Capítulo XXIII
Por la mañana, cuando bajé a desayunar y miré el día ventoso y de tormenta que hacía con unos ojos que no veían nada, entró Seecombe en el comedor con una nota en una bandejita. El corazón me dio un vuelco al verla. A lo mejor me pedía que subiera a verla a su habitación. Pero no era de Rachel. La letra era más grande, más redonda. Era de Louise.
—El mozo del señor Kendall acaba de traer esto, señor —dijo Seecombe—; está esperando respuesta.
La leí.
Querido Philip:
Estoy muy preocupada por lo que sucedió anoche. Creo que entiendo lo que te pasa mejor que mi padre. Por favor, recuerda que soy tu amiga y siempre lo seré. Tengo que ir la ciudad esta mañana. Si necesitas hablar con alguien, podemos quedar a la puerta de la iglesia un poco antes de las doce.
Louise
La guardé en el bolsillo y pedí a Seecombe que me trajera tinta y papel. Mi primer instinto, como siempre que alguien me propone un encuentro, pero más todavía esta mañana, fue escribir unas palabras de agradecimiento y rechazar la propuesta. Sin embargo, cuando Seecombe volvió con tinta y papel había cambiado de opinión. Una noche sin dormir y la agonía de la soledad me despertaron un súbito deseo de compañía. A Louise la conocía mejor que a nadie, así que le escribí diciendo que iría a la ciudad y nos encontraríamos a la puerta de la iglesia.
—Da esto al mozo del señor Kendall —dije— y di a Wellington que quiero a Gypsy ensillada a las once.
Después de desayunar fui al despacho, ordené las facturas y terminé la carta que había empezado el día anterior. Me resultó más fácil ese día, no sé por qué. Una parte del cerebro funcionaba perfectamente, tomaba nota de los hechos y las cifras y los anotaba como impulsada por la fuerza de la costumbre. Concluida la tarea, fui hasta el establo con prisa por alejarme de la casa y de todo lo que significaba para mí. No quise recorrer la avenida del bosque, con todos los recuerdos del día anterior, sino que crucé el parque y salí a la calzada real. La yegua estaba muy fresca y nerviosa como un cervatillo; se asustaba por nada, aguzaba el oído, se acobardaba y retrocedía hasta los setos, y el viento cortante nos castigaba a los dos.
Los fuertes vientos que tenían que haber soplado en febrero y marzo habían llegado por fin. No quedaba rastro del tiempo suave y cálido de las últimas semanas, del mar en calma, del sol. Del oeste venían interminables masas de nubes de bordes negros cargadas de lluvia y de vez en cuando, con furia súbita y arrasadora, volcaban granizo sobre la tierra. El mar rugía en la bahía del oeste. En los campos del otro lado de la calzada las gaviotas chillaban y picoteaban la tierra recién arada buscando los brotes verdes que habían germinado con la temprana primavera. Nat Bray, al que había despedido tan rápidamente la mañana anterior, estaba junto a su verja, cuando pasé, con un saco mojado sobre los hombros para protegerse del granizo; levantó la mano y me dio los buenos días, pero su voz se perdió.
Oía el mar desde la calzada. Hacia el oeste, donde cubría la arena con poca profundidad, entraba, alto y brutal, con mucha resaca y deshecho en espuma, pero en el este, en la ría, se batía en olas enormes contra las rocas de la bocana del puerto y su rugido se mezclaba con el viento cortante que tumbaba los setos y doblaba los árboles cubiertos de yemas.
Vi poca gente al bajar la cuesta hacia la ciudad, y la poca que vi iba a lo suyo, luchando contra el viento, con la cara helada por el frío repentino. Dejé a Gypsy en La Rosa y La Corona y fui andando a la iglesia. Louise se había refugiado en el pórtico. Abrí la maciza puerta y entramos juntos en el templo. Estaba oscuro y tranquilo, en comparación con el fragor del temporal, pero con ese frío inconfundible, opresivo, denso, y el olor de humedad de las iglesias. Nos sentamos junto a la figura yaciente de mármol de mi antepasado, con los hijos e hijas llorando a sus pies, y pensé en todos los Ahsley que estarían desperdigados por el campo, unos aquí, otros en otras parroquias, y cómo habrían amado, sufrido y desaparecido después siguiendo su camino.
