Capítulo I
Antiguamente ahorcaban a la gente en Four Turnings.
Ahora ya no. Ahora los asesinos cumplen el castigo por su crimen en Bodmin, después de un juicio en Assizes. Es decir, si la ley los condena antes de que los mate su propia conciencia. Es mejor así, como una operación quirúrgica. Y entierran el cadáver como Dios manda, aunque en una tumba sin nombre. Cuando yo era pequeño no era así. Recuerdo que, siendo niño, vi a un hombre ahorcado en el cruce de los cuatro caminos. Le habían untado la cara y el cuerpo con pez para que se conservara. No lo bajaron de allí hasta cinco semanas después, y yo lo vi la cuarta.
Pendía de la horca entre el firmamento y la tierra o, como me dijo mi primo Ambrose, entre el Cielo y el Infierno. Al Cielo no llegaría nunca y el Infierno que conocía lo había perdido para siempre. Ambrose lo tocó con el bastón. Lo veo ahora como aquel día, moviéndose con el viento como una veleta en un pivote oxidado, triste pelele de lo que había sido un hombre. La lluvia le había podrido los pantalones, si no el cuerpo, que colgaban de sus hinchadas piernas hechos jirones, como papel mojado.
Era invierno y, para celebrarlo, algún gracioso le había puesto una ramita de acebo en la chaqueta. No sé por qué, pero, con siete años de edad, me pareció el colmo del ultraje, aunque no dije nada. Seguro que Ambrose me había llevado allí por algo, para ponerme a prueba tal vez, a ver si echaba a correr o me reía o lloraba. Era mi mentor, mi padre, mi hermano, mi consejero… En fin, era todo mi mundo y siempre estaba poniéndome a prueba. Dimos la vuelta al patíbulo, me acuerdo, y Ambrose seguía tocándolo y pinchándolo con el bastón; después se paró, encendió la pipa y me puso la mano en el hombro.
—Mira, Philip —dijo—, eso es lo que nos espera al final. A unos en el campo de batalla, a otros en la cama: a cada cual según su destino. No hay escapatoria. Nunca es pronto para aprender la lección. Pero así es como mueren los delincuentes. Es una advertencia para ti y para mí, para que llevemos una vida sobria. —A su lado, miré el balanceo del cadáver como si estuviéramos en la feria de Bodmin y el cadáver fuera la tía Sally, el muñeco del tiro al blanco de las casetas de la feria—. Fíjate en lo que puede deparar a un hombre un momento de pasión —dijo Ambrose—. Ahí tienes a Tom Jenkyn, honrado y tímido, menos cuando bebía más de la cuenta. Es cierto que su mujer siempre lo regañaba por todo, pero eso no es excusa para matarla. Si matáramos a las mujeres por la lengua que tienen todos los hombres seríamos asesinos.
Ojalá no me hubiera dicho el nombre del ahorcado. Hasta ese momento el cadáver era algo muerto, sin identidad. Lo vería en sueños, horrible, sin vida, lo supe perfectamente desde el momento en que posé la vista en el cadalso. Pero ahora tendría algo que ver con la realidad, con el hombre de ojos húmedos que vendía langostas en el muelle de la ciudad. Los meses de verano se ponía al lado de las escaleras con la nasa y dejaba las langostas en el suelo para que echaran fantásticas carreras que hacían reír a los niños. Lo había visto yo hacía poco tiempo.
—Bien —dijo, mirándome a la cara—, ¿qué te parece?
Me encogí de hombros y di un puntapié a la base del cadalso. No quería que Ambrose viera que me afectaba, que me llegaba al corazón y me atemorizaba. Me despreciaría. Ambrose, a sus veintisiete años, era dios de todo lo creado, principalmente de mi pequeño mundo, y lo único que deseaba yo en la vida era ser como él.
—Tom no tenía tan mala cara la última vez que lo vi —respondí—. Ahora está tan podrido que no serviría ni de cebo para sus langostas.
Ambrose se echó a reír y me tiró de la oreja.
—Así se habla —dijo—; eres un auténtico filósofo —y, en un instante de iluminación repentina, añadió—: Si tienes náuseas, vete a vomitar detrás de ese seto y yo no he visto nada.
Dio la espalda al cadalso y a los cuatro caminos y se alejó por la nueva avenida flanqueada de árboles que empezaba a plantar en aquella época, que atravesaba el bosque y serviría de segunda vía para ir a casa. Me alegré de que se fuera porque no llegué al seto a tiempo. Después me encontraba mejor, aunque me castañeteaban los dientes y tenía mucho frío. Tom Jenkyn volvió a perder identidad, a convertirse en una cosa sin vida, como un saco viejo. Incluso fue la diana de la piedra que le tiré. Con gran atrevimiento, me quedé mirando el cadáver oscilante, pero no pasó nada. La piedra golpeó la ropa sucia con un ruido seco y se asustó. Avergonzado de lo que había hecho, eché a correr por la nueva avenida tras los pasos de Ambrose.
