Capítulo XVI
Noviembre y diciembre pasaron muy deprisa, o eso me pareció. Por lo general, cuando los días se acortaban y el tiempo empeoraba, cuando fuera había tan poco que hacer y a las cuatro y media era de noche, las tardes en casa se me hacían monótonas. Era insociable y poco aficionado a la lectura, no tenía el menor interés por salir de caza con los vecinos ni ir a cenar con ellos, por eso aguardaba con impaciencia que terminara el año y, pasada la Navidad y los días más cortos, contaba los días que faltaban para la primavera. Y la primavera madruga en el oeste. El día de Año Nuevo despuntan ya los primeros brotes de los arbustos. Ese otoño, en cambio, pasó sin monotonía. Cayeron las hojas, los árboles se quedaron en el esqueleto y las tierras del Barton se cubrieron de marrón, empapadas por la lluvia, mientras un viento helado rizaba el mar y lo teñía de gris. Pero estos paisajes no me desalentaban.
Mi prima y yo nos acostumbramos a una rutina sin variaciones apenas con la que nos encontrábamos a gusto. Si el tiempo lo permitía, ella pasaba las mañanas en los jardines dirigiendo el trabajo de Tamlyn y sus ayudantes u observando el progreso del paseo aterrazado que habíamos proyectado, para el que había sido necesario contratar más mano de obra, además de la que cuidaba los bosques; entretanto yo hacía mis cosas en las tierras y recorría las granjas o me acercaba a visitar las de fuera de nuestra zona, donde también tenía algunos terrenos. A las doce y media nos encontrábamos y almorzábamos algo, fiambre por lo general, jamón o empanada y algo dulce, coincidiendo con la hora de comer de los criados, así que nos servíamos solos. Era la primera vez que la veía en todo el día, porque siempre desayunaba en su habitación.
Cuando salía a recorrer las tierras o me encerraba en el despacho y oía dar las doce en el reloj del campanario, seguidas casi al mismo tiempo por la gran campana que llamaba a los hombres a la mesa, me entraba una gran emoción de repente, se me aceleraba el corazón.
Al instante dejaba de interesarme lo que tuviera entre manos. Si estaba cabalgando por el parque o por los bosques, por ejemplo, o en las tierras más cercanas, y me llegaban las campanadas del reloj por el aire —porque los ruidos llegaban lejos y alguna vez, con el viento a favor, las he oído a cinco kilómetros de distancia—, hacía dar media vuelta a Gypsy para volver, impaciente, casi temiendo perder algún instante de la hora del almuerzo si me entretenía más fuera de casa. Y, si estaba en el despacho, igual. Me quedaba mirando los papeles de la mesa, mordía el lapicero, me recostaba contra el respaldo y, de repente, lo que estuviera escribiendo dejaba de ser importante. Esa carta podía esperar, no hacía falta repasar esas cuentas, el asunto de Bodmin lo decidiría en otro momento. Lo dejaba todo y salía del despacho, cruzaba el patio y entraba en el comedor.
Por lo general ella ya estaba allí, me recibía y me daba los buenos días. A menudo me encontraba una florecilla al lado de mi plato, como un presente, y me la colocaba en el ojal de la solapa, o había un tónico nuevo que tenía que probar, una de las muchas recetas de infusiones que Rachel conocía y que siempre daba a probar al cocinero. Llevaba ya varias semanas en casa conmigo cuando, un día, Seecombe me dijo con mucho secreto, tapándose la boca con la mano, que, desde hacía un tiempo, el cocinero iba todos los días a verla para recibir órdenes, y que por eso ahora comíamos tan bien.
—El ama —me dijo— no quiere que el señor Ashley lo sepa, para que no piense que es presuntuosa.
Me eché a reír y a ella no le dije que lo sabía; pero a veces, solo por divertirme, hacía algún comentario sobre lo que estábamos comiendo y exclamaba: «No sé qué les ha dado a los de la cocina últimamente, parecen chefs franceses», y ella, inocente, me respondía: «¿Te gusta? ¿Es mejor que lo que comías antes?».
