Capítulo V
No recuerdo nada del trayecto de regreso a Florencia, solo que el sol se puso y se hizo de noche rápidamente. No hubo crepúsculo como el de casa. Unos insectos, grillos tal vez, iniciaron su canto monótono en las cunetas de la carretera y de vez en cuando nos cruzábamos con un campesino descalzo cargado con cestos a la espalda.
Al llegar a la ciudad perdimos el aire más limpio y fresco de los montes de alrededor y volvía a hacer calor. No como en las horas de sol abrasador, blanco y polvoriento, sino el calor aplastante y maloliente de la noche, que llevaba muchas horas pegado a las paredes y al tejado de las casas. El letargo del mediodía y la actividad de las horas entre la siesta y la puesta del sol abrieron paso a una animación mayor, más viva, más tensa. Los hombres y mujeres que poblaban las plazas y las estrechas calles paseaban con otro propósito, como si llevaran todo el día escondidos, durmiendo en las silenciosas casas, y ahora salieran a rondar por las calles como los gatos. Los puestos del mercado se iluminaban con antorchas y velas, los clientes los asediaban y estiraban los brazos para revolver entre los productos que se vendían. Las mujeres llevaban pañoleta y se empujaban unas a otras charlando y discutiendo, y los vendedores anunciaban su mercancía a voces. Empezaron a sonar las campanas otra vez, y esta vez me pareció que tocaban de una forma más personal. Las iglesias abrían las puertas y la luz de las velas se veía desde fuera; los grupos se disolvieron un poco, se dispersaron, y todos querían entrar a la vez para responder a la llamada de las campanas.
Despedí al cochero en la plaza de la catedral; el tañido de la gran campana, irresistible e insistente, parecía lanzar un desafío al aire quieto y plomizo. Sin apenas darme cuenta de lo que hacía, entré en la catedral con la gente y me quedé un momento junto a una columna, forzando la vista en la oscuridad. Un viejo campesino cojo estaba a mi lado, apoyado en una muleta. Dirigía un ojo ciego hacia el altar, movía los labios y le temblaban las manos; delante de mí y a los lados se arrodillaban misteriosas mujeres cubiertas con velo y respondían al sacerdote con voz chillona mientras pasaban las cuentas del rosario entre sus manos nudosas.
Todavía llevaba el sombrero de Ambrose en la mano izquierda y allí, en la gran catedral, reducido a un tamaño insignificante, forastero en una ciudad de belleza fría y sangre derramada, viendo las reverencias del sacerdote ante el altar, oyendo las palabras que entonaba, palabras solemnes de siglos de antigüedad que no entendía, de repente, crudamente, comprendí el alcance de mi pérdida. Ambrose había muerto. Jamás volvería a verlo. Me había dejado para siempre. Se acabó su sonrisa, su risa burlona, sus manos en mis hombros. Se acabó su fuerza, su comprensión. Se acabó la figura entrañable, honorable y querida, encorvada en el sillón de la biblioteca, o de pie, apoyada en el bastón, mirando al mar. Pensé en la habitación desnuda en la que había muerto, en villa Sangalletti, y en la virgen de la hornacina; y algo me dijo que, cuando se fue, no formaba parte de esa habitación, de esa casa ni de ese país, sino que su espíritu volvió a su sitio para descansar entre los suyos, en sus lomas y en sus bosques, en el jardín que amaba, oyendo el mar.
Di media vuelta y salí a la plaza y, al mirar hacia la gran cúpula de la torre que tenía al lado, lejana y esbelta, cincelada sobre el cielo, entre la avalancha de recuerdos que se desata después de un gran impacto y una gran tensión, por primera vez en el día me acordé de que no había comido nada. Dejé de pensar en los muertos y volví al mundo de los vivos y, después de encontrar un sitio en el que comer y beber cerca de la catedral, satisfecha el hambre me fui a buscar al signor Rainaldi. El buen hombre de la villa me había escrito la dirección en un papel y, luchando como pude con la pronunciación, encontré su casa, al otro lado del puente, en la orilla izquierda del Arno. Esta orilla era más oscura y estaba más silenciosa que el centro de Florencia. Había poca gente en la calle. Las puertas y las ventanas estaban cerradas. Mis pasos sonaban huecamente en los adoquines del suelo.
