Capítulo XX
No sé si lo que sentía se me notaba tanto en la cara como me pesaba por dentro, pero creo que sí, porque Rachel reanudó la conversación rápidamente y le contó a Rainaldi que yo siempre estaba fuera, a caballo o a pie, que nunca sabía dónde iba exactamente ni volvía a una hora fija.
—Philip trabaja más que sus empleados —dijo— y conoce hasta el último rincón de las tierras mejor que ellos.
No me soltaba el brazo, parecía que me estuviera exhibiendo delante de su amigo como haría un maestro con un alumno enfurruñado.
—Enhorabuena por las tierras tan estupendas que tiene —dijo Rainaldi—, no me extraña que su prima Rachel les haya tomado tanto apego. Nunca la había visto con tan buen aspecto. —Sus ojos, esos ojos que tan bien recordaba, inexpresivos, de párpados gruesos, la contemplaron un momento y después se volvieron hacia mí—. Este aire —prosiguió— debe de propiciar más el reposo mental y físico que el nuestro de Florencia, que es más excitante.
—Mi prima —dije— proviene del país del oeste. Simplemente ha vuelto a su tierra.
Sonrió, si podía llamarse así al leve movimiento de su cara, y se dirigió a Rachel.
—Depende de cuál de los dos vínculos carnales sea más fuerte, ¿verdad? —dijo—. Tu joven primo no tiene en cuenta que tu madre era romana. Y permíteme añadir que cada día te pareces más a ella.
—Solo de cara, espero —dijo Rachel—, no en el tipo ni en el carácter. Philip, Rainaldi dice que va a alojarse en un mesón, en el que le recomendemos, no es muy exigente, pero le he dicho que ni hablar. Seguro que podemos poner una habitación a su disposición aquí, ¿no?
Se me encogió el corazón solo de pensarlo, pero no podía negarme.
—Naturalmente —dije—. Ahora mismo doy las órdenes pertinentes, y despida la silla de posta también, ya no le hace falta.
—Me ha traído desde Exeter —dijo Rainaldi—. Voy a pagar al cochero y pediré otra cuando vuelva a Londres.
—Hay tiempo de sobra para hablar de eso —dijo Rachel—. Ahora que has venido, tienes que quedarte al menos unos días y así podrás verlo todo. Además, tenemos que hablar de muchas cosas.
Salí de la sala a dar orden de que prepararan una habitación —bastaría con una grande y vacía que había en el ala oeste de la casa— y me fui poco a poco a mi cuarto a bañarme y a cambiarme para la cena. Desde la ventana vi salir a Rainaldi a pagar al cochero; después se quedó un momento en el camino de entrada de los carruajes contemplando los alrededores como si los tasara. Me dio la sensación de que con una mirada ponía precio a la madera y calculaba el valor de los árboles y arbustos, y también vi que se fijaba en las tallas de la puerta principal y pasaba la mano por las volutas. Rachel debió de salir con él, porque la oí reírse, y después se pusieron a hablar en italiano. La puerta principal se cerró. Habían entrado.
Tenía la intención de quedarme en mi dormitorio y no bajar, de pedir a John que me subiera la cena en una bandeja. Si tenían tanto que de que hablar, lo harían mejor en mi ausencia. Sin embargo, era el anfitrión y no podía cometer esa descortesía. Me bañé despacio, me vestí sin ganas y bajé; me encontré a Seecombe y a John atareados en el comedor, que no habíamos vuelto a usar desde que los obreros habían limpiado los paneles de madera y reparado los desperfectos del techo. Habían sacado la mejor cubertería de plata y toda la parafernalia de cuando teníamos invitados.
—No hace falta armar tanto lío —le dije a Seecombe—, podemos cenar en la biblioteca perfectamente.
—Son órdenes del ama, señor —dijo Seecombe con toda dignidad, y le oí mandar a John que fuera a buscar a la despensa el mantel y las servilletas de puntillas que no usábamos ni para la cena de los domingos.
