Capítulo XII
Sobre las seis se fueron todos, porque el vicario tenía que celebrar el oficio vespertino en otra parroquia. Oí que la señora Pascoe invitaba a mi prima Rachel a pasar juntas una tarde de la semana siguiente, y las hijas también la reclamaban, cada cual para una cosa. Una quería que la aconsejara sobre una acuarela; otra tenía un juego de fundas de cojín para bordarlos como tapices y no se veía capaz de decidir sobre las lanas; la tercera leía en voz alta a una anciana enferma del pueblo todos los jueves y quería que mi prima Rachel la acompañara porque la pobre mujer tenía muchas ganas de conocerla.
—La verdad es que —decía la señora Pascoe, mientras cruzábamos el vestíbulo hacia la puerta— hay tantas personas que desean conocerla, señora Ashley, que me parece que no yerro si digo que va a tener compromisos todas las tardes cuatro semanas seguidas.
—Podría atenderlos todos perfectamente desde Pelyn —dijo mi padrino—. Nuestra casa está muy a mano para todas las visitas. Mucho más que esta. Y prefiero pensar que tendremos el placer de disfrutar de su compañía dentro de un par días.
Me miró y me apresuré a quitarle la idea de la cabeza antes de que se complicaran más las cosas.
—No, señor —dije—; de momento, mi prima Rachel se queda aquí. Antes de comenzar con las visitas, tiene que recorrer todas las tierras. Empezamos mañana en el Barton, nos han invitado a tomar el té. Después irá a las demás granjas, por turno. Sería una gran ofensa que no presentase sus respetos a todos los arrendatarios por orden estricto de prioridad.
Louise me miró con los ojos muy abiertos, pero lo pasé por alto.
—¡Ah, sí, claro! —dijo mi padrino, asombrado a su vez—; muy bien, como está mandado. Tenía la intención de acompañar personalmente a la señora Ashley, pero si prefieres hacerlo tú, la cosa cambia. Y si —prosiguió, dirigiéndose a mi prima Rachel— no se encuentra usted a gusto aquí… Sé que Philip me perdonará por decirlo, pero hace muchos años que no se reciben señoras en esta casa, como sin duda sabrá, y las cosas pueden resultar un poco crudas… O, si desea tener compañía femenina, sé que mi hija la recibirá encantada.
—En la vicaría tenemos una habitación de invitados —terció la señora Pascoe—. Si se encuentra sola en cualquier momento, señora Ashley, la pongo a su entera disposición. Nos encantaría tenerla con nosotros.
—Claro, claro —insistió el vicario, y me pregunté si tendría otros cuantos versos en la punta de la lengua.
—Son ustedes muy amables y sumamente generosos —dijo mi prima Rachel—. Cuando haya cumplido con mis obligaciones aquí, en estas tierras, volveremos a hablar. ¿Les parece bien? Entretanto, consideren que les estoy muy agradecida.
Después de mucha cháchara, ruido y despedidas, los carruajes se fueron.
Volvimos a la sala de estar. La tarde había sido muy divertida, bien lo sabe Dios, pero me alegré de que se hubieran ido y la casa estuviera en silencio otra vez. Ella debió de pensar lo mismo, porque se paró un momento en medio de la sala de estar y, mirando a todas partes, dijo:
—Me encanta el silencio que queda en una sala después de una fiesta. Las sillas están fuera de su sitio, los cojines, revueltos: las pruebas de que la gente se lo ha pasado bien son palpables; pero una vuelve a la sala vacía y se alegra de que todo haya terminado, da gusto relajarse y decir: «Por fin solos otra vez». En Florencia, Ambrose me decía que valía la pena soportar el tedio de las visitas para disfrutar del placer de quedarse solos después. ¡Cuánta razón tenía!
Me quedé mirándola; estaba alisando el cojín de una silla y después mulló otro.
—No es necesario que lo hagas —le dije—. Ya se encargarán mañana Seecombe, John y los demás.
—Instinto femenino —me dijo—. No me mires; siéntate y llena la pipa. ¿Te lo has pasado bien?