Por fin llegué a la casa y llamé al timbre. Al cabo de un momento abrió la puerta un criado y sin hacer preguntas me llevó por unas escaleras y un pasillo, llamó a una puerta y la abrió. La repentina luz de la habitación me deslumbró; parpadeé y vi a un hombre sentado a una mesa, repasando un montón de papeles. Se levantó al verme entrar y se quedó mirándome. Era casi tan alto como yo, de unos cuarenta años, y tenía la cara blanca, casi sin color, y las facciones afiladas. Había algo orgulloso y desdeñoso en su actitud, como si fuera de los que no tienen compasión con los necios ni con los enemigos; pero creo que lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, oscuros y hundidos, que, nada más verme, reflejaron un breve sobresalto de reconocimiento que desapareció en un segundo.
—¿Signor Rainaldi? —dije—. Me llamo Ashley, Philip Ashley.
—Sí —dijo—, siéntese, por favor.
La voz resultaba severa, con un leve acento italiano. Me acercó una silla.
—Le sorprenderá verme, sin duda —dije, observándolo con atención—. ¿No sabía que estaba en Florencia?
—No —respondió—. No sabía que estaba aquí.
Hablaba con cautela, aunque tal vez fuera porque no dominaba mucho el inglés y por eso hablaba despacio.
—¿Sabe quién soy? —le pregunté.
—Creo saber quién es usted exactamente —dijo—. Es el primo, ¿no es cierto? O el sobrino del difunto Ambrose Ashley.
—Primo y heredero.
Cogió una pluma y dio unos golpecitos en la mesa con ella, como para ganar tiempo o para distraerme.
—He ido a villa Sangalletti —dije—. He visto la habitación en la que murió. El criado, Giuseppe, ha sido muy solícito. Me lo ha contado todo, pero me ha recomendado que viniera a hablar con usted.
¿Me lo imaginé o esos ojos oscuros se velaron un poco?
—¿Cuánto hace que llegó a Florencia? —me preguntó.
—Unas horas. He llegado esta tarde.
—¿Ha llegado usted hoy mismo? Entonces, su prima Rachel no lo ha visto. —La mano que sostenía la pluma se relajó.
—No —dijo—, el criado de la villa me dio a entender que se había ido de Florencia el día después del entierro.
—Se fue de villa Sangalletti —dijo—, no de Florencia.
—¿Está aquí todavía?
—No —dijo—, no; se ha ido. Quiere que alquile la villa, o que la venda, si es posible.
Hablaba de una forma rígida, sin concesiones, como si tuviera que sopesar y elegir cuidadosamente cualquier información que pudiera darme.
—¿Sabe dónde está ahora? —pregunté.
—Me temo que no —dijo—. Se fue de repente, no tenía ningún plan. Me dijo que me escribiría cuando tomara una decisión sobre el futuro.
—¿Está con algunos amigos, tal vez? —me aventuré a decir.
—Tal vez, pero no lo creo.
Tenía la sensación de que había estado con él en ese despacho ese mismo día, o tal vez el anterior, y de que sabía mucho más de lo que decía.
—Comprenderá, signor Rainaldi —dije—, que haberme enterado de repente de la muerte de mi primo por boca de un criado me ha afectado mucho. Ha sido una pesadilla. ¿Qué sucedió? ¿Por qué no se me informó de que estaba enfermo?
Me miró atentamente, no me quitaba los ojos de la cara.
—La muerte de su primo también fue repentina —dijo— y nos afectó mucho a todos. Estaba enfermo, sí, pero no tanto, o eso creíamos. La fiebre que suele atacar aquí a muchos extranjeros en verano le había dejado débil, y también se quejaba de fuertes dolores de cabeza. La condesa, debería decir la señora Ashley, estaba muy preocupada, pero su primo era un enfermo difícil. Nuestros médicos no le gustaron desde el primer momento, aunque es imposible saber por qué. La señora Ashley esperaba una mejoría todos los días y, naturalmente, no deseaba causarle preocupaciones, ni a usted ni a sus amigos de Inglaterra.
—Pero estábamos muy preocupados —dije—, por eso he venido a Florencia. Me mandó estas cartas.
Fue una osadía, un acto temerario, pero me daba igual. Le di las dos últimas cartas que me había escrito Ambrose. Las leyó con atención. Su expresión no cambió. Después me las devolvió.
—Sí —dijo en tono tranquilo, sin sorpresa—. La señora Ashley temía que hubiera escrito algo así. Los médicos no le advirtieron nada hasta las últimas semanas, cuando se puso tan misterioso y raro y temieron lo peor.
—¿Advertirle? —dije—. ¿De qué?
—De que podía tener algo en el cerebro que le hacía presión —contestó—, un tumor, un quiste o algo así, que iba creciendo rápidamente y que podía ser la causa de su estado.
