Capítulo XI
Los domingos siempre cumplíamos una rutina estricta. Se desayunaba más tarde, a las nueve, y a las diez y cuarto llegaba el carruaje para llevarnos a Ambrose y a mí a la iglesia. Detrás venían los criados en la tartana. Al terminar en la iglesia, volvían a casa y comían más tarde, a la una, y nosotros a las cuatro, con el vicario y la señora Pascoe, posiblemente una o dos de sus hijas solteras y, por lo general, mi padrino y Louise. No había vuelto a coger el carruaje desde que Ambrose se había ido al extranjero; siempre iba a la iglesia en Gypsy, causando, creo, cierto revuelo, aunque no sé por qué.
Este domingo, en honor de mi invitada, di la orden de que trajeran el carruaje como antes, y mi prima Rachel, avisada del acontecimiento por Seecombe cuando le llevó el desayuno, bajó al vestíbulo al dar las diez. Desde la noche anterior me encontraba en un estado de tranquilidad y, al verla, me dio la impresión de que en el futuro podría decirle cuanto quisiera. Nada me lo impedía ya, ni la inquietud, ni el resentimiento, ni siquiera la cortesía más elemental.
—Tienes que saber —le dije, después de darle los buenos días— que, en la iglesia, todo el mundo estará pendiente de ti. Hasta los rezagados, que a veces se inventan excusas para quedarse en la cama, hoy no se quedarán. Estarán en las naves laterales, e incluso es posible que se pongan de puntillas.
—Me asustas —dijo—. No quiero ir.
—Eso sería un desastre —dije—, porque jamás nos lo perdonarían, ni a ti ni a mí.
Me miró solemnemente.
—No sé si sabré lo que tengo que hacer —dijo—. Me educaron en el catolicismo.
—No se lo digas a nadie —le dije—. En esta parte del mundo, los papistas solo sirven para arder en el infierno. O eso es lo que me han dicho. Fíjate en lo que haga yo. No te engañaré.
El carruaje llegó a la puerta. Wellington, con el sombrero reluciente, la escarapela recién colocada y el mozo a su lado, hinchaba el pecho de orgullo como un palomo. Seecombe, con fular limpio y almidonado y el traje de los domingos, esperaba en la puerta tan digno como el cochero. Era la gran ocasión de su vida.
Ayudé a mi prima Rachel a subir al carruaje y me senté a su lado. Llevaba una capa negra sobre los hombros y el velo del sombrero le ocultaba la cara.
—Querrán verte la cara —le dije.
—Pues que lo quieran —contestó.
—No lo entiendes —dije—. Hace treinta años que no pasaba una cosa así. Los mayores se acuerdan de mi tía, supongo, y de mi madre, pero, entre los jóvenes, es la primera vez que una señora Ashley va a la iglesia. Por otra parte, tienes que iluminarlos en su ignorancia. Saben que eres forastera, como dicen ellos. No les sorprendería que los italianos fueran negros.
—¿Quieres hacer el favor de callar? —musitó—. Por la postura de la espalda de Wellington, que veo ahí delante de nosotros, seguro que oye todo lo que decimos.
—No pienso callarme —dije—, es un asunto de mucha importancia. Sé cómo corren los rumores. Todos los campesinos volverán a casa a comer diciendo con amargura que la señora Ashley es negra.
—Me retiraré el velo en la iglesia, pero no antes —dijo—, cuando me arrodille. Que me miren entonces, si es lo que quieren, aunque no tienen ningún derecho a hacerlo. Deberían tener los ojos clavados en el libro de oración.
—Nuestro reservado está rodeado por un banco más alto y tiene cortinas —le dije—. Cuando te arrodilles no se te verá. Puedes jugar a las canicas si quieres. Es lo que hacía yo de pequeño.
—Tu infancia —dijo—; no me hables de tu infancia. Conozco hasta el último detalle. Sé que Ambrose despidió a la niñera cuando tenías tres años. Te quitó los faldones y te puso pantalones. Sé también el método monstruoso que aplicó para enseñarte las letras. No me extraña que jugaras a las canicas en la iglesia. Lo extraño es que no hicieras cosas peores.
