Capítulo XXI

Las restantes semanas de marzo transcurrieron muy deprisa. Cada día que pasaba aumentaban mi confianza en el futuro y mi alegría. Parecía que Rachel entendía este cambio de humor y también estaba más contenta.

—Nunca he visto a nadie —me dijo— tan ilusionado con un cumpleaños. Eres como un niño que al despertar cada nueva mañana cree que vive en un mundo mágico. ¿Tan importante es para ti librarte de la tutoría del pobre señor Kendall? No podrías tener mejor tutor, estoy segura. Pero, en fin, ¿qué piensas hacer ese día?

—No he pensado nada —respondió—, solamente quiero que recuerdes lo que me dijiste hace poco: que ese día se cumplirían todos mis deseos.

—Solo hasta los diez años —dijo ella—; después no.

—Eso es trampa —repliqué—; no dijiste nada de restricciones por la edad.

—Si piensas ir de merienda a la playa o a navegar —me dijo—, no cuentes conmigo. Es muy pronto todavía para sentarse a la orilla del mar y, en cuanto a subirme a una barca, sé menos que de montar a caballo. Llévate a Louise en mi lugar.

—No pienso llevarme a Louise —dije— ni iremos a ninguna parte indigna de ti.

Lo cierto era que no había pensado en nada concreto para ese día, solo en que recibiera el documento en la bandeja del desayuno; lo demás lo dejaría a la suerte. Sin embargo, cuando llegó el 31 de marzo, supe que quería hacer algo más. Me acordé de las joyas del banco y pensé que era tonto por no haber ido a recogerlas antes. Así pues, tenía que ir a ver a dos personas: al señor Couch y a mi padrino.

Me aseguré de que el primero fuera el señor Couch. Pensé que los paquetes abultarían mucho para transportarlos a caballo, pero no quería pedir el carruaje, por si Rachel se enteraba y se le ocurría acompañarme a la ciudad para hacer algún recado. Por otra parte, era excepcional que yo fuera a algún sitio en carruaje. Y así, con un pretexto cualquiera, entré en la ciudad a pie y le dije al mozo que fuera a recogerme después con el carrocín. Quiso la mala suerte que todo el condado hubiera ido de compras esa mañana y, como está mal visto que uno se esconda en un portal o se tire al agua si desea evitar a un conocido en nuestro puerto, tuve que andar acechando por las esquinas para no encontrarme de frente con la señora Pascoe y su camada de hijas. Seguro que mi actitud furtiva llamó la atención a todo el mundo y se corrió la voz de que el señor Ashley hacía cosas raras, como entrar corriendo por una puerta de la plaza del pescado y salir por la otra o entrar a trompicones en La Rosa y la Corona antes de las once de la mañana, justo en el momento en que la señora del vicario de la parroquia vecina pasaba por allí. Pronto se sabría en otras parroquias que el señor Ashley bebía.

—Hoy —le dije al señor Couch— vengo a llevármelo todo.

Me miró con perplejidad, disgustado.

—¡Señor Ashley, no querrá decir que quiere llevarse la cuenta bancaria a otra entidad!

—No —respondí—, me refería a las joyas de la familia. Mañana cumplo veinticinco años y serán legalmente mías. Deseo tenerlas bajo mi custodia cuando me despierte el día de mi cumpleaños.

Debió de pensar que era muy excéntrico, o un poco raro en el mejor de los casos.

—¿Quiere decir que desea permitirse un capricho de un día? Ya hizo usted algo parecido en Nochebuena, ¿no es así? El señor Kendall, su tutor, devolvió la gargantilla inmediatamente.

—No es un capricho, señor Couch —le dije—. Quiero que las joyas estén en casa, quiero tenerlas yo. No sé cómo decírselo más claramente.

—Comprendo —dijo—. Bien, supongo que tendrá una caja de caudales en casa, o al menos un sitio seguro donde guardarlas.

—En realidad, señor Couch, eso es asunto mío —respondí—. Le agradecería mucho que mandara a buscarlas ahora mismo. Y esta vez, no solo la gargantilla de perlas, sino la colección completa.

Como si le estuviera robando a él personalmente.

—Muy bien —dijo a su pesar—. Tardaremos un poco en traerlas todas de la cámara acorazada y envolverlas con más cuidado aún. Si tiene alguna otra cosa que hacer en la ciudad…

—No tengo nada más que hacer —lo interrumpí—. Esperaré aquí y me las llevaré.

