Capítulo XIX
Estuvimos con Don toda la larga tarde. Yo cené, pero Rachel no quiso comer nada. El perro murió poco antes de medianoche. Me lo llevé y lo tapé; lo enterraríamos al día siguiente en los jardines nuevos. Cuando volví, no había nadie en la biblioteca, Rachel había subido a su habitación. Recorrí el pasillo hasta el tocador y la encontré allí sentada, con los ojos llorosos, mirando el fuego.
Me senté a su lado y le cogí la mano.
—Creo que no ha sufrido —le dije—. Creo que no tenía dolor.
—Quince largos años —dijo ella—, el niñito de diez que abrió su tarta de cumpleaños. Me acordaba de eso todo el tiempo, cuando lo tenía con la cabeza en el regazo.
—El cumpleaños se repite dentro de tres semanas —le dije—. Cumplo veinticinco. ¿Sabes lo que pasará ese día?
—Tendrían que cumplirse todos tus deseos —respondió—, o eso decía mi madre cuando yo era joven. ¿Qué deseo vas a pedir, Philip?
No respondí inmediatamente. Me quedé mirando el fuego, igual que ella.
—No lo sabré hasta que llegue el momento.
Tenía la mano, con los anillos, inmóvil sobre la mía.
—Cuando los cumpla —dije— mi padrino no tendrá ningún control sobre las propiedades. Será todo mío y haré con ellas lo que quiera. Puedo darte la gargantilla de perlas y todas las joyas que hay en el banco.
—No —dijo ella—, no las aceptaré, Philip. Tienen que seguir en el patrimonio, para tu mujer, cuando te cases. Sé que todavía no quieres casarte, pero a lo mejor un día cambias de opinión.
Sabía muy bien lo que deseaba decirle, pero no me atrevía. Lo que hice fue agacharme a besarle la mano. Después me separé un poco.
—Que esas joyas no sean tuyas hoy se debe simplemente a un error —dije—. Y no solo las joyas, sino todo lo demás. Esta casa, el dinero, las tierras. Lo sabes perfectamente.
Parecía molesta. Dejó de mirar el fuego y se reclinó en la butaca. Empezó a juguetear con los anillos.
—No hace falta hablar de eso —dijo—. Si ha habido un error, me he acostumbrado a él.
—Puede que tú sí —dije—, pero yo no.
Me puse de pie, de espaldas al fuego, mirándola. Ahora ya sabía lo que tenía que hacer y nadie podría impedírmelo.
—¿Qué significa eso? —me preguntó, todavía con la misma sombra de malestar en los ojos.
—Da igual —respondí—, lo sabrás dentro de tres semanas.
—Dentro de tres semanas —dijo—, después de tu cumpleaños, tengo que irme, Philip.
Finalmente lo dijo, las palabras que esperaba. Pero ahora que tenía un plan en la cabeza, tal vez no tuvieran importancia.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Me he quedado demasiado tiempo —respondió.
—Dime una cosa. Suponiendo que Ambrose hubiera hecho un testamento dejándote todo el patrimonio hasta el día de tu muerte, con la condición de que entretanto fuera yo quien se encargara de todo, ¿qué habrías hecho?
Desvió la mirada hacia el fuego otra vez.
—¿A qué te refieres? —me preguntó—. ¿Qué habría hecho con qué?
—¿Te habrías quedado a vivir aquí? ¿Me habrías despedido?
—¿Despedirte? —exclamó—. ¿De tu propia casa? ¡Ay, Philip! ¿Cómo puedes hacerme semejante pregunta?
—Entonces, ¿te habrías quedado? —repliqué—. ¿Habrías vivido en esta casa y, en cierto modo, yo trabajaría para ti llevando tus asuntos? ¿Viviríamos juntos, como ahora?
—Sí —dijo—, sí, supongo. No lo había pensado nunca. Pero sería muy distinto, no se puede comparar.
—¿Cuál sería la diferencia?
Hizo un gesto con las manos.
—¿Cómo podría explicártelo? —dijo—. ¿No comprendes que la situación en que me encuentro es insostenible simplemente porque soy una mujer? Tu padrino sería el primero en darme la razón. No me ha dicho nada, pero estoy segura de que opina que ha llegado el momento de que me vaya. Sería distinto si la casa fuera mía y tú mi empleado, en el sentido al que te referías antes. Yo sería la señora Ashley y tú mi heredero. Pero ahora, tal como están las cosas, eres Philip Ashley y yo una familiar que vive a tu costa. La diferencia entre estas dos situaciones es enorme, querido.