Bien, eso pasó hace dieciocho años y, que yo recuerde, no volví a pensar mucho en ello… hasta hace unos días. Es curioso que, en momentos de crisis, nos vuelva la infancia a la cabeza como un látigo. No sé por qué no dejo de pensar en el pobre Tom, colgado allí, con las cadenas. Nunca oí contar su historia y son pocos los que la recordarían ahora. Mató a su mujer, o eso dijo Ambrose. Y nada más. Ella siempre lo regañaba, pero eso no era excusa para matarla. Es posible que, siendo aficionado a la bebida, la matara en plena borrachera. Pero ¿cómo? ¿Con qué arma? ¿Con un cuchillo o con sus propias manos? Tal vez aquella noche de invierno Tom fuera de la taberna al muelle haciendo eses, enfebrecido de amor, con la marea alta salpicando las escaleras y la luna llena reflejándose en el agua. ¿Quién sabe qué arranque de fantasía, qué sueños de conquista bullirían en su cabeza inquieta?
Tal vez llegara a tientas a su casa, detrás de la iglesia, hecho un desastre legañoso, apestando a langosta, y su mujer le echara una bronca por entrar en casa con los zapatos mojados, y le estropeara el sueño y por eso la mató. A lo mejor fue así. Si hay vida después de la muerte, como nos han enseñado, buscaré al pobre Tom y le preguntaré. Soñaremos juntos en el purgatorio. Pero él tenía sesenta años o más y yo tengo veinticinco. Soñaríamos cosas distintas. Así que, Tom, vuelve a las sombras y dame un poco de paz. Hace ya muchos años que quitaron el cadalso, y a ti con él. Te tiré una piedra por ignorancia. Perdóname.
La cuestión es que la vida hay que soportarla y vivirla. Lo complicado es cómo vivirla. El trabajo diario no presenta dificultades. Seré juez de paz, como Ambrose, y también me llamarán al Parlamento algún día. Seguirán honrándome y respetándome como a toda mi familia antes que a mí. Cultivar bien la tierra, cuidar a la gente. Nadie sabrá jamás la carga de culpabilidad que llevo sobre los hombros ni que todos los días, perseguido por la duda, me hago una pregunta para la que no tengo respuesta. ¿Rachel era inocente o culpable? Tal vez eso también lo averigüe en el purgatorio.
¡Qué suave y tierno suena su nombre cuando lo digo en voz baja! Remolonea en la lengua, lento e insidioso, casi como veneno, que sería lo más parecido. Pasa de la lengua a los labios resecos y de los labios vuelve al corazón. Y el corazón controla el cuerpo y también la cabeza. ¿Alguna vez me veré libre de él? ¿Dentro de cuarenta o cincuenta años? O ¿me quedará en el cerebro un rastro de materia descolorida y enferma? ¿Una célula minúscula de la sangre que no se haya precipitado con sus iguales a la fuente del corazón? Tal vez cuando todo se haya hecho y todo se haya dicho no desee verme libre. Por ahora, no lo sé.
Todavía tengo la casa y la cuido, que es lo que Ambrose habría querido de mí. Remozo las paredes que se llenan de humedad y la mantengo en buen estado. Sigo plantando árboles y arbustos, cubro los montes pelados en los que sopla el viento del este. Al menos dejaré un legado de belleza cuando me muera. Pero no es natural que un hombre esté solo y enseguida todo se le vuelva perplejidad. Y de la perplejidad a la fantasía. Y de la fantasía a la locura. Y vuelvo otra vez a Tom Jenkyn, ahorcado con las cadenas. Quizá él también sufrió.
Hace dieciocho años Ambrose se fue a pasos largos por la avenida y yo lo seguí. Es posible que llevara puesta la chaqueta que llevo yo ahora. Esta cazadora verde con coderas de cuero. Me parezco tanto a él que podría ser su fantasma. Tengo los mismos ojos, las mismas facciones. El hombre que llamó a los perros con un silbido y dio la espalda al cadalso y al cruce de los cuatro caminos podría ser yo. Bueno, es lo que siempre quise, ser como él, igual de alto, tener los mismos hombros y la misma forma de agacharme, incluso sus largos brazos, sus manos aparentemente torpes, su sonrisa siempre a punto, su timidez en el primer encuentro con desconocidos, lo poco que le gustaban el alboroto y la ceremoniosidad; lo fácil de trato que era con quienes lo servían y lo querían: me halagan los que dicen que yo también soy así; y la fuerza que resultó ser ilusoria, y por eso caímos en el mismo desastre. Últimamente me pregunto si, cuando murió, con la mente perturbada y torturada por la duda y el temor, solo y abandonado en la maldita villa a la que yo no tenía posibilidad de llegar, su espíritu no volaría desde su cuerpo para reunirse con el mío y apoderarse de él, y así vivir otra vez en mí, cometer los mismos errores, contraer de nuevo la enfermedad y morir por segunda vez. Puede que sí. Lo único que sé es que ser tan parecido a él, cosa de la que estaba orgulloso, jugó en mi contra. Ese fue el motivo de la derrota. Si yo hubiera sido de otra forma, ágil y rápido, diestro en el hablar y astuto en los negocios, el año pasado no habría sido más que una sucesión de doce meses como otra cualquiera. Ahora estaría pensando en sentar la cabeza cuanto antes, prepararme para un futuro cómodo, casándome posiblemente y formando una nueva familia.
