Capítulo XIV

Al día siguiente, cuando bajé y me encontré con ella en el jardín, estaba contenta y despreocupada como si no hubiera pasado nada entre nosotros. La única diferencia en su trato era que parecía más amable, más tierna; se burlaba menos de mí y se reía conmigo, no de mí, y constantemente me preguntaba cosas sobre los arbustos que había que plantar, no porque yo supiera mucho, sino por lo que más me gustaría cuando los viera.

—Haz lo que quieras —le dije—, manda a los hombres que poden los setos, que talen los árboles, que llenen de arbustos los terraplenes de las lindes, lo que te parezca que va a quedar bien, yo no tengo vista para estas cosas.

—Pero quiero que te guste cuando todo crezca, Philip —dijo ella—. Todo esto es tuyo y un día será de tus hijos. Y ¿si cambio cosas en los terrenos y cuando esté hecho no te gusta?

—Me gustará —dije—, y deja de hablar de mis hijos. Pienso seguir soltero.

—Puro egoísmo —dijo—, y una tontería por tu parte.

—A mí no me lo parece —repliqué—. Creo que si no me caso me ahorraré muchas preocupaciones y ansiedad mental.

—¿Has pensado alguna vez en lo que te perderás?

—Tengo una idea práctica —le dije— sobre la felicidad del matrimonio, y es que no me parece tan maravilloso como dicen. Si lo que quiere el hombre es calor de hogar y comodidad, y algo bello que admirar, puede tenerlo en su propia casa, si la quiere lo suficiente.

Para mi gran asombro, se rio tanto con mi respuesta que Tamlyn y los jardineros, que estaban trabajando en el otro extremo de los jardines nuevos, levantaron la cabeza y nos miraron.

—Un día —me dijo—, cuando te enamores, te recordaré estas palabras. Calor de hogar y comodidad de las piedras de los muros, a los veinticuatro años. ¡Ay, Philip! —Y volví a oír el cascabeleo de su risa.

Yo no le veía la gracia.

—Sé muy bien lo que quieres decir; pero resulta que nunca he sentido inclinación por esas cosas.

—Es evidente —dijo ella—. Debes de ser el rompecorazones de la vecindad. La pobre Louise…

No estaba dispuesto a empezar a hablar de Louise ni a seguir disertando sobre el amor y el matrimonio. Tenía mucho más interés en seguir viéndola trabajar en el jardín.

Octubre se presentó suave, con buen tiempo, no llovió nada en las tres primeras semanas y Tamlyn y los hombres, bajo la supervisión de mi prima Rachel, pudieron adelantar mucho el trabajo de los jardines nuevos. También conseguimos ir de visita a casa de todos los arrendatarios de los terrenos, lo cual salió muy bien, como esperaba. Los conocía a todos desde la infancia y tenía la costumbre de ir a verlos a menudo, porque era parte de mi trabajo. Pero para mi prima Rachel, que se había criado en Italia con una forma de vida muy distinta, fue una experiencia nueva. Su trato con la gente no podía ser mejor, era fascinante verla con unos y otros. Su mezcla de gentileza y camaradería le granjeaba la admiración de todos desde el primer momento, sabía hacer que se sintieran a gusto. Les hacía las preguntas más pertinentes y respondía a las suyas a la perfección. Además —y esto le valió el afecto de muchos— parecía comprender todos los males que los aquejaban y sabía proporcionarles remedios.

—La afición a la jardinería —les contaba— conlleva el conocimiento de las hierbas. En Italia siempre estudiábamos estas cosas.

Y les daba un bálsamo hecho a base de alguna planta para que se frotaran el pecho cargado o un aceite de otra planta para aliviar las quemaduras; y les enseñaba a preparar tisanas para la indigestión y el insomnio —lo mejor del mundo para irse a dormir— y les explicaba que ciertos zumos de fruta lo curaban prácticamente todo, desde la garganta irritada hasta los orzuelos.

