Capítulo IV
Cuando llegamos a Florencia y nos dejaron a todos los pasajeros en una hospedería a orillas del Arno, tenía la sensación de que el viaje había durado una vida entera. Era el 15 de agosto. No hay viajero que, al poner el pie en el continente europeo por primera vez, se quedara menos impresionado que yo. Las carreteras que recorrimos, las montañas, los valles, las ciudades francesas o italianas en las que nos parábamos a pasar la noche me parecían todas iguales. Todo estaba sucio y piojoso y el ruido me ensordecía. Estaba acostumbrado al silencio de una casa casi vacía —porque los criados dormían en otra parte, en sus dependencias, debajo de la torre del reloj— en la que no se oía un ruido por la noche, solamente el viento en los árboles y el restallar de la lluvia cuando soplaba del suroeste, y el barullo incesante y el ajetreo de las ciudades desconocidas me atontaba.
Dormí, sí, quién no se duerme a las doce de la noche, después de muchas horas de camino, pero los ruidos extraños se colaban en mis sueños; portazos, voces chillonas, pasos al pie de la ventana, ruedas de carros en el empedrado de la calle, y siempre, cada cuarto de hora, las campanadas de una iglesia. Tal vez si hubiera ido al extranjero por otro motivo todo habría sido distinto. Podría haberme asomado a la ventana a primera hora de la mañana con mejor ánimo a mirar a los niños descalzos que jugaban en la acequia, arrojarles unas monedas y oír voces nuevas con fascinación, pasear de noche por las calles estrechas y retorcidas y aprender a apreciarlas. Tal como estaban las cosas, miraba lo que veía con indiferencia, casi con hostilidad. Lo único que quería era llegar al lado de Ambrose y, como sabía que estaba enfermo en un país extranjero, la impaciencia se tornó desprecio por todo lo extraño, incluso por el suelo mismo que pisaba.
Cada día hacía más calor. El cielo era una pátina dura de color azul y, por las polvorientas carreteras de la Toscana, entre el traqueteo y las curvas, me daba la impresión de que el sol había absorbido toda la humedad de la tierra. Los valles estaban abrasados, marrones, y los pueblecitos aparecían colgados en las montañas, resecos y amarillentos, envueltos en la calima del calor. Los bueyes, flacos, huesudos, se movían lentamente buscando agua, las cabras rascaban el suelo a la orilla del camino; los pastores eran niños pequeños que chillaban y daban voces al coche al pasar; me podía la inquietud, temía por Ambrose y me parecía que todos los seres vivos de ese país estaban sedientos y que cuando se les negaba el agua todo se derrumbaba y moría.
Instintivamente, lo primero que hice al apearme en Florencia, mientras descargaban los equipajes cubiertos de polvo y los llevaban al interior de la hospedería, fue cruzar la calle empedrada y acercarme al río. Estaba cansado y sucio del viaje, cubierto de polvo de la cabeza a los pies. Los dos últimos días había ido al lado del cochero por no morir sofocado dentro del vehículo y, como los pobres caballos, necesitaba agua. Ahí la tenía. No era la ría azul de casa, rizada, fresca y salada, salpicada de agua batida, sino un río hinchado, lento, tan marrón como el lecho por el que discurría, que se abría camino supurando, sorbiendo bajo los ojos del puente, soltando burbujas que subían hasta la superficie lisa. El río traía desechos, paja y palos, pero para mi imaginación, casi febril de cansancio y sed, era una cosa que tenía que probar, tragar, echarme garganta abajo como si tomara una poción venenosa.
Seguí mirando el movimiento del agua, fascinado, y el sol caía a plomo sobre el puente; de pronto, a mi espalda, en la ciudad, una gran campana dio las cuatro con un sonido profundo y solemne. Se le unieron otras campanas de otras iglesias y las campanadas se mezclaron con el río, que se deslizaba, marrón y limoso, sobre las piedras.
Una mujer con un niño en brazos, que lloraba, y otro que le tiraba de la falda rasgada se me acercó y tendió la mano para que le diera una limosna, mirándome, suplicante, con sus ojos oscuros. Le di una moneda y dejé de mirarla, pero ella seguía tocándome el codo, murmurando, hasta que un pasajero, que todavía estaba al lado del coche, le soltó una retahíla de palabras en italiano y la mujer volvió a esconderse en el rincón del puente del que había salido. Era joven, de unos diecinueve años o así, pero la expresión de su cara no tenía edad, una expresión inolvidable, como si su cuerpecillo albergara un alma vieja que no podía morir; los siglos se asomaban a sus ojos, había contemplado el mundo tanto tiempo que le era indiferente. Después, cuando subí a la habitación que me asignaron y salí al balconcillo que daba a la plaza, la vi escabullirse entre los caballos y las carrozas que esperaban, sigilosa como los gatos que acechan de noche arrastrando el vientre por el suelo.