Bajamos la voz instintivamente en el silencioso interior y hablamos en susurros.
—Hace mucho tiempo que me tienes muy preocupada —dijo Louise—, desde Navidad e incluso antes. Pero no podía decírtelo, no querías escuchar.
—No había necesidad —respondí—, todo iba muy bien hasta anoche. La culpa fue mía por decir lo que dije.
—No lo habrías dicho —replicó— si no hubieras creído que era verdad. Ha habido engaño desde el principio; estabas preparado para eso desde el primer momento, antes de que llegara ella.
—No ha habido engaño —dije— hasta estas últimas horas. Si me he equivocado no puedo culpar a nadie más que a mí mismo.
Un chaparrón repentino golpeó las ventanas del ala sur y la larga nave con las altas columnas se oscureció más.
—¿Por qué vino en septiembre? —dijo Louise—. ¿Por qué hizo un viaje tan largo para venir a buscarte? No fue por los sentimientos ni por simple curiosidad. Vino a Inglaterra, a Cornualles, con un propósito que ya ha logrado hacer realidad.
Me volví hacia ella. Su mirada azul era franca y directa.
—¿Qué insinúas? —pregunté.
—Tiene el dinero —dijo Louise—. Eso era lo que pretendía antes de iniciar el viaje.
Mi maestro de Harrow nos dijo una vez, en quinto curso, que la verdad era una cosa intangible, invisible, con la que tropezábamos algunas veces sin llegar a reconocerla, y que solo la encontraban, la guardaban y la entendían los ancianos que se aproximaban a la muerte y, a veces, los muy puros o muy jóvenes.
—Te equivocas —dije—, no sabes nada de ella. Es una mujer emocional e impulsiva, de humor impredecible y extraño. Bien sabe Dios que es así por naturaleza. Vino desde Florencia impulsivamente. La emoción la trajo aquí. Se quedó porque estaba a gusto y porque tenía derecho.
Louise me miró compasivamente. Me puso las manos en la rodilla.
—Si no fueras tan vulnerable —dijo— la señora Ashley no se habría quedado. Habría ido a ver a mi padre, habrían llegado a un acuerdo y se habría ido otra vez. Has interpretado mal sus motivos desde el primer día.
Al levantarme del banco y salir a la nave pensé que lo habría soportado mejor si Louise hubiera pegado a Rachel con sus propias manos o le hubiera escupido y le hubiera tirado del pelo y rasgado el vestido. Habría sido brutal y primitivo. Habría sido una pelea justa. Pero esto, en la quietud de la iglesia, en ausencia de Rachel, era una calumnia, casi una blasfemia.
—No puedo quedarme aquí oyendo estas cosas —dije—. Necesitaba consuelo y comprensión. Si no me los puedes dar, es igual.
Se levantó y me agarró del brazo.
—¿No ves que quiero ayudarte? —dijo, suplicante—. Pero no sirve de nada, estás ciego a todo. Si la señora Ashley no tiene planes para los próximos meses, ¿por qué ha enviado su asignación fuera del país todas las semanas, todos los meses, durante todo el invierno?
—¿Cómo lo sabes? —dije—. ¿Cómo sabes que ha hecho eso?
—Mi padre tiene medios para enterarse —respondió—. El señor Couch no podía ocultar esas cosas a mi padre, como tutor tuyo.
—Bueno, y ¿qué si lo ha hecho? Tiene deudas en Florencia y lo sé desde el principio. Los acreedores insisten en que les pague.
—¿De un país a otro? —dijo—. ¿Se puede hacer eso? Yo diría que no. ¿No es más probable que la señora Ashley quiera construir algo para cuando vuelva y que haya pasado el invierno aquí solo porque sabía que serías legalmente dueño del dinero y del patrimonio cuando cumplieras veinticinco años, es decir, ayer? Y entonces, como mi padre ya no sería tu tutor, podría sangrarte a gusto. Pero de pronto ya no hizo falta. Le regalaste todo lo que tenías.
Me parecía imposible que una chica a la que conocía y en la que confiaba pudiera pensar cosas tan detestables y, lo que ya era el mayor castigo, decirlas con tanta lógica y sentido común para destrozar a otra mujer.
