Capítulo II

Cuando nos sentamos a hablar la última noche, antes de que Ambrose iniciara su último viaje, no tuve ninguna corazonada, ninguna premonición de que nunca volveríamos a estar juntos. Era el tercer invierno que, siguiendo la recomendación de los médicos, pasaba en otro país, y me había acostumbrado a su ausencia y a cuidar las tierras entretanto. El primer invierno que se fue todavía estaba yo en Oxford y no lo noté mucho, pero el segundo volví para quedarme definitivamente y lo pasé entero en casa, que era lo que Ambrose quería que hiciera. No eché de menos la vida gregaria de Oxford, la verdad es que me alegré de haber terminado.

Nunca sentí el menor deseo de estar en otra parte. Aparte de la época escolar en Harrow y después en Oxford, nunca viví en otro sitio, solo en esta casa, a la que había llegado a los dieciocho meses, cuando mis jóvenes padres murieron. Ambrose, con su extravagante generosidad, se apiadó del primito huérfano y me crio personalmente como si fuera un perrito, un gatito o cualquier otro animalillo frágil y abandonado que necesitaba protección.

Nuestro hogar era raro desde el principio. Cuando cumplí tres años, despachó a la niñera porque me había pegado un azote en el culo con un cepillo del pelo. No recuerdo el incidente, pero me lo contó después.

—Me enfadé muchísimo —me dijo— al verla azotándote con sus manazas ásperas por no sé qué fechoría trivial que su cerebro de hormiga no llegaba a comprender. Y desde entonces solo yo te alecciono.

Nunca me dio motivos para lamentarlo. No había hombre más bueno, justo y adorable, ni más comprensivo. Me enseñó las letras de la manera más sencilla posible, recurriendo a las iniciales de todas las palabrotas habidas y por haber… aunque tuvo que estrujarse un poco el cerebro para encontrar veintiséis, pero lo consiguió, advirtiéndome al mismo tiempo que no las dijera en público. Aunque siempre era muy cortés, con las mujeres se cohibía y desconfiaba de ellas; decía que ponían las casas patas arriba. Por eso solo contrataba a hombres para el servicio doméstico, y toda la tribu estaba a las órdenes de Seecombe, que había sido ayuda de cámara de mi tío muchos años.

Excéntrico tal vez, nada ortodoxo —el país del oeste[1] siempre ha sido famoso por sus tipos raros—, pero, a pesar de sus peculiares opiniones sobre la mujer y la crianza de niños, Ambrose no era un ogro. Los vecinos lo apreciaban y lo respetaban y los arrendatarios de las tierras lo adoraban. Antes de que lo atacara el reumatismo, salía de caza en invierno, iba a pescar en verano en una barquita que dejaba fondeada en la ría, salía a cenar y, cuando tenía ganas, invitaba a gente a casa; iba a la iglesia los domingos, aunque me hacía muecas desde el otro lado del banco de la familia cuando el sermón se alargaba mucho, y se esforzaba por inculcarme la pasión que sentía por plantar arbustos raros.

—Es una forma de creación —me decía— como otra cualquiera. A unos les gusta criar animales, pero yo prefiero criar cosas que nacen de la tierra. No es tan sacrificado y los resultados son mucho más gratificantes.

Esto tenía alborotados a mi padrino, Nick Kendall, a Hubert Pascoe, el vicario, y otros muchos amigos suyos que lo instaban a aposentarse de una vez y formar una familia, en vez de dedicarse a los rododendros.

—He criado a un cachorro —replicaba él, tirándome de las orejas—, cosa que me ha quitado veinte años de vida, o me los ha echado encima, según como se mire. Y lo que es más, Philip es un heredero prefabricado, así que no se puede decir que no haya cumplido con mi deber. Lo hará él en mi lugar, cuando le llegue el momento. Y ahora, caballeros, siéntense y disfruten. Como no hay mujeres en la casa, pueden poner los pies encima de la mesa y escupir en la alfombra.

Naturalmente, nadie hacia semejantes cosas. Ambrose no era nada quisquilloso, pero disfrutaba diciendo estas cosas delante del nuevo vicario, un calzonazos, pobre hombre, con una numerosa tribu de hijas; el oporto seguía circulando por el comedor después del convite dominical y Ambrose me guiñaba un ojo desde la otra punta de la mesa.