Me quedé como perdido. ¿Un tumor? Entonces, las sospechas de mi padrino eran ciertas. Primero tío Philip y después Ambrose. Sin embargo… ¿Por qué este italiano me miraba tanto los ojos?
—¿Los médicos dijeron que había muerto por el tumor?
—Sin ninguna duda —respondió—. El tumor y el recrudecimiento de la debilidad después de la fiebre. Lo atendían dos médicos, el mío y otro. Puedo llamarlos, si lo desea, y les hace usted las preguntas que quiera. Uno de ellos sabe un poco de inglés.
—No —respondí, hablando lentamente—, no es necesario.
Abrió un cajón y sacó un papel.
—Tengo aquí una copia del certificado de defunción —dijo—, firmada por los dos. Léala. Le he mandado una a usted a Cornualles y otra al mandatario del testamento de su primo, el señor Nicholas Kendall, cerca de Lostwithiel, en Cornualles también.
Miré el certificado pero no quise leerlo.
—¿Cómo sabía —le pregunté— que Nicholas Kendall era el mandatario del testamento de mi primo?
—Porque su primo Ambrose llevaba consigo una copia del testamento —contestó el signor Rainaldi—. La leí muchas veces.
—¿Usted leyó el testamento de mi primo? —pregunté, incrédulo.
—Naturalmente —contestó—. Como mandatario de la condesa, de la señora Ashley, tenía la obligación de conocer el testamento de su marido. No hay nada raro en ello. Su primo me lo enseñó poco después de casarse. Lo cierto es que incluso tengo una copia del documento. Pero enseñárselo a usted no es cosa mía, sino de su tutor, el señor Kendall. Sin duda se lo enseñará en cuanto vuelva usted a su casa.
También sabía que mi padrino era mi tutor, que era más de lo que sabía yo. A menos que el signore se hubiera equivocado. Sin duda, a partir de los veintiún años nadie tiene tutor, y yo tenía veinticuatro. De todas formas daba igual. Lo importante era Ambrose y su enfermedad, Ambrose y su muerte.
—Estas dos cartas —dije obstinadamente— no las ha podido escribir un hombre enfermo, sino un hombre acosado por enemigos, rodeado de gente en la que no puede confiar.
El signor Rainaldi me miraba fijamente.
—Las escribió un hombre que tenía una enfermedad mental, señor Ashley —me contestó—. Disculpe la franqueza, pero yo lo vi a lo largo de las últimas semanas y usted no. No fue una experiencia agradable para nadie, y menos aún para su mujer. Ya ve lo que dice en la primera carta, que ella no lo dejaba nunca solo. Y le aseguro que es verdad. No se apartaba de él ni de día de noche. Cualquier otra mujer habría contratado enfermeras para que lo atendieran. Lo atendió ella sola, no escatimó esfuerzos.
—Y sin embargo no sirvió de nada —dije—. Mire las cartas, esta última línea: «Por fin ha podido conmigo, Rachel, mi tormento». ¿Cómo lo interpreta, signor Rainaldi?
Supongo que la emoción me hizo levantar la voz. El hombre se puso de pie y tocó un timbre. Apareció un criado y le dio una orden; el criado volvió con un vaso, vino y agua. Me sirvió, pero no quise tomarlo.
—¿Qué me dice? —insistí.
No volvió a su sitio. Se acercó a la pared de los libros y sacó uno.
—¿Sabe usted algo de historiales médicos, señor Ashley? —me preguntó.
—No —dije.
—Aquí encontrará —dijo— la información que busca, o también puede preguntar a los médicos cuya dirección estoy dispuesto a darle con mucho gusto. Existe una afección cerebral concreta, sobre todo cuando hay un quiste o un tumor, en la que el paciente sufre alucinaciones. Por ejemplo, se imagina que lo vigilan, que la persona más cercana, como su mujer, se ha puesto en su contra, le es infiel o desea quitarle el dinero. En cuanto esta idea se asienta, no hay forma de convencerlo de que sus sospechas son infundadas, por mucho que se le quiera o se le intente demostrar lo contrario. Si no me cree o no cree a los médicos de aquí, pregúntelo en su país o lea este libro.
Qué convincente era, qué frío, y qué seguro estaba. Me imaginé a Ambrose tumbado en la cama de hierro de villa Sangalletti, atormentado, perplejo, y ese hombre observándolo, analizando los síntomas uno a uno, mirando tal vez por encima del biombo. Yo no sabía si ese hombre tenía razón o no. Solo sabía que lo odiaba.