—Una vez hice algo peor —dije—. Llevé ratones blancos en el bolsillo y echaron a correr por debajo del asiento. Se subieron a las enaguas de una anciana del banco de atrás. Le dio un desmayo y tuvieron que llevársela.
—¿Ambrose no te castigó por hacer eso?
—No, claro. Fue él quien los soltó en el suelo.
Mi prima Rachel señaló la espalda de Wellington. Tenía los hombros rígidos y las orejas coloradas.
—Si hoy no te comportas, me iré de la iglesia —me dijo.
—Entonces todos creerán que el desmayo te ha dado a ti —dije— y mi padrino y Louise correrán a socorrerte. ¡Oh, cielos…! —exclamé, y, consternado, me di una palmada en la rodilla.
—¿Qué ocurre?
—Me acabo de acordar. Prometí a Louise que iría a verla ayer a Pelyn y se me olvidó por completo. A lo mejor estuvo esperándome toda la tarde.
—Eso —dijo mi prima Rachel— es una grosería por tu parte. Espero que te dé tu merecido.
—Te echaré la culpa a ti —dije—, y además es la verdad. Le diré que me obligaste a llevarte a dar un paseo por el Barton.
—No te lo habría pedido —le dije— si hubiera sabido que tenías otro compromiso. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque se me olvidó por completo.
—Si yo fuera Louise —dijo—, me sentaría muy mal. Es la peor excusa que le puedes dar a una mujer.
—Louise no es una mujer —dije—, es más joven que yo y la conozco desde que corría por ahí en enaguas.
—Esta respuesta no vale. También ella tiene sentimientos.
—¡Ah, bueno! Se le pasará. En la comida se sentará a mi lado y le diré que los jarrones de flores le han quedado preciosos.
—¿Qué jarrones?
—Los de la casa. Los del tocador y la alcoba. Trajo flores a propósito para ponerlas en jarrones.
—¡Qué considerada!
—No confiaba en que Seecombe supiera hacerlo.
—No me extraña. Louise ha arreglado las flores con delicadeza y buen gusto. Las que más me han gustado son las del jarrón de la repisa de la chimenea del tocador y las silvestres de al lado de la ventana.
—¿Había un florero en la repisa de la chimenea y otro al lado de la ventana? —pregunté—. No los vi. Pero de todos modos le diré que le quedaron preciosos, y espero que no me pregunte cómo son.
La miré, me eché a reír y vi que los ojos me sonreían al otro lado del velo, pero ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
Habíamos bajado la empinada cuesta, giramos por el camino y llegamos al pueblo y a la iglesia. Tal como esperaba, había bastante gente al lado de las barandillas. Conocía a casi todos, aunque vi a unos cuantos que estaban allí por pura curiosidad. Se produjo cierta presión entre ellos cuando el carruaje se detuvo ante la verja y nos apeamos. Me quité el sombrero y ofrecí el brazo a mi prima Rachel. Se lo había visto hacer muchas veces a mi padrino con Louise. Recorrimos el camino hasta la puerta de la iglesia y todo el mundo nos miraba. Creía que me sentiría ridículo y fuera de lugar, pero no fue así. Iba seguro y orgulloso, y curiosamente satisfecho. Miraba adelante, ni a la derecha ni a la izquierda, y, a medida que pasábamos, los hombres se quitaban el sombrero y las mujeres hacían una inclinación. No recordaba que me lo hubieran hecho a mí ni una vez. Efectivamente era una gran ocasión.
Al entrar en la iglesia, mientras tocaban las campanas, los que estaban ya en su sitio se volvieron a mirarnos. Se oyó un murmullo de pies entre los hombres y un recrujir de faldas entre las mujeres. Pasamos por la nave central, dejamos atrás el banco de Kendall y llegamos al nuestro. Vi de refilón a mi padrino, con las pobladas cejas muy fruncidas y una expresión pensativa en la cara. Seguro que se preguntaba cómo me había comportado las últimas cuarenta y ocho horas. La buena educación no le permitió mirarnos a ninguno de los dos. Louise estaba a su lado, muy rígida y recta. Tenía una actitud altanera y supuse que la había ofendido. Pero, cuando íbamos a sentarnos en el banco, me hice a un lado para ceder el paso a mi prima Rachel y a Louise la venció la curiosidad. Levantó la cabeza, miró a mi invitada y después nos cruzamos una mirada. Enarcó las cejas interrogativamente. Fingí que no lo veía, entré y cerré la cancela. La congregación se arrodilló para rezar.
