantó y subió a sus habitaciones. La seguí. Cuando llegó a la puerta del tocador, me la habría cerrado en las narices, pero fui más rápido que ella: entré y me apoyé contra la puerta. Me miraba con aprensión otra vez. Se alejó de mí y se quedó al lado de la repisa de la chimenea.

—¿Cuánto hace que está Rainaldi en La Rosa y la Corona? —pregunté.

—Eso es asunto mío —contestó.

—Y mío, conque responde —repliqué.

Creo que comprendió que no había esperanzas de cerrarme la boca ni de engatusarme con cuentos.

—Muy bien; pues hace dos semanas —respondió.

—¿Por qué ha venido? —pregunté.

—Porque se lo pedí yo, porque es amigo mío, porque necesito que me aconseje y, como sé que te disgusta verlo, no podía invitarlo a casa.

—¿En qué necesitas que te aconseje?

—Eso también es asunto mío, no tuyo. Deja de comportarte como un niño, Philip, y ten un poco de comprensión.

Me alegré de verla tan intranquila. Eso demostraba que era culpable.

—Me pides comprensión —dije—. ¿Quieres que comprenda el engaño? Hace dos semanas que me mientes todos los días, no lo niegues.

—Si te he engañado ha sido contra mi voluntad —dijo—, y solo por tu bien. Odias a Rainaldi. Si hubieras sabido que iba a verlo, habríamos tenido esta conversación antes y habrías recaído. ¡Ay, Dios! ¿Tengo que volver a pasar por lo mismo otra vez? ¿Primero con Ambrose y ahora contigo?

Estaba muy pálida y tensa, pero no sabía si era de miedo o de rabia. Me quedé mirándola sin moverme de la puerta.

—Sí —dije—, odio a Rainaldi, como Ambrose. Y tengo motivos.

—¿Qué motivos, por compasión?

—Está enamorado de ti. Hace años que está enamorado de ti.

—Eso es completamente absurdo… —Empezó a pasear por la pequeña habitación, entre la chimenea y la ventana, con las manos juntas frente a sí—. Es un hombre que ha estado a mi lado en todas las situaciones difíciles, siempre que me han surgido problemas. No me ha interpretado mal jamás ni me ha considerado nada más que lo que soy. Conoce mis errores, mis puntos débiles, y no me condena por ellos, me acepta tal como soy. En todos estos años (años de los que tú no sabes nada), desde que lo conozco, me habría perdido sin su ayuda. Rainaldi es mi amigo, mi único amigo.

Hizo una pausa y me miró. Sin duda era verdad, o así lo veía ella hasta el punto de creérselo. Pero eso no influía en la opinión que tenía yo de Rainaldi. Él ya había recibido parte de su recompensa: los años de los que, como acababa de decirme, yo no sabía nada. Lo demás vendría con el tiempo. El mes siguiente tal vez, el año siguiente, pero llegaría. Tenía paciencia para dar y tomar. Pero yo no, ni Ambrose.

—Dile que se vaya, que vuelva a su casa —dije.

—Se irá cuando esté preparado para irse —dijo—, pero, si lo necesito, se quedará. Te advierto de que si vuelves a amenazarme lo traeré a casa, para que me proteja.

—No te atreverás —dije.

—¿Atreverme? ¿Por qué no? Esta casa es mía.

Así que estábamos en guerra. Sus palabras eran un desafío al que no me podía enfrentar. Su cerebro de mujer funcionaba de otra forma. Toda discusión era justa, todo golpe, sucio. La fuerza física desarmaba a la mujer. Di un paso hacia ella, pero se encontraba al lado de la chimenea, con la mano en el cordón de la campanilla.

—Quédate ahí —me advirtió— o llamo a Seecombe. ¿Quieres hundirte en la vergüenza cuando le diga que intentabas agredirme?

—No iba a agredirte —contesté. Me volví y abrí la puerta de par en par—. De acuerdo —dije—, llama a Seecombe, si quieres. Cuéntale todo lo que ha pasado aquí entre nosotros. Si es necesario llegar a la violencia y a la vergüenza, que sea a lo grande.