—Sí —me senté de perfil en un taburete, con las piernas estiradas—. No sé por qué —añadí—, pero por lo general los domingos me resultan muy aburridos. Bueno, supongo que es porque no soy un gran conversador. Lo único que he tenido que hacer hoy ha sido recostarme en la silla y dejarte hablar a ti.
—Para eso sirven muy bien las mujeres —respondió—, las enseñan a hacerlo. Saben por instinto lo que tienen que hacer si la conversación decae.
—Sí, pero en tu caso no se nota —dije—. La señora Pascoe no lo hace igual. Ella habla y habla sin parar hasta que te entran ganas de gritar. Otros domingos, ningún hombre tiene ocasión de decir nada. No sé cómo lo has hecho, pero todo ha sido muy agradable.
—¿Ha sido agradable?
—Sí, claro, ya te lo he dicho.
—Entonces, más vale que te cases con tu Louise cuanto antes y tengas una anfitriona de verdad, no un ave de paso.
Me erguí en el taburete y la miré. Se estaba repasando el pelo delante del espejo.
—¿Que me case con Louise? —dije—. ¡No seas absurda! No quiero casarme con nadie. Y además no es mi Louise.
—¡Oh! —exclamó—. Creía que sí. Al menos esa impresión me dio tu padrino.
Se sentó en un sillón y sacó la labor de bordado. En ese momento entró el joven John a correr las cortinas, así que guardé silencio. Pero me puse negro. ¿Con qué derecho hacía mi padrino esa clase de conjeturas? Esperé a que John saliera.
—¿Qué fue lo que dijo mi padrino? —pregunté.
—No recuerdo las palabras exactas —me contestó—, pero me dio la sensación de que para él estaba muy claro. Al volver de la iglesia en el carruaje, dijo que su hija había venido a arreglar las flores y que para ti era una lata, porque te has criado en una casa de hombres; y que cuanto antes te cases y tengas una mujer que te cuide, mejor. También me dijo que Louise te entiende muy bien, y tú a ella. Espero que te hayas disculpado por no presentarte a la cita el sábado.
—Sí, me he disculpado —dije—, pero me parece que no ha servido de mucho. Nunca había visto a Louise de tan mal humor. Por cierto, dice que eres muy guapa. Y las señoritas Pascoe también.
—¡Qué halagador!
—Pero el vicario no está de acuerdo con ellas.
—¡Qué disgusto!
—Pero le pareces femenina. Sin duda.
—¿En qué sentido lo dirá?
—Supongo que un sentido muy distinto a la señora Pascoe.
Se le escapó una risita y levantó la vista de la labor.
—¿Cómo la definirías, Philip?
—¿A qué te refieres?
—A la diferencia entre la feminidad de la señora Pascoe y la mía.
—¡Ah, yo qué sé! —contesté, y di un golpe a la pata del taburete—. No sé nada de ese tema. Lo único que sé es que me gusta mirarte, pero a la señora Pascoe no.
—Una respuesta sencilla y clara, gracias, Philip.
Podía haber dicho lo mismo de sus manos. También me gustaba mirarlas. Las de la señora Pascoe eran como jamones cocidos.
—De todas formas, todo eso de Louise es absurdo —dije—, así que olvídalo. Nunca la he considerado una mujer casadera y no tengo intención de empezar ahora.
—Pobre Louise.
—Es ridículo que a mi padrino se le haya metido esa idea en la cabeza.
—En realidad no. Cuando dos jóvenes tienen la misma edad, se ven a menudo y les gusta estar juntos, es natural que los demás piensen en el matrimonio. Además es guapa y muy eficiente. Sería una mujer excelente para ti.
—Prima Rachel, ¿quieres dejarlo de una vez?
Me miró otra vez y sonrió.
—Y también podías dejar esa tontería de ir de visita a todas partes —dije— y pensar en instalarte en la vicaría o en Pelyn. ¿Qué es lo que no te gusta de esta casa o de mi compañía?
—Hasta ahora, no tengo queja alguna.
—¿Entonces…?
—Me quedaré hasta que Seecombe se harte de mí.