Encendí la pipa y salí fuera. La tarde de primavera no había terminado, faltaba una hora o más para el crepúsculo. Sin embargo, los candeleros de la sala estaban ya encendidos y no habían corrido las cortinas. También había luz en la habitación azul y vi a Rachel pasar por delante de la ventana varias veces, mientras se vestía. Si hubiéramos estado solos habríamos pasado la velada en el tocador, yo abrazando el recuerdo de lo que había hecho en Bodmin y ella de buen humor, amable, contándome las anécdotas del día. Ahora ya no sería posible. Luces en la sala, animación en el comedor, conversaciones entre ellos sobre cosas que no me concernían; y sobre todo, por encima de todo, la revulsión instintiva que me inspiraba ese hombre, que no había venido por nada, solo a pasar el rato, sino con otro propósito. ¿Sabía Rachel de antemano que estaba en Inglaterra y que iba a venir a verla? La satisfacción de la escapada a Bodmin desapareció. La travesura infantil se había terminado. Entré en casa muy desanimado, con mucha aprensión. Rainaldi estaba solo en la sala, delante de la chimenea. Se había quitado la ropa de viaje y se había vestido para cenar; estaba mirando el retrato de mi abuela, colgado en la pared.
—Una cara encantadora —dijo, a propósito del retrato—, ojos bonitos y tez hermosa. Proviene usted de una familia bien parecida. El retrato en sí no tiene mucho valor.
—Seguramente —dije—. Los Lely[2] y los Kneller[3] están en las escaleras, si quiere verlos.
—Ya me he fijado en ellos al bajar —respondió—. El Lely está bien situado, pero el Kneller no. Diría que este último no es lo mejor de su estilo, pero lo pintó en una de sus épocas más ricas en florituras. Posiblemente lo terminara un aprendiz. —No dije nada. Estaba pendiente de los pasos de Rachel en las escaleras—. En Florencia, antes de irme, tuve la oportunidad de vender un Furini de la primera época, propiedad de su prima, de la colección Sangalletti, ahora desafortunadamente desperdigada por el mundo. Una obra exquisita. La tenían colgada en la pared de las escaleras, en la villa, donde le daba la luz de una forma que le sacaba todo el partido posible. Es posible que la viera usted cuando fue a la villa.
—Es posible que no —respondí.
Entró Rachel. Llevaba el traje que se había puesto en Nochebuena, pero hoy con un chal sobre los hombros. Me alegré de que llevara el chal. Nos miró como si quisiera averiguar, por nuestras caras, la marcha de la conversación.
—Estaba diciéndole a tu primo Philip —dijo Rainaldi— la suerte que he tenido de poder vender la virgen de Furini, pero lo trágico que ha sido deshacerse de ella.
—Estamos acostumbrados a estas cosas, ¿verdad? —respondió ella—. ¡Cuántos tesoros que no se han podido salvar!
Me fastidió mucho que hablara en plural en relación con él.
—¿Ha podido vender la villa? —pregunté secamente.
—Todavía no —dijo Rainaldi—, en realidad he venido a ver su prima Rachel en parte por ese motivo: estamos prácticamente de acuerdo en alquilarla tres o cuatro años. Es más ventajoso y menos definitivo que venderla. Tal vez su prima quiera volver a Florencia un día de estos. Ha vivido allí tantos años…
—No tengo intención de volver todavía —dijo Rachel.
—No, seguramente no —dijo él—, pero tiempo al tiempo.
Rainaldi la seguía con la mirada mientras ella se movía por la sala y yo deseaba que se sentara de una vez para que él dejara de hacerlo. El sillón en el que solía sentarse estaba un poco retirado de la luz de las velas y la cara le quedaba en la sombra. No tenía por qué moverse tanto, a menos que quisiera lucir el traje. Le ofrecí una silla, pero no se sentó.
—Fíjate, Rainaldi ha estado en Londres más de una semana y no había dicho nada. Me llevé la mayor sorpresa de mi vida cuando Seecombe me anunció su visita. Me parece un gran descuido por su parte, no haber avisado con antelación —le sonrió y él se encogió de hombros.
—Pensé que una visita por sorpresa te haría mucha ilusión —dijo—; lo inesperado puede ser muy agradable o todo lo contrario, según las circunstancias. ¿Te acuerdas de aquella vez que estabas en Roma y Cosimo y yo aparecimos cuando te estabas vistiendo para ir a una fiesta con los Castelucci? Te molestaste mucho con los dos.
—Y con toda la razón —dijo ella, riéndose—. Si se te ha olvidado, no pienso recordártelo.
—No se me ha olvidado —dijo él—. También me acuerdo del color del vestido que llevabas. Era ámbar. Además, Benito Castelucci te había mandado flores. Vi la tarjeta, pero Cosimo no.