—¿Sabes lo que va a pasar? —le dije—, que te vas a convertir en la comadrona de toda la zona. Irán a buscarte a media noche cuando haya un parto y en cuanto lo tomen por costumbre no te dejarán en paz.

—También hay una tisana para eso —dijo—, que se hace con hojas de frambueso y de ortiga. Si la mujer la toma desde seis meses antes del parto, da a luz sin dolor.

—Eso es brujería —dije—. No les parecería bien hacer esas cosas.

—¡Qué tontería! ¿Por qué tienen que sufrir las mujeres? —dijo mi prima Rachel.

A veces por la tarde venía a verla gente del condado, tal como le había advertido yo. Y los «nobles», como los llamaba Seecombe, se le daban tan bien como la gente más humilde. No tardé en darme cuenta de que ahora Seecombe vivía como en el séptimo cielo. Cuando llegaban carruajes a la puerta los martes o los jueves, a las tres en punto de la tarde ya estaba él esperando en el vestíbulo. Todavía llevaba el luto, pero la chaqueta era nueva y la reservaba para esta clase de ocasiones. El cometido del desafortunado John consistía en abrir la puerta a las visitas y dejarlas en manos de su superior, que, con paso lento y majestuoso (me lo contaba todo John, después), las llevaba por el vestíbulo hasta la sala de estar. Abría la puerta pomposamente (esto me lo contaba mi prima Rachel) y anunciaba los nombres como un maestro de ceremonias en un banquete. Pero antes, me contaba él mismo, hablaba con ella de quién era probable que apareciera y le hacía un resumen de la historia familiar de la visita en cuestión. Por lo general sus predicciones eran certeras y nos preguntábamos si los criados de las diferentes casas tendrían una forma de mandarse mensajes al estilo del tam-tam en la selva. Por ejemplo, Seecombe le decía a mi prima Rachel que estaba seguro de que la señora Tremayne había ordenado que le prepararan el carruaje para el jueves por la tarde, y que vendría acompañada por su hija casada, la señora Gough, y la soltera, la señorita Isobel; y que la señora tuviera cuidado cuando charlara con la señorita Isobel, porque la joven tenía un defecto del habla. O que era probable que la anciana lady Penryn viniera un martes, porque siempre iba a ver su nieta en martes y esta vivía a solo quince kilómetros de nosotros; y que la señora tuviera en cuenta que por nada del mundo debía nombrar a los zorros delante de ella, porque la había asustado uno antes del nacimiento de su primogénito y el pobre nació con el estigma en forma de antojo en el hombro izquierdo.

—Y, Philip —me contó ella después—, me pasé todo el tiempo que estuvo conmigo desviando la conversación del tema de la caza. Pero daba igual: ella volvía a sacarlo como un ratón que huele el queso. Al final, para que se callara, tuve que inventarme un cuento de cazar gatos salvajes en los Alpes, cosa que es imposible y que nadie ha hecho nunca.

Siempre tenía algo que contarme de las visitas cuando yo volvía a casa a escondidas por el camino de atrás, el del bosque, después de asegurarme de que el último carruaje se había ido por el camino de la entrada; nos reíamos juntos y ella se retocaba el peinado mirándose en el espejo y arreglaba los cojines, mientras yo terminaba lo que quedaba de los dulces que se habían ofrecido a las visitas. Era como un juego, como una conspiración; no obstante, me parecía que ella lo pasaba bien allí charlando en la sala de estar. Le interesaba la gente, su vida, lo que pensaba y hacía cada cual, y me decía:

—No lo entiendes, Philip, esto es muy nuevo para mí, en comparación con lo diferente que es la sociedad en Florencia. Siempre me preguntaba cómo sería la vida en Inglaterra, en el campo. Ahora empiezo a conocerla y me encanta cada minuto que paso aquí.

Yo sacaba un terrón de azúcar del azucarero y me lo comía, y cortaba un trozo de torta de anís.