—Seecombe no tiene nada que ver en esto —dije—, ni Wellington, ni Tamlyn ni ningún otro. Aquí el amo soy yo y tiene que ver conmigo.
—Entonces, tendré que hacer lo que se me ordene —dijo—; eso también forma parte de la educación de la mujer.
La miré con suspicacia, a ver si se estaba riendo, pero tenía la cabeza inclinada sobre la labor y no le veía los ojos.
—Mañana —dije— haré una lista de los arrendatarios por orden de antigüedad. Primero irás a visitar a los que llevan más tiempo con la familia. Empezando por el Barton, como quedamos el sábado. Saldremos de casa a la dos, todas las tardes hasta que conozcas a todo el mundo.
—Sí, Philip.
—Tendrás que escribir una nota a la señora Pascoe y a sus hijas para decirles que tienes otros compromisos.
—Lo haré mañana por la mañana.
—Cuando terminemos con los nuestros, tendrás que quedarte en casa tres tardes a la semana, los martes, jueves y viernes, me parece que es, por si viene a verte alguien del condado.
—¿Cómo sabes qué días son?
—Porque he oído hablar mucho de eso a las Pascoe y a Louise.
—Ya. Y ¿tengo que recibir a la gente yo sola, aquí en la sala de estar, o te quedarás tú conmigo, Philip?
—La recibirás tú sola. Vendrán a verte a ti, no a mí. Recibir a la gente del condado no forma parte de las obligaciones de los hombres.
—Y si me invitan a comer, ¿puedo aceptar?
—No te invitarán. Estás de luto. Si se organiza alguna diversión, será aquí. Pero nunca más de dos parejas cada vez.
—¿Así es la etiqueta en esta parte del mundo? —me preguntó.
—¿La etiqueta? ¡Ja! —respondí—. Ambrose y yo nunca prestamos atención a la etiqueta; nos la hacíamos a medida.
Vi que agachaba más la cabeza sobre la labor y me malicié que era para ocultar la risa, aunque no tenía la menor idea de qué sería lo que le hacía gracia. No me estaba haciendo el gracioso.
—Supongo —dijo al cabo de un momento— que estaría fuera de lugar pedirte que me hicieras una lista de las reglas. Un código de conducta, por decirlo de alguna manera. Podría estudiarlo aquí, mientras espero a las visitas. Sería un desastre que diera algún paso en falso, según tu opinión, y quedara en ridículo.
—Puedes decir lo que quieras a quien quieras —contesté—. Lo único que te pido es que te quedes aquí, en la sala de estar. Nunca dejes entrar a nadie en la biblioteca bajo ningún pretexto.
—¿Por qué? ¿Qué habrá en la biblioteca?
—Yo, y con los pies encima de la repisa de la chimenea.
—¿Los martes, jueves y viernes también?
—No, los jueves no. Los jueves voy a la ciudad, al banco.
Cogió las madejas de seda y las acercó al candelero para ver el color; después las envolvió en la labor. Hizo un rollo con todo y lo dejó.
Miré el reloj. Todavía era pronto. ¿Pensaba irse arriba tan temprano? Tuve una sensación de decepción.
—Y cuando haya venido toda la gente del condado a verme ¿qué pasará?
—Pues tendrás la obligación de devolver la visita a todos. Pediré que te preparen el carruaje todas las tardes a las dos. No, disculpa, solo los martes, jueves y viernes.
—Y ¿tengo que ir sola?
—Sí, sola.
—Y los lunes y miércoles ¿qué hago?
—Los lunes y miércoles, a ver, un momento… —Me puse a pensar a toda prisa, pero me falló la inventiva—. ¿Dibujas o cantas, como las Pascoe? Podrías practicar canto los lunes y dibujo o pintura los miércoles.
—Ni dibujo ni canto —dijo mi prima Rachel—, y me temo que estás preparándome un programa social que no va nada conmigo. En vez de esperar a que la gente del condado venga a verme, preferiría ir yo a verla con el propósito de darles clases de italiano.
Apagó las velas de la mesilla que tenía al lado y se puso en pie. Yo me levanté del taburete.