Se quedó junto al cordón de la campanilla. Yo, junto a la puerta abierta. Soltó el cordón y yo no me moví. Entonces, con lágrimas en los ojos, me miró y me dijo:

—Una mujer no puede sufrir lo mismo dos veces. Ya he pasado por todo esto una vez —se llevó las manos a la garganta y añadió—: Hasta las manos alrededor de la garganta. Eso también. ¿Lo comprendes ahora?

Miré por encima de ella al retrato de la repisa y el rostro joven de Ambrose que me miraba era el mío. Nos había vencido a los dos.

—Sí, lo comprendo —dije—. Si quieres ver a Rainaldi, invítale a venir. Lo prefiero a que te reúnas con él a hurtadillas en La Rosa y la Corona.

La dejé en el tocador y me fui a mi habitación.

Al día siguiente vino a cenar. Rachel me había mandado una nota a la hora del desayuno pidiéndome permiso para invitarlo; sin duda se había olvidado del desafío de la noche anterior o lo había retirado inmediatamente para devolverme a mi posición. Le contesté con otra nota diciéndole que daría órdenes a Wellington de que fuera a buscarlo con el carruaje. Llegó a las cuatro y media.

Resultó que me encontraba solo en la biblioteca, cuando llegó, y por un error de Seecombe, lo llevaron a allí, en vez de a la sala de estar. Me levanté al verlo entrar y le di las buenas tardes. Parecía estar a sus anchas y me tendió la mano.

—Espero que se haya recuperado —dijo, a modo de saludo—. La verdad es que tiene mejor aspecto de lo que me esperaba. Todo lo que he sabido de usted eran malas noticias. Rachel estaba muy preocupada.

—Sí, sí, estoy muy bien —le dije.

—Es usted afortunado por ser joven —dijo—. ¡Lo que vale tener buenos pulmones y buen estómago, y así, en pocas semanas, desaparecen todas las secuelas de la enfermedad! No me extrañaría que haya salido ya a galopar por el campo. Sin embargo, los mayores, como su prima y yo, procuramos evitar los esfuerzos. Personalmente, una siestecita después de comer me parece esencial para las personas maduras.

Le invité a sentarse y así lo hizo, sonriendo y mirando a todas partes.

—¿Todavía no se han hecho cambios en esta biblioteca? —dijo—. Tal vez Rachel prefiera dejarla tal como está, para dar ambiente. Está muy bien. Se puede gastar el dinero en otras cosas. Según me ha dicho, se ha avanzado mucho en los jardines, desde la última vez que estuve aquí. Conociendo a Rachel, no es difícil de creer. Pero me gustaría verlo todo, antes de dar mi beneplácito. Me considero un hombre de confianza imparcial. —Sacó un puro fino de su petaca y lo encendió sin dejar de sonreír—. Le escribí una carta desde Londres —dijo—, después de que cediera el patrimonio, y se la habría mandado, pero entonces me enteré de que había caído enfermo. En realidad, le decía poca cosa que no pueda decirle ahora. Simplemente le daba las gracias por Rachel y le aseguraba que me ocuparía celosamente de que no sufriera usted pérdida alguna en la transacción. Estaré al tanto de todos los gastos. —Soltó una nube de humo al aire y se quedó mirando el techo—. Ese candelabro —dijo— se eligió con poco gusto. En Italia podemos encontrarle algo mejor. Que no se me olvide decirle a Rachel que tome nota de estas cosas. Cuadros buenos, muebles buenos, buenas lámparas… son inversiones seguras. Llegado el momento, verá que el valor del patrimonio se habrá doblado cuando vuelva a sus manos. Pero todo eso será en un futuro lejano, cuando sus hijos ya sean mayores y Rachel y yo seamos viejos y vayamos en silla de ruedas. —Se rio y me volvió a sonreír—. Y ¿qué tal está la encantadora señorita Louise? —me preguntó.

Le dije que creía que se encontraba bien. Lo miraba mientras fumaba el puro y pensé que tenía unas manos muy finas para ser hombre. Resultaban casi femeninas y no encajaban del todo con su persona, y el gran anillo que llevaba en el dedo meñique estaba fuera de lugar.