Me aseé y me cambié de ropa con una extraña apatía. Ahora que había llegado a mi destino se apoderaba de mí la pesadez, y la persona que había iniciado el viaje con emoción, dispuesta a todo, preparada para cualquier batalla, había dejado de existir. En su lugar había un desconocido desanimado y agotado. La emoción se había evaporado hacía mucho. Hasta la realidad de la hoja de papel que llevaba en el bolsillo había perdido entidad. La habían escrito hacía muchas semanas, podían haber pasado muchas cosas desde entonces. Ella se lo podía haber llevado fuera de Florencia, podían haberse ido a Roma o a Venecia, y me vi arrastrado otra vez al lento coche, persiguiéndolos, recorriendo ciudades a lo largo y ancho del maldito país sin encontrarlos nunca, siempre derrotado por el tiempo y las calurosas carreteras polvorientas.
O tal vez todo fuera un error y las cartas, una broma de mal gusto, una tomadura de pelo de las que tanto le gustaban a Ambrose en otro tiempo cuando, de niño, me hacía caer en las trampas que me preparaba. Y tal vez fuera a buscarlo a la villa y me encontrara con una celebración, una cena con invitados, luces y música; y anunciarían mi llegada y yo no tendría ninguna excusa que dar, y Ambrose, rebosante de salud, me miraría con asombro.
Bajé a la plaza. Ya no había carrozas esperando. La hora de la siesta había pasado y las calles estaban llenas de gente otra vez. Me zambullí en ellas y me perdí al momento. Alrededor, patios y callejones sombríos, casas altas pegadas unas a otras, balcones que sobresalían y, a medida que andaba, giraba por una calle y seguía andando, aparecían en los zaguanes caras que me miraban; la gente se detenía al pasar y me miraba también, todos con la misma cara de sufrimiento de siglos y de pasión apagada que había visto por primera vez en la joven mendicante. Algunos me seguían murmurando, como ella, con la mano tendida y, cuando, acordándome del compañero del coche, les decía algo ásperamente, se retiraban, se aplastaban contra la pared de las altas casas y, con un extraño orgullo contenido, me veían pasar de largo. Las campanas de la iglesia empezaron a tocar de nuevo y llegué a una plaza grande, llena de gente que, apretada en pequeños grupos, charlaba y gesticulaba sin ninguna relación, o eso me parecía a mí, con los edificios que rodeaban la plaza, austera y bella, ni con las estatuas que los miraban desde lo alto con ojos ciegos, ni con el tañido de las campanas, cuyo eco se elevaba fatídicamente, con fuerza, hacia el cielo.
Di el alto a una carroza que pasaba y, cuando, titubeando, le dije las palabras «Villa Sangalletti», el cochero me dijo algo que no entendí, pero capté la palabra «Fiesole» mientras el hombre asentía y señalaba con el látigo. Pasamos por calles estrechas y llenas de gente, él gritaba a los caballos, las riendas tintineaban, la gente se retiraba para abrirnos paso. Las campanas dejaron de tocar y quedaron atrás, aunque el eco me resonaba todavía en los oídos, solemnes, sonoras, doblando no por mi misión, insignificante y pequeña, ni por la vida de la gente de la calle, sino por el alma de hombres y mujeres muertos hacía tiempo y por la eternidad.
Subimos una cuesta larga y sinuosa en dirección a las montañas lejanas y Florencia quedó atrás. Se terminaron los edificios. Había silencio y paz y el sol ardiente que había castigado a la ciudad todo el día y convertía el cielo en una pátina dura se volvió de pronto suave y blando. Ya no deslumbraba. Las casas y paredes amarillas, incluso la polvareda marrón, ya no parecían tan resecas como antes. Las casas recobraron el color, desvaído tal vez, amortiguado, pero con un arrebol crepuscular más tierno, ahora que la cruda luz del sol había cesado. Los cipreses, tupidos e inmóviles, se volvieron de color verde oscuro.
El cochero detuvo la carroza frente a una verja que cerraba el paso en medio de una pared muy alta. Se volvió hacia mí y me miró por encima del hombro.