Entró Seecombe a anunciar la cena y fuimos detrás de Rachel por el vestíbulo hasta el comedor; ella seguía riéndose y recordando a Rainaldi anécdotas de Roma. Nunca había estado tan taciturno ni me había sentido tan desplazado. No dejaban de hablar de personajes y sitios y de vez en cuando Rachel me daba la mano desde enfrente y, como si yo fuera un niño, me decía: «Perdónanos, Philip, querido. Hacía tanto tiempo que no le veía…», mientras él me miraba con esos ojos oscuros y como encapuchados, sonriendo lentamente.
Se pasaron al italiano un par de veces. Él le estaba contando una cosa y de pronto, buscando una palabra que no le salía, me pedía disculpas con una inclinación de cabeza y empezaba a hablar en su idioma. Ella le respondía y, mientras hablaba y yo oía las palabras desconocidas que salían de su boca, mucho más deprisa, sin duda, que cuando hablábamos en inglés, era como si su actitud contenida cambiara por completo; estaba más animada y viva, y más agresiva en cierto modo, con un brillo nuevo que no me gustaba mucho.
Me parecía que mi mesa, en mi comedor forrado de paneles, no era sitio para esos dos; les convenía más cualquier lugar en Florencia o Roma, atendidos por criados zalameros y morenos, en medio del brillo de una sociedad ajena a mí que charlaba y sonreía con esas palabras incomprensibles para mí. No tenían que estar aquí, con Seecombe moviéndose de un lado a otro con sus zapatillas de piel y uno de los cachorros rascando el suelo debajo de la mesa. Me quedé encorvado en la silla, desanimado, desalentado, como un invitado de piedra en mi propia cena; cogí unas nueces y las partí con las manos por descargar un poco la tensión. Rachel se quedó con nosotros mientras tomábamos oporto y brandy. O, mejor dicho, mientras los tomaba él, porque yo no los probé y él bebió de los dos.
Encendió un puro que sacó de un estuche que llevaba consigo y, con una actitud de tolerancia, me observó mientras encendía la pipa.
—Todos los jóvenes ingleses fuman en pipa, me da la impresión —dijo—. Creen que ayuda a digerir la comida, pero, según me han contado, solo enturbia el aliento.
—Como el brandy —repliqué—, que además enturbia la cabeza.
De pronto me acordé del pobre Don, enterrado en los jardines nuevos; cuando era joven, se le erizaba el lomo siempre que se encontraba con un perro que no le gustaba, la cola se le ponía recta y rígida y, de un salto, lo agarraba por el pescuezo. Ahora entendía lo que debía de sentir.
—Si nos disculpas, Philip —dijo Rachel, levantándose—. Rainaldi y yo tenemos que hablar de muchas cosas y me ha traído documentos que tengo que firmar. Será mejor que lo hagamos arriba, en el tocador. ¿Vendrás después con nosotros?
—Creo que no —dije—. He estado fuera todo el día y me esperan cartas en el despacho. Os deseo muy buenas noches a los dos.
Salió del comedor y él la siguió. Los oí subir las escaleras. No me había movido de mi sitio cuando llegó John a quitar la mesa.
Entonces me fui a pasear por fuera. Vi luz en el tocador, aunque las cortinas estaban corridas. Ahora, como estaban solos, hablarían en italiano. Ella estaría sentada en la butaca baja, al lado del fuego, y él a su lado. Me pregunté si le diría algo de lo que habíamos hablado la víspera, y que había copiado el testamento y me lo había llevado. ¿Qué consejos le daría, qué recomendaciones le haría y qué documentos sacaría de su maletín para que los firmara? Cuando terminaran con esos asuntos, ¿volverían a hablar de personajes, de gente y sitios que conocían los dos? Y ¿ella le prepararía una tisana, como a mí, y se movería por la habitación para que él la mirase? ¿A qué hora se despediría él y se retiraría a dormir? Y cuando lo hiciera ¿ella le daría la mano? ¿Se quedaría él en la puerta con cualquier excusa para alargar el momento, como hacía yo? O, como eran tan amigos, ¿le dejaría estar más tiempo?
Eché a andar hasta el paseo aterrazado y seguí casi hasta la playa; volví a subir por el paseo en el que habían plantado los cedros jóvenes y di otra vuelta y otra más, hasta que el reloj del campanario tocó las diez. Era la hora en que me despedía a mí: ¿lo despediría a él también? Me acerqué al borde del césped y miré hacia su ventana. Todavía se veía luz en el tocador. Seguí mirando y esperando. Con el paseo había entrado en calor, pero el aire que corría entre los árboles era helado. Se me enfriaron las manos y los pies. Hacía una noche oscura y sin música de ninguna clase. La luna no coronaba de escarcha las copas de los árboles. A las once, justo después de las campanadas, se apagó la luz del tocador y se encendió la de la alcoba. Esperé un momento más y, de repente, me fui hasta la parte de atrás de la casa y, pasadas las cocinas, seguí hasta el ala oeste y eché un vistazo a la ventana de Rainaldi. ¡Qué alivio! Allí también había luz. Vi una rendija nada más, porque los postigos estaban cerrados. La ventana también estaba cerrada a cal y canto. Con una sensación de satisfacción insular me pareció seguro que no la abriría en toda la noche.