—¿Cuándo regresa a Florencia? —le pregunté.

Tiró al fuego la ceniza del puro que le había caído en la chaqueta.

—Depende de Rachel —dijo—. Vuelvo a Londres para terminar unos asuntos y después, o me voy a Florencia antes que ella a preparar la villa y a los criados para cuando llegue o espero un poco y volvemos juntos. Porque, naturalmente, ya sabe que se va a ir, ¿verdad?

—Sí —respondí.

—Me alivia que no la obligue a quedarse —dijo—. Comprendo que, con la enfermedad, dependía usted mucho de ella; eso es lo que me dijo. Y lo que más le preocupaba era no herirle en los sentimientos bajo ningún concepto. Pero, tal como le dije, este primo tuyo ya es un hombre, no un niño. Si no sabe andar solo, tiene que aprender. ¿No le parece que tengo razón? —me preguntó.

—Toda la razón.

—Las mujeres, y Rachel en particular, siempre actúan emocionalmente. Nosotros, los hombres, somos más racionales en general, aunque no siempre. Me alegro de verlo tan sensato. Tal vez en primavera, cuando venga a vernos a Florencia, me permita enseñarle algunos de los tesoros que tenemos. No le decepcionarán.

Soltó otra nube de humo hacia el techo.

—Cuando habla usted en plural —me atreví—, ¿lo dice en sentido mayestático, como si la ciudad fuera suya, o es un término legal?

—Discúlpeme —dijo—, pero estoy tan acostumbrado a actuar en nombre de Rachel, incluso a pensar por ella en muchos aspectos, que no puedo disociarme completamente y termino hablando en plural. —Me miró—. Tengo buenas razones para creer que, con el tiempo —prosiguió—, la forma del plural llegará a tener un sentido más íntimo. Pero eso —hizo un ademán, puro en mano— depende de los dioses. ¡Ah, aquí está!

Rachel entró en la biblioteca y Rainaldi se puso en pie; yo también; le besó la mano y ella le dio la bienvenida en italiano. Quizá fue al observarlos en la cena, no sé —cómo la seguía con los ojos constantemente, la sonrisa de ella, la forma distinta de tratarlo—, el caso es que empecé a notar por dentro algo parecido a las náuseas. La comida que probaba me sabía a polvo. Incluso la tisana que hizo para los tres después de la cena tenía un fuerte sabor amargo. Los dejé sentados en el jardín y subí a mi habitación. Empezaron a hablar en italiano en cuanto me fui. Me senté al lado de la ventana, en el mismo sitio que los primeros días de convalecencia, con ella a mi lado; era como si el mundo entero se hubiera vuelto maléfico y agrio de repente. No fui capaz de bajar a despedirme de él. Oí que llegaba el carruaje y se iba. Me quedé sentado donde estaba. Al cabo de un rato subió Rachel y llamó a la puerta. No respondí. La abrió, vino directa hacia mí y me puso una mano en el hombro.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó, como suspirando, como si hubiera llegado al límite de la paciencia—. No ha podido ser más cortés y amable contigo —me dijo—. ¿Qué ha hecho mal hoy?

—Nada —dije.

—Me habla muy bien de ti; si al menos lo hubieras oído, te darías cuenta de que te tiene en gran consideración. Desde luego, no le puedes reprochar nada de lo que ha dicho esta tarde. Si al menos dejaras de ser tan complicado, tan celoso…

Corrió las cortinas de mi habitación porque era casi de noche. Vi impaciencia incluso en ese gesto, en la forma de tocar las cortinas.

—¿Piensas quedarte ahí enfurruñado hasta la medianoche? —preguntó—. En ese caso, tápate un poco, porque si no te entrará frío. Yo estoy agotada, así que me voy a la cama.

Me tocó la cabeza y se fue. No fue una caricia, sino el roce rápido de quien da unas palmaditas a un niño que se ha portado mal, harta ya de regañar y deseando olvidarse del asunto: «Vamos, vamos… ¡Por el amor de Dios, déjalo ya!».