—Villa Sangalletti —dijo.
El final de mi trayecto.
Le hice seña de que me esperara, me apeé, me acerqué a la verja y tiré del cordón que colgaba de la pared. Oí la campanilla que sonó dentro. El cochero apartó al caballo a un lado de la carretera, se apeó y se quedó al lado de la cuneta quitándose las moscas de la cara con el sombrero. El caballo, pobre animal medio muerto de hambre, se dejó caer entre las varas; después de la subida no tenía ánimos ni para pastar en el margen y se puso a dormir sin dejar de mover las orejas. No se oía nada al otro lado de la verja y llamé otra vez. Se oyó entonces un ladrido amortiguado, que se hizo más audible al abrirse una puerta interior; una voz huraña de mujer hizo callar a un niño que lloraba y oí pasos acercándose a la verja desde el lado de dentro. Crujieron trancas y cerrojos; la verja chirrió contra una piedra del suelo al abrirse. Vi a una campesina que me escrutaba con la mirada. Me acerqué y le dije:
—¿Villa Sangalletti? ¿Signor Ashley?
El perro, encadenado dentro de la vivienda, ladró con más furia que antes. Ante mí se abría un camino y al final se divisaba la villa propiamente dicha, cerrada a cal y canto, sin vida. La mujer hizo un gesto como para cerrarme la puerta en las narices, el perro seguía ladrando y el niño se puso a llorar. Tenía una mejilla hinchada, como de un flemón; se la tapaba con el borde de la pañoleta para aliviar el dolor.
Me abrí paso y repetí las palabras «signor Ashley». Y entonces se sobresaltó como si me viera por primera vez y empezó a hablar deprisa, agitadamente, señalando hacia la villa. Después se volvió con brusquedad y llamó a alguien. Un hombre, probablemente su marido, salió a la puerta de la vivienda con un niño a hombros. Hizo callar al perro y se acercó a mí mientras preguntaba algo a la mujer. Ella seguía hablando sin parar y entendí las palabras «Ashley» e inglese, y entonces el hombre se quedó mirándome. Parecía mejor persona que ella, más limpio, con la mirada más sincera y, mientras me miraba, su rostro adquirió una expresión de profunda inquietud y dijo unas palabras a su mujer en voz baja; ella se retiró con el niño a la puerta de la vivienda y se quedó mirándonos con el borde de la pañoleta en la hinchada cara.
—Hablo inglés un poco, signore —dijo—. ¿Qué desea?
—He venido a ver al señor Ashley —dije—. ¿El señor y la señora Ashley están en la villa?
Su inquietud aumentó. Tragó saliva nerviosamente.
—¿Es usted el hijo de señor Ashley, signore? —me preguntó.
—No —dije, impaciente—, soy su primo. ¿Están en casa?
Hizo un gesto de aflicción con la cabeza.
—Entonces, signore, ¿ha venido usted desde Inglaterra sin saber la noticia? ¿Qué puedo decirle? Es muy triste, no sé qué decirle. El signore Ashley murió hace tres semanas. Fue de repente. Fue muy triste. En cuanto lo enterraron, la condesa cerró la villa y se fue. Hace ya casi dos semanas que está ausente. No sabemos si volverá.
El perro empezó a ladrar otra vez y el hombre se volvió para tranquilizarlo.
Noté que se me iba el color de la cara. Estaba petrificado. El hombre me miraba con comprensión y dijo algo a su mujer; esta se acercó arrastrando una banqueta y la dejó a mi lado.
—Siéntese, signore —me dijo—. Lo lamento, lo lamento mucho.
Yo no podía hablar. No me salían las palabras. El hombre, preocupado, se dirigió con brusquedad a su mujer, para aliviar lo que sentía, y después me dijo:
—Signore, si quiere ir a la villa, le abriré la puerta. Puede ver dónde murió el signor Ashley.
Me daba igual dónde fuera o lo que hiciera. Estaba tan paralizado que no me podía concentrar. El hombre echó a andar hacia la villa al tiempo que sacaba unas llaves del bolsillo; yo iba a su lado y de pronto las piernas me pesaban como el plomo. La mujer y el niño nos seguían.