Entré en casa, subí las escaleras y me fui a mi habitación. Me acababa de quitar la chaqueta y el pañuelo y los había tirado a la silla cuando oí el roce de su vestido en el pasillo, y después una llamada suave en la puerta. Abrí. Allí estaba ella, vestida todavía, con el mismo chal sobre los hombros.
—He venido a darte las buenas noches —dijo.
—Gracias —contesté—, yo también te las doy.
Me miró los zapatos y vio que los llevaba manchados de barro.
—¿Dónde has estado toda la noche? —me preguntó.
—Paseando por ahí —respondí.
—¿Por qué no has venido al tocador a tomar la tisana?
—No me apetecía.
—Estás haciendo mucho el ridículo —me dijo—. En la cena te portaste como un niño enfurruñado que necesita una buena azotaina.
—Lo siento —dije.
—Rainaldi es amigo mío desde hace mucho tiempo, lo sabes perfectamente —me dijo—. Teníamos que hablar de muchas cosas, eso lo entiendes, ¿no?
—Y, como es amigo tuyo desde hace mucho más tiempo que yo, le dejas quedarse en el tocador hasta las once, ¿no?
—¿Eran las once? La verdad es que no me di cuenta.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse? —le pregunté.
—Depende de ti. Si eres bien educado y lo invitas, tal vez se quede tres días. No puede alargarlo más, tiene que volver a Londres.
—Como me lo pides tú, no me queda más remedio.
—Gracias, Philip. —De pronto me miró con ternura y le vi un indicio de sonrisa en la comisura de los labios—. ¿Qué pasa, Philip? —preguntó—. ¿Por qué haces tantas tonterías? ¿En qué pensabas mientras paseabas?
Podría haberle dicho mil cosas. Que desconfiaba de Rainaldi, que no soportaba su presencia en mi casa, que quería que todo volviera a ser como antes, ella y yo solos. No obstante, sin motivo, solo porque aborrecía todo lo que se había dicho esa noche, le pregunté:
—¿Quién era ese Benito Castelucci que te mandaba flores?
La risa empezó a cascabelearle por dentro y de pronto me rodeó con los brazos.
—Era un viejo, estaba muy gordo y le olía el aliento a puro habano… y a ti te quiero demasiado —dijo, y se fue.
Estoy seguro de que a los veinte minutos de dejarme ya estaba dormida, mientras que yo tuve que oír las campanadas de todas las horas hasta las cuatro; caí entonces en ese sueño inquieto de madrugada que se hace más profundo a las siete y John me despertó sin contemplaciones a la hora de siempre.
Rainaldi no se quedó tres días, sino siete, y en esos siete días no encontré motivos para cambiar de opinión sobre él. Creo que lo que más aborrecía era la actitud tolerante que adoptaba conmigo. Cada vez que me miraba lo hacía con una medida sonrisa, como si yo fuera un crío al que había que dar la razón; me preguntaba por todo lo que había hecho durante el día y, fuera lo que fuese, lo convertía en meras aventuras infantiles. Me propuse no ir a casa ningún día a la hora del almuerzo, y por la tarde, poco después de las cuatro, cuando volvía y entraba en la sala de estar, me los encontraba juntos, hablando en italiano, cómo no, y dejaban de hablar en cuanto aparecía yo.
—¡Ah, aquí vuelve el esforzado trabajador! —decía Rainaldi, sentado, maldita sea, en el sillón que ocupaba siempre yo cuando estábamos solos—. Y, mientras él recorría sus tierras con paso firme comprobando sin duda que sus arados hacen los surcos necesarios en el suelo, tú y yo, Rachel, hemos recorrido miles de kilómetros mentalmente, con la imaginación. No nos hemos movido en todo el día, más que para pasear por el nuevo paseo aterrazado. La madurez tiene muchas compensaciones.
—Eres una mala influencia para mí, Rainaldi —replicaba ella—, desde que estás aquí, he descuidado todos mis deberes. No he ido de visita, no he supervisado a los jardineros… Philip me va a reñir por ser tan perezosa.