—¿Hablas por boca de tu padre, con su sentido de la legalidad, o por ti misma? —le pregunté.
—Por boca de mi padre no, ya sabes lo reservado que es. Me ha contado muy poco. Sé razonar por mi cuenta.
—Te has puesto en contra de Rachel desde el día en que la conociste —dije—. Fue un domingo, ¿verdad?, en la iglesia. Viniste a comer a mi casa y no dijiste una palabra; te quedaste sentada a la mesa en una actitud muy digna y orgullosa. Habías resuelto que no te gustaba.
—Y ¿tú? —replicó—. ¿Te acuerdas de lo que decías de ella antes de conocerla? No puedo olvidar el encono que le tenías. Y con toda la razón.
Se oyó un crujido en la puerta lateral, cerca de la sillería del coro. La puerta se abrió y entró la limpiadora, una mujeruca tímida, Alice Tabb, con la escoba en la mano, dispuesta a barrer las naves. Nos echó una mirada furtiva y se fue hasta detrás del púlpito; pero no se nos olvidaba su presencia: ya no estábamos solos.
—No te molestes, Louise —le dije—, no puedes ayudarme. Te aprecio, y tú a mí. Si seguimos hablando, acabaremos odiándonos.
Louise me miró y me soltó el brazo.
—Entonces, ¿tanto la quieres? —dijo.
Volví la cara a otra parte. Louise era más joven que yo, una chica que no lo entendía. Nadie lo entendería nunca, menos Ambrose, que estaba muerto.
—¿Qué os espera en el futuro a cualquiera de los dos? —preguntó Louise.
Nuestros pasos resonaban en la nave. El chaparrón que golpeaba en las ventanas pasó. Un tímido resplandor del sol iluminó el halo de la cabeza de san Pedro en la ventana sur, pero enseguida se apagó otra vez.
—Le he pedido que se case conmigo —dije—. Se lo he pedido dos veces y se lo seguiré pidiendo. Eso es lo que me espera en el futuro, para que lo sepas.
Llegamos a la puerta. La abrí y nos quedamos en el pórtico. Un mirlo cantaba, ajeno a la lluvia, en el árbol de al lado de la cancela, y el chico del carnicero, con la bandeja al hombro, pasó silbando alegremente, tapándose la cabeza con el mandil.
—¿Cuándo se lo pediste por primera vez? —dijo Louise.
Recobré la calidez, la luz de la vela, la risa. Y de pronto no había luz ni risa. Solamente Rachel y yo. Casi como burlándose de la medianoche, el reloj de la iglesia dio las doce del mediodía.
—El día de mi cumpleaños por la mañana —le dije.
Esperó a la última campanada, que sonó muy fuerte en lo alto.
—Y ¿qué te respondió?
—Fue todo un malentendido —contesté—; creí que me había dicho que sí, cuando en realidad quiso decir no.
—¿Ya había leído el documento cuando se lo pediste?
—No. Lo leyó más tarde. Esa misma mañana, pero más tarde.
El mozo de los Kendall esperaba en el carrocín, frente a la cancela de la iglesia. Al ver a la hija de su señor, levantó el látigo y se apeó del vehículo. Louise se abrochó la capa y se puso la capucha.
—Entonces, no tardó nada en leerlo e ir a Pelyn a ver a mi padre —dijo Louise.
—No lo entendía muy bien —dije.
—Cuando se fue de mi casa lo entendía perfectamente —dijo Louise—. Me acuerdo perfectamente de que, mientras el carruaje esperaba y nosotros la despedíamos en los escalones de la entrada, mi padre le dijo: «La cláusula sobre volver a casarse puede ser un poco problemática. Tiene que seguir viuda, si no quiere perder la fortuna», y la señora Ashley le sonrió y le dijo: «Mejor para mí».
El mozo se acercó con un paraguas. Louise se abrochó los guantes. Otro cúmulo de nubarrones negros se acercaba rápidamente por el cielo.
—Esa cláusula sirve para proteger el patrimonio —le dije—, para evitar que un desconocido pueda aprovecharse. Si se casara conmigo no tendría validez.