Ahora todo el mundo la llamaba «ama», y no me parecía mal. Al contrario, creo que me gustaba e incluso me enorgullecía de alguna manera.
Después de comer se retiraba a su habitación a descansar o, si era martes o jueves, ordenaba que le preparasen el carruaje y Wellington la llevaba a casa de uno u otro vecino a devolver las visitas de cortesía que le habían hecho a ella. A veces, si yo tenía algo que hacer en su camino, la acompañaba dos o tres kilómetros, después me apeaba y seguía ella sola. Se cuidaba mucho, cuando iba de visita: la mejor capa y el gorro con velo nuevo. En el carruaje, me sentaba de espaldas a los caballos para poder mirarla, aunque no se levantaba el velo, para fastidiarme, creo.
—Y ahora, a vuestros cotilleos —le decía yo—, a vuestras habladurías sobre vergüenzas y escándalos de medio pelo. Daría lo que fuera por veros por un agujerito.
—Ven conmigo —me contestaba—; te sentaría de maravilla.
—Ni lo sueñes. Me lo cuentas en la cena.
Y me quedaba en el camino viendo alejarse el carruaje a toda prisa, mientras por la ventanilla un pañolito se ondulaba en el aire burlándose de mí. No volvía a verla hasta la cena, a las cinco, y, entretanto, pasaba las horas como fuera, esperando que llegaran las cinco. Tanto si iba a recorrer las granjas como si iba a ver las tierras o charlaba con la gente, tenía constantemente una sensación de prisa, una impaciencia por terminar. ¿Qué hora era? Miraba el reloj de Ambrose. ¿Las cuatro y media todavía? ¡Cómo se alargaba el tiempo! Y al volver a casa por los establos sabía inmediatamente si había llegado ya o no. Veía el carruaje en la cochera y los caballos comiendo y bebiendo. Entraba en casa, iba a la biblioteca y a la sala de estar y, si no había nadie, sabía que se encontraba arriba, descansando en sus habitaciones. Rachel siempre descansaba un rato antes de cenar. Entonces me daba un baño o me lavaba y me cambiaba y bajaba a esperarla a la biblioteca. Cuanto más se acercaban a las cinco las agujas del reloj, más impaciente me ponía. Dejaba abierta la puerta de la biblioteca para oír sus pasos.
Primero oía las patas de los perros —ya no me hacían el menor caso, la seguían a ella a todas partes— y después el roce de su vestido al bajar las escaleras. Creo que era el momento del día que más me gustaba. No sé qué tenía ese ruido que me impresionaba tanto; me daba tal sensación de expectación que no sabía qué decir ni qué hacer cuando ella entraba. No sé de qué tela eran sus vestidos, si eran de seda almidonada, de raso, de brocado o de qué, pero era como si acariciaran el suelo y se levantaran y volvieran a acariciarlo; ni si era el vestido en sí lo que flotaba o era la que lo llevaba, que se movía hacia delante con tanta gracia que la biblioteca, sombría y austera, cobraba vida de pronto en cuanto entraba Rachel.
La luz de los candeleros le daba una suavidad que no tenía durante el día. Era como si el brillo de la mañana y las sombras más oscuras de la tarde se entregaran a otra clase de trabajo o cometido práctico e hicieran de los movimientos algo brusco y explícito; como si ahora, con la negrura de la noche, los postigos atrancados y la casa encerrada en sí misma, ella irradiara una luminosidad oculta hasta el momento. Tenía más color en las mejillas y en el pelo, la mirada mucho más profunda y, tanto si volvía la cabeza para decir algo como si se acercaba a los libros para coger uno o se agachaba a acariciar a Don, que estaba tumbado frente al fuego, lo hacía con una gracilidad de movimiento que me fascinaba. En esos momentos me preguntaba cómo había podido parecerme tan carente de atractivo al principio.