Comprendió que las maniobras dilatorias no servían de nada y mandó a un oficinista a pedir que trajeran los paquetes. Afortunadamente, cabían todos en la cesta que llevaba para transportarlos; por cierto, era un capazo de mimbre que usábamos en casa para cargar coles, y el señor Couch se estremeció cuando metí en él los preciosos estuches, uno a uno.

—Señor Ashley, sería mucho mejor que le mandara los estuches a casa como es debido. El banco dispone de una berlina para esta clase de cosas.

«Sí, claro —pensé—, para que se desaten las lenguas. ¡La berlina del banco camino de la residencia del señor Ashley con un agente enchisterado dentro!». Mucho mejor el capazo de las coles y el carrocín.

—No se preocupe, señor Couch —dije—, puedo arreglármelas perfectamente.

Salí triunfante del banco con el capazo al hombro y me di de bruces con la señora Pascoe, que llevaba una hija a cada lado.

—¡Dios Santo, señor Ashley! —exclamó—. ¡Qué cargado va usted!

Sujetando el capazo con una mano, me quité el sombrero e hice una floritura.

—Me ve usted pasando un mal momento —le dije—. He caído tan bajo que tengo que vender coles al señor Couch y a sus oficinistas. La reparación del tejado me ha arruinado prácticamente y me veo obligado a pregonar mis productos por la ciudad. —Me miraba boquiabierta, y sus dos hijas, con los ojos fuera de las órbitas—. Desafortunadamente, este capazo que llevo ahora es para otro cliente. Si no, tendría el placer de venderle unas zanahorias. Pero, ya sabe, cuando necesite hortalizas en la rectoría, acuérdese de mí.

Me fui a buscar el carrocín y, después de dejar el capazo dentro, subirme y coger las riendas, mientras el mozo se ponía a mi lado, la vi en la esquina de la calle, mirándome todavía con cara de perplejidad. Ahora, por el mismo precio, correría el cuento de que Philip Ashley, además de excéntrico, borracho y loco, estaba en la miseria.

Volvimos por la larga avenida desde Four Turnings y, mientras el mozo se llevaba el carrocín, yo entré en casa por la puerta de atrás —los criados estaban almorzando—, subí por la escalera de servicio y, de puntillas, fui hasta mi habitación. Guardé el capazo de las coles en el armario ropero y bajé a comer algo.

Rainaldi habría cerrado los ojos con un estremecimiento. Devoré una empanada de pichón y la regué con una jarra grande de cerveza.

Rachel me dijo en una nota que había vuelto a casa y me había esperado, pero creía que no me presentaría a la hora de almorzar y se había retirado a su habitación. Por una vez preferí que no estuviera. Creo que se me habría notado el regocijo culpable que sentía.

Nada más terminar de comer me fui otra vez, ahora a caballo, a Pelyn. A salvo en el bolsillo llevaba el documento que me había mandado el abogado, el señor Trewin, tal como me había prometido, por mensajero especial. También tenía el testamento. Esta entrevista no iba a ser tan placentera como la de la mañana; pero eso no me desanimó.

Mi padrino estaba en casa, en su despacho.

—Bueno, Philip —me dijo—, da igual que me adelante unas horas, permíteme que te felicite por tu cumpleaños.

—Gracias —dije—, y también le agradezco el afecto que nos ha profesado a Ambrose y a mí y la tutela de todos estos años.

—Que termina mañana —dijo, sonriendo.

—Sí, o, mejor dicho, esta noche a las doce. Y, como no quiero despertarlo a esas horas, me gustaría que fuera testigo de lo que voy a firmar ahora, un documento que entrará en vigor en ese momento exacto.

—Hum —dijo, buscando las gafas—, un documento. ¿Qué documento?

Saqué el testamento del bolsillo.

—Pero antes me gustaría que leyera esto. No me lo han dado voluntariamente, sino después de una larga discusión. Hacía tiempo que estaba seguro de que tenía que existir, y aquí está.

Se lo di. Se puso las gafas y lo leyó.

—Philip, está fechado, pero falta la firma.

—En efecto —respondí—, pero la letra es de Ambrose, ¿verdad?

—Sí, claro —contestó—, sin la menor duda. Lo que no entiendo es por qué no lo firmó ante testigos y me lo mandó. Esperaba recibir algo parecido a esto desde el momento en que contrajo matrimonio, te lo dije.