Todavía lo veo encogido y despatarrado en la silla —me contagió esa costumbre—, conteniendo la risa como podía cuando el vicario elevaba su protesta tímida e inútil; pero enseguida, temiendo haberlo herido en sus sentimientos, cambiaba el tono de la conversación intuitivamente, iniciaba temas en los que el vicario se defendía mejor y se tomaba las mayores molestias para procurar que el pobre hombre se encontrara a gusto. Aprendí a apreciar más cualidades suyas cuando iba a Harrow. Las vacaciones pasaban en un suspiro al comparar sus modales y su compañía con los de los mocosos que eran mis compañeros de estudios y con los de los profesores, rígidos y sobrios, desprovistos de humanidad, en mi opinión.

—No te preocupes —me decía, dándome golpecitos en el hombro, antes de irme, pálido y un poco lloroso, a coger el coche de Londres—. Es solo un proceso de aprendizaje, como domar a un caballo; tenemos que afrontarlo. En cuanto termines los estudios, y cuando te quieras dar cuenta ya los habrás terminado, te traeré a casa para siempre y te prepararé yo.

—¿Prepararme, para qué? —le pregunté.

—Eres mi heredero, ¿no? Eso es una profesión en toda regla.

Wellington, el cochero, me llevaba a Bodmin a coger el coche de Londres y yo me volvía para mirar por última vez a Ambrose, que se quedaba apoyado en su bastón con los perros al lado, los ojos arrugados en un gesto de comprensión y seguridad y sus abundantes rizos que empezaban a blanquear; y, cuando silbaba a los perros y volvía a la casa, yo me tragaba el nudo que tenía en la garganta y notaba las ruedas del coche que me llevaban lejos de allí inevitable, fatalmente, aplastando la gravilla al cruzar el parque hasta la verja blanca, después de la casa del guarda, en dirección a la escuela y la separación.

Sin embargo, no contó con su salud y, cuando terminé los estudios en la escuela y en la universidad, fue él quien tuvo que marcharse.

—Me han dicho que si paso otro invierno soportando lluvia a diario terminaré paralizado en una silla de ruedas —me dijo—. Tengo que irme a buscar el sol. A las playas españolas o egipcias o a cualquier sitio del Mediterráneo que sea seco y cálido. No es que quiera ir, pero, por otra parte, que me parta un rayo si quiero terminar la vida paralizado. El plan tiene una ventaja: volveré con plantas que solo yo tendré. Ya veremos cómo medran los diablillos en suelo cornuallés.

El primer invierno vino y se fue, como el segundo. Se divirtió bastante y no creo que le pesara la soledad. Volvía con Dios sabe cuántos árboles, arbustos, flores y plantas de todas las formas y colores. Las camelias lo apasionaban. Empezamos a plantarlas en una parcela para ellas solas y no sé si es que tenía mucha mano para las plantas o si hacía magia, pero el caso es que prosperaron desde el principio y no perdimos ninguna.

Y pasaron los meses hasta el tercer invierno. Ese año decidió ir a Italia. Quería ver algunos jardines de Florencia y Roma. Ninguna de esas dos ciudades era cálida en invierno, pero le dio igual. Alguien le había dicho que el aire era seco, aunque frío, y que no tenía que temer la lluvia. Aquella noche nos quedamos hablando hasta tarde. Era bastante trasnochador y a menudo nos quedábamos en la biblioteca hasta la una o las dos de la madrugada, a veces en silencio, otras hablando, los dos con las largas piernas estiradas hacia el fuego y con los perros tumbados a nuestros pies. He dicho antes que no tuve ninguna corazonada, pero ahora, pensándolo otra vez, puede que él sí. No dejaba de mirarme pensativamente, como si algo lo confundiera, y de mirarme a mí pasaba a mirar los paneles de las paredes de la habitación y los cuadros, y después el fuego y a continuación a los perros adormilados.

—Me gustaría que vinieras conmigo —dijo de repente.

—No tardaría nada en hacer el equipaje —contesté.

Sonrió e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No —dijo—, lo he dicho en broma. No podemos ausentarnos los dos a la vez tantos meses. Ser terrateniente conlleva unas responsabilidades, ya sabes, aunque no todo el mundo opina que yo las cumpla.

—Podría acompañarte hasta Roma —dije, entusiasmado con la idea— y, si el tiempo no lo impide, en Navidad estaría otra vez de vuelta.

—No —dijo, hablando despacio—, no, no; era solo un capricho. Olvídalo.

—Te encuentras bien, ¿verdad? —dije—. No te duele nada, ¿no?