—Ahí es donde te equivocas —dijo Louise—. Si se casara contigo, todo volvería a ser tuyo. No pensaste en eso.
—Y ¿qué más da? —dije—, lo compartiría todo con ella, hasta el último penique. No creo que me dijera que no por esa cláusula. ¿Es eso lo que insinúas?
La capucha le tapaba la cara, pero los ojos azules me miraban, aunque lo demás no se veía.
—Una mujer casada —dijo Louise— no puede mandar el dinero de su marido fuera del país ni volver a su lugar de procedencia. No insinúo nada.
El mozo se tocó el sombrero y cubrió a Louise con el paraguas. La seguí por el camino hasta el carrocín y la ayudé a subir.
—No te he ayudado nada —dijo— y crees que soy implacable e inflexible. A veces una mujer ve más claramente que un hombre. Perdona si te he hecho daño. Solo quiero que vuelvas a ser tú. —Se dirigió al mozo—. Muy bien, Thomas —dijo—, volvemos a Pelyn.
El mozo hizo dar la vuelta al caballo y se alejaron cuesta arriba hacia la calzada principal.
Me fui a La Rosa y la Corona y se me senté en el saloncito. Louise había acertado al decir que no me había ayudado nada. Yo buscaba consuelo y no me lo había dado, solo hechos fríos y distorsionados. Todo lo que había dicho podía tener sentido para la mentalidad de un abogado. Sabía que mi padrino sopesaba las cosas en su balanza sin dejar un resquicio al corazón humano. Louise había heredado esa mirada estricta y perspicaz y razonaba según lo que veía, no se le podía reprochar.
Yo sabía mejor que ella lo que había sucedido entre Rachel y yo. La losa de granito, en el bosque por encima del valle, y todos los meses que no había vivido con ella. «Su prima Rachel —había dicho Rainaldi— es una mujer impulsiva». Por esa impulsividad me había permitido amarla. Por esa impulsividad me había dejado. Ambrose sabía estas cosas. Ambrose las entendía. Y jamás habría otra mujer para ninguno de los dos, jamás otra esposa.
Me quedé mucho tiempo en el frío saloncito de La Rosa y la Corona. El dueño me trajo fiambre de cordero y cerveza, aunque no tenía hambre. Después me fui hasta el muelle a contemplar la marea, que estaba alta y salpicaba los escalones. Los barcos pesqueros flotaban amarrados a las boyas y un viejo, sentado en la bancada de su barca, achicaba agua del fondo, de espaldas a las salpicaduras que volvían a llenarlo con cada ola que rompía.
Las nubes estaban más bajas que antes, ya eran casi niebla que envolvía los árboles de la orilla de enfrente. Si quería volver a casa sin mojarme y que Gypsy no cogiera frío, tenía que volver antes de que empeorase el tiempo. No había nadie en la calle. Monté y subí la cuesta y, por no ir por el camino más largo, el de la calzada principal, di la vuelta hasta el cruce de los cuatro caminos y seguí por la avenida. Estábamos más protegidos, pero no habíamos recorrido ni cien metros cuando de repente a Gypsy le falló un casco y empezó a cojear; en vez de acercarme a la cabaña para que le quitaran la piedra que se le había clavado en la herradura y cotillear un poco, preferí desmontar y llevarla tranquilamente a casa. El temporal había dejado un rastro de ramas caídas en el camino y los árboles que ayer estaban tan quietos se sacudían ahora, se movían de un lado a otro y temblaban bajo la lluvia.
Me estremecí al ver los vapores que subían en nubes blancas del valle cenagoso; me recordaron el frío que había pasado todo el día, tanto en la iglesia con Louise como después en el saloncito de La Rosa y la Corona. Este mundo no era el mismo que ayer.
Llevé a Gypsy de las riendas por el camino que habíamos recorrido Rachel y yo. Todavía se distinguían nuestras huellas, el terreno que habíamos pisado alrededor de las hayas cogiendo prímulas. Aún había puñados de ellas olvidadas entre el musgo. La avenida se me hacía interminable, con Gypsy cojeando, la mano en las riendas, guiándola, y las gotas de lluvia que me entraban por el cuello de la chaqueta y me helaban la espalda.