—Estaría firmado —le dije— si no se hubiera puesto enfermo y si no hubiera tenido la idea de volver a casa en cualquier momento para dárselo personalmente. Eso lo sabe usted.

Lo dejó encima de la mesa.

—Bueno, pero así es —dijo—. Estas cosas pasan en las mejores familias. Desafortunadamente para su viuda, no podemos hacer más de lo que hemos hecho por ella. Un testamento sin firma no es válido.

—Lo sé —dije—, y ella no esperaba otra cosa. Como le acabo de decir, me ha costado mucho convencerla de que me lo dejara. Tengo que devolvérselo, pero aquí tiene una copia.

Guardé el testamento y le di la copia que había hecho yo.

—Y ahora ¿qué? —preguntó—. ¿Ha salido alguna otra cosa a la luz?

—No —respondí—, pero la conciencia me dice que he disfrutado de algo a lo que no tengo derecho. Ambrose tenía intención de firmar ese testamento, pero se lo impidió la muerte o, mejor dicho, la enfermedad en primera instancia. Quiero que lea este documento que he preparado.

Y le pasé el que había redactado Trewin en Bodmin.

Lo leyó despacio, detenidamente, y a medida que leía se ponía más serio; tardó un buen rato en quitarse las gafas y mirarme.

—¿Tu prima Rachel —preguntó— sabe algo de este documento?

—Nada de nada —respondí—; jamás, ni expresamente ni por insinuaciones, ha dicho una palabra que pueda relacionarse con lo que está escrito ahí, que es lo que voy a hacer. Ella es completamente inocente y ajena a mi propósito. Ni siquiera sabe que he venido ni que le he enseñado el testamento. Tal como la oyó usted decir hace unas semanas, piensa irse a Londres dentro de poco.

Se sentó a la mesa sin dejar de mirarme.

—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? —me dijo.

—Mucho —respondí.

—¿Te das cuenta de que esto puede originar abusos, que se especifican pocas medidas de salvaguarda y que se podría dispersar toda la fortuna que será tuya a la larga, o de tus herederos?

—Sí, y estoy dispuesto a correr el riesgo.

Hizo un gesto de resignación con la cabeza y suspiró. Se puso en pie, miró por la ventana y volvió a sentarse.

—¿Su consejero, el señor Rainaldi, sabe algo de este documento? —me preguntó.

—No, por cierto —dije.

—Tenías que haberme consultado, Philip —dijo—, lo habríamos hablado con él. Me ha parecido un hombre sensato. Aquella noche conversamos un poco. Incluso llegué a decirle que me inquietaba el descubierto de la cuenta de tu prima Rachel. Reconoció que era derrochadora y que siempre había sido así. Que esa falta le había acarreado complicaciones no solo con Ambrose, también con su primer marido, Sangalletti. Me dio a entender que él, el signor Rainaldi, es la única persona que sabe cómo tratarla.

—Me importa un pimiento lo que le contara —dije—, ese hombre no me gusta nada y creo que usa ese argumento en provecho propio. Espera convencerla de que vuelva a Florencia.

Mi padrino volvió a mirarme.

—Philip, disculpa que te haga una pregunta muy personal, pero te conozco desde que naciste. Estás completamente prendado de tu prima, ¿verdad?

Me ardía la cara, pero no dejé de mirarlo.

—No sé por qué lo dice —respondí—. Eso de estar prendado es una futilidad y una expresión feísima. Respeto y honro a mi prima Rachel más que a nadie.

—Quería habértelo dicho antes —contestó—. Has de saber que la larga estancia de tu prima en tu casa da mucho que hablar. Y, lo que es más, se ha convertido en el principal tema de murmuración de todo el condado.

—Que murmuren cuanto quieran —dije—. Pasado mañana tendrán algo más de lo que hablar. No se puede guardar en secreto el traspaso de las tierras y la fortuna.

—Por poco prudente que sea tu prima Rachel, si desea seguir siendo respetable —dijo—, se irá a Londres o te pedirá que vayas a vivir a otra parte. La situación, tal como está, es perjudicial para los dos. —Guardé silencio; lo único que me interesaba era que él firmara como testigo—. Naturalmente, a la larga solo hay una forma de que dejen de murmurar. Y, según este documento, una sola forma de que el patrimonio pase a otras manos. Es decir, si ella se casa otra vez.

—Me parece muy improbable —dije.