Esa noche volvió la fiebre. No tan alta como la otra vez, pero parecido. No sé si habría cogido frío en la barca del puerto, hacía veinticuatro horas, pero por la mañana estaba tan mareado que no me podía poner de pie en el suelo y empecé a tener arcadas y a temblar, y tuve que meterme en la cama otra vez. Mandaron a buscar al médico y, con un dolor de cabeza horrible, me pregunté si se iba a repetir todo el proceso de la enfermedad. El médico dijo que tenía el hígado afectado y prescribió un medicamento. Pero por la tarde, cuando Rachel vino a hacerme compañía, me parecía que tenía en la cara la misma expresión que la víspera, amable y cansada. Me imaginé lo que estaría pensando: «¿Va empezar otra vez? ¿Estoy condenada a quedarme aquí haciendo de enfermera toda la eternidad?». Cuando me dio la medicina estaba más brusca conmigo y después, cuando sentí sed y quería beber, no le pedí el vaso por no molestarla.

Tenía un libro en las manos, pero no leía, y su presencia allí en la silla, a mi lado, era un reproche mudo.

—Si tienes cosas que hacer —le dije al fin—, no te quedes aquí conmigo.

—¿Qué más crees que tengo que hacer? —respondió.

—A lo mejor quieres ir a ver a Rainaldi.

—Se ha ido —dijo.

Sentí alivio al saberlo, tanto que tuve que volver la cabeza para que no se me notara en la cara y se enfadara más conmigo.

—¿No le quedaban todavía algunos asuntos que resolver en Inglaterra?

—Pues sí, pero nos pareció que se podían resolver perfectamente por correspondencia. Había otros más urgentes que lo reclamaban en casa. Le dijeron que zarpaba un barco a medianoche y se fue. ¿Estás satisfecho ahora?

Rainaldi se había ido del país, eso me satisfacía. Pero ese pronombre en plural, «nos», no, ni que dijera «casa» para referirse a Florencia. Yo sabía por qué se había ido: para avisar a los criados de la villa de la llegada inminente del ama. Ese era el asunto urgente que lo reclamaba. Se me acababa el tiempo.

—¿Cuándo vas a irte tú?

—Depende de ti —respondió.

Supuse que, si quería, podía seguir enfermo. Quejarme de dolores y decir que me encontraba muy mal. Alargar la enfermedad, fingir unas cuantas semanas más. Y ¿al final? Equipaje cerrado, el tocador vacío, su cama de la habitación azul tapada con la sábana guardapolvo que tantos años la había cubierto antes de que viniera ella y… silencio.

—Si al menos —dijo, suspirando— no estuvieras tan resentido ni fueras tan cruel, estos últimos días podrían ser preciosos.

¿Estaba resentido? ¿Era cruel? No me lo parecía. Pero ella sí. No había remedio. Le tendí la mano y me la cogió. Sin embargo, mientras se la besaba yo pensaba en Rainaldi…

Esa noche soñé que iba a la losa de granito y leía otra vez la carta que estaba allí enterrada. El sueño era tan vívido que no se me olvidó al despertarme, sino que estuvo conmigo toda la mañana. Me levanté y me encontraba bien para ir abajo, como de costumbre, a mediodía. Por mucho que lo intentara, no conseguía olvidar el deseo de ir a leer la carta otra vez. No me acordaba de lo que decía de Rainaldi. Necesitaba saber con certeza lo que decía Ambrose de él. Por la tarde, Rachel se retiró a su habitación a descansar e inmediatamente me fui sigilosamente al bosque y bajé a la avenida; después recorrí el camino que rodea por arriba la cabaña del guarda; me despreciaba por lo que iba a hacer. Llegué a la losa de granito. Me puse de rodillas y empecé a escarbar con las manos; toqué de pronto la piel gomosa de la libreta. Una babosa se había instalado allí a pasar el invierno. Había un rastro pegajoso en la tapa. Lo limpié, abrí la libreta y saqué la carta arrugada. El papel estaba húmedo, sin tersura; las letras, más desvaídas que antes, todavía se entendían. La leí de arriba abajo. La primera parte, deprisa, aunque me resultaba extraño que su enfermedad, debida a otras causas, hubiera tenido unos síntomas tan parecidos a los míos. Pero… Rainaldi.