—No has sido perezosa intelectualmente —contestaba él—. En ese sentido, hemos recorrido tanto trecho como tu joven primo físicamente, con las piernas. O tal vez hoy no haya sido con las piernas, sino a caballo. Los jóvenes ingleses siempre hacen ejercicio físico hasta la extenuación.
Me daba cuenta de que se estaba burlando de mí, mula de carga con cabeza de chorlito, y la forma en que Rachel acudió en mi ayuda, como la maestra con su pupilo, me irritó más todavía.
—Bueno, hoy es miércoles —dijo—, y los miércoles Philip no monta ni camina, hace las cuentas en el despacho. Se le dan muy bien las cuentas, siempre sabe exactamente lo que gasta, ¿verdad, Philip?
—No siempre —contesté—, y, a decir verdad, hoy he tenido sesión en el juzgado por un vecino y he votado en el juicio de un tipo acusado de robo. Le han puesto una multa, pero no tiene que ir a la cárcel.
Rainaldi me miró con la misma actitud tolerante.
—Un joven Salomón, además de joven granjero —dijo—. No paramos de descubrir nuevas dotes en él. Rachel, ¿tu primo no te recuerda muchísimo al retrato del Bautista de Del Sarto? Tiene la misma mezcla encantadora de arrogancia e inocencia.
—Tal vez —dijo Rachel—, no se me había ocurrido. Para mí, solo se parece a una persona.
—Ah, sí, claro —dijo Rainaldi—, pero sin duda tiene algo de Del Sarto también. A ver si un día lo arrancas de sus tierras y le enseñas nuestro país. Viajar ensancha el espíritu y me encantaría verlo pasear por una galería o una iglesia.
—A Ambrose le aburrían esas cosas —dijo Rachel—, dudo que a Philip le impresionen mucho más. Bueno, ¿has visto a tu padrino en la sesión del juzgado? Me gustaría llevar a Rainaldi a Pelyn, para que se conozcan.
—Sí, estaba allí —dije—, y te manda saludos.
—El señor Kendall tiene una hija encantadora —dijo Rachel a Rainaldi—, un poco más joven que Philip.
—¿Una hija? Hum, ya veo —dijo Rainaldi—, entonces, tu primo no está completamente falto de sociedad femenina joven, ¿no?
—Ni mucho menos —dijo Rachel, riéndose—. Todas las madres en sesenta kilómetros a la redonda le tienen echado el ojo.
Recuerdo que le clavé una mirada furibunda y se rio más fuerte aún. Pasó a mi lado al ir a vestirse para la cena y me dio una palmadita en el hombro, una costumbre suya que me irritaba sobremanera —«el detalle de tía Phoebe» lo había llamado yo una vez—, y a ella le pareció delicioso, como si fuera un cumplido.
Fue ese día cuando Rainaldi, aprovechando la ausencia de Rachel, me dijo:
—Ha sido generoso de su parte y de la de su padrino dar una asignación a Rachel. Me lo contó por carta. La conmovió profundamente.
—Era lo mínimo que se podía hacer por ella —dije secamente, con la esperanza de zanjar la cuestión ahí mismo.
No pensaba contarle lo que iba a pasar dentro de tres semanas.
—Tal vez sepa usted —dijo Rainaldi— que, aparte de la asignación, no dispone de medios de ninguna clase, solamente lo que consigo al vender alguna de sus cosas de vez en cuando. Este cambio de aires le ha sentado de maravilla, pero no creo que tarde mucho en necesitar relaciones sociales como las que tenía en Florencia. Ese es el verdadero motivo por el que no quiero vender la villa. Los vínculos son muy fuertes.
No respondí. Los vínculos no eran tan fuertes: él los hacía fuertes. Ella nunca había hablado de vínculos, hasta que llegó él. Me pregunté cómo sería de grande su fortuna personal y si le daba a ella dinero de su bolsillo, y no solo el que ganaba con la venta de los bienes de Sangalletti. ¡Cuánta razón tenía Ambrose al desconfiar de él! Pero ¿cuál era la debilidad de Rachel, para no renunciar a su amistad y sus consejos?
—Ciertamente —continuó Rainaldi— tal vez vender la villa sea lo mejor, y que Rachel encuentre un apartamento pequeño en Florencia, o bien que se construya una casita pequeña en Fiesole. Tiene muchos amigos que no desean perderla, yo entre ellos.