—Supongo —dijo— que no has pensado en pedírselo tú.

La cara me ardía otra vez.

—No me atrevería —dije—; me rechazaría.

—No me gusta nada todo esto, Philip. Ojalá tu prima no hubiera venido nunca a Inglaterra. Sin embargo, ya es tarde para lamentarlo. Muy bien, adelante, firma. Y atente a las consecuencias de tus actos.

Cogí una pluma y firmé la escritura con mi nombre. Él me miraba, inmóvil, serio.

—Philip, algunas mujeres —dijo—, muy posiblemente buenas, causan desastres aunque no se les pueda imputar culpa alguna. De alguna manera, todo lo que tocan se convierte en tragedia. No sé por qué te lo digo, pero creo que es mi deber.

Después fue testigo de la firma del largo documento.

—Supongo —dijo— que vas a esperar para ver a Louise.

—Creo que no —contesté, y después lo suavicé—: si tenéis tiempo mañana por la noche, ¿por qué no venís a cenar y a brindar a mi salud por mi cumpleaños?

Hizo una pausa.

—No estoy seguro de que podamos —dijo—; de todos modos, te mandaré una nota a mediodía.

Vi claramente las pocas ganas que tenía de ir a casa y la vergüenza que le daba rechazar la invitación. Se había tomado el asunto del traspaso del patrimonio mejor de lo que me esperaba, sin protestas violentas ni sermones interminables, aunque es posible que me conociera ya muy bien y supiera que esas cosas no me iban a hacer ningún efecto. Estaba muy conmovido y disgustado, se notaba en su actitud seria. Me alegré de que no sacara el tema de las joyas de la familia. Saber que estaban escondidas en el capazo de las coles, en mi armario, habría sido la gota que colmara el vaso.

Volví a casa y me acordé del júbilo que sentía la última vez que había hecho el trayecto, después de la visita al abogado Trewin, de Bodmin, cuando, al final, me encontré con Rainaldi en casa. Hoy no sería igual. La primavera se había adueñado por completo del campo en tres semanas y hacía un calor como si estuviéramos en mayo. Como todos los profetas de la meteorología, mis campesinos hacían gestos de resignación y anunciaban calamidades. Caerían heladas tardías que quemarían los brotes en flor, y el grano, que empezaba a germinar en la tierra húmeda, se marchitaría. Creo que aquel último día de marzo no me habría inquietado mucho que hubiera hambruna, una inundación o un terremoto.

El sol se hundía por la bahía del oeste incendiando el cielo sereno, oscureciendo el agua; la cara redonda de la luna casi llena se veía perfectamente por encima de las lomas del este. «Esto —pensé— es lo que debe de sentir un hombre cuando se embriaga: un abandono total al paso de las horas». No veía las cosas borrosas, sino con la claridad de quien está muy borracho. Cuando entré en el parque, me pareció encantador, como en los cuentos de hadas; incluso los rebaños, que bajaban a beber al abrevadero, cerca del estanque, parecían hermosos como animales encantados. Las grajillas anidaban en alto, agitaban las alas y se posaban, ahorquilladas, sobre sus desaliñados nidos, en los altos árboles de cerca de la avenida, y un humo azul salía en volutas por las chimeneas de la casa y los establos; oía el ruido de los calderos en el corral, los silbidos de los hombres, el ladrido de los perritos en sus jaulas. Todo esto era viejo para mí, lo conocía desde siempre, y lo amaba, era mío desde la infancia; sin embargo ahora tenía algo mágico y nuevo.

Había comido mucho a mediodía y no tenía hambre, pero estaba sediento, y bebí toda el agua clara que quise del pozo del corral.

Me reí con los chicos, mientras echaban el cerrojo a las puertas de atrás y cerraban los postigos. Sabían que al día siguiente era mi cumpleaños. Me contaron en voz baja que Seecombe se había hecho un retrato para regalármelo, y que les había dicho en secreto que seguramente yo lo colgaría en el panel del vestíbulo con los retratos de los antepasados. Les prometí solemnemente que lo pondría exactamente ahí. Y después se fueron los tres a la sala de los criados haciéndose gestos entre ellos y cuchicheando por los rincones; salieron de nuevo con un paquete. John, como portavoz, me lo entregó y dijo:

—Es de parte de todos, señor Philip… Es que no podemos esperar a mañana para dárselo.