A medida que pasaba el tiempo, me di cuenta que cada vez confiaba más en ese hombre del que te he hablado alguna vez, el signor Rainaldi, amigo y deduzco que abogado de los Sangalletti, que en mí. Creo que ese hombre ejerce una mala influencia sobre ella. Sospecho que está enamorado de ella desde hace años, incluso en vida de Sangalletti, y aunque naturalmente no creo ni por un instante que ella así lo haya considerado hasta hace poco, ahora, desde que ha cambiado su forma de ser conmigo, ya no estoy tan seguro. Cuando oye su nombre, veo una sombra en su mirada, un tono en su voz, que me despierta las más terribles sospechas.

Sus padres eran unos irresponsables y en el primer matrimonio e incluso antes vivió una vida sobre la que ambos hemos mantenido la mayor reserva, y por eso a menudo tengo la sensación de que su código de conducta es diferente del nuestro. Es posible que el vínculo matrimonial no le parezca tan sagrado. Sospecho, bueno, en realidad tengo pruebas de que él le da dinero. El dinero, y que Dios me perdone por decirlo, es actualmente la única forma de llegarle al corazón.

Ahí estaba la frase que no se me había olvidado, la que me obsesionaba. En el doblez del papel no se entendía lo escrito, hasta que distinguí otra vez la palabra «Rainaldi».

Bajo a la terraza y me encuentro a Rainaldi. Dejan de hablar en cuanto me ven. Solo puedo preguntarme de qué estarían hablando. En una ocasión, ella se fue dentro, Rainaldi y yo nos quedamos solos y de pronto, sin venir a cuento, me preguntó por el testamento. Lo había visto por casualidad el día de la boda. Me dijo que tal como estaba, si yo moría, mi mujer se quedaría sin nada. Yo ya lo sabía y, de todas formas, había redactado otro para enmendar el anterior. Lo habría firmado con testigos si hubiera estado seguro de que su defecto de gastar era transitorio, que no era una cosa arraigada.

Por cierto, el testamento nuevo la nombra heredera de la casa y el patrimonio, pero solo mientras viva, después volverán a ser tuyos, y siempre con la condición de que el gobierno del patrimonio quede en tus manos.

Todavía no lo he firmado por el motivo que te acabo de decir.

Ten en cuenta que es Rainaldi el que pregunta por el testamento y el que me llama la atención sobre la omisión del que está vigente ahora. Ella no habla de eso conmigo. Pero ¿lo hablan entre ellos? ¿Qué se dicen cuando no estoy delante?

Este incidente del testamento sucedió en marzo.

Reconozco que me encontraba mal, que el dolor de cabeza casi me cegaba, y es posible que Rainaldi, al plantear la cuestión de esa forma tan fría y calculadora, pensara que podía morirme. Y tal vez sea cierto. Tal vez no lo hablen entre ellos. No tengo forma de averiguarlo. Ahora veo que ella me mira demasiado a menudo, me vigila y parece otra. Y cuando la abrazo da la impresión de que tenga miedo. Miedo ¿de qué? ¿De quién?

Hace dos días, y es el motivo principal de esta carta, tuve otro ataque de la misma fiebre que me postró en marzo. Comienza repentinamente. Tengo fuertes dolores y me encuentro muy mal; los dolores se convierten enseguida en una tremenda excitación del cerebro que me lleva casi a la violencia y me mareo tanto que apenas puedo tenerme en pie. Después se me pasa y me atacan unas ganas irreprimibles de dormir, y me quedo dormido en el suelo o en la cama, sin ninguna fuerza en el cuerpo. No recuerdo que a mi padre le pasara esto. Los dolores de cabeza sí, y cierta aspereza en el temperamento, pero los demás síntomas no.

Philip, mi niño, el único ser del mundo en el que puedo confiar, dime qué significa esto y, si puedes, ven a verme. No se lo cuentes a Nick Kendall. No se lo cuentes a nadie. Y, sobre todo, no me respondas por escrito, simplemente ven.

Hay una cosa que me obsesiona y no me deja un momento de paz: ¿están intentando envenenarme?