—Exacto —contesté.
—Bien, entonces no hablemos más del asunto.
—Vamos a seguir hablando del asunto —dije— porque tiene una importancia inmensa. ¿Qué pasó con el testamento?
—¿Qué testamento?
—El que redactó Ashley y no llegó a firmar, en el que te dejaba a ti la propiedad de todo.
Vi una gran preocupación en el fondo de su mirada.
—¿Cómo sabes que lo redactó? Yo no te lo he dicho.
Una mentira serviría de excusa, y se la di.
—Siempre he sabido que tenía que existir —respondí—, es posible que no lo firmara y, por tanto, no tiene valor desde el punto de vista legal. Y digo más, me atrevo a creer que lo tienes aquí, entre tus cosas.
Fue un tiro a ciegas, pero funcionó. Miró instintivamente hacia el escritorio, que estaba apoyado en el pared, y después a mí otra vez.
—¿Qué pretendes que diga? —me preguntó.
—Solo quiero confirmar que existe.
Vaciló y luego se encogió de hombros.
—Muy bien; sí —contestó—, pero eso no cambia nada. Ese testamento no está firmado.
—¿Me lo enseñas? —pregunté.
—¿Para qué, Philip?
—Para una cosa que estoy pensando. Creo que puedes confiar en mí.
Me miró un buen rato. Estaba desconcertada, sin duda, y creo que también inquieta. Se levantó y se acercó al escritorio y, vacilante, me miró otra vez.
—¿A qué viene todo esto de repente? —preguntó—. ¿Es que no podemos dejar el pasado en paz? Aquella noche en la biblioteca me prometiste que no hablaríamos más del pasado.
—Y tú prometiste que te quedarías —repliqué.
Dármelo o negármelo dependía de ella. Pensé en la decisión que había tomado esa misma tarde, en la losa de granito. Para bien o para mal, había decidido leer la carta. Ahora era ella la que debía tomar una decisión. Cogió una llavecita y abrió un cajón del escritorio. Sacó un papel y me lo dio.
—Léelo si quieres —dijo.
Acerqué el papel al candelero. La letra era de Ambrose, clara y firme, más segura que la de la carta que había leído por la tarde. Estaba fechada en noviembre del año anterior, cuando llevaban siete meses de casados. El encabezamiento era: «Última voluntad y testamento de Ambrose Ashley», y decía exactamente lo que me había contado en la carta. Todo pasaba a ser propiedad de Rachel, y después del mayor de los hijos de ambos, de ser el caso; de lo contrario, sería para mí, y siempre con la condición de que llevara yo los asuntos del patrimonio mientras ella viviera.
—¿Puedo hacer una copia? —le pregunté.
—Haz lo que quieras —me dijo. Estaba pálida y apática, como si le diera igual—. No sirve para nada, Philip, no tiene sentido hablar de ese testamento ahora.
—De momento me lo quedo y haré una copia —dije.
Me senté al escritorio, cogí pluma y papel y empecé a copiarlo mientras ella se quedaba en la silla con la cara apoyada en la mano.
Yo sabía que necesitaba confirmar todo lo que Ambrose me decía en la carta y, aunque aborrecía hasta la última palabra de lo que tenía que decir, era preciso que le preguntara. Empecé a escribir: copiar el testamento era más un pretexto que otra cosa y me servía para no tener que mirarla.
—Veo que está fechado en noviembre —dije—. ¿Sabes por qué eligió ese mes para hacer un testamento nuevo? Os casasteis el mes de abril anterior.
Tardó un poco en responder; de pronto pensé en lo que sentiría un médico al tocar la postilla de una llaga de curación lenta.
—No sé por qué lo hizo en noviembre —dijo—, en esa época, ni él ni yo pensábamos en la muerte. Todo lo contrario, fueron los momentos más felices de los dieciocho meses que vivimos juntos.
—Sí —dije, y cogí otra hoja de papel—; me lo contó en una carta.
Oí que se movía en la butaca y que se volvía a mirarme, pero seguí escribiendo.