¡Qué sensación tan rara, tener a una mujer en la iglesia a mi lado! Me acordé inmediatamente de mi infancia, la primera vez que me llevó Ambrose y tuve que subirme a un escabel para ver por encima del banco que tenía delante. Sujetaba el libro con las manos imitando a Ambrose, aunque boca abajo muchas veces; y, cuando había que responder, repetía lo que murmuraba él sin pensar en lo que significaba. Cuando me hice un poco mayor, descorría las cortinas y miraba a la gente, al pastor y a los niños del coro, que estaban en sus sillas, y más adelante, cuando volvía de Harrow en vacaciones, me recostaba en el respaldo con los brazos cruzados, igual que Ambrose, y me amodorraba si el sermón se alargaba. Ahora que era un adulto, la iglesia se había convertido en un lugar para reflexionar, aunque lamento decir que no sobre mis faltas u omisiones, sino sobre los planes de la semana siguiente: lo que había que hacer en las tierras de labor o en los bosques, lo que tenía que decir al sobrino de Seecombe, el de la casa del pescado de la bahía, lo que se me había olvidado encargarle a Tamlyn… Me sentaba solo en el banco reservado, encerrado en mí mismo, sin nadie que me distrajera. Cantaba los salmos y respondía al pastor por costumbre. Este domingo era distinto. No podía olvidar que ella estaba a mi lado. No se podía decir que no supiera lo que tenía que hacer, como si hubiera asistido al servicio de la Iglesia anglicana todos los domingos de su vida. Estaba sentada, muy quieta, con la mirada fija y grave en el vicario, y, cuando se arrodillaba, vi que lo hacía a conciencia, no medio sentada en el banco, como solíamos hacer Ambrose y yo. No hacía ningún ruido, ni volvía la cabeza ni miraba a la gente, como la señora Pascoe y sus hijas, que siempre estaban mirando a todos desde su banco de la nave lateral, donde el vicario no las veía. Cuando empezamos a cantar los himnos se levantó el velo y vi que movía los labios con las palabras, pero no la oí cantar. Se bajó el velo otra vez al sentarse para oír el sermón.
Me pregunté quién habría sido la última mujer que se había sentado en el banco de los Ashley. Seguramente tía Phoebe, suspirando por su clérigo, o la mujer de tío Philip, la madre de Ambrose, a la que no llegué a conocer. Es posible que mi padre también, antes de irse a luchar a Francia y perder la vida, y mi madre, joven y delicada, que, según me decía Ambrose, había sobrevivido a mi padre cinco meses escasos. Nunca había pensado mucho en ellos ni los había echado de menos; Ambrose había sabido suplirlos a los dos. Pero ahora, mirando a mi prima Rachel, me acordé de mi madre. ¿Se arrodillaba allí, en ese reclinatorio, al lado de mi padre? ¿Se sentaba apoyando la espalda en el respaldo, con las manos juntas sobre el regazo, para oír el sermón? Y después ¿volvía a casa y me sacaba de la cuna? Y, con la monótona voz del señor Pascoe de fondo, me pregunté lo que sentiría de niño cuando mi madre me cogía en brazos. ¿Me acariciaría la cabeza y me besaría la mejilla y después sonreiría y me dejaría de nuevo en la cuna? De pronto lamenté no tener ningún recuerdo de ella. ¿Por qué sería que la memoria infantil no podía recordar más allá de cierto límite? Yo era un niño pequeño que iba detrás de Ambrose, llamándolo para que me esperara. Pero antes de eso, nada. Nada de nada…
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —dijo el vicario, y volví a este mundo.
No había oído una sola palabra del sermón. Tampoco había hecho planes para la semana siguiente. Había estado allí soñando, mirando a mi prima Rachel.
Cogí el sombrero y le toqué el brazo.
—Lo has hecho muy bien —le susurré—, pero la prueba de fuego viene ahora.