—Cuando nos conocimos, me dijo que mi prima Rachel era una mujer impulsiva. Sin duda seguirá siéndolo y vivirá donde quiera.
—Sin duda —respondió Rainaldi—, pero esa impulsividad no siempre le ha proporcionado felicidad.
Supongo que de ahí se deducía que su matrimonio con Ambrose había sido impulsivo y, por lo tanto, desgraciado, y también que había venido a Inglaterra impulsivamente y no estaba seguro del resultado. Tenía poder sobre ella, porque le confiaba sus asuntos, y quizá ese poder la llevara a Florencia otra vez. Creía que ese era precisamente el propósito de su visita, inculcarle la idea, y tal vez decirle que la asignación que se le había dado no bastaría para mantenerla indefinidamente. Yo tenía el triunfo en la manga y él no lo sabía. Al cabo de tres semanas Rachel sería independiente de Rainaldi para toda su vida. Habría sonreído si no hubiera sido porque lo aborrecía tanto que no podía sonreír en su presencia.
—Con la educación que ha recibido, debe de ser muy raro tener de pronto a una mujer en casa, y tantos meses seguidos —dijo Rainaldi, con su mirada encapuchada—. ¿Ha sido un gran estorbo?
—Al contrario —dije—, es una delicia.
—De todos modos —replicó—, es medicina fuerte para una persona tan joven e inexperta como usted. En dosis tan prolongadas puede hacerle daño.
—Tengo casi veinticinco años —le contesté— y creo que sé perfectamente qué medicinas me convienen.
—Eso mismo creía su primo Ambrose a los cuarenta y tres —dijo Rainaldi—, pero a la vista está que se equivocaba.
—¿Es una advertencia o un consejo? —le pregunté.
—Las dos cosas, si se lo toma bien. Y ahora, si me disculpa, tengo que ir a vestirme para la cena.
Supongo que era su forma de abrir una brecha entre Rachel y yo, dejar caer un comentario completamente inocuo en sí mismo, pero con suficiente mala fe para enrarecer el ambiente. Si insinuaba que debía tener cuidado con ella, ¿qué decía eso de mí? ¿Me despreciaba con un encogimiento de hombros cuando se sentaban a hablar en la sala de estar los dos solos, diciendo que era inevitable que los jóvenes ingleses fueran larguiruchos de cuerpo y cortos de entendimiento, o sería una forma demasiado facilona de afrontar la situación? Lo cierto es que tenía todo un repertorio de observaciones personales, siempre dispuestas en la punta de la lengua para sembrar calumnias.
—Lo malo de ser muy alto —dijo en una ocasión— es que crea una tendencia fatal a agacharse. —Yo estaba justamente debajo del dintel de la puerta cuando lo dijo, con la cabeza agachada para decirle algo a Seecombe—. Por otra parte, los más musculosos engordan mucho después.
—Ambrose nunca se puso gordo —dijo Rachel sin perder un segundo.
—No hacía tanto ejercicio como este muchacho. Pasear, montar y nadar en exceso conlleva un desarrollo físico desproporcionado. Lo he visto a menudo, y casi siempre entre ingleses. En Italia, en cambio, tenemos los huesos más pequeños y llevamos una vida más sedentaria. Por eso no se nos deforma el tipo. También nuestra dieta es más ligera para el hígado y la sangre. No comemos tanta novilla y cordero. En cuanto a la repostería… —hizo un gesto de reprobación con las manos—. Este chico la come a todas horas. Ayer le vi devorar una empanada entera para cenar.
—¿Lo has oído, Philip? —dijo Rachel—. Rainaldi considera que comes en exceso. Seecombe, tenemos que poner a Philip a régimen.
—Le aseguro que no, señora —dijo Seecombe, muy escandalizado—. Le haría mucho daño a su salud comer menos de lo que come. No podemos olvidar, señora, que probablemente el señor Philip no haya terminado de crecer todavía.
—No lo quiera Dios —murmuró Rainaldi—, si a los veinticuatro años no ha dejado de crecer habría que pensar en un trastorno tiroideo grave.
Dio un sorbo al brandy, que ella le permitía tomar en la sala de estar, en actitud meditativa, sin dejar de mirarme, hasta que creí que de verdad medía más de dos metros, como el pobre Jack Trevose, que tenía muy poco entendimiento y su madre lo anunciaba por todo Bodmin los días de feria para que la gente fuera a verlo y le diera unos peniques.
—Supongo —dijo Rainaldi— que goza usted de buena salud, que no sufrió ninguna enfermedad grave de pequeño que justifique tanto crecimiento.