Era un estuche de pipas. Seguro que les había costado el salario de un mes. Les di un apretón de manos y unas palmaditas en la espalda y les juré que había pensado comprarme uno exactamente igual cuando fuera a Bodmin o a Truro, y me miraron con tanta satisfacción que podía haberme echado a llorar como un idiota al verlos tan contentos. La verdad es que solo fumaba en una pipa, la que me había regalado Ambrose a los diecisiete años, pero en adelante tendría que proponerme fumar en todas las del estuche, para no decepcionarlos.

Me bañé y me cambié: Rachel estaba esperándome en el comedor.

—Me huele a travesura —dijo inmediatamente—. No te he visto en casa en todo el día. ¿Qué estás tramando?

—Eso, señora Ashley —le dije—, no es asunto suyo.

—Nadie te ha visto desde primera hora de la mañana —dijo—. Vine a casa a almorzar y tuve que hacerlo sola.

—Tenías que haber almorzado con Tamlyn —le dije—: su mujer cocina muy bien y te habría tratado estupendamente.

—¿Has ido a la ciudad? —me preguntó.

—Pues sí, he ido a la ciudad.

—¿Te encontraste con algún conocido?

—Pues sí —respondí, casi riéndome—. Me encontré con la señora Pascoe y sus hijas y se quedaron pasmadas al verme.

—¿Por qué?

—Porque llevaba un capazo al hombro y les dije que estaba vendiendo coles.

—Y ¿eso era verdad o habías pasado por La Rosa y la Corona y habías bebido mucha sidra?

—Ni era verdad ni había pasado por La Rosa y la Corona a beber sidra.

—Entonces, ¿qué pasaba?

No quise responder y me quedé sentado, sonriendo.

—Creo —dije— que iré a bañarme después de cenar, cuando la luna llegue a lo alto del cielo. Esta noche tengo en el cuerpo toda la energía del mundo, y toda la locura.

Me miró con solemnidad por encima de la copa de vino.

—Si quieres pasar tu cumpleaños en cama —dijo—, con una cataplasma en el pecho y tomando grosella negra cada hora, y que te cuide Seecombe, no yo, te lo advierto, vete a bañarte, por favor. No voy a impedírtelo.

Levanté los brazos por encima de la cabeza y suspiré de puro gozo. Le pedí permiso para fumar y me lo dio.

Saqué el estuche de pipas.

—Mira lo que me han regalado los chicos —dije—. No podían esperar hasta mañana.

—Eres tan infantil como ellos —dijo, y después, en voz baja—: No sabes lo que te tiene preparado Seecombe.

—Sí que lo sé —dije, en voz baja también—, me lo han contado los chicos. Me halaga infinitamente. ¿Lo has visto?

Asintió con un movimiento de cabeza.

—Es perfecto —dijo—, la chaqueta de gala, la verde, el labio inferior, todo. Lo ha pintado su yerno, el de Bath.

Después de cenar fuimos a la biblioteca, pero no mentí cuando dije que tenía toda la energía del mundo en el cuerpo. Estaba tan alborozado que no podía parar quieto en el sillón, deseando que pasara la noche y llegara el día.

—Philip —dijo por fin—, por compasión, vete a dar un paseo. Echa una carrera de ida y vuelta hasta la almenara, si con eso te calmas. De todas formas, creo que te has vuelto loco.

—Si esto es locura —dije—, me gustaría quedarme así para siempre. No sabía que ser lunático fuera tan delicioso.

Le besé la mano y salí fuera. Hacía una noche para pasear, serena y clara. No eché a correr, como me había dicho ella, pero sí fui hasta el alto de la almenara. La luna, casi llena, flotaba sobre la bahía con los carrillos hinchados y cara de mago que conocía mi secreto. Los bueyes, que pasaban la noche en el prado de la cerca de piedra, en la hondonada del valle, se levantaron al oírme y se dispersaron.

Se veía la luz del Barton por encima de la pradera y, cuando llegué al alto de la almenara y las bahías aparecieron a mis pies, una a cada lado, se veían las luces trémulas de los pueblecitos de la costa oeste, y las de nuestro puerto hacia el este. Al cabo de un rato empezaron a apagarse, como la del Barton, y me quedé sin más luz que la de la pálida luna, reflejándose en el mar como un sendero de plata. Hacía una noche para pasear, pero también para bañarse. La amenaza de cataplasmas y tónicos no me disuadió. Bajé a mi sitio preferido, donde sobresalían las rocas y, riéndome para mí de esta locura tan sublime, me zambullí en el agua. ¡Dios! Estaba helada. Me sacudí como un perro, me castañeteaban los dientes y empecé a nadar cruzando la bahía; a los cuatro minutos volví a las rocas a vestirme.