—¡No, no, por Dios! —se rio—. ¿Por quién me tomas? ¡Que no estoy inválido! Hace meses que el reúma no me molesta nada. Lo que pasa, querido Philip, es que me pongo muy tonto con mi casa. Cuando tengas mi edad, a lo mejor te pasa lo mismo que a mí.

Se levantó y se acercó a la ventana. Descorrió las gruesas cortinas y se puso a mirar el césped. Hacía una noche silenciosa y serena. Las grajillas se habían ido a dormir y los búhos guardaban silencio por una vez.

—Me alegro de haber terminado los caminos y de haber acercado el césped a la casa —dijo—. Y sería más bonito todavía si la hierba bajara suavemente hasta ahí, a la altura del prado del pony. Un día tienes que cortar toda la maleza para que se vea el mar.

—¿Cómo dices? —pregunté—. ¿Tengo que hacerlo yo? ¿Por qué no tú?

No respondió enseguida.

—Es lo mismo —dijo al fin—, es lo mismo. Da igual. Pero acuérdate.

Don, mi viejo retriever, levantó la cabeza y lo miró. Había visto las cajas atadas con cuerdas en el vestíbulo y sabía que se iba a ir. Se levantó con esfuerzo y se acercó a Ambrose con el rabo entre las patas. Lo llamé en voz baja, pero no me hizo caso. Vacié la pipa en la chimenea. El reloj del campanario dio la hora. Oí a Seecombe en las dependencias de los criados, estaba regañando al chico de la despensa.

—Ambrose —dije—, Ambrose, déjame ir contigo.

—No seas idiota, Philip, vete a la cama —me contestó.

Y nada más. El asunto quedó zanjado. Al día siguiente, mientras desayunábamos, me dio las últimas instrucciones sobre lo que había que plantar en primavera y algunas cosas más, que quería que hiciera antes de su regreso. De pronto le dio el capricho de hacer un pequeño estanque en un terreno pantanoso del parque, junto a la entrada del sendero del este, que se tendría que cavar y proteger con un terraplén durante el invierno, si el tiempo lo permitía. Enseguida llegó la hora de partir. A las siete habíamos terminado de desayunar, porque tenía que salir de casa temprano. Haría noche en Plymouth y zarparía con la marea de la mañana. El barco, un mercante, lo llevaría a Marsella y desde allí iría a Italia como quisiera; le apetecía un viaje largo en barco. Hacía una mañana húmeda y desapacible. Wellington trajo el carruaje hasta la puerta y no tardó nada en cargar todos los bultos. Los caballos estaban inquietos, con ganas de arrancar. Ambrose se volvió hacia mí, me puso la mano en el hombro y me dijo:

—Cuida de todo, no me falles.

—Eso es un golpe bajo —le respondí—. No te he fallado nunca, hasta ahora.

—Eres muy joven —dijo—. Te he cargado con una gran responsabilidad. En fin, ya sabes que todo lo que tengo es tuyo.

Creo que si en ese instante hubiera insistido me habría dejado ir con él. Pero no dije nada. Seecombe y yo lo acompañamos al carruaje con sus mantas de viaje y sus bastones; abrió la ventanilla y nos sonrió.

—Wellington —dijo—, vámonos.

Y se fueron por el camino; en ese momento empezó a llover.

Las semanas pasaban igual que los dos inviernos anteriores. Lo echaba de menos, como siempre, pero tenía muchas cosas que atender. Cuando quería estar con alguien me iba a ver a mi padrino, Nick Kendall, cuya única hija, Louise, era solo unos años menor que yo y amiga mía desde la infancia. Era una chica leal, nada caprichosa y bastante guapa. A veces Ambrose nos tomaba el pelo diciendo que un día nos casaríamos, pero confieso que jamás pensé en ella de esa forma.

Su primera carta llegó a mediados de noviembre, en el mismo barco que lo había llevado a Marsella. El viaje había transcurrido sin incidentes, con buen tiempo, menos en el golfo de Vizcaya, donde había un poco de marejada. Se encontraba bien, bastante animado y con ganas de emprender el viaje a Italia. No quería hacerlo en diligencias, porque se desviaban hasta Lyon, así que alquilaría caballos y un vehículo con la intención de viajar por la costa hasta Italia, y después dirigirse a Florencia. A Wellington no le gustaron mucho las noticias y predijo un accidente. Estaba firmemente convencido de que ningún francés sabía conducir y de que todos los italianos eran ladrones. Sin embargo, Ambrose sobrevivió y la siguiente carta llegó de Florencia. Yo las guardaba todas, las tengo ahora mismo delante de mí. ¡Cuánto las releí en los siguientes meses! Las manoseaba, les daba la vuelta, las leía una y otra vez, como si tocándolas pudiera extraerles más información que la que me daba lo escrito.