—No hay cosa más monótona —le decía yo— que hablar de generalidades con cualquiera, en Florencia o en Cornualles.

—¡Ah, no tienes remedio! —decía ella—. Al final te convertirás en un intolerante que solo piensa en nabos y coles.

Me desplomaba en el sillón y a propósito, para provocarla, ponía los pies en el taburete con las botas llenas de barro, mirándola de reojo. Nunca me lo reprochaba y hacía como que no me veía.

—Sigue —le decía yo—, cuéntame el último escándalo del condado.

—Pero ¿para qué, si no te interesa? —contestaba ella.

—Porque me gusta oírte hablar.

Antes de subir a cambiarse para la cena me regalaba con los cotilleos del condado, lo que fuera, las últimas pedidas de mano, bodas, defunciones y embarazos; por lo visto, se enteraba de más cosas en veinte minutos de conversación con desconocidas que yo en toda una vida con cualquier conocido.

—Tal como sospechaba —me dijo—, tienes desesperadas a todas las madres en cien kilómetros a la redonda.

—¿Por qué?

—Porque no te dignas mirar a ninguna de sus hijas. Tan alto, tan buen partido en todos los aspectos… Se lo ruego, señora Ashley, convenza a su primo de que salga más a menudo.

—Y tú ¿qué les dices?

—Que tienes todo el calor de hogar y toda la diversión que quieres entre estas cuatro paredes. Ahora que lo pienso —añadió—, eso se podría malinterpretar. Debo ser más cuidadosa con lo que digo.

—Me da igual lo que les digas, con tal de que no me incluyas en ninguna invitación. No me apetece nada ver a la hija de nadie.

—La mayoría apuesta por Louise —dijo—; unas cuantas dicen que al final te cazará. Y la tercera de las señoritas Pascoe tiene bastantes posibilidades.

—¡Por Dios! —exclamé—. ¿Belinda Pascoe? Antes me casaría con Katie Searle, la lavandera. En serio, prima Rachel, podrías protegerme un poco. ¿Por qué no les dices a esas chismosas que soy un ermitaño que se pasa la vida escribiendo versos en latín? A lo mejor se asustan y me dejan en paz.

—Nada las asustará —replicó—. La idea de un joven apuesto y soltero al que le gustan la soledad y la poesía les resultaría mucho más romántica. Esas cosas estimulan el apetito.

—Pues que se vayan a comer a otro sitio —repliqué—. Es asombroso que las mujeres de esta parte del mundo, y tal vez del mundo entero, estén siempre pensando en el matrimonio.

—No tienen mucho más en que pensar —dijo—; hay poco donde elegir. Yo tampoco me libro, te lo aseguro. Me han dado una lista de viudos posibles. Por lo visto el idóneo es un noble que vive en el oeste de Cornualles. Cincuenta años, heredero y con dos hijas casadas.

—¿El viejo St Ives? ¡No! —dije en tono ofendido.

—Pues sí, creo que se llama así. Dicen que es encantador.

—Encantador, ¿eh? Siempre está borracho a mediodía y acecha a las doncellas por los pasillos. Una sobrina de Billy Rowe, el del Barton, estaba allí de servicio, pero le daba tanto miedo que tuvo que volver a casa.

—¿Quién está cotilleando ahora? —dijo mi prima Rachel—. ¡Pobre lord St Ives! Si tuviera mujer tal vez no acecharía por los pasillos, aunque, claro, eso dependería de la mujer.

—Sea como sea, no te vas a casar con él —dije con firmeza.

—Al menos podrías invitarlo a cenar un día —dijo, con una mirada solemne que ahora sabía que anunciaba alguna travesura—. Podríamos celebrar una fiesta, Philip. Las jóvenes más bellas para ti y los viudos más apetecibles para mí. Pero me parece que yo ya he elegido a uno. Creo que si me obligaran me quedaría con tu padrino, el señor Kendall. Admiro mucho esa forma tan directa de hablar que tiene.