Cuando llegué a casa estaba tan cansado que no pude ni saludar a Wellington; le di las riendas sin decir una palabra y se quedó mirándome. Bien sabe Dios que, después de la noche anterior, no quería beber nada más que agua, pero como estaba helado y empapado pensé que un trago de brandy me haría entrar un poco en calor, por drástico que fuera el remedio. Entré en el comedor y me encontré con John, que estaba poniendo la mesa para la cena. Fue a la despensa a buscarme una copa y, entretanto, vi que había puesto tres servicios en la mesa.
Cuando volvió se lo pregunté.
—¿Por qué tres? —le dije.
—La señorita Pascoe —contestó—; ha venido a la una. El ama ha ido a buscarla esta mañana, poco después de que se fuera usted, y volvió con ella. Ha venido para quedarse.
Lo miré asombrado.
—¿La señorita Pascoe se queda? —pregunté.
—Así es —respondió—, la señorita Pascoe, la que da clases en la escuela dominical. Le hemos preparado la habitación rosa. El ama está en el tocador con ella.
Siguió poniendo la mesa; dejé la copa en el aparador sin molestarme en llenarla y me fui arriba. En la mesa de mi habitación había una nota con letra de Rachel. La abrí. No tenía encabezamiento, solo la fecha.
He pedido a Mary Pascoe que se quedé conmigo en casa para hacerme compañía. Después de lo de anoche, no puedo volver a estar a solas contigo. Si lo deseas, puedes venir al tocador con nosotras antes de cenar. Tengo que pedirte que seas amable.
Rachel
No podía querer decir eso. No podía ser cierto. ¡Con la de veces que nos habíamos reído de las señoritas Pascoe, y sobre todo de Mary, la charlatana, siempre dando la lata con los dechados y las visitas a unos pobres que preferirían no verla! Mary era una versión de su madre, pero más fornida e incluso más feúcha. Sería una broma, sí, Rachel podía haberla invitado en broma, solo a cenar, para que me viera enfurruñado al final de la mesa… pero la nota no era en broma.
Salí de la habitación al rellano y vi que la puerta de la habitación rosa estaba abierta. Era verdad. Dentro, la chimenea estaba encendida, había zapatos y envoltorios en una silla y cepillos, libros y objetos personales de una desconocida por todas partes; la puerta del fondo, que normalmente estaba cerrada y comunicaba con las habitaciones de Rachel, se encontraba abierta de par en par. Incluso oí el murmullo lejano de voces en el tocador. Así pues, este era mi castigo. Esta mi desgracia. Mary Pascoe había venido invitada a casa para separarme de Rachel, para que no pudiéramos volver a estar solos, tal como decía en la nota.
Lo primero que sentí fue una cólera tan inmensa que no sé cómo pude contenerme y no ir por el pasillo hasta el tocador, agarrar a Mary Pascoe por los hombros y decirle que recogiera sus cosas y se fuera, que diría a Wellington que la llevara a su casa en el carruaje sin demora. ¿Cómo se había atrevido Rachel a invitarla a mi casa con un pretexto tan miserable, endeble e insultante, que ya no podía volver a estar a solas conmigo? Entonces ¿estaba condenado a soportar a Mary Pascoe cada vez que nos sentáramos a la mesa, y en la biblioteca, y en la sala de estar, y paseando por los jardines, y en el tocador, oyendo eternamente la cháchara interminable de mujeres que solo por la fuerza de la costumbre había soportado en las cenas de los domingos?
Recorrí el pasillo; no me había cambiado, todavía llevaba la ropa mojada. Abrí la puerta del tocador. Rachel estaba en su butaca y Mary Pascoe en el taburete, a su lado; estaban mirando un gran libro con ilustraciones de jardines italianos.
—¿Has vuelto ya? —dijo Rachel—. No hacía buen día para ir a cabalgar por ahí. Cuando fui a la rectoría, el viento casi vuelca el carruaje. Como ves, tenemos la suerte de contar con Mary, que se queda de visita. Ya se encuentra como en su casa. Estoy encantada.
Mary Pascoe soltó una risita aguda.