Fue al final de esta primera carta de Florencia, donde al parecer había pasado la Navidad, cuando habló por primera vez de la prima Rachel.

He conocido a una familiar nuestra —decía—. Te he hablado alguna vez de los Coryn, que vivían en una casa a orillas del Tamar que tuvieron que vender y ya no es de la familia. Un Coryn se casó con una Ashley hace dos generaciones, como puedes comprobar en el árbol genealógico. Una descendiente de esa rama nació y vivió en Italia a cargo de un padre falto de dinero y de una madre italiana; se casó joven con un noble italiano llamado Sangalletti, que, al parecer, perdió la vida en un duelo estando borracho y dejó a su mujer cargada de deudas en una villa vacía. No tuvieron hijos. La condesa Sangalletti o, como prefiere ella referirse a sí misma, mi prima Rachel, es una mujer sensata y agradable y se ha tomado la molestia de enseñarme los jardines de Florencia, y me enseñará también los de Roma, porque coincidiremos allí.

Me alegré de que Ambrose hubiera encontrado una amiga que además era tan aficionada a los jardines como él. No conocía a nadie en Florencia ni en Roma, por eso yo temía que le costara encontrar amistades inglesas, pero al menos se trataba de una persona cuya familia procedía de Cornualles, por lo que ya tenían dos cosas en común.

La siguiente carta consistía prácticamente en una lista de jardines que, aunque no estaban en su mejor momento en esa época del año, debieron de causarle una gran impresión. Y también nuestra pariente.

Empiezo a tener verdadera consideración por nuestra prima Rachel —me contó a principios de primavera— y me aflige bastante pensar en lo que ha tenido que sufrir por causa de ese tal Sangalletti. Estos italianos son unos canallas y unos traidores, no se puede negar. Sus modales y su físico son tan ingleses como los tuyos y los míos, como si hubiera vivido a orillas del Tamar hasta ayer mismo. No se cansa de oírme hablar de casa ni de todo lo que tengo que contarle. Es muy inteligente, pero gracias a Dios sabe cuándo callar. No es de las que hablan sin parar, como tantas otras. Me ha encontrado un alojamiento excelente en Fiesole, cerca de su villa y, cuando empiece el buen tiempo pasaré muchos ratos en su casa, sentado en la terraza o entreteniéndome en los jardines que, al parecer, son famosos por su trazado y por las estatuas, aunque de eso no entiendo mucho. No sé cómo sobrevive, pero deduzco que ha tenido que vender muchos objetos valiosos de la villa para pagar las deudas de su marido.

Pregunté a mi padrino, Nick Kendall, si se acordaba de los Coryn. Se acordaba, sí, y no tenía muy buena opinión de ellos.

—Eran unos irresponsables, cuando yo era pequeño —me dijo—. Dilapidaron su fortuna y sus propiedades en el juego y ahora la casa, que está a la orilla del Tamar, no es más que una granja derruida. Empezó a desmoronarse hace cuarenta años. El padre de esa mujer tiene que ser Alexander Coryn: si no me engaño, desapareció en el continente. Era el segundo hijo de un hijo segundo. Pero no sé qué fue de él. ¿Ambrose te ha dicho la edad que tiene esa condesa?

—No —dije—, solo me ha contado que se casó muy joven, pero no me ha dicho cuánto hace de eso. Supongo que será una mujer madura.

—Seguro que es encantadora, para que el señor Ashley se haya fijado en ella —comentó Louise—. Nunca ha admirado a una mujer, que yo sepa.

—Ese será el secreto —dije—, que será feúcha y sencilla, y por eso no se cree en la obligación de halagarla. Cuánto me alegro.

Recibimos un par de cartas más, deshilvanadas, con pocas novedades. Acababa de llegar de cenar con nuestra prima Rachel o iba a salir a cenar con ella. Decía que tenía muy pocos amigos capaces de aconsejarla desinteresadamente en sus asuntos y presumía de poder hacerlo él. Por eso le estaba muy agradecida. Aunque se interesaba por muchas cosas, curiosamente parecía una mujer solitaria. No podía haber tenido nada en común con Sangalletti y le había confesado que toda la vida había deseado tener amigos ingleses. «Tengo la sensación de haber hecho algo bueno —decía—, aparte de reunir centenares de plantas nuevas para llevármelas a casa cuando vuelva».