—No he estado enfermo en mi vida, que yo recuerde —contesté.
—Eso tampoco es bueno —dijo—. Los que nunca han padecido afección alguna son los primeros en caer cuando ataca la naturaleza. ¿No tengo razón, Seecombe?
—Es posible, señor. Pero yo no sé nada.
Cuando Seecombe salió de la sala vi que me miraba con incertidumbre, como si yo acabara de contraer la viruela.
—Este brandy —dijo Rainaldi— tendría que reposar al menos otros treinta años. Se podrá beber cuando los hijos del joven Philip lleguen a la mayoría de edad. Rachel, ¿te acuerdas de aquella noche en la villa, cuando Cosimo y tú recibisteis a toda Florencia, o eso parecía, y él insistió en que todos fuéramos disfrazados de dominó y con máscara, como en un carnaval veneciano? ¿Y tu querida y llorada madre se portó tan mal con no sé qué príncipe, Lorenzo Ammanati, creo que era?
—Podría ser cualquiera —dijo Rachel—, pero Lorenzo no, porque estaba muy ocupado persiguiéndome a mí.
—¡Qué noches locas! —reflexionó Rainaldi—. Éramos todos increíblemente jóvenes y completamente irresponsables. Estamos mucho mejor ahora, sobrios y tranquilos, como hoy. Al parecer aquí en Inglaterra nunca se celebran fiestas de esa clase, ¿verdad? El clima, claro, no lo permitiría. Pero, de todos modos, nuestro joven Philip podría encontrar divertido disfrazarse de dominó con máscara y buscar a la señorita Kendall entre los arbustos.
—Seguro que a Louise le encantaría —contestó Rachel, y vi que me miraba y se le movía la boca.
Me fui de la sala y los dejé allí; casi al momento oí que se ponían a hablar en italiano, él en tono interrogativo, ella riéndose al responder; supe que hablaban de mí y posiblemente también de Louise y de la maldita sarta de rumores que corría por todas partes sobre el futuro compromiso entre nosotros. ¡Dios! ¿Cuánto tiempo más iba a quedarse? ¿Cuántos días y noches más tendría que soportarlo?
Por fin, la última noche de su visita, mi padrino y Louise vinieron a cenar. En la mesa todo transcurrió bien, o eso parecía. Vi que Rainaldi se tomaba todas las molestias para ser cortés con mi padrino, y los tres, Rainaldi, mi padrino y Rachel, formaron un grupito y se pusieron a charlar dejándonos a Louise y a mí a nuestro aire. Me di cuenta de que Rainaldi nos echaba una ojeada de vez en cuando con amable indulgencia e incluso una vez le oí decir en voz baja a mi padrino: «Mi más sincera enhorabuena por su hija y su ahijado. Hacen una pareja encantadora». Louise también lo oyó y la pobre se puso como la grana. Inmediatamente le pregunté cuándo pensaba ir a Londres, con la esperanza de facilitarle un poco las cosas, pero creo que en realidad las empeoré. Después de cenar volvió a salir el tema de Londres y Rachel dijo:
—Espero ir a Londres dentro de poco. Si coincidimos —dirigiéndose a Louise—, tienes que enseñarme todo lo que merezca la pena, porque nunca he estado allí.
Mi padrino aguzó el oído al oírlo.
—Entonces, ¿ha pensado en irse del campo? —dijo—. La verdad es que ha soportado muy bien los rigores de esta visita invernal que nos ha hecho en Cornualles. Londres le parecerá más divertido —y, dirigiéndose a Rainaldi—: ¿Todavía estará usted allí?
—Tengo cosas que hacer que me llevarán unas tres semanas todavía —contestó Rainaldi—, pero, si Rachel decide ir también, naturalmente me pondré a su entera disposición. No soy nuevo en su capital. La conozco bastante bien. Espero que tengamos el placer de cenar con su hija y con usted, cuando vayan.
—Con mucho gusto —dijo mi padrino—. La ciudad de Londres puede ser deliciosa en primavera.
Les habría partido la cabeza en ese momento por hacer esos planes con tanta frescura, pero lo que me sacó de mis casillas fue la forma en que Rainaldi usó el plural. Lo veía venir: la atraería a Londres, le proporcionaría diversiones allí mientras él seguía con sus negocios y después la convencería de que volviera a Italia. Y mi padrino, por sus propios motivos, completaría el plan.