Quizá lo dijo a propósito, pero el caso es que mordí el anzuelo y exploté.

—No lo dirás en serio, ¿verdad? ¿Casarte con mi padrino? ¡Maldita sea, prima Rachel! ¡Tiene casi sesenta años! Y no hay día que no se resfríe o le duela algo.

—Eso es porque no encuentra comodidad ni calor de hogar en su casa, al contrario que tú —me contestó.

Entonces supe que se estaba riendo, así que me reí yo también; pero después me quedé pensando en ello con desconfianza. La verdad era que mi padrino se deshacía en cortesías cuando venía a casa los domingos, y se llevaban los dos a la perfección. Habíamos ido a cenar a su casa un par de veces y mi padrino resplandecía como no lo había visto en mi vida. Pero hacía diez años que era viudo. Seguro que ni se le pasaba por la cabeza probar suerte con mi prima Rachel, ¿no? Y seguro que ella no lo aceptaría, ¿verdad? Me acaloré solo de pensarlo. Mi prima Rachel en Pelyn. Mi prima Rachel, la señora Ashley, convertida en señora Kendall. ¡Qué monstruosidad! Si ese viejo estaba pensando en algo semejante, que me muriera ahí mismo si seguía invitándolo a comer los domingos. Aunque dejar de invitarlo sería terminar con una rutina de años. No sería posible. Por lo tanto, tendría que seguir como siempre, pero el domingo siguiente, cuando mi padrino, que estaba a la derecha de mi prima Rachel, le acercó el oído sordo y de pronto se echó hacia atrás riéndose y diciendo: «¡Ah, fabuloso, fabuloso!», enfurruñado, me pregunté qué significaría eso y por qué se reían tanto los dos. Pensé que era otro truco de mujeres, lanzar al aire una broma que podía hacer daño.

En la comida del domingo estuvo estupendamente, de muy buen humor, con mi padrino a la derecha y el vicario a la izquierda, enzarzados los tres en su conversación y, sin ningún motivo, me puse huraño y silencioso, igual que Louise aquel primer domingo; nuestro lado de la mesa parecía una reunión de cuáqueros. Louise miraba su plato y yo el mío; de pronto levanté la vista y vi a Belinda Pascoe mirándome boquiabierta; me acordé de lo que se cotilleaba por ahí y me quedé más mudo que nunca. Nuestro silencio obligó a mi prima Rachel a hacer un esfuerzo mayor para taparlo, supuse; y ella, mi padrino y el vicario se pusieron a recitar versos, a ver quién lo hacía mejor, mientras yo me enfurruñaba cada vez más y daba gracias porque la señora Pascoe estaba indispuesta y no había podido venir. Louise me daba igual. No tenía obligación de hablar con ella.

Cuando se fueron todos, mi prima Rachel me lo reprochó.

—Si tengo que hacer de anfitriona con tus amigos —dijo—, me gustaría contar con un poco de ayuda por tu parte. ¿Qué te pasaba, Philip? Estabas ahí tan ceñudo, con cara de obcecación, sin dirigir la palabra ni una sola vez a ninguna de tus compañeras de mesa. Pobres chicas… —E hizo un gesto de disgusto.

—En tu lado lo estabais pasando tan bien —le respondí— que no me pareció necesario contribuir en nada. Todas esas tonterías sobre «te quiero» en griego… Y el vicario diciéndote que «deleite de mi corazón» sonaba muy bien en hebreo.

—Es cierto —dijo—. Lo pronunciaba de una forma tan sonora que me impresionó mucho. Y tu padrino quiere enseñarme la punta de la almenara a la luz de la luna. Dice que cuando se ve una vez nunca se olvida.

—Bueno, pues no te la va a enseñar —contesté—. La almenara es de mi propiedad. Hay unos muros viejos en las tierras de Pelyn. Que te enseñe eso. Están cubiertos de zarzas.

Y tiré un trozo de carbón al fuego con intención de que el ruido la molestara.