—¿Ambrose te lo contó? —dijo—. Pero si le pedí que no lo hiciera. Yo temía que lo malinterpretaras, que te lo tomaras como un desaire; era lo más natural. Me prometió que guardaría el secreto. Y ahora resulta que dio lo mismo.
Lo dijo en un tono monótono, sin expresión. Al fin y al cabo, era posible que un enfermo manifestara dolor sin ningún entusiasmo cuando un médico le tocaba la postilla. En la carta enterrada bajo la losa de granito, Ambrose decía: «Para una mujer es algo mucho más profundo». Seguí escribiendo y de pronto me fijé en lo que había puesto: «Dio lo mismo… dio lo mismo». Rompí la hoja y empecé de nuevo.
—Y al final —dije— el testamento no se llegó a firmar.
—No —dijo ella—. Ambrose lo dejó tal como lo ves ahora.
Terminé de copiarlo, doblé el original y la copia y me las guardé en el bolsillo superior, donde esa tarde había guardado la carta. Después me arrodillé al lado de su sillón y la abracé, no como a una mujer, sino como a un niño.
—Rachel —dije—. ¿Por qué Ambrose no firmó el testamento? —Se quedó muy quieta, no se apartó. Solo apretó de repente la mano que descansaba en mi hombro—. Dímelo, Rachel —insistí—, dímelo.
Me contestó como desde lejos, con una voz débil, poco más que un susurro al oído.
—Nunca lo supe —dijo—, no volvimos a hablar del asunto. Pero creo que, cuando comprendió que definitivamente yo no podría tener hijos, dejó de creer en mí. Perdió algo semejante a la fe, aunque no llegó a darse cuenta.
Arrodillado allí, rodeándola con los brazos, pensé en la carta que había guardado en la libreta y enterrado bajo la losa, en la acusación que encerraba, igual que esta otra, expresada con otras palabras, y me pregunté cómo podía ser que dos personas que se habían querido se equivocaran tanto la una con la otra y, con un dolor en común, se distanciaran tanto. El amor entre el hombre y la mujer debía de tener algo que los llevaba al sufrimiento y a la suspicacia.
—¿No eras feliz en ese momento? —le pregunté.
—¿Feliz? —dijo—. ¿Tú qué crees? Estaba prácticamente desesperada.
Me los imaginé sentados en la terraza de la villa, con una sombra extraña entre ambos, hecha solo de sus propias dudas y temores, y me dio la impresión de que esa sombra venía de mucho más atrás y ya no se podía saber de dónde. Tal vez Ambrose no fuera consciente, pero es posible que abrigara algún rencor sobre su pasado con Sangalletti y su vida anterior y la culpara de no haber compartido esas cosas con él; y ella, con un resentimiento semejante, temiera perder el amor por no poder tener hijos. ¡Qué poco había entendido a Ambrose, al fin y al cabo! Y ¡qué poco la conocía él! No me importaría contarle lo que decía la carta, pero no le haría ningún bien. La mutua incomprensión era demasiado profunda.
—Entonces, ¿fue un error que el testamento no se firmara y quedara relegado? —le pregunté.
—Llámalo así, si quieres —contestó—; ahora ya da igual. Pero poco después cambió de forma de ser. Empezaron los dolores de cabeza, que lo cegaban. Casi se puso violento en un par de ocasiones. Yo me preguntaba hasta qué punto sería culpa mía y tenía miedo.
—Y ¿no tenías ningún amigo?
—Solo Rainaldi. Y jamás le conté lo que te he contado a ti esta noche.
Ese rostro impenetrable, esos ojos entrecerrados, escrutadores. No me extrañaba que Ambrose no se fiara de él. Sin embargo, Ambrose era su marido, ¿cómo podía estar tan poco seguro de sí mismo? Sin duda un hombre sabe si una mujer lo ama. Aunque posiblemente uno no se da cuenta siempre.
—Y, cuando Ambrose cayó enfermo —dije—, ¿dejaste de invitar a Rainaldi a la villa?
—No me atrevía —dijo—. Jamás entenderás en lo que se convirtió Ambrose ni quiero contártelo. Por favor, Philip, no me hagas más preguntas.
—¿Qué sospechaba Ambrose de ti?
—Todo. Que le era infiel y cosas peores.
—¿Qué puede ser peor que la infidelidad?
De repente me apartó, se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió.