Los cipreses formaban un dosel sobre nosotros y al final aguardaba la villa, cerrada, como un sepulcro. Al acercarnos vi lo grande que era, tenía muchas ventanas, todas cerradas a cal y canto, y, delante la entrada, el camino describía un círculo para que los carruajes pudieran dar la vuelta. Había pedestales con estatuas entre los tupidos cipreses. La puerta era enorme; el hombre la abrió con la llave y me invitó a entrar. La mujer y el niño entraron también y se pusieron a abrir postigos para que entrara la luz en el silencioso vestíbulo. Me adelantaron y siguieron abriendo ventanas en todas las habitaciones, convencidos de corazón de que, al hacerlo, aliviaban un poco mi dolor. Todas las estancias se comunicaban entre sí, eran grandes, con pocos muebles y frescos en el techo y en el suelo de piedra, y el aire estaba cargado de un olor rancio, medieval. Unas habitaciones no tenían nada en las paredes, de otras colgaban tapices y en una de ellas, más oscura y opresiva que las anteriores, una mesa larga de comedor rodeada de monásticas sillas talladas; en cada punta de la mesa se veía un candelabro de hierro forjado.
—La villa Sangalletti muy bonita, signore, muy antigua —dijo el hombre—. El signor Ashley se sentaba aquí cuando el sol calentaba mucho fuera. Esta era su silla.
Casi con reverencia señaló una silla de respaldo alto que estaba al lado de la mesa. Yo lo veía como en sueños. Nada era real. No me imaginaba a Ambrose en esa casa ni en esa habitación. No podía haber andado por allí con su paso de siempre, silbando, charlando, dejando el bastón en el suelo detrás de esa silla, de esa mesa. La pareja dio la vuelta a la habitación sin pausa, monótonamente, abriendo postigos. Fuera había un patio pequeño, un cuadrilátero enclaustrado, a cielo abierto pero resguardado del sol. En el centro había una fuente y una estatua de bronce de un niño que sostenía una concha entre las manos. Detrás de la fuente crecía un codeso entre las baldosas que tendía su propio dosel de sombra. Hacía tiempo que había perdido las flores amarillas; las vainas cubrían el suelo, polvoriento y gris. El hombre dijo algo a la mujer en voz baja y ella fue hasta un rincón del cuadrilátero y abrió una llave de paso. Lentamente, con suavidad, empezó a caer agua al estanque que había debajo, resbalando por la concha que sostenía el niño de bronce entre las manos.
—El signor Ashley —dijo el hombre— se sentaba aquí todos los días a ver la fuente. Le gustaba ver el agua. Se sentaba aquí, debajo del árbol. En primavera está muy bonito. La condesa lo llamaba desde su habitación, allí arriba.
Señaló los pilares de piedra de la barandilla. La mujer desapareció en la casa y al cabo de un momento apareció en el balcón que había señalado su marido abriendo los postigos del cuarto. Seguía cayendo agua de la concha, sin prisa, sin correr, simplemente cayendo con suavidad en el pequeño estanque.
—En verano siempre se sientan aquí —siguió diciendo el hombre— el signor Ashley y la condesa. Comen aquí, oyen el murmullo de la fuente. Yo les sirvo, ¿comprende? Saco dos bandejas y las pongo aquí, en esta mesa. —Señaló la mesa de piedra y las dos sillas que todavía la flanqueaban—. Después de comer toman su tisana —prosiguió—, todos los días, siempre lo mismo.
Hizo una pausa y tocó la silla con la mano. Tuve una sensación de opresión. El patio estaba fresco, casi frío como una tumba, pero el aire era rancio, igual que en las habitaciones cerradas, antes de que las abrieran.
Pensé en Ambrose tal como era en casa. En verano paseaba por las tierras con chaqueta y un viejo sombrero de paja para protegerse del sol. Veía el sombrero como si lo tuviera allí mismo, inclinado hacia un lado de la cara, y lo veía a él, remangado hasta por encima del codo, de pie en la barca, señalando algo a lo lejos, en el mar. Me acordé de cómo me tendía los largos brazos y me subía a la barca cuando nadaba a su lado.
—Sí —dijo el hombre, como hablando consigo mismo—, el signor Ashley se sentaba en esta silla a mirar el agua.
La mujer volvió, cruzó el patio y cerró la llave de paso. El agua dejó de caer. El niño de bronce miraba una concha vacía. Todo estaba en silencio, inmóvil. El niño, que miraba la fuente con los ojos muy redondos, se agachó de pronto y se puso a escarbar entre las baldosas del suelo, cogió unas vainas de codeso con sus manitas y las tiró al estanque. La mujer lo regañó y lo empujó contra la pared; entonces cogió una escoba que había allí y empezó a barrer el patio. Con su actividad rompió la quietud y su marido me tocó el brazo.