Después pasó un tiempo. No decía nada de cuándo volvería, pero solía regresar hacia finales de abril. El invierno había sido largo y severo, con grandes e inesperadas heladas, tan poco habituales en el país del oeste. Se habían estropeado algunas camelias jóvenes y yo deseaba que tardara un poco en volver, para que no se encontrara con los vientos crudos y las fuertes lluvias que todavía no se habían ido.

Poco después de Pascua recibimos otra carta.

Querido muchacho, estarás intrigado por mi largo silencio. La verdad es que nunca me imaginé que tuviera que escribirte una carta como la presente. Los caminos de la Providencia son inescrutables. Me conoces tan bien que tal vez hayas sospechado algo de la agitación en la que vivo desde hace unas semanas. «Agitación» no es la palabra exacta. Creo que tendría que decir perplejidad dichosa, que se está convirtiendo en certidumbre. No he tomado ninguna decisión precipitada. Como muy bien sabes, soy un hombre muy metódico que no cambiaría su forma de vida por un capricho. Pero, desde hace unas semanas, sé que no podía hacer otra cosa. Encontré lo que nunca había encontrado y no creía que existiera. Todavía no doy crédito a lo que ha ocurrido. He pensado a menudo en ti, pero me faltaban la tranquilidad y la serenidad necesarias para escribirte, hasta hoy. Tienes que saber que tu prima Rachel y yo nos casamos hace quince días. Ahora estamos juntos en Nápoles, de luna de miel, y tenemos intención de volver pronto a Florencia. Y después, no sé decirte. No hemos hecho ningún plan y, de momento, ni ella ni yo deseamos vivir más allá del presente.

Espero que un día no muy lejano la conozcas, Philip. Podría decirte tantas cosas de su aspecto personal que te aburriría, y de su bondad y su auténtica ternura y su cariño. Ya lo verás todo con tus propios ojos. No sabría decir por qué, de entre todos los hombres, me ha elegido a mí, que soy el mayor cínico y el más gruñón de los que odian a las mujeres. Me toma el pelo a costa de eso y yo reconozco la derrota. Que me haya derrotado una persona como ella es, en cierto modo, una victoria. Diría que soy el vencedor, no el vencido, si no fuera una idea tan condenadamente vanidosa.

Da la noticia a todo el mundo, junto con mis bendiciones y las de Rachel, y no olvides, queridísimo niño y cachorrito, que este matrimonio, a mi edad, no resta ni una pizca de intensidad al profundo afecto que te profeso; al contrario, lo incrementa, y ahora que me considero el hombre más feliz, me propongo hacer mucho más por ti, y además cuento con su ayuda. No tardes en escribirme y, si te ves capaz, añade unas palabras de bienvenida para tu prima Rachel.

Con todo mi cariño,

Ambrose

La carta llegó sobre las cinco y media, cuando acababa de comer. Afortunadamente estaba solo. Seecombe había traído la cartera del correo y me la había dejado. Guardé la carta en el bolsillo, salí al campo y fui hasta el mar. El sobrino de Seecombe, que llevaba el molino de la playa, me saludó. Había tendido la red a secar en el muro de piedra. Ni le contesté; debió de pensar que estaba de mal humor. Subí por las rocas hasta una repisa estrecha que se asomaba a la bahía en la que me bañaba en verano. Ambrose fondeaba a unos cincuenta metros de la costa y yo iba nadando hasta la barca. Me senté, saqué la carta del bolsillo y volví a leerla. Si hubiera podido sentir una chispa de comprensión, de alegría, un solo rayo de simpatía por esos dos que ahora compartían felicidad en Nápoles, me habría aliviado la conciencia. Avergonzado por mi reacción y muy enfadado por mi egoísmo, no supe encontrar buenos sentimientos en mi corazón. Allí me quedé, paralizado de tristeza, mirando el mar liso, en calma. Acababa de cumplir veintitrés años y todavía me encontraba tan solo y perdido como hacía mucho tiempo, en un banco de cuarto curso, en Harrow, sin amigos ni nada a lo que agarrarme, ante un mundo nuevo de experiencias desconocidas que no deseaba.