—No sé qué te pasa —dijo—. Estás perdiendo el sentido del humor.

Me dio una palmadita en el hombro y se fue arriba. Esa forma de actuar de las mujeres me irritaba muchísimo. Siempre tenían que decir la última palabra. Uno se quedaba forcejando con el mal humor y ella, tan tranquila. Por lo visto las mujeres nunca se equivocaban. Y, si se equivocaban, retorcían las cosas a su favor de tal manera que no lo parecía. Era capaz de lanzar esos comentarios al aire, esas insinuaciones de paseos con mi padrino a la luz de la luna o cualquier otra aventura, como una visita al mercado de Lostwithiel, y preguntarme con toda seriedad si estaría bien que se pusiera el gorro nuevo que había llegado de Londres por paquete postal: el velo era de red más abierta y no la tapaba, y mi padrino le había dicho que le sentaba muy bien. Y, cuando me enfurruñaba y le decía que, por mí, como si se tapaba la cara con una máscara, se quedaba más tranquila que nunca —esta conversación tuvo lugar en la cena del lunes— y, mientras yo fruncía el ceño, ella charlaba con Seecombe, y parecía que estuviera más disgustado aún.

Después, en la biblioteca, sin testigos, aflojó un poco; seguía tan serena como antes, pero con ternura ahora. Ni se rio de mi falta de sentido del humor ni me pinchó por estar tan enfadado. Me pidió que le sujetara los hilos y que eligiera los colores que más me gustaban, porque quería bordarme una funda para la silla del despacho. Y en voz baja, sin irritarme ni pincharme, me preguntó qué tal había pasado el día, a quién había visto y qué había hecho; se me fue pasando el enfado y me quedé tranquilo y descansado; al mirarle las manos mientras alisaba las hebras y las tocaba, me pregunté por qué no podía haber sido así desde el principio; ¿por qué me pinchaba primero y hacía que el ambiente se enrareciera, para tener que molestarse después en tranquilizarme otra vez? Se diría que mis cambios de humor le hacían gracia, pero no tenía la menor idea de por qué. Lo único que sabía era que no me gustaba que me tomara el pelo, que me dolía. Y cuando me trataba con ternura me ponía contento y me tranquilizaba.

A finales de mes se terminó el buen tiempo. Llovió tres días seguidos sin parar; en el jardín no se podía hacer nada, yo no podía salir a recorrer las tierras calándome hasta los huesos y las visitas del condado se quedaron en su casa, como todo el mundo. Fue Seecombe quien propuso lo que creo que mi prima Rachel y yo habíamos intentado evitar. Dijo que era un buen momento para revisar las cosas de Ambrose. Sacó el tema una mañana, cuando estábamos en la ventana de la biblioteca viendo llover.

—Yo, todo el día en el despacho —acababa de decirle—, y tú, en el tocador. Y ¿las cajas que han llegado de Londres? ¿Más trajes para elegir, probártelos y devolverlos otra vez?

—Nada de trajes —dijo—; son telas para cortinas. Creo que tía Phoebe no tenía ojo para dar lustre a las cosas. La habitación azul tendría que estar a la altura de su nombre. No es nada azul, sino gris. Y la colcha está apolillada, pero no se lo digas a Seecombe. Es la polilla de los años. He elegido cortinas y una colcha nueva para ti.

En ese momento entró Seecombe y, al vernos sin hacer nada, dijo:

—Como tenemos un tiempo tan inclemente, señor, he pensado que los chicos podrían hacer algo de limpieza a fondo dentro de casa. Su habitación la necesita. Pero no pueden quitar el polvo con todos los baúles y cajas del señor Ashley de por medio.

La miré temiendo que esa falta de tacto le doliera, que tal vez se diera media vuelta, pero, para mi sorpresa, se lo tomó bien.