Seecombe anunciaba la cena y pasábamos al comedor; nos sentábamos en nuestro sitio: yo, presidiendo la mesa y ella, a mi derecha, y tenía la sensación de que siempre había sido así, que no había nada nuevo en ello, nada extraño, y que nunca me había sentado solo a esa mesa, con la chaqueta vieja, sin cambiarme, con un libro frente a mí para no tener que hablar con Seecombe. Sin embargo, si siempre hubiera sido así, no me habría resultado tan estimulante ahora, cuando el simple proceso de comer y beber eran como una nueva aventura.
La emoción no disminuía con el paso del tiempo, al contrario, aumentaba, y llegué a inventarme excusas para estar en casa, aunque solo fueran cinco minutos, cuando podía verla un momento, además de las horas normales en las que nos encontrábamos, al mediodía y por la noche.
Podía estar en la biblioteca o pasar por el vestíbulo en busca de algo, o esperando en la sala de estar a que llegaran las visitas, y me sonreía y decía, un poco sorprendida: «Philip, ¿qué haces en casa a estas horas?», y entonces tenía que improvisar una explicación. En cuanto a la jardinería, yo, que bostezaba y me aburría soberanamente cada vez que Ambrose intentaba despertarme el interés, ahora procuraba estar presente siempre que había que decidir algo sobre los jardines o el paseo aterrazado, y después de cenar, por la noche, mirábamos juntos sus libros italianos, comparábamos los grabados y debatíamos con mucho tira y afloja sobre lo que mejor se podía copiar. Creo que si se le hubiera ocurrido construir una réplica del Foro romano por encima de los terrenos del Barton le habría dado la razón. Yo decía sí o no, o muy bonito, sin duda, y hacía gestos con la cabeza, pero en realidad no le prestaba atención. Lo que me gustaba era observar el interés con el que se lo tomaba ella, verla comparando imágenes para tomar una decisión, con el ceño fruncido y una pluma en la mano para señalar la página y seguir los movimientos de las manos al cambiar un libro por otro.
No siempre íbamos a la biblioteca. A veces me pedía que subiera al tocador de tía Phoebe y poníamos los libros y los planos de los jardines en el suelo. En la biblioteca, el anfitrión era yo, pero en el tocador, era ella. No estoy seguro de que no me gustara más. Dejábamos la formalidad aparte. Seecombe no nos interrumpía —con una gran dosis de tacto había conseguido que prescindiera de la solemnidad de la bandeja de plata— y ella misma preparaba una tisana para los dos que, según decía, era costumbre en el continente y mucho más sana para los ojos y la piel.
Las horas de después de cenar pasaban volando y siempre tenía la esperanza de que se le olvidara preguntarme la hora, pero el maldito reloj del campanario, que teníamos demasiado cerca de la cabeza para no oírlo cuando daba las diez, indefectiblemente me tiraba la paz por tierra.
—No me había dado cuenta de lo tarde que es —decía.
Entonces se levantaba y cerraba los libros. Sabía que era la señal para que me despidiera. Con ella no valía el truco de quedarse en la puerta alargando la conversación. Habían dado las diez y yo tenía que irme. A veces me daba la mano para que se la besara; otras, ponía la cara y en alguna ocasión me dio una palmadita en el hombro como si fuera un cachorro. Nunca volvió a acercarse a mí ni a cogerme la cara entre las manos como aquella noche, cuando ella estaba en la cama. No esperaba que lo hiciera, no me hacía ilusiones, pero, cuando llegaba a mi habitación, abría los postigos y miraba el silencioso jardín, con el murmullo lejano de las olas que rompían en la pequeña bahía, al final del bosque, sentía una soledad extraña, como los niños cuando se terminan las vacaciones.
La noche, que se había construido hora a hora a lo largo de un día laborioso, había llegado a su fin. Faltaba mucho tiempo para que llegara la siguiente. No estaba preparado para el reposo ni mental ni físicamente. Antes de que ella viniera a casa, en invierno siempre me quedaba amodorrado delante del fuego, después de cenar, y luego me desperezaba, bostezaba y subía a mi dormitorio arrastrando los pies, satisfecho de meterme en la cama y dormir hasta las siete. Ahora era distinto. Podría pasarme la noche paseando o hablando hasta la madrugada. Lo primero era una locura; lo segundo, imposible. Entonces, me sentaba delante de la ventana abierta, fumaba y miraba el césped; a veces me daban la una o las dos y todavía estaba vestido y en vela, y lo único que había hecho era estar sentado melancólicamente, sin pensar en nada, perdiendo horas de silencio.