—¿Por qué la señora Ashley no me mandó llamar? —pregunté—. Si Ambrose había perdido la fe en ella, ¿por qué no llamarme a mí? Yo lo conocía mejor que nadie.
Rainaldi cerró el libro de golpe y lo devolvió a su sitio.
—Es usted muy joven, ¿verdad, señor Ashley? —dijo.
Me quedé mirándolo. No entendía lo que quería decir.
—¿A qué viene eso? —pregunté.
—Las mujeres sensibles no se rinden fácilmente —dijo—. Tal vez lo llame orgullo o tenacidad, llámelo como quiera. Aunque las apariencias indiquen lo contario, sus emociones son más primitivas que las nuestras. Se aferran a lo que quieren y jamás se rinden. Nosotros vamos a las guerras y a las batallas, señor Ashley, pero las mujeres también saben luchar.
Me miró con sus fríos y hundidos ojos y supe que no tenía nada más que decirle.
—Si hubiera estado yo aquí no habría muerto —le dije.
Me levanté y me dirigí a la puerta. Rainaldi volvió a llamar al timbre y se presentó el criado para acompañarme a la salida.
—He escrito a su tutor, el señor Kendall —me dijo—. Le he explicado pormenorizadamente, con pelos y señales, todo lo sucedido. ¿Puedo hacer algo más por usted? ¿Se va a quedar unos días en Florencia?
—No —dije—. ¿Para qué? No hay nada que me retenga aquí.
—Si desea ver la tumba —me dijo—, le doy una nota para el vigilante del cementerio protestante. Es un sitio sencillo y modesto. Todavía no se ha puesto la lápida, claro está, pero se pondrá pronto.
Volvió a la mesa, escribió una nota y me la dio.
—¿Qué van a poner en la lápida? —le pregunté.
Hizo una pausa, como si estuviera pensando, mientras el criado que aguardaba en la puerta me daba el sombrero de Ambrose.
—Creo que, según mis instrucciones —dijo Rainaldi—, pondrá: «En memoria de Ambrose Ashley, amado esposo de Rachel Coryn Ashley», y la fecha, naturalmente.
Supe enseguida que no quería ir al cementerio ni ver la tumba. Que no tenía el menor deseo de conocer el sitio en el que lo habían enterrado. Que pusieran la lápida y después le llevaran flores, si querían, pero Ambrose nunca lo sabría y le daría igual. Estaría conmigo en el país del oeste, bajo su propia tierra, en su casa.
—Cuando vuelva la señora Ashley —dije, hablando lentamente— dígale que vine a Florencia. Que fui a villa Sangalletti y que vi la habitación en la que murió Ambrose. También puede contarle lo que me decía en estas dos cartas.
Me dio la mano, fría y dura como él, y seguía mirándome con aquellos ojos hundidos y velados.
—Su prima Rachel es impulsiva —me dijo—. Cuando se fue de Florencia se llevó todas sus cosas. Mucho me temo que no vuelva nunca por aquí.
Salí a la calle y estaba oscuro. Tenía la sensación de que todavía me perseguía su mirada desde los postigos cerrados. Volví por calles empedradas, crucé el puente y, antes de torcer hacia la hospedería a dormir lo que pudiera hasta la mañana siguiente, volví a bajar a la orilla del Arno.
La ciudad dormía. Yo era el único que merodeaba por la calle. Hasta las solemnes campanas guardaban silencio; solo se oía el río, que seguía su camino por debajo del puente. Parecía que corriera más deprisa ahora que por la mañana, como si el agua hubiera estado encerrada y ociosa las largas horas de sol y calor y ahora, con la noche, con el silencio, encontrara la libertad.
Me quedé mirando el río, las subidas y bajadas, cómo discurría y se perdía soltándose en la oscuridad y, a la única luz trémula del farol del puente, vi las burbujas que se formaban, de espuma marrón. Poco después, arrastrado por la corriente, rígido, dando vueltas lentamente con las cuatro patas en el aire, llegó el cadáver de un perro. Pasó el puente y siguió adelante.
Allí, a la orilla del Arno, hice un juramento.
Juré que todo lo que Ambrose hubiera pagado en dolor y sufrimiento se lo devolvería con creces a la mujer que se lo había causado. Porque no creía lo que Rainaldi me había contado. Creía en la verdad de las dos cartas que tenía en la mano derecha. Las últimas que me escribió Ambrose.
Un día, no sabía cómo, mi prima Rachel pagaría por lo que había hecho.