Locura. Peor que la locura. Pero me daba completamente igual y seguía prisionero de un júbilo desbordante.

Me sequé con la camisa lo mejor que pude y volví a casa por el bosque. La luna marcaba un sendero fantasmagórico y detrás de los árboles acechaban sombras inquietantes y fantásticas. Cuando el camino se dividió en dos, uno hacia el paseo de los cedros y el otro hacia la nueva terraza de encima, oí ruido donde más se apiñaban los árboles y de pronto me llegó a la nariz un apestoso olor a zorro que empapaba hasta las hojas que pisaba; pero no vi nada, y los narcisos, que se inclinaban en los terraplenes de ambos lados, estaban inmóviles, sin un soplo de aire que los moviera.

Por fin llegué a casa y miré a su ventana. Estaba abierta de par en par, pero no veía si había apagado ya la vela o no. Miré el reloj. Faltaban cinco minutos para la medianoche. De pronto supe que, si los chicos no habían sido capaces de esperar para hacerme el regalo, yo tampoco podía esperar para hacerle el mío a Rachel. Me acordé de la señora Pascoe y de las coles y la locura volvió a apoderarse de mí con toda su fuerza. Me planté bajo la ventana de la habitación azul y la llamé. Tuve que llamarla tres veces, hasta que me respondió. Se asomó a la ventana con la bata blanca de monja, la de manga larga y puntillas en el cuello.

—¿Qué quieres? —dijo—. Estaba casi dormida y me has despertado.

—Espérame ahí un momento, ¿quieres? —le pregunté—. Voy a enseñarte una cosa. Lo que llevaba en el capazo cuando me vio la señora Pascoe.

—No soy tan curiosa como ella —dijo—. Mañana me lo enseñas.

—No puedo esperar tanto —dije—, tiene que ser ahora.

Entré por la puerta lateral, subí a mi habitación y volví a bajar con el capazo de las coles. Lo até por las asas con una cuerda. También había cogido el documento, lo llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Ella seguía esperando allí, en la ventana.

—Pero ¿qué demonios llevas ahí? —dijo en voz baja—. A ver, Philip, si se trata de una bromita tuya, no quiero saber nada. ¿Qué hay ahí dentro, cangrejos o langostas?

—La señora Pascoe cree que son coles —dije—. Sea lo que sea, te doy mi palabra de que no muerde. Vamos, coge la cuerda. —Lancé la cuerda a la ventana por un extremo—. Tira, pero con las dos manos, que pesa un poco.

Tiró tal como le decía y el capazo chocó y rebotó contra la pared y contra la alambrada que sujetaba la enredadera, y yo la miraba desde abajo temblando de risa por dentro.

Izó el capazo al alféizar y todo quedó en silencio.

Volvió a asomarse al cabo de un momento.

—No me fío de ti, Philip —dijo—. Estos paquetes tienen formas raras. Sé que muerden.

A modo de respuesta, empecé a trepar por la alambrada rápidamente hasta llegar a la ventana.

—¡Ten cuidado! —dijo—. ¡A ver si te vas a romper la crisma!

Un momento después estaba en su habitación, con una pierna en el suelo y otra en el alféizar.

—¿Por qué tienes el pelo tan mojado? —me preguntó—, no llueve.

—He ido a bañarme —contesté—. Te dije que iba a hacerlo. Ahora abre los paquetes o ¿quieres que los abra yo?

Había una palmatoria encendida en la habitación. Ella estaba descalza y temblaba.

—¡Por el amor de Dios! ¡Ponte algo encima!

Cogí el cobertor de la cama, la envolví, la levanté en brazos y la deposité entre las mantas.

—Me parece —dijo— que te has vuelto completamente loco.

—Loco no —respondí—, es que en este mismo momento acabo de cumplir veinticinco años. ¿Lo oyes? —Levanté la mano. El reloj dio la medianoche. Me llevé la mano al bolsillo—. Esto —dije, y puse el documento en la mesita, junto a la vela— léelo cuando quieras. Pero lo demás quiero regalártelo ahora.