—Tienes mucha razón, Seecombe —dijo—, los chicos no pueden limpiar bien la habitación hasta que deshagamos las cajas. Hemos retrasado esa tarea mucho tiempo. Bien, Philip, ¿qué opinas?

—Muy bien —dije—, si estás de acuerdo. Que enciendan la chimenea y, cuando la habitación se haya templado, subimos.

Creo que intentábamos ocultarnos los sentimientos mutuamente. Procuramos parecer muy animados en la actitud y en la conversación. Ella estaba dispuesta a no dar señales de aflicción por mí. Y yo, que deseaba hacer lo mismo por ella, fingí un entusiasmo completamente ajeno a mi manera de ser. La lluvia fustigaba los cristales del dormitorio y en el techo había salido una mancha de humedad. La chimenea, que no se encendía desde el invierno anterior, ardía con falsa alegría. Las cajas estaban alineadas en el suelo, esperando que las abrieran; encima de una de ellas estaba la inolvidable manta de viaje azul marino con el monograma «A. A.» en una punta, en grandes letras amarillas. Me acordé de repente de que se la había puesto en las rodillas aquel último día, cuando se fue.

Mi prima Rachel rompió el silencio:

—Vamos —dijo—, ¿abrimos primero el baúl de la ropa?

Lo dijo a propósito en un tono duro y práctico. Le pasé las llaves, que ella había confiado a Seecombe cuando llegó.

—Como prefieras —contesté.

Metió la llave en la cerradura, la giró y abrió la tapa. La primera prenda era su viejo batín. Lo conocía muy bien. Era grueso, de seda, de color granate. También estaban las zapatillas, largas y sin tacón. Me quedé mirándolas y fue como volver al pasado. Me acordé de una mañana en que entró en mi habitación afeitándose. «Mira, muchacho, he pensado que…». En esta misma habitación en la que estábamos ahora. Mi prima Rachel las sacó del baúl.

—¿Qué hacemos con ellas? —dijo, y el tono duro de antes era ahora grave y apagado.

—No sé —dije—, eres tú quien tiene que decirlo.

—¿Te las pondrías, si te las doy? —me preguntó.

Me pareció raro. Tenía su sombrero. Tenía su bastón y su vieja cazadora con coderas de cuero, la que había dejado en casa la última vez que se fue de viaje y que me ponía constantemente. Sin embargo, estas otras prendas, el batín y las zapatillas… era casi como si hubiéramos abierto el ataúd y lo estuviéramos contemplando muerto.

—No —dije—, no creo.

Ella no dijo nada. Las dejó en la cama. A continuación sacó un traje. Una chaqueta ligera, que debía de ponerse cuando hacía calor. No me resultaba conocida, pero seguro que a ella sí. Estaba arrugada del tiempo que había pasado metida en el baúl. La puso en la cama, con el batín.

—Habría que plancharla —dijo. De repente se puso a sacar prendas del baúl muy deprisa y a dejarlas en un montón casi sin tocarlas—. Creo —dijo— que, si no quieres esta ropa, a la gente de las tierras, que tanto lo apreciaba, le gustaría tenerla. Tú sabrás mejor qué dar a cada cual.

Creo que no se daba cuenta de lo que hacía. Lo sacó todo frenéticamente, mientras yo la miraba sin hacer nada.

—¿Y el baúl? —dijo—. Un baúl siempre es útil. ¿Lo quieres para algo? —Me miró y la voz se le quebró. De pronto me abrazó y se puso a llorar sobre mi pecho—. ¡Ay, Philip —dijo—, perdóname! Tenía que haber dejado que lo hicieras tú con Seecombe. He subido aquí como una tonta.

Era raro, como sostener a una niña. Como sostener a un animal herido. Le toqué el pelo y acerqué la cara a su cabeza.

—No pasa nada —le dije—. No llores. Vuelve a la biblioteca. Puedo terminar yo solo.

—No —dijo ella—. ¡Qué débil soy, qué estúpida! Para ti es tan difícil como para mí. Lo querías tanto…

Seguí moviendo los labios sobre su pelo. Era una sensación extraña. Y ella era muy pequeña así, pegada a mí.