—¿La señora Ashley dando clases de italiano? —dije, fingiendo horror—. ¡Qué baldón para su ilustre apellido! Solo las solteronas dan clases, porque no tienen quien las mantenga.
—Y ¿qué hacen las viudas que se encuentran en circunstancias similares? —pregunté.
—¿Las viudas? —dije, sin pensar—. ¡Ah! Las viudas vuelven a casarse cuanto antes o venden sus anillos.
—Ya. Bien, pues no tengo intención de hacer ninguna de las dos cosas. Prefiero dar clases de italiano.
Me dio una palmadita en el hombro, dio unos pasos y volvió la cabeza para desearme buenas noches.
Me puse como la grana. ¡Dios mío! ¿Qué había dicho? Había hablado sin pensar en su estado, sin pensar en quién era ella ni en lo que le había pasado. Me había dejado llevar alegremente por la conversación como habría hecho en el pasado con Ambrose y se me había soltado la lengua más de lo conveniente. Volver a casarse, vender sus anillos. ¿Qué pensaría de mí, por el amor de Dios?
¡Qué torpe, insensible y zafio, en una palabra, y mal educado le habría parecido! Noté que el rubor me subía por el cuello hasta la raíz del pelo. Maldición y condenación. Mejor no pedir disculpas, porque el asunto tomaría mayores dimensiones. Mejor dejarlo pasar, esperar y rogar que se le olvidara. Me alegré de que no hubiera nadie más en la sala, mi padrino, por ejemplo, que me habría llevado aparte y me habría mirado con el ceño fruncido por semejantes modales. O, si hubiera sido en la mesa, con Seecombe sirviéndonos, y el joven John… ¡Volver a casarse! ¡Vender sus anillos! ¡Ay, Dios… ay, Dios! Pero ¿en qué demonios estaba pensando? Ahora me pasaría la noche en vela, dando vueltas y más vueltas, sin dejar de oír su respuesta, veloz como el rayo: «No tengo intención de hacer ninguna de las dos cosas. Prefiero dar clases de italiano».
Llamé a Don; salimos por la puerta lateral y me lo llevé a pasear por los alrededores. A medida que andaba me parecía que la ofensa empeoraba, en vez de mejorar. Rudo, inconsciente, cabeza de chorlito, bruto… De todos modos, ¿qué quería decir? ¿Sería posible que tuviera tan poco dinero para decirlo en serio? ¿La señora Ashley dando clases de italiano? Me acordé de la carta que le había escrito a mi padrino desde Plymouth. Le decía que tenía intención de irse a Londres después de descansar un poco. Me acordé también de lo que había dicho el hombre ese, Rainaldi, que se vería obligada a vender la villa de Florencia. Entonces caí en la cuenta, con todas sus consecuencias, de que Ambrose no le había dejado nada en el testamento, nada en absoluto. Hasta el último penique de su herencia era para mí. Me vinieron a la cabeza las habladurías de los criados. No había nada previsto para la señora Ashley. ¿Qué se diría en las dependencias de los criados, en las tierras, en el vecindario, en el condado, si la señora Ashley se ponía a dar clases de italiano?
Dos o tres días antes me habría dado igual. Por mí, como si se moría de hambre la mujer a la que me imaginaba, y bien merecido lo tenía. Pero ahora no. Ahora era distinto. La situación había cambiado por completo. Era necesario hacer algo para remediarla, pero no sabía qué. No podía hablarlo con ella, eso seguro. Solo de pensarlo me ponía otra vez como la grana de vergüenza. Sin embargo, para mi gran alivio, me acordé de pronto de que ni el dinero ni las tierras eran legalmente míos todavía, que todavía faltaban seis meses para que lo fueran, el día de mi cumpleaños. Por lo tanto, no dependía de mí, era responsabilidad de mi padrino. Él era el administrador de las propiedades y mi tutor. Por lo tanto, le correspondía a él acercarse a mi prima Rachel y asignarle una parte de las tierras. Iría a verlo para hablarlo con él en cuanto se me presentara la ocasión. Mi nombre no tenía que aparecer en ninguna parte; que pareciera un simple trámite legal que había que hacer en algún momento, según la costumbre del país. Sí, esa era la solución. Gracias a Dios que se me había ocurrido pensarlo. Clases de italiano… ¡Qué vergonzoso, qué humillante!