—¡Qué sorpresa me llevé, señor Ashley —dijo—, cuando su prima vino a buscarme! Las otras se pusieron verdes de envidia. Casi no puedo creerme que esté aquí. Y ¡qué agradable y entrañable es este tocador! Incluso se está mejor aquí que abajo. Su prima dice que tienen la costumbre de pasar aquí las veladas. ¿Juegan al cribbage[4]? A mí me vuelve loca. Si no saben jugar, les enseñaré con mucho gusto.
—Philip —dijo Rachel— no es aficionado a los juegos de azar. Prefiere quedarse sentado fumando en silencio. Jugaremos nosotras, Mary.
Me miró por encima de la cabeza de Mary Pascoe. No, no era una broma. Supe, por su mirada dura, que lo había hecho completamente a propósito.
—¿Puedo hablar contigo a solas? —solté a bocajarro.
—No veo la necesidad —respondió—. Puedes decir lo que quieras delante de Mary.
La hija del vicario se levantó inmediatamente.
—¡Oh, por favor! —dijo—. No quisiera entrometerme. Me voy a mi habitación ahora mismo.
—Deja las puertas abiertas, Mary —dijo Rachel—, para que me oigas si te llamo —seguía mirándome con hostilidad.
—Sí, claro, señora Ashley —dijo Mary Pascoe.
Pasó por mi lado con los ojos fuera de las órbitas y dejando todas las puertas entornadas.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunté a Rachel.
—Lo sabes perfectamente —me respondió—. Te lo decía en la nota.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse?
—Todo el que yo quiera.
—No podrás soportarla más de un día. Te volverás loca, además de volverme loco a mí.
—Te equivocas —dijo—. Mary Pascoe es un chica buena e inofensiva. No es necesario que hable con ella si no tengo ganas. Al menos, con ella en casa, estoy un poco más segura. Además, no quedaba otro remedio. Las cosas no podían seguir como hasta ahora, después de tu desvarío en la mesa. Eso fue lo que dijo tu padrino antes de irse.
—¿Qué dijo?
—Que corrían habladurías sobre mi estancia aquí, y lo que dijiste de casarnos empeora las cosas. No sé a cuánta gente más se lo habrás dicho. Mary Pascoe sabrá acallar las murmuraciones. De eso me encargo yo.
¿Era posible que lo que había hecho la noche anterior pudiera acarrear tal cambio, un antagonismo tan terrible?
—Rachel —le dije—, esto no se soluciona hablando un momento, con las puertas abiertas. Déjame hablar contigo a solas, te lo ruego, después de cenar, cuando Mary Pascoe se vaya a la cama.
—Anoche me amenazaste —dijo—. Con una vez tengo bastante. No hay nada que solucionar. Y ahora, vete, si quieres. O quédate aquí a jugar al cribbage con Mary Pascoe.
Volvió a enfrascarse en el libro de jardines.
Salí de la habitación. No había nada que hacer. Así pues, este era el castigo por el breve momento de la víspera, cuando le puse las manos en la garganta. Un acto imperdonable que lamenté y del que me arrepentí al instante. Y esto, la recompensa. La cólera se fue tan rápido como había venido y, con una tristeza plomiza, se convirtió en desesperación. ¡Ay, Dios! ¿Qué había hecho?
Hacía tan poco tiempo, solo unas horas, éramos felices. El júbilo de la víspera de mi cumpleaños y toda la magia se habían ido, borrados por mi culpa. En el saloncito de La Rosa y la Corona me había parecido que tal vez, en unas semanas, pudiera cambiar de opinión respecto a casarnos. Si no lo hacía inmediatamente, quizá más adelante, y si no, daba igual, siempre y cuando siguiéramos juntos, enamorados como la mañana de mi cumpleaños. Dependía de ella, ella tenía que elegir, pero seguro que no me rechazaría, ¿no? Había llegado a casa casi con esperanzas. Pero ahora la desconocida, la tercera persona, interpretaría mal todo lo nuestro.
Después, en mi habitación, oí sus voces acercándose a las escaleras y luego el roce de los vestidos al bajarlas. Era más tarde de lo que creía, debían de haberse vestido para cenar. Sabía que no soportaría sentarme a la mesa con ellas. Que cenaran solas. Además, no tenía hambre; estaba helado y entumecido, seguro que había cogido frío; prefería ir a mi habitación. Toqué la campanilla y dije a John que me disculpara con las señoras, pero que no bajaría a cenar porque me iba directamente a la cama. La noticia alborotó a los criados y, tal como temía, Seecombe subió con cara de preocupación.