—Nada —dijo—, nada de nada. Y ahora vete y déjame sola.
Me levanté lentamente y fui a la puerta; me quedé a su lado.
—Lo siento —le dije—, no quería que te enfadaras.
—No estoy enfadada —respondió.
—Nunca volveré a preguntarte nada. Estas han sido las últimas preguntas. Te lo prometo solemnemente.
—Gracias —dijo.
Tenía la cara en tensión y estaba pálida. Hablaba con frialdad.
—Tenía motivos para hacértelas —le dije—. Lo sabrás dentro de tres semanas.
—No te he preguntado el motivo, Philip —dijo—; solo te pido que te vayas.
No me dio un beso, ni la mano siquiera. Yo le hice una inclinación de cabeza y me fui. Sin embargo, un momento antes me había permitido arrodillarme a su lado y abrazarla. ¿Por qué había cambiado de repente? Si Ambrose conocía poco a las mujeres, yo menos. Esa ternura inesperada, que pillaba a un hombre por sorpresa y lo elevaba a las mayores alturas, y de pronto, sin ningún motivo, por un cambio de humor, lo devolvía a donde estaba antes… ¿qué asociación de ideas confusa e indirecta se producía en su cabeza y les nublaba el pensamiento? ¿Qué impulsos se apoderaban de su ser y las llevaban a la furia y a retirarse, o al contrario, a una generosidad repentina? Sin duda los hombres éramos distintos, con nuestra falta de comprensión y nuestra lentitud para orientarnos, mientras que ellas, erráticas e inestables, seguían su camino dejándose llevar por los caprichos de la fantasía.
A la mañana siguiente, cuando bajó, estaba como siempre, amable y gentil; no hizo ninguna referencia a la conversación de la víspera. Enterramos al pobre Don en los jardines nuevos, en una parcela aparte, donde empezaba el paseo de las camelias, y señalé el lugar con un círculo de piedras alrededor de la tumba. No hablamos de aquel décimo cumpleaños, cuando Ambrose me lo regaló, ni del vigesimoquinto que se aproximaba. Pero al día siguiente me levanté temprano, di órdenes de que ensillaran a Gypsy y me fui a Bodmin. Acudí a casa de un abogado, un hombre llamado Wilfred Trewin, que llevaba muchos casos del condado, aunque ninguno de los Ashley, puesto que mi padrino tenía su propia gente en St Austell. Le expliqué que acudía por un asunto muy urgente y personal y que deseaba que redactara un documento legal en forma y lenguaje que me permitiera ceder todas mis propiedades a mi prima, la señora Rachel Ashley, a partir del día 1 de abril, cuando serían legalmente mías.
Le enseñé el testamento y le dije que Ambrose no lo había firmado únicamente porque había caído enfermo y después había muerto. Le pedí que incorporase al documento muchas cosas de las que Ambrose había escrito en el suyo: que, a la muerte de Rachel, el patrimonio volviera a mis manos y que, entretanto, sería yo quien llevara todos los asuntos de las propiedades. En el caso de que falleciera yo antes, naturalmente todo pasaría a mis primos segundos de Kent, pero no antes de que ella muriera. Trewin entendió enseguida lo que le pedía y creo que, como no era muy amigo de mi padrino —y por eso, entre otras cosas, acudía yo a él—, le satisfacía que le confiara un asunto tan importante.
—¿Quiere usted —dijo— incluir una cláusula que preserve las tierras? Tal como está ahora el borrador, la señora Ashley podría vender todo lo que quisiera, y sería una imprudencia dejarlo así si desea dejárselas todas a sus herederos.
—Sí —dije—, es mejor incluir una cláusula que prohíba venderlas. Y también la casa, naturalmente.
—También existen unas joyas que forman parte del patrimonio familiar, ¿no es así? —dijo el abogado—, y algunas otras posesiones personales. ¿Qué hacemos con ellas?
—Las joyas son suyas —dije—, que haga con ellas lo que quiera.
Me leyó el borrador y me pareció que no le faltaba nada.
—Una cosa —dijo—. No hay nada en previsión de un posible matrimonio de la señora Ashley.
—No creo que vuelva a casarse —dije.
—Es posible —dijo—, pero sería conveniente prevenirlo.
Me miró inquisitivamente, con la pluma en el aire.