Ambrose

No guardé la carta otra vez en la libreta. La rompí en trocitos muy pequeños y los enterré con el talón, esparcidos, cada uno en un sitio distinto. La libreta, casi deshecha después de la larga estancia bajo tierra, la puede partir por la mitad de un solo intento y tiré las dos mitades entre los helechos. Después volví a casa. Como si fuera una posdata de la carta, cuando entré en el vestíbulo, Seecombe acababa de llegar con la cartera del correo que el mozo había traído de la ciudad. Esperó a que la abriera y allí, entre las pocas que había para mí, había una para Rachel con matasellos de Plymouth. Solo me hizo falta ver la letra fina y pequeña para saber que era de Rainaldi. Creo que si Seecombe no hubiera estado allí me la habría quedado. Pero, como estaba, lo único que pude hacer fue dársela para que se la entregara a Rachel.

También me pareció irónico que, cuando subí a verla, un poco después, sin decirle nada del paseo ni de lo que había hecho, se le hubiera pasado el enfado conmigo. Volvía a tratarme con la ternura de siempre. Me tendió los brazos, me sonrió y me preguntó qué tal estaba y si había descansado. No dijo nada de la carta que había recibido. En la cena, me pregunté si le habría dado buenas noticias y por eso estaba contenta; y, mientras comía, me imaginé el contexto de la carta, lo que le decía, cómo se dirigía a ella… si, en resumen, sería una carta de amor. Estaría en italiano, aunque de vez en cuando habría alguna palabra que podría entender yo. Rachel me había enseñado algunas frases. Fuera como fuese, las primeras palabras me revelarían la relación que había entre ellos.

—Estás muy callado. ¿Te encuentras bien? —me preguntó.

—Sí —dije—, muy bien —y me sonrojé, porque a lo mejor adivinaba lo que tenía pensado hacer.

Después de cenar subimos al tocador. Preparó la tisana, como de costumbre, y la dejó en la taza de la mesa, a mi lado, y también la suya. Vi la carta de Rainaldi en el escritorio, medio tapada con un pañuelo. Se me iban los ojos hacia ella, me tenía fascinado. ¿Un italiano escribiría a la mujer que amaba formalmente? O ¿a punto de irse de Plymouth, con la perspectiva de unas pocas semanas de separación y después de una buena cena, un brandy y un puro, sonriendo, se volvería indiscreto y se permitiría la licencia de derramar amor en un papel?

—Philip —dijo Rachel—, tienes la mirada fija en un rincón de la habitación como si hubieras visto un fantasma. ¿Qué pasa?

—Nada, ya te lo he dicho —respondí.

Y por primera vez mentí al arrodillarme a su lado fingiendo una necesidad perentoria de cariño, para que dejara de hacerme preguntas y se olvidara de la carta del escritorio y la dejara allí.

A altas horas de la noche, mucho después de las doce, sabía que se había dormido —porque estaba en su habitación con una vela encendida, la miré y, efectivamente, dormía— y volví al tocador. El pañuelo seguía allí, pero la carta no. Miré en la chimenea, pero no había cenizas. Abrí los cajones del escritorio; había papeles ordenados, pero la carta no estaba. Tampoco en los casilleros ni en los cajoncitos de al lado. Solo quedaba un cajón y estaba cerrado con llave. Saqué la navaja y la metí por la rendija. Asomó algo blanco desde el interior del cajón. Volví al dormitorio, cogí el manojo de llaves de la mesita de noche y probé la más pequeña. Encajaba. Abrí el cajón. Metí la mano y saqué un sobre, pero entonces la tensión y la emoción se transformaron en decepción, porque lo que tenía en las manos no era la carta de Rainaldi. Era solo un sobre con vainas llenas de semillas. Las semillas se salieron de las vainas, me cayeron en las manos y se derramaron por el suelo. Me quedé mirándolas y me acordé de que había visto vainas y semillas como esas en otra ocasión. Eran iguales que las que Tamlyn había tirado en los jardines nuevos, y que las del patio de villa Sangalletti que había barrido la criada.

Eran semillas de codeso, venenosas para el ganado… y para el ser humano.