—Gracias —me respondió, susurrando también—, la tuya también. Tienes que arreglar el asunto de la promesa que no cumpliste.
Salimos al sol; nos esperaba una pequeña multitud: arrendatarios, conocidos y amigos, entre ellos, la señora Pascoe, la mujer del vicario y sus hijas, además de mi padrino y Louise. Se fueron presentando uno a uno. Como si estuviéramos en la corte. Mi prima Rachel se levantó el velo y pensé que, cuando estuviéramos solos otra vez, le tomaría el pelo con eso.
Mientras nos dirigíamos hacia los carruajes, me dijo delante de todos, para que no pudiera protestar (y por su mirada y el cascabeleo de la voz supe que lo hacía a propósito):
—Philip, ¿no quieres ir con la señorita Kendall en tu carruaje? Yo puedo ir con el señor Kendall en el suyo.
—Sí, claro, si lo prefieres así —dije.
—Me parece un reparto muy acertado —dijo, sonriendo a mi padrino, que, a su vez, respondió con una inclinación de cabeza y le ofreció el brazo.
Se volvieron a la vez hacia el carruaje de Kendall y no me quedó más remedio que dirigirme al primero con Louise. Tenía la sensación de ser un niño al que acababan de abofetear. Wellington arreó a los caballos y partimos.
—Oye, Louise, lo siento mucho —le dije inmediatamente—, ayer por la tarde me fue imposible acercarme a tu casa. Mi prima Rachel quería ir a ver los terrenos del Barton, así que la acompañé. No me dio tiempo a avisarte; si no, habría mandado al chico con un recado para ti.
—¡Ah, no te disculpes! —dijo—. Estuve esperando un par de horas, pero da igual. Por suerte, hacía buen tiempo y pasé el rato cogiendo las últimas moras.
—Me alegro mucho —dije—. Lo siento mucho, de verdad.
—Me imaginé que te habría pasado algo así —dijo— y me alegro de que no fuera nada grave. Sé que no te apetecía nada la visita y temía que hicieras algo violento, que tuvierais una discusión muy fuerte y me la encontrara de pronto a la puerta de mi casa. Bueno, ¿qué pasó? ¿Has sobrevivido hasta aquí sin tener ningún encontronazo? Cuéntamelo todo.
Me eché el sombrero a un lado y crucé los brazos.
—¿Todo? ¿Cómo «todo»?
—Pues todo. ¿Qué le dijiste? ¿Cómo se lo tomó ella? ¿Se quedó pasmada al oírte o no dio señales de culpabilidad?
Hablaba en voz baja y Wellington no la oía, pero yo estaba irritado y de bastante mal humor. ¡Qué sitio y qué momento para hablar de esas cosas! Y, además, ¿por qué tenía que interrogarme así?
—No hemos tenido mucho tiempo para hablar —dije—. La primera noche, ella estaba cansada y se fue temprano a la cama. Ayer estuvo todo el día paseando por los alrededores. Por la mañana, los jardines, y por la tarde, los terrenos del Barton.
—Entonces, ¿no habéis hablado en serio todavía?
—Depende de lo que entiendas por «en serio». Solo sé que es una persona muy distinta de la que me había imaginado. Eso salta a la vista, lo habrás notado nada más verla.
Louise se quedó en silencio. No apoyaba la espalda en el carruaje, como yo. Iba erguida, con las manos dentro del manguito.
—Es muy guapa —dijo al cabo de un rato.
Bajé los pies del asiento de enfrente y me volví a mirarla.
—¿Muy guapa? —dije, perplejo—. Mi querida Louise, estás loca.
—No, no, qué va —respondió—. Pregúntaselo a mi padre o a cualquiera. ¿No te diste cuenta de cómo la miraba la gente cuando se levantó el velo? Estás tan ciego para las mujeres que por eso no te has dado cuenta.
—Es la mayor tontería que he oído en mi vida —dije—. Es posible que tenga los ojos bonitos, pero, por lo demás, es muy normal. La persona más normal que he conocido en mi vida. Además, puedo decirle lo que me venga en gana, puedo hablar de lo que quiera. No tengo que comportarme de ninguna forma especial. Es lo más fácil del mundo, sentarme sin más en un sillón enfrente de ella y encender la pipa.