—¿No se encuentra bien, señor Philip? —dijo—. ¿Me permite aconsejarle un baño de mostaza y un grog caliente? Esto le pasa por irse a cabalgar con este tiempo.
—No quiero nada, Seecombe, gracias —le dije—, solo estoy un poco cansado.
—Y ¿no va a cenar, señor Philip? Tenemos venado y tarta de manzana. Ya está todo listo para servir. Las señoras se encuentran en la sala de estar.
—No, Seecombe. Anoche dormí mal. Mañana por la mañana estaré mejor.
—Se lo voy a decir al ama; se preocupará mucho.
Al menos, si me quedaba en mi habitación, tenía alguna posibilidad de ver a Rachel a solas. Tal vez después de cenar viniera a verme.
Me desvestí y me metí en la cama. Sin duda había cogido frío. Las sábanas estaban heladas, así que me metí entre las mantas. Estaba rígido, entumecido, y me dolía mucho la cabeza, síntomas muy anormales y desconocidos para mí. Me dispuse a esperar a que terminaran de cenar. Las oí pasar por el vestíbulo hacia el comedor, y charlar constantemente —al menos eso no tuve que soportarlo— y después de un buen rato volvieron a la sala de estar.
Poco después de las ocho subieron las escaleras. Me senté en la cama y me puse la chaqueta sobre los hombros. Quizá eligiera este momento. Tenía frío a pesar de las rasposas mantas, y el dolor y la rigidez de las piernas y el cuello subió a la cabeza con toda su fuerza: me ardía la frente.
Esperé, pero no vino. Estarían charlando en el tocador. El reloj dio las nueve, las diez y las once. Después de las once supe que no vendría a verme en toda la noche. Por lo tanto, no prestarme la menor atención era parte del castigo.
Me levanté de la cama y fui al pasillo. Se habían retirado ya cada una a su habitación, porque oí a Mary Pascoe en el dormitorio rosa y de vez en cuando, una tosecita irritante para aclararse la garganta: otra costumbre de su madre.
Fui hasta la habitación de Rachel. Puse la mano en el pomo de la puerta e intenté abrir, pero no pude. Había cerrado con llave. Llamé muy suavemente. No me respondió. Volví despacio a mi habitación y, helado de frío, me tumbé en la cama.
Recuerdo que por la mañana me vestí, pero no me acuerdo de que John viniera a despertarme ni de lo que desayuné, ni de ninguna otra cosa, solo de la rigidez horrible del cuello y del dolor insoportable de cabeza. Fui al despacho y me senté. No escribí cartas ni vi a nadie. Poco después de las doce vino Seecombe a decirme que las señoras estaban esperándome para almorzar. Dije que no quería almorzar. Se acercó y mi miró la cara atentamente.
—Señor Philip —dijo—, ¿está enfermo? ¿Qué le ocurre?
—No sé —dije.
Me cogió la mano y me tomó el pulso. Salió del despacho y le oí cruzar el patio con mucha prisa.
Al cabo de un rato se abrió la puerta otra vez. Era Rachel, con Mary Pascoe y Seecombe. Entró y se acercó a mí.
—Me dice Seecombe que estás enfermo. ¿Qué te ocurre?
La miré. Todo lo que pasaba era irreal. Ni siquiera sabía que estaba allí, en el despacho; creía que estaba arriba, en mi habitación, helado de frío en la cama, como la noche anterior.
—¿Cuándo la vas a mandar a casa? —le pregunté—. No voy a hacerte nada malo. Te doy mi palabra de honor.
Me puso la mano en la frente y me miró a los ojos. Rápidamente se volvió hacia Seecombe.
—Llama a John —le dijo— y entre los dos os lleváis al señor Ashley a la cama. Di a Wellington que mande al mozo rápidamente a buscar al médico…
Yo no veía nada más que su cara blanca y sus ojos; y por encima de su hombro, ridícula, fuera de lugar y necia, la mirada perpleja de Mary Pascoe fija en mí. Y después nada. Solo rigidez y dolor.