Tranquilizado, volví a casa, pero todavía no se me había olvidado la metedura de pata del principio. Volver a casarse, vender los anillos… Llegué al final del césped por la fachada este y silbé suavemente a Don, que estaba husmeando en la tierra. Mis pasos se oían un poco sobre el camino de gravilla. Alguien me llamó:
—¿Sales a menudo de noche a pasear por el bosque?
Era mi prima Rachel. Estaba sentada en el dormitorio azul sin ninguna luz, con la ventana abierta. La metedura de pata se me cayó encima como una losa y di gracias al cielo porque no me veía la cara.
—A veces —dije—, cuando tengo que pensar en algo.
—¿Eso quiere decir que esta noche tienes algo en que pensar?
—Sí, claro —respondí—. He llegado a una conclusión importante, paseando por el bosque.
—¿De qué se trata?
—He llegado a la conclusión de que tenías toda la razón cuando aborrecías mi nombre, antes de conocerme, y me considerabas, tal como dijiste, horrible, mimado y gazmoño. Soy las tres cosas y otras peores, además.
Se asomó apoyando los brazos en el alféizar.
—En tal caso, no te sienta bien pasear por el bosque —dijo—, y esas conclusiones son una estupidez.
—Prima Rachel…
—¿Sí?
Pero no sabía cómo disculparme. En la sala de estar, las palabras se habían unido y habían salido con total facilidad para meter la pata, pero ahora que deseaba remediarlo no acudían a mi boca. Me quedé allí, bajo la ventana, mudo y avergonzado. De pronto vi que se daba media vuelta y se estiraba para alcanzar algo; volvió a asomarse y me lo tiró desde la ventana. Me dio en la mejilla y después cayó al suelo. Me agaché a recogerlo. Era una flor del jarrón, un azafrán silvestre.
—No seas tan tonto, Philip, vete a la cama —dijo.
Cerró la ventana y corrió las cortinas; y no sé cómo, pero se me pasó la vergüenza, se me olvidó la metedura de pata y me tranquilicé.
Los primeros días de la semana fue imposible ir a Pelyn por el programa que había establecido de visitas a los arrendatarios. Por otra parte, no había excusa plausible para ir a ver a mi padrino sin llevar a mi prima Rachel a ver a Louise. La oportunidad se presentó el jueves. Llegó el transportista de Plymouth con todos los arbustos y plantas que mi prima había traído de Italia y, en cuanto Seecombe se lo comunicó —yo estaba terminando de desayunar en ese momento—, apareció abajo, vestida y con la pañoleta de encaje en la cabeza, preparada para ir al jardín. La puerta del comedor estaba abierta y se veía el vestíbulo, así que la vi pasar. Salí a darle los buenos días.
—Tenía entendido —le dije— que Ambrose te decía que ninguna mujer estaba presentable antes de las once de la mañana. ¿Qué haces aquí abajo a las ocho y media?
—Ha llegado el transportista —dijo— y a las ocho y media de la última mañana de septiembre no soy una mujer; soy jardinera. Tamlyn y yo tenemos mucho que hacer.
Estaba alegre y animada, como una niña cuando sabe que le van a dar una golosina.
—¿Vas a contar las plantas? —le pregunté.
—¿A contarlas? No —respondió—. Tengo que ver cuántas han sobrevivido al viaje y cuáles vale la pena poner en tierra inmediatamente. Tamlyn no lo sabrá, pero yo sí. Los árboles no corren prisa, podemos trasplantarlos con calma, pero me gustaría ver los arbustos en tierra cuanto antes.
Llevaba en las manos un par de guantes viejos y recios, que no tenían nada que ver con su pequeña y atildada figura.
—No pensarás ponerte a escarbar en la tierra, ¿verdad? —le pregunté.
—Claro que sí. Ya lo verás. Seré más rápida que Tamlyn y sus hombres. No me esperes a comer.
—Pero esta tarde —protesté— nos esperan en Lankelly y en Coombe. Habrán fregado las cocinas y habrán preparado el té.