—¿Desea ver la habitación en la que murió el signore? —me preguntó en voz baja.
Con la misma sensación de irrealidad, lo seguí por la amplia escalinata hasta el rellano de arriba. Cruzamos habitaciones menos amuebladas que las de abajo; una de ellas, que daba al norte, al camino de cipreses, estaba tan desprovista como la celda de un monje. Había una sencilla cama de hierro arrimada a la pared, un palanganero con palangana y aguamanil y un biombo al lado de la cama; unos tapices en la pared de la chimenea y una hornacina con una estatuilla de una virgen arrodillada con las manos unidas, en actitud de orar.
Miré la cama. Las mantas estaban cuidadosamente dobladas en la parte de los pies y en la cabecera había dos almohadas sin almohadón, un encima de otra.
—El final —dijo el hombre bajando la voz— fue muy rápido, ¿comprende? Estaba débil, sí, muy débil, por la fiebre, pero el día anterior había bajado él solo a sentarse al lado de la fuente. «No, no —le decía la condesa—, te pondrás peor, tienes que descansar», pero él es obstinado y no le hace caso. Y los médicos no paran de ir y venir. El signor Rainaldi también está aquí y habla con él, intenta convencerlo, pero él nunca hace caso, grita, se pone violento y luego, como un niño, se queda callado. Da pena ver así a un hombre fuerte. Después, a primera hora de la mañana, la condesa viene corriendo a mi habitación a llamarme. Yo dormía en la casa, signore. Con la cara blanca como la pared me dice: «Se muere, Giuseppe, sé que se va a morir», y voy con ella a su habitación y me lo encuentro tumbado en la cama, con los ojos cerrados, respirando todavía, pero mal, ¿comprende?, no dormía de verdad. Mandamos llamar al médico, pero el signor Ashley no volvió a despertarse, estaba en coma, el sueño de la muerte. Yo mismo enciendo los candelabros con la condesa y cuando se fueron las monjas vine a verlo. Ya no había violencia, tenía la cara serena. Ojalá lo hubiera visto, signore.
El hombre tenía lágrimas en los ojos. No quería verlo y miré otra vez la cama vacía. No sé por qué, pero no sentía nada. Ya no estaba paralizado, me había quedado frío, como de piedra.
—¿Qué quiere decir con violencia? —le pregunté.
—La violencia que aparecía con la fiebre —dijo el hombre—. Tuve que sujetarlo a la cama dos o tres veces, después de los ataques. Y con la violencia venía la debilidad aquí dentro —se apretó el estómago con la mano—. Tenía muchos dolores. Y, cuando el dolor pasaba, se quedaba aturdido, abotargado, con la cabeza perdida. Le digo, signore, que daba mucha pena. Mucha pena, ver a un hombre tan alto tan indefenso.
Salí de la habitación, desnuda como una tumba, y oí al hombre cerrar los postigos de nuevo, y después la puerta.
—¿Por qué no se hizo nada? —dije—. ¿Es que los médicos no podían aliviarle el dolor? Y la señora Ashley ¿lo dejó morir sin más?
Me miró sin comprender.
—¿Por favor, signore? —dijo.
—¿Qué enfermedad tenía? ¿Cuánto duró? —pregunté.
—Se lo he dicho, al final, muy rápido —dijo el hombre—, pero antes, uno o dos ataques. Y todo el invierno el signore mal, triste, no sé, no era él. Muy distinto del año anterior. Cuando el signor Ashley llegó a la villa por primera vez era feliz, alegre.
Mientras hablaba seguía abriendo ventanas, y salimos a una gran terraza en la que había algunas estatuas. Al fondo se veía una larga balaustrada de piedra. Cruzamos la terraza y nos quedamos en la balaustrada, mirando el jardín, recortado, simétrico, que olía a rosas y a jazmín de verano, y a lo lejos se divisaban otras dos fuentes; unas anchas escaleras llevaban a cada jardín, y así, de nivel en nivel, hasta el final, donde se encontraba el muro alto bordeado de cipreses que rodeaba toda la finca.
Miramos hacia el oeste, hacia el sol poniente; un resplandor bañaba la terraza y los silenciosos jardines; incluso las estatuas resplandecían con el mismo color rosado, y me pareció, contemplándolo con la mano en la balaustrada, que una extraña serenidad que antes no existía había descendido sobre la villa.
La piedra todavía estaba caliente al tacto, una lagartija salió de una grieta y culebreó pared abajo.