Vacié el capazo en la cama y lo tiré al suelo. Rasgué los envoltorios, esparcí los estuches y el papel de seda voló por todas partes. Cayeron los pendientes de rubíes y la diadema a juego. Cayeron los zafiros y las esmeraldas. Ahí estaban la gargantilla de perlas y los brazaletes, todo revuelto sobre las sábanas.

—Esto —le dije— es tuyo. Y esto, y esto… —Y, presa de un éxtasis de locura, le puse todas las joyas en las manos, en los brazos, por todo el cuerpo.

—¡Philip! —exclamó—. ¡Has perdido el juicio! ¿Qué has hecho?

No respondí. Cogí las perlas y se las puse en alrededor del cuello.

—Tengo veinticinco años —dije—, has oído las campanadas del reloj. Ahora nada tiene importancia. Todo esto es para ti. Si el mundo fuera mío, también te lo daría.

Nunca había visto unos ojos tan asombrados y perplejos. Me miró, y después los collares y pulseras esparcidos por la cama, y de nuevo a mí, y entonces, creo que porque me estaba riendo, me rodeó el cuello con los brazos y se puso a reír también. Nos abrazamos y fue como si mi locura se le contagiara, como si compartiera el frenesí conmigo y el placentero delirio demente y salvaje fuera de los dos.

—¿Esto era —dijo— lo que has estado planeando estas semanas?

—Sí —dije—; tenías que habértelas encontrado en el desayuno, pero no podía esperar, igual que los chicos con el estuche de las pipas.

—Y yo no tengo nada para ti —dijo—, solo un alfiler de oro para el pañuelo. Es tu cumpleaños y me has avergonzado. ¿Qué otra cosa quieres? Dímelo y la tendrás. Pide lo que sea.

La miré, con los rubíes y las esmeraldas por todo el cuerpo, con la gargantilla de perlas en el cuello, y de pronto me puse serio y me acordé de lo que significaba la gargantilla.

—Sí, una cosa —dije—, pero no vale la pena que la pida.

—¿Por qué?

—Porque me darías un tirón de orejas y me mandarías directo a la cama.

Me miró y me acarició la mejilla.

—Dime —insistió con dulzura.

Yo no sabía cómo se pedía a una mujer en matrimonio. Por lo general hay unos padres y, antes que nada, se necesita su consentimiento; después el noviazgo, las idas y venidas de las conversaciones previas… Pero esto no nos servía a nosotros. Era medianoche y nunca habíamos hablado de amor y matrimonio. Podía decirle llanamente: «Rachel, te amo; ¿quieres casarte conmigo?». Me acordé de aquella mañana en el jardín, cuando bromeábamos a propósito de lo poco que me atraía todo eso y le dije que no necesitaba nada más que mi casa para sentirme satisfecho. Me pregunté si lo entendería y si se acordaría.

—Un día te dije que tenía entre estas cuatro paredes todo el calor de hogar y toda la diversión que necesitaba. ¿Te acuerdas?

—Sí —respondió—, no se me ha olvidado.

—Pues me equivoqué. Ahora sé qué es lo que me falta.

Me tocó la cabeza, la punta de la oreja y el final de la barbilla.

—¿Ah, sí? ¿Estás completamente seguro?

—Más —contesté— que de cualquier otra cosa en la tierra.

Me miró. Sus ojos parecían más oscuros a la luz de la vela.

—Aquella mañana estabas muy seguro de lo que decías, y obstinado. El calor de las casas…

Estiró la mano para apagar la vela y todavía se reía.

Al amanecer, en el césped, antes de que se levantaran los criados y bajaran a abrir los postigos para que entrara el día, me pregunté si alguna vez a algún hombre del mundo le habrían dado el sí de una forma tan directa. ¡Cuántos noviazgos aburridos se evitarían si siempre fuera así! El amor con toda su parafernalia no me había llamado la atención hasta entonces; que los hombres y las mujeres hicieran lo que se les antojara, a mí me traía sin cuidado. Estaba ciego, sordo, dormido; ahora ya no.

Lo que sucedió en esas primeras horas de mi cumpleaños quedará. Si hubo pasión, lo he olvidado. Si hubo ternura, todavía la llevo conmigo. El asombro que me inspira que una mujer, al aceptar el amor, se quede indefensa es mío para siempre. Tal vez sea ese el secreto que tienen para atarnos a ellas. Y lo ocultan hasta el final.

Yo no podía saberlo, no tenía con qué compararlo. En mi vida, ella era la primera y la última.