Pero yo no era así, ni Ambrose tampoco. Éramos soñadores, poco prácticos, reservados, teníamos grandes teorías que nunca pusimos a prueba y, como todos los soñadores, estábamos dormidos en un mundo despierto. No nos complacían nuestros congéneres y ansiábamos afecto, pero la timidez sometía el impulso a un estado de latencia, hasta que el corazón reaccionó. Cuando sucedió se abrieron las puertas del Cielo y ambos nos creímos en posesión de toda la riqueza del universo para regalarla. Si hubiéramos sido de otra forma habríamos sobrevivido los dos. Rachel habría venido aquí de todos modos. Habría pasado un par de noches y habría seguido su camino. Habríamos hablado de asuntos materiales, habríamos llegado a un acuerdo, se habría leído el testamento formalmente con los abogados alrededor de la mesa y yo, resumiendo la situación con una mirada, le habría asignado una renta anual de por vida y me habría deshecho de ella.
Las cosas no sucedieron así porque yo me parecía a Ambrose. No sucedieron así porque yo sentía lo mismo que él. Cuando subí a su habitación aquella primera noche, el día en que llegó, y llamé a la puerta y entré agachando la cabeza un poco porque el dintel era bajo, y ella se levantó de la silla de al lado de la ventana y me miró, tenía que haberme dado cuenta, por la mirada de reconocimiento que vi en sus ojos, que no era a mí a quien veía, sino a Ambrose. No a Philip, sino a un fantasma. Tenía que haberse ido en ese momento, hacer su equipaje y marcharse. Tenía que haber vuelto a su casa, a esa villa cerrada, de aire rancio de recuerdos, al ordenado jardín colgante y a la fuente murmuradora del pequeño patio; haber regresado a su país, reseco y caliginoso en pleno verano, austero en invierno bajo un cielo frío y brillante. Tenía que haber sabido por instinto que quedarse conmigo acarrearía la destrucción, no solo la del fantasma al que había encontrado, sino la suya propia, al final.
Me pregunto si al verme allí tan cohibido y torpe, escocido de resentimiento contra ella, pero vivamente consciente de ser señor y anfitrión, enfurecido con mis enormes pies y mi cuerpo largo, desgarbado y huesudo como el de un potrillo salvaje… Me pregunto si no pensaría en un instante: «Así debía de ser Ambrose de joven, antes de que nos conociéramos. No lo conocí cuando era así», y por eso se quedó.
Tal vez a Rainaldi, cuando lo vi por primera vez, le pasara otro tanto y por eso me miró con la misma cara de susto al reconocerme, aunque enseguida lo disimuló y, jugueteando con una pluma sobre la mesa de despacho, se quedó pensando un momento y después dijo en voz baja: «¿Ha llegado usted hoy mismo? Entonces, su prima Rachel no lo ha visto». A él también se lo advirtió el instinto. Pero ya era tarde.
En la vida no se puede dar marcha atrás. No se puede volver al pasado. No hay segundas oportunidades. Aunque esté aquí, vivo y en mi propia casa, me es tan imposible desdecirme de lo dicho y deshacer lo hecho como al pobre Tom Jenkyn en el cadalso, colgado con las cadenas.
Fue mi padrino, Nick Kendall, quien, el día en que cumplí veinticinco años —hace solo unos meses y, sin embargo, ¡ay Dios, qué lejos parece!—, me dijo en su estilo franco y directo: «Philip, algunas mujeres, muy posiblemente buenas, causan desastres aunque no se les pueda imputar culpa alguna. De alguna manera, todo lo que tocan se convierte en tragedia. No sé por qué te lo digo, pero creo que es mi deber». Y después fue testigo de que yo firmaba el documento que le había llevado.
No, no se puede volver atrás. El niño que estaba al pie de la ventana de su prima la víspera de su cumpleaños, el que estaba en el umbral de su habitación la noche en que llegó, ya no existe, como el que tiró una piedra a un muerto colgado en el cadalso para procurarse un valor falso. Tom Jenkyn, desecho humano, irreconocible y no llorado: ¿me miraste con piedad hace muchos años, cuando eché a correr por el bosque hacia el futuro?
Si me hubiera vuelto a mirarte no te habría visto a ti balanceándote con las cadenas, habría visto mi propia sombra.