—Las noches serenas —dijo el hombre, respetuosamente un paso por detrás de mí—, están muy bonitos, signore, estos jardines de la villa Sangalletti. A veces la condesa ordenaba que se abrieran las fuentes y, cuando había luna llena, ella y el signore salían aquí, a la terraza, después de cenar. El año pasado, antes de que enfermara.
Me quedé allí mirando las fuentes y los estanques que las rodeaban, con sus nenúfares.
—Creo —dijo el hombre, hablando despacio— que la condesa no volverá. Le da mucha pena. Hay muchos recuerdos. El signor Rainaldi nos dijo que iban a alquilar la villa e incluso a venderla.
Estas palabras me devolvieron bruscamente a la realidad. La magia del silencioso jardín me envolvió solo un momento, el olor de las rosas, el resplandor del sol poniente, pero enseguida terminó.
—¿Quién es el signor Rainaldi? —le pregunté.
El hombre dio media vuelta conmigo para entrar en la casa.
—El signor Rainaldi se ocupa de los asuntos de la condesa —respondió—, los asuntos de negocios, de dinero, de muchas cosas. Conoce a la condesa hace mucho.
Frunció el ceño e hizo una seña con la mano a su mujer, que paseaba por la terraza con el niño en brazos. No le gustaba verla allí, no estaba bien que pasearan por la terraza. La mujer entró en la casa y empezó a cerrar ventanas.
—Quiero ver al signor Rainaldi —dije.
—Le doy su dirección —respondió—. Habla inglés muy bien.
Entramos en la casa y, al pasar por las habitaciones hasta el vestíbulo, se fueron cerrando los postigos detrás de mí. Me palpé los bolsillos buscando unas monedas. Como si fuera una persona cualquiera, un viajero en el continente que visitaba la villa por curiosidad, tal vez con intención de adquirirla, pero no yo. No yo, que veía por primera y última vez el sitio en el que había vivido y muerto Ambrose.
—Gracias por todo lo que hizo por el señor Ashley —dije, y le puse unas monedas en la mano.
Se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas.
—Lo siento mucho, signore —dijo—, lo siento muchísimo.
Se cerraron las últimas ventanas. La mujer y el niño estaban en el vestíbulo, con nosotros, y el arco que llevaba a las estancias vacías y a la escalinata se oscureció otra vez, como la entrada de una cripta.
—¿Qué han hecho con su ropa? —pregunté—. ¿Con sus cosas, sus libros y documentos?
El hombre parecía preocupado. Miró a su mujer y estuvieron hablando un momento. Se cruzaron preguntas y respuestas. La mujer puso cara de no saber nada y se encogió de hombros.
—Signore —dijo el hombre—, mi mujer ayudó un poco a la condesa cuando se fue. Dice que la condesa se lo llevó todo. Toda la ropa del señor Ashley se guardó en un arcón; se guardaron todos sus libros, todas sus cosas. Aquí no quedó nada.
Los miré a los ojos. No titubeaban. Supe que me decían la verdad.
—Y ¿no sabe dónde habrá ido la señora Ashley? —le pregunté.
El hombre hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Se ha ido de Florencia, es lo único que sabemos —me respondió—. La condesa se fue el día después del entierro.
Abrió la maciza puerta de la entrada y salió fuera.
—¿Dónde está enterrado? —pregunté, impersonal, como un desconocido.
—En Florencia, signore, en el cementerio protestante nuevo. Hay muchos ingleses enterrados allí. El signor Ashley no está solo.
Era como si el hombre quisiera asegurarme que Ambrose tendría compañía y que en el tenebroso mundo del más allá contaría con el consuelo de sus compatriotas.
Por primera vez no pude soportar mirarlo a los ojos. Eran ojos de perro, sinceros y leales.
Di media vuelta y, en ese momento, la mujer dijo algo en voz alta a su marido; antes de que él cerrara la puerta, ella entró de nuevo en la casa a toda velocidad y abrió una gran arca de roble que estaba arrimada a la pared. Salió con algo en la mano y se lo dio a su marido. La cara compungida del hombre se relajó de alivio.
—La condesa —dijo—, se le olvidó una cosa. Tenga, signore, llévesela, es para usted y solo para usted.
Era el sombrero de Ambrose, de ala ancha, doblado. El que llevaba en casa para protegerse del sol. Jamás le serviría a nadie más, era muy grande. Notaba que me miraban con inquietud, esperando que dijera algo mientras daba vueltas al sombrero entre las manos.