En diciembre, la luna llena trajo las primeras heladas y mis noches de vigilia resultaban más difíciles de soportar. Tenían una belleza particular, fría y clara, que me llegaba al corazón y me hacía contemplar el paisaje con asombro. Desde la ventana, las grandes extensiones de césped descendían hasta los prados, y los prados hasta el mar, y todo estaba blanco de escarcha al claro de luna. Los árboles que bordeaban el césped destacaban, negros e inmóviles. Se veían conejos husmeando entre la hierba o corriendo a refugiarse en su madriguera; y de pronto, entre el silencio y la inmovilidad, oía el aullido agudo y cortante de una raposa, y el gemidito que le sigue, misterioso, inconfundible, distinto a todas las demás voces nocturnas, y veía salir sigilosamente del bosque una silueta estilizada, que echaba a correr por el césped y volvía a esconderse entre los árboles protectores. Más tarde se oía otra vez la llamada, lejos, muy lejos, en campo abierto, y la luna llena coronaba los árboles y sostenía el cielo; nada se movía en el césped, al pie de mi ventana. Me preguntaba si Rachel estaría dormida en la alcoba azul o si, igual que yo, dejaría las cortinas descorridas. El reloj que me había mandado a la cama a las diez daba la una, daba las dos, y me habría gustado contemplar juntos toda la belleza que me rodeaba.
Que se quedara con el mundo gris la gente que para mí no tenía importancia. Pero esto no era el mundo, era un encantamiento, y mío todo él. No lo quería para mí solo.
Y así, como un barómetro, cambiaba de humor: del júbilo y la emoción al abatimiento y la melancolía cuando, al recordar la promesa que había hecho de quedarse solo una breve temporada, me preguntaba cuánto tiempo más estaría conmigo. Si después de Navidad se volvería y me diría: «Bien, Philip, la semana que viene me voy a Londres». Los rigores del invierno no permitían plantar nada y poco más se podía hacer en los jardines nuevos hasta la primavera. El paseo aterrazado podía terminar de construirse, pues eso se hacía mejor con tiempo seco y, con los planos, los hombres podían trabajar muy bien sin ella. Podía decidir irse cualquier día y yo no tendría ninguna excusa para retenerla.
En Navidad, antes, cuando Ambrose estaba en casa, invitaba a los arrendatarios a cenar el día de Nochebuena. Los dos inviernos anteriores, como él no estaba, lo había dejado pasar, porque cuando volvía en primavera organizaba un banquete la noche de San Juan. Este año decidí celebrar la Nochebuena otra vez como antes, aunque solo fuera por Rachel.
De pequeño, para mí era el acontecimiento más importante de toda la Navidad. Una semana antes de Nochebuena los hombres traían un gran abeto y lo ponían en la sala grande que hay encima de la cochera, donde se celebraba el banquete. Se suponía que yo no sabía nada. Pero, cuando no había nadie por los alrededores, a mediodía por lo general, mientras los criados comían, iba por la parte de atrás, subía las escaleras hasta la puerta lateral que daba a la sala grande y veía el magnífico árbol en una tina, al fondo de la sala, y apoyadas contra la pared, listas para colocarlas en filas, las largas mesas de caballetes para la cena. No ayudé a adornar el árbol hasta las vacaciones del primer año en Harrow. Fue un ascenso tremendo. Nunca me había sentido tan orgulloso. Al principio me sentaba al lado de Ambrose en la primera mesa, pero con el ascenso me colocaron en otra de presidente, la mía.