—Manda recado de que aplazamos la visita —dijo—. Cuando hay trabajo que hacer en el jardín no puedo comprometerme a nada. Adiós.
Agitando la mano cruzó la puerta y salió al camino de gravilla.
—¡Prima Rachel! —La llamé desde la ventana del comedor.
—¿Qué hay? —dijo, mirando atrás.
—Ambrose no tenía razón cuando dijo eso de las mujeres —grité—. A las ocho y media de la mañana están perfectamente presentables.
—Ambrose no se refería a las ocho y media —respondió—, se refería a las seis y media, y en la habitación.
Di media vuelta riéndome y vi a Seecombe pegado a mí, frunciendo los labios. Con cara de desaprobación, se acercó al aparador e indicó al joven John que retirara los platos del desayuno. La ventaja de esta jornada de jardinería es que nadie iba a echarme de menos. Cambié los planes que tenía para la mañana, ordené que ensillaran a Gypsy y a las diez estaba de camino a Pelyn. Encontré a mi padrino en casa, en el estudio y, sin más preámbulos, le expuse el objeto de la visita.
—Así que, entiéndalo, hay que hacer algo e inmediatamente. Imagínese: si llegara a oídos de la señora Pascoe que la señora Ashley tiene intenciones de dar clases de italiano, en menos de veinticuatro horas lo sabría todo el condado, ¿no le parece?
Tal como esperaba, mi padrino se quedó muy impresionado y dolido.
—¡Qué escándalo! —dijo—. Que ni lo sueñe. Eso no puede ser. Es un asunto delicado, desde luego. Necesito tiempo para pensar en la forma de enfocarlo.
Me impacienté. Conocía su cautela en asuntos legales. Se pasaría días dándole vueltas hasta llegar a una conclusión.
—No hay tiempo que perder —dije—. Usted no conoce a mi prima Rachel tanto como yo. Es capaz de decir a cualquier arrendatario, sin más ni más, como es ella: «¿Sabe de alguien que quiera aprender italiano?». Y entonces ¿cómo quedaríamos nosotros? Además, ya corren rumores por ahí, por lo que dice Seecombe. Todo el mundo sabe que en el testamento no le han dejado nada. Eso hay que remediarlo cuanto antes.
Se quedó pensando, mordiendo la pluma.
—El consejero italiano no me aclaró nada de sus circunstancias —dijo—. Es una lástima que no pueda hablar del asunto con él. No tenemos forma de averiguar de qué medios personales dispone ni en qué situación la dejó su primer marido.
—Creo que se lo gastó todo en saldar las deudas de Sangalletti —dije—. Me lo dijo Ambrose en una carta, si mal no recuerdo. Fue uno de los motivos que les impidieron volver el año pasado, el estado de sus asuntos económicos. Seguro que tiene que vender la villa por eso. ¡Caramba, es posible que no tenga un penique a su nombre! Tenemos que hacer algo para ayudarla y tiene que ser hoy.
Mi padrino repasó los papeles esparcidos por el escritorio.
—Me alegro mucho, Philip —dijo, mirándome por encima de las gafas—, de este cambio tuyo de actitud. Estaba muy intranquilo antes de que llegara tu prima. Tenías intención de ser muy grosero y desagradable y de no hacer absolutamente nada por ella, cosa que habría sido un escándalo. Al menos ahora has entrado en razón.
—Me equivoqué —dije brevemente—, olvidémonos de todo aquello.
—Bien —dijo—, en ese caso voy a escribir una carta a la señora Ashley, y al banco también. Les explicaré, a los dos, lo que se va a hacer por cuenta de este patrimonio. Lo mejor será ingresarle un cheque trimestralmente en una cuenta que voy a abrirle. Cuando se vaya a Londres o a donde sea, la sucursal de allí tendrá instrucciones nuestras. Dentro de seis meses, cuando cumplas veinticinco años, podrás llevar el asunto personalmente. Bien, y, en cuanto a la cantidad trimestral, ¿cuánto te parece que estaría bien?
Lo pensé un momento y le dije una cifra.