En la cama, vi a Seecombe en la ventana, cerrando los postigos, corriendo las cortinas, sumiendo la habitación en la oscuridad que tanto necesitaba. Seguramente la oscuridad me aliviaría el dolor que me cegaba. Tenía la cabeza sobre la almohada, pero no podía moverla, era como si los músculos del cuello estuvieran tirantes y rígidos. Noté que me daba la mano y repetí:
—Te prometo que no te haré nada. Manda a Mary Pascoe a su casa.
—No hables —me dijo—. Quédate acostado y no te muevas.
Oía murmullos en la habitación. La puerta se abría, se cerraba, se volvía a abrir. Pasos suaves en el suelo. Retazos de luz que venían del rellano, y siempre los murmullos furtivos; debía de estar delirando, porque me parecía que la casa estaba llena de gente, un huésped en cada habitación, y no cabían todos en casa; estaban en la sala, pegados unos a otros, y en la biblioteca, y Rachel iba y venía entre ellos sonriendo, charlando, dándoles la mano tal vez. Yo no dejaba de repetir: «Que se vayan».
De pronto vi la cara redonda del doctor Gilbert, con sus gafas, que me miraba; así que él también estaba en casa. Cuando era pequeño, vino una vez a verme, cuando tuve la varicela, pero no había vuelto a verlo desde entonces.
—Así que fue a bañarse al mar a medianoche, ¿eh? —me dijo—. Pues es una tontería que no tenía que haber hecho.
Hizo un gesto de reprobación con la cabeza, como si yo fuera todavía un niño, y se tocó la barba. Cerré los ojos porque me molestaba la luz. Oí decir a Rachel:
—Conozco muy bien esta clase de fiebre y sé que no me equivoco. He visto morir a niños por esto, en Florencia. Ataca la columna vertebral y después el cerebro. Haga algo, por el amor de Dios.
Se fueron. Y empezaron los murmullos otra vez. A continuación, ruido de ruedas en la entrada, y un carruaje que se iba. Más tarde oí respirar a alguien cerca de las cortinas de mi cama. Entonces supe lo que había pasado. Rachel se había ido. Se había marchado a Bodmin a coger el coche de Londres. Había dejado a Mary Pascoe en casa para que me cuidara. Seecombe, John y los criados también se habían ido, solo quedaba Mary Pascoe.
—Por favor, váyase —dije—, no necesito a nadie.
Una mano me tocó la frente. La mano de Mary Pascoe. Me la quité, pero volvió otra vez, cautelosa, fría, y le dije a gritos que se fuera, pero me presionó la frente con fuerza, penetrante como el hielo, y en hielo se convirtió, hielo en mi frente, en el cuello, agarrándome como a un prisionero. Entonces Rachel me susurró al oído:
—Querido, cálmate. Esto te aliviará la cabeza. Dentro de un rato estarás mejor.
Intenté volverme pero no pude. Entonces ¿no se había ido a Londres?
—No me dejes —rogué—. Prométeme que no te irás.
—Te lo prometo —dijo—. No me moveré de tu lado.
Abrí los ojos pero no la vi, la habitación estaba a oscuras. No era el mismo dormitorio de siempre, tenía otra forma. Era largo y estrecho como una celda, y la cama, dura como el hierro. Había una vela encendida en alguna parte, detrás de un biombo. En la pared de enfrente vi una hornacina con una virgen arrodillada. La llamé en voz alta:
—¡Rachel… Rachel!
Oí que corrían, que se abría una puerta, y después me cogió la mano y me dijo:
—Estoy contigo.
Cerré los ojos otra vez.
Me encontraba en un puente a orillas del Arno, jurando que destruiría a una mujer a la que nunca había visto. El agua pasaba, caudalosa, por debajo del puente, burbujeando, marrón, y Rachel, la niña mendiga, se acercaba a mí con las manos vacías. Iba desnuda, solo llevaba una gargantilla de perlas alrededor del cuello. De pronto señaló hacia el agua y Ambrose pasó por delante de nosotros, por debajo del puente, con las manos recogidas sobre el pecho. El río se lo llevó flotando hasta que desapareció y entonces, lenta y majestuosamente, con las patas rígidas hacia arriba, un perro muerto se fue detrás de él.