No se imaginaban que yo tenía el mío para darles una sorpresa a todos. Y así fue pasando la velada, con muchas expresiones de buena voluntad por parte de todos; incluso Rainaldi se llevó a mi padrino aparte los últimos veinte minutos o más, para destilar más veneno, de un modo u otro, me imaginé.
Cuando los Kendall se fueron no volví a la sala de estar. Me fui a la cama y dejé la puerta entreabierta para oír a Rachel y a Rainaldi cuando subieran. Tardaron mucho. Dieron las doce y todavía estaban abajo. Salí un momento al pasillo y me quedé escuchando. La puerta de la sala de estar no estaba cerrada del todo y oí el murmullo de las voces. Apoyándome en la barandilla, bajé la mitad de las escaleras, descalzo. Me vino un recuerdo de la infancia. Había hecho eso mismo de pequeño, cuando sabía que Ambrose estaba abajo cenando con invitados. Ahora tenía la misma sensación de culpa. Las voces no paraban de hablar. Pero oír a Rachel y a Rainaldi no me servía de nada, porque hablaban en italiano. De vez en cuando oía mi nombre, Philip, y el de mi padrino, Kendall, lo oí varias veces. Estaban hablando de él o de mí, o de los dos. La voz de Rachel parecía un poco tensa, y la de Rainaldi, como si la estuviera interrogando. De pronto, asqueado, me pregunté si mi padrino habría contado a Rainaldi lo que decían aquellos amigos suyos que habían estado en Florencia y si este, a su vez, se lo habría contado a Rachel. ¡Qué inútil la educación que había recibido en Harrow, y el estudio del griego y el latín! Ahí tenía a dos personas hablando italiano en mi propia casa, tal vez de cuestiones que podían ser de gran importancia para mí, y no me enteraba de nada, solo si pronunciaban mi nombre.
De pronto se hizo el silencio. Estaban los dos callados. No se oía movimiento. Y ¿si él se había acercado a ella, la había abrazado y ella le daba un beso, como a mí el día de Nochebuena? Me entró tal odio contra él solo de pensarlo que casi pierdo la precaución y bajo corriendo las escaleras para abrir la puerta de par en par. Entonces oí de nuevo la voz de Rachel y el roce de su vestido, que se acercaba a la puerta. Vi el resplandor de la palmatoria. La larga sesión había terminado por fin. Se disponían a irse a la cama. Como el niño de hacía muchos años, volví sigilosamente a mi habitación.
Oí pasar a Rachel por el pasillo hacia sus habitaciones, y a él irse hacia otro lado, hacia la suya. Lo más probable es que jamás llegara a saber de qué habían hablado tantas horas, pero al menos era la última noche de Rainaldi bajo mi techo y al día siguiente yo dormiría con tranquilidad. Por la mañana, casi no me cabía ni el desayuno, por la prisa de despedirlo. Se oyeron en la entrada las ruedas de la silla de posta que lo llevaría a Londres, y Rachel, aunque yo creía que se habría despedido la noche anterior, bajó, vestida para ir a trabajar a los jardines, a decirle adiós.
Él le besó la mano. Esta vez, en un gesto de cortesía elemental hacia mí, su anfitrión, se despidió en inglés.
—Bien, escríbeme y cuéntame tus planes —le dijo a Rachel—. Y recuerda, cuando estés preparada para ir, te espero en Londres.
—No voy a hacer ningún plan —dijo ella— antes del día 1 de abril.
Miró hacia atrás y me sonrió.
—¿No es el día del cumpleaños de tu primo? —dijo Rainaldi, mientras se subía al vehículo—. Espero que se lo pase muy bien y que no coma una empanada demasiado grande. —Y después, asomado a la ventanilla, me dijo, a modo de pulla de despedida—: Debe de ser curioso cumplir años en un día tan singular. El día de los Santos Inocentes en Inglaterra, ¿no? Pero tal vez a los veinticinco le parezca que es muy mayor para que se lo recuerden.
Y se fue: la silla de posta dio la vuelta y se dirigió a las verjas del parque. Miré a Rachel.
—A lo mejor —dijo— tenía que haberle invitado a venir ese día, a celebrarlo con nosotros —entonces, con la sonrisa repentina que me llegaba al corazón, se quitó la prímula que llevaba prendida en el vestido y me la puso en el ojal de la chaqueta—. Has sido muy bueno —murmuró— estos siete días. Y yo he descuidado mis obligaciones. ¿Te alegras de que estemos solos otra vez?
Sin esperar respuesta, se fue a los jardines nuevos detrás de Tamlyn.