—¿No habías dicho que no habíais tenido tiempo de hablar?
—No te pongas quisquillosa. Claro que hablamos a la hora de comer, y cuando recorríamos las tierras. Lo que quiero decir es que no tuve que hacer ningún esfuerzo.
—Es evidente.
—En cuanto a ser muy guapa, tendré que decírselo. Le va a dar mucha risa. Es normal que la gente la mirase. La miraban porque es la señora Ashley.
—Sí, también, pero no solo por eso. De todos modos, sea guapa o no, me parece que te ha causado una gran impresión. Es una mujer madura, claro, tendrá unos treinta y cinco años, creo yo, ¿no te parece? ¿O crees que es más joven?
—Ni lo sé ni me importa, Louise. No me interesa la edad de la gente. Por mí, como si tiene noventa y nueve.
—No seas ridículo. No hay mujer de noventa y nueve años que tenga unos ojos como los suyos, ni un cutis. Se viste bien. El traje que llevaba era perfecto, y también la capa. La verdad es que lleva el luto con mucha gracia.
—¡Por Dios, Louise! ¡Pareces la señora Pascoe! Jamás te había oído cotillear de esta manera.
—Ni yo te había visto tan entusiasmado, así que va lo uno por lo otro. ¡Qué cambio en cuarenta y ocho horas! Bueno, sé de alguien que se tranquilizará mucho: mi padre. Temía que hubiera derramamiento de sangre, después de la última vez que te vio, y no me extraña.
Me alegré de llegar a la cuesta larga, porque podía bajarme del carruaje y seguir a pie con el mozo, como teníamos por costumbre, para que los caballos no hicieran tanto esfuerzo. ¡Qué actitud tan extraordinaria había adoptado Louise! En vez de alegrarse, parecía decepcionada, casi enfadada, porque la visita de mi prima Rachel transcurriera con normalidad. Eso no era una gran muestra de amistad. Cuando llegamos al final de la cuesta, monté otra vez en el carruaje y me senté a su lado, y ya no volvimos a dirigirnos la palabra en todo el día. Era ridículo, pero si ella no hacía ningún intento por romper el silencio, que me condenara si daba yo el primer paso. Inevitablemente, pensé que el camino de ida a la iglesia había sido mucho más placentero que el de vuelta.
Me pregunté qué tal lo estaría pasando la pareja del segundo carruaje. Bastante bien, al parecer. Cuando nos apeamos y Wellington dio la vuelta para hacerles sitio, Louise y yo nos quedamos en la puerta esperando a mi padrino y a mi prima Rachel. Venían charlando como viejos amigos y mi padrino, tan seco y taciturno por lo general, peroraba sobre algo con un entusiasmo inusitado. Oí las palabras «escandaloso» y «el campo no lo apoyará». Entonces supe que se trataba de su tema predilecto: el gobierno y la oposición. Estaba seguro de que él no se había apeado en la cuesta para no cansar tanto a los caballos.
—¿Ha sido agradable el trayecto? —preguntó mi prima Rachel, escrutándome la mirada, con un temblor en la boca; habría jurado que, por las caras tan largas que teníamos, sabía que no lo había sido.
—Sí, gracias —dijo Louise retrocediendo un poco para cederle amablemente el paso.
Pero mi prima Rachel la cogió del brazo y dijo:
—Ven conmigo a mi habitación y quítate el abrigo y el sombrero. Quiero darte las gracias por esas flores tan preciosas.
Mi padrino y yo casi no tuvimos tiempo de lavarnos las manos y saludarnos cuando se nos echó encima la familia Pascoe al completo, y me correspondió acompañar al vicario y a sus hijas a dar un paseo por los jardines. El vicario era inofensivo, pero yo habría podido prescindir de sus hijas perfectamente. En cuanto a su mujer, la señora Pascoe, subió a reunirse con las señoras como un sabueso tras su presa. Nunca había visto la habitación azul sin fundas del polvo… Las hijas no paraban de alabar a mi prima Rachel e, igual que Louise, dijeron que les parecía muy guapa. Disfruté diciéndoles que a mí me parecía bajita y sin ningún atractivo, y ellas me llevaron la contraria con breves comentarios.