—No te preocupes —le dije—, un hombre puede ocuparse de estas cosas. Para una mujer no es fácil. Déjame terminar a mí, Rachel, baja a la biblioteca.

Se apartó un poco y se enjugó las lágrimas con un pañuelo.

—No —dijo—. Ya estoy mejor. No me volverá a pasar. Y he sacado la ropa del baúl. Pero te agradecería que se la regalaras a la gente de las tierras. Y, si quieres algo para ti, quédatelo y póntelo. No me afectará, me alegraré.

Las cajas de libros estaban más cerca de la chimenea. Le acerqué una silla al fuego, me arrodillé al lado de los otros baúles y los abrí, uno tras otro.

Esperaba que no se hubiera dado cuenta, casi no me había dado cuenta ni yo, pero por primera vez no la había llamado prima Rachel, sino Rachel simplemente. No sé cómo sucedió. Creo que sería porque, al abrazarla, me parecía mucho más pequeña que yo.

Los libros no tenían la misma impronta personal que la ropa. Reconocí algunos de los que más le gustaban, los que siempre se llevaba de viaje; ella me los dio para que los pusiera al lado de mi cama. También estaban los gemelos, las insignias, el reloj de pulsera, la pluma; me lo dio todo y yo se lo agradecí. Algunos libros no los conocía. Me contó lo que era cada uno, volumen a volumen; esa tarea no se le hacía tan triste.

—Este libro —me contó— lo encontró en Roma, fue una ganga y él estaba encantado, y ese otro de ahí, el de la encuadernación antigua, y el de al lado, en Florencia.

Me contó cómo era el sitio en el que los había comprado, y el viejo que se los vendió, y me pareció que, a medida que hablaba, se le pasaba el disgusto; se le había ido con las lágrimas. Pusimos los libros en el suelo, de uno en uno; fui a buscar un plumero y ella les quitó el polvo. De vez en cuando me leía un fragmento que a Ambrose le había gustado mucho, o me enseñaba una ilustración o un grabado, y vi que sonreía ante algunas páginas que recordaba muy bien.

Había uno de dibujos de los jardines que estaba plantando.

—Este nos será muy útil —dijo.

Se levantó de la silla y se acercó a la ventana para verlo mejor a la luz.

Abrí otro cualquiera. De entre las hojas cayó un papel. Estaba escrito con letra de Ambrose. Parecía el fragmento central de una carta a la que le habían arrancado el principio y el final y la habían dejado allí olvidada.

Naturalmente, es una enfermedad de la que he oído hablar a menudo, como la cleptomanía o cualquier otra afección, y sin duda la ha heredado del derrochador de su padre, Alexander Coryn. No sabría decir cuánto tiempo hace que la padece, tal vez desde siempre; lo cierto es que explica muchas cosas de este asunto que hasta ahora me molestaban. De una cosa estoy seguro, querido niño: no puedo seguir permitiéndolo, es más, no me atrevo a darle poder sobre mi cartera, o me arruinará y las tierras lo acusarán. Es imprescindible que pongas a Kendall sobre aviso, por si, por una casualidad…

La frase estaba inacabada. Faltaba el final. No había fecha en el papel. La letra era normal. En ese preciso momento ella volvió de la ventana y yo arrugué el papel en la mano.

—¿Qué tienes ahí? —me preguntó.

—Nada —dije.

Lo tiré al fuego. Se quedó mirándolo. Vio la letra mientras el papel se arrugaba y prendía.

—Era letra de Ambrose —dijo—. ¿Qué ponía? ¿Era una carta?

—Era solo una nota que había escrito —dije— en un trozo de papel.

Me ardía la cara a la luz del fuego.

Después saqué otro libro del baúl. Ella también. Seguimos sacando libros uno al lado del otro, juntos, pero el silencio se instaló entre nosotros.