—¡Qué generoso, Philip! —dijo—. Generoso en exceso, incluso. No creo que necesite tanto, al menos de momento.
—¡Ay, por Dios, no seamos miserables! —dije—. Ya que vamos a hacerlo, hagámoslo al estilo de Ambrose… o no hagamos nada.
—Hum —dijo, y anotó un par de números en su libro de registros—. Bueno, creo que esto le parecerá muy bien —dijo— y compensará la decepción que se haya podido llevar por el testamento.
¡Qué fría y seca era la mentalidad legal! Garabateando ahí con la pluma, haciendo sumas y números, contando chelines y peniques, a ver cuánto podía permitirse uno a costa del patrimonio. ¡Oh, Señor! ¡Cómo odiaba el dinero!
—Dese prisa, señor, escriba la carta. La llevaré a casa yo mismo. Y también puedo acercarme al banco para que la reciban cuanto antes. Así mi prima Rachel podrá disponer de lo que necesite inmediatamente.
—Mi querido muchacho, la señora Ashley no estará tan apurada. Vas de un extremo al otro. —Suspiró, sacó una hoja de papel y se la puso delante, encima del libro de registros—. Tenía razón cuando dijo que eras igual que Ambrose.
Esta vez, mientras escribía la carta, me puse a mirar lo que ponía por encima de su hombro, para saber con certeza lo que le decía. No me nombraba para nada. Hablaba del patrimonio. Recibiría una provisión de fondos a cuenta del patrimonio. Se le asignaba una cantidad que le sería transferida trimestralmente. Yo lo miraba como un halcón.
—Si no quieres verte mezclado en el asunto —me dijo—, es mejor que no lleves tú la carta. Dobson tiene que ir a tu casa esta tarde, puede llevarla él. Es lo mejor.
—Excelente —dije—, yo iré al banco. Gracias, tío.
—No te olvides de saludar a Louise antes de irte —me dijo—. Creo que está en casa, en alguna parte.
Estaba tan impaciente que habría podido prescindir de verla, pero no podía decirlo. Se encontraba en la sala de estar, con la puerta abierta, y tuve que pasar por delante al salir del estudio de mi padrino.
—Me pareció oír tu voz —dijo—. ¿Has venido a pasar el día? Espera, que te pongo un poco de tarta y fruta. Seguro que estás muerto de hambre.
—Tengo que irme ahora mismo —dije—, gracias, Louise. Solo he venido un momento a ver a mi padrino por un asunto de negocios.
—¡Ah! —dijo ella—. Ya. —Su expresión, alegre y natural al verme, se volvió muy seria, como la del domingo—. Y ¿qué tal está la señora Ashley? —preguntó.
—Muy bien y tremendamente atareada —dije—. Esta mañana han llegado todos los arbustos que trajo de Italia y está plantándolos en el vivero.
—Y ¿cómo es que no te has quedado para ayudarla?
No sé qué le pasaba a esa chica, pero ese tono de voz nuevo en ella me resultaba irritante. Me recordó de pronto a otros tiempos, años antes, cuando jugábamos a las carreras en el jardín y, cuando más contento estaba yo, sin motivo aparente sacudía los rizos y me decía: «Me parece que ya no quiero jugar más», y se quedaba mirándome con esa misma cara de obstinación.
—Sabes perfectamente que soy negado para la jardinería —dije, y entonces, por pura malicia, añadí—: ¿Todavía no se te ha pasado el mal humor?
Se puso de pie y se sonrojó.
—¿Mal humor? No sé de qué hablas —dijo rápidamente.
—¡Ah, sí! Lo sabes de sobra —respondí—. Estuviste todo el domingo de un humor imposible. Se notaba muy bien. Me extraña que las chicas de los Pascoe no dijeran nada.
—Seguramente —contestó— estaban tan pendientes de otras cosas que no se dieron cuenta, igual que los demás.
—¿Qué cosas eran esas? —le pregunté.
—¡Qué fácil debe de ser para una mujer de mundo, como la señora Ashley, hacer bailar a un joven como tú al son que ella quiera!
Di media vuelta y me fui. Le habría dado un cachete.