—Sin ningún atractivo no —dijo el señor Pascoe, levantando una hortensia con el bastón—, de eso nada. Tampoco diría que es muy guapa, como opinan las niñas. Pero es femenina, sí, esa es la palabra justa: femenina, sin duda.
—Pero, padre —dijo una de las hijas—, ¿qué esperabas que fuera la señora Ashley?
—Querida mía —dijo el vicario—, te sorprendería saber la cantidad de mujeres que carecen de esa cualidad.
Pensé en la señora Pascoe, con su cabeza caballuna, y enseguida señalé las tiernas palmeras que había traído Ambrose de Egipto, que todos habrían visto ya muchas veces, para cambiar —con mucho tacto, a mi entender— el rumbo de la conversación.
Cuando volvimos a la casa, al entrar en la sala de estar, la señora Pascoe estaba contando a mi prima Rachel en tono airado el lío en el que el aprendiz de jardinero había metido a la doncella de la cocina.
—Lo que no logro entender, señora Ashley, es dónde pudo suceder, porque ella duerme en la misma habitación que la cocinera y, que sepamos, nunca salía de casa.
—¿Tal vez en la bodega? —dijo mi prima Rachel.
Dejó de hablar al instante en cuanto nos vio entrar. Desde que Ambrose no estaba en casa, hacía dos años, no se me había pasado un domingo tan rápidamente. E incluso estando él, muchas veces se me hacía largo. Como la señora Pascoe le resultaba antipática, sus hijas le eran indiferentes y a Louise se limitaba a soportarla porque era la hija de su amigo más antiguo, siempre prefería la compañía del vicario y la de mi padrino. Los cuatro solos podíamos estar a nuestras anchas. Pero cuando estaban también las mujeres, las horas parecían semanas. Hoy todo era distinto.
Con las carnes servidas y la cubertería de plata, aquello parecía un banquete. Yo presidía la mesa, como hacía Ambrose siempre, y mi prima Rachel se sentó en la otra punta. Tenía a la señora Pascoe a la derecha, pero por una vez no me inspiró furia: se pasó la mayor parte del tiempo con la cabeza vuelta hacia el otro lado; se reía, comía y hasta se olvidó de asesinar a su marido con la mirada cuando este, que salió del cascarón posiblemente por primera vez en su vida, arrebolado y con los ojos brillantes, se puso a recitar unos versos. Toda la familia Pascoe se abrió como un capullo de rosa, y nunca había visto divertirse tanto a mi padrino.
Solamente Louise estaba silenciosa y retraída. Hice todo lo posible por animarla, pero no reaccionaba o no quería reaccionar. Estaba rígida a mi izquierda, comía poco y desmigajaba el pan con una expresión fija en la cara, como si se hubiera tragado un sable. Bueno, pues si quería estar enfurruñada, que lo estuviera. Yo me lo pasaba muy bien y no iba a preocuparme por ella. Estaba encogido en la silla, con los codos en los reposabrazos, riéndome de mi prima Rachel, que animaba al vicario a recitar más versos. Nunca había disfrutado tanto en una comida dominical, pensé, y habría dado el mundo entero por tener allí a Ambrose con nosotros. Cuando terminamos los postres y trajeron el oporto, no sabía si debía levantarme, como solía, para abrir la puerta o si, ahora que tenía a una anfitriona enfrente de mí, debía ser ella quien diera alguna señal. Se hizo una pausa en la conversación. De pronto me miró y sonrió. Yo le sonreí a mi vez. Nos sostuvimos la mirada un momento. Fue algo insólito, raro. Una sensación desconocida que me recorrió todo el cuerpo.
Mi padrino dijo, con su voz brusca y grave:
—Dígame, señora Ashley ¿Philip no le recuerda muchísimo a Ambrose?
Se hizo el silencio. Ella dejó la servilleta en la mesa y dijo:
—Tanto que ahora, mientras comíamos, me preguntaba si había alguna diferencia.
Se puso de pie, las demás mujeres también y yo crucé el comedor para abrir la puerta. Pero, cuando las señoras se fueron y volví a mi silla, la sensación seguía presente.