—Su prima es todavía una mujer relativamente joven, ¿verdad? —dijo—. Debería tenerlo en cuenta, créame.
De pronto, monstruosamente, pensé en el anciano St Ives, que vivía en la otra punta del condado, y en los comentarios que había hecho Rachel para fastidiarme.
—En el caso de que volviera a casarse, las propiedades volverían a mis manos, ni más ni menos.
Escribió una nota en el papel y volvió a leerme el borrador.
—Y quiere usted el documento formalizado y legalizado el día 1 de abril, ¿no, señor Ashley? —me preguntó.
—Sí, por favor. Es el día de mi cumpleaños. El día en que las propiedades pasan a ser mías por completo. Nadie podrá objetar nada desde ningún punto de vista.
Dobló el papel y me sonrió.
—Esto que hace usted es muy generoso —dijo—: darlo todo en el momento en que toma usted plena posesión.
—Lo cierto es que nunca habría sido mío —dije— si mi primo Ambrose Ashley hubiera firmado ese testamento.
—Aun así —dijo—, dudo que alguna vez se haya hecho algo semejante. Desde luego, que yo sepa, no, ni lo he visto en toda mi vida de ejercicio de la profesión. Supongo que no quiere que se sepa nada de todo esto hasta el día señalado.
—Ni una palabra. Es completamente secreto.
—Muy bien, señor Ashley. Y gracias por la confianza que ha depositado en mí. Estoy a su disposición en todo momento, por si en el futuro desea consultarme cualquier otra cosa.
Salió a acompañarme hasta la calle; me despidió con una inclinación de cabeza y con la promesa de mandarme el documento el día 31 de marzo.
Volví a casa con la sensación de haber cometido una temeridad. Me pregunté si mi padrino sufriría un ataque de apoplejía cuando se enterase. Lo mismo daba. No le deseaba nada malo, solo librarme de su potestad, pero lo que acababa de hacer era una recriminación en toda regla. En cuanto a Rachel, ahora no podría irse a Londres y abandonar la propiedad. Su argumento de la noche anterior no se sostendría. Si no quería que yo siguiera viviendo en la casa, de acuerdo, me iría a la cabaña del guarda y me presentaría todos los días en la casa para que me diera órdenes. Estaría con Wellington, Tamlyn y los demás, esperando, gorra en mano, para cumplir sus deseos. Creo que, si hubiera sido un crío, en ese momento me habría puesto a dar brincos de pura alegría de vivir. Sin embargo, hice saltar a Gypsy por encima de un terraplén y casi me caigo al suelo al aterrizar al otro lado. Los vientos de marzo me volvían loco; me habría puesto a cantar a voces, pero era incapaz de seguir una sola melodía. Los setos estaban verdes; los sauces, cubiertos de yemas y los tojos, en flor. Era un día para hacer disparates, un día de emociones febriles.
A media tarde, cuando volví a casa por el camino de los carruajes, vi una silla de posta parada en la puerta. Era algo fuera de lo común, porque, cuando Rachel recibía visitas, siempre venían en su propio vehículo. El vehículo y las ruedas estaban llenos de polvo, como después de un trayecto largo por carretera y, desde luego, no conocía ni el coche ni al cochero. Al verlos, di media vuelta y fui por la parte de los establos, pero el mozo que vino a recoger a Gypsy sabía tanto como yo de la visita, y Wellington no estaba.
No vi a nadie en el vestíbulo, pero al acercarme a la sala de estar sin hacer ruido, oí voces dentro, detrás de la puerta, que estaba cerrada. Prefería subir a mi habitación por las escaleras de servicio, que estaban en la parte de atrás. En el momento en que di media vuelta la puerta de la sala se abrió y salió Rachel, riéndose y mirando hacia atrás. Tenía buen aspecto, parecía contenta y estaba radiante, como siempre que se encontraba de buen humor.
—Philip, has llegado —dijo—. Ven a la sala… No puedes librarte de la visita que he recibido hoy. Viene de muy lejos para vernos a los dos.
Sonriendo, me cogió del brazo y me llevó, casi arrastrándome, a la sala de estar. Había un hombre en un sillón y, al verme, se levantó inmediatamente y se acercó tendiéndome la mano.
—No me esperaba usted —dijo— y pido disculpas por ello. Aunque yo tampoco lo esperaba a usted la primera vez que nos vimos.
Era Rainaldi.