Y así, volví a dar órdenes a los leñadores, incluso fui personalmente al bosque a elegir un árbol. Rachel no cabía en sí de gozo. Ninguna fiesta le podía hacer tanta ilusión. Entusiasmada, hizo planes con Seecombe y el cocinero, fue a las despensas, a las cámaras de almacenamiento y al secadero de caza; incluso convenció a la servidumbre masculina para que llamaran a dos muchachas del Barton para hacer dulces bajo su supervisión. Todo era emocionante, y también misterioso, porque me empeñé en que no viera el árbol. Ella insistió en convertir las viandas de la cena en una sorpresa para mí.
Recibió muchos paquetes y se los llevaban directamente arriba. Cuando llamaba a la puerta del tocador, oía crujido de papeles y, siglos después, respondía: «Pasa». La encontraba de rodillas en el suelo, con los ojos brillantes, las mejillas arreboladas y una colcha tapando varios objetos repartidos por la alfombra; me decía que no mirase.
Volví a la infancia, a la emoción que sentía cuando me asomaba de puntillas a las escaleras, en camisón, al oír murmullo de voces abajo; de pronto Ambrose salía de la biblioteca y, riéndose de mí, me decía: «¡Vete a la cama, pillastre, o te zurro la badana!».
Me preocupaba mucho una cosa. ¿Qué regalo podía hacerle a Rachel? Me pasé un día en Truro recorriendo las librerías en busca de un libro de jardinería, pero no encontré nada. Y lo que era peor, los libros que había traído ella de Italia era muchísimo mejores que cualquiera que pudiera comprarle yo. No tenía la menor idea de lo que podía complacer a una mujer. Cuando mi padrino compraba algo para Louise, solía ser tela para un vestido, pero Rachel solo se vestía de luto, así que tela no podía ser. Recordé que en una ocasión Louise se había puesto muy contenta con un relicario que le trajo su padre de Londres. Se lo ponía por la noche, cuando venía a cenar con nosotros los domingos. Y de pronto se me ocurrió la solución.
Entre las joyas de la familia tenía que haber alguna que pudiera regalarle. No las guardábamos en casa, en la caja fuerte, con los documentos y papeles de las tierras, sino en el banco. A Ambrose le parecía más prudente, por si se declaraba un incendio. Recordaba borrosamente un día, siendo yo pequeño, en que me llevó con él al banco, y que cogió un collar y, sonriendo, me contó que era de nuestra bisabuela, que mi madre se lo había puesto el día de su boda, pero solo como préstamo para ese día, porque mi padre no estaba en la línea directa de sucesión, y que algún día, si me portaba bien, él me lo daría para regalárselo a mi mujer. Ahora comprendí que todo lo que había en el banco era mío. O lo sería dentro de tres meses; pero eso era lo de menos.
Naturalmente, mi padrino sabía que las joyas estaban allí, pero se había ido a Exeter y no volvería hasta Nochebuena, para asistir con Louise a nuestra cena, porque estaban invitados. Decidí ir al banco y pedir que me enseñaran las joyas.
El señor Couch me recibió con su habitual cortesía y me llevó a su despacho, que daba al puerto; le conté lo que quería.
—Doy por sentado que el señor Kendall no tiene nada que objetar —dijo.
—Naturalmente —respondí con impaciencia—, eso se sobreentiende.
No era cierto, pero a los veinticuatro años, a pocos meses de mi cumpleaños, tener que pedir permiso a mi padrino para cualquier tontería me parecía ridículo. Y me fastidiaba.
El señor Couch mandó traer las joyas de la cámara acorazada. Las trajeron en estuches sellados. Rompió los sellos, extendió un paño en la mesa, frente a sí, y dispuso las joyas de una en una.
No sabía que la colección fuera tan buena. Había anillos, brazaletes, pendientes, broches, y muchos conjuntos, como una diadema de rubíes con pendientes a juego o un brazalete de zafiros con colgante y anillo. Sin embargo, al mirarlas, porque no me apetecía tocarlas ni con un dedo, recordé con desilusión que Rachel estaba de luto y no llevaba gemas de colores. Si le regalaba alguna de aquellas no serviría de nada, porque no se la pondría.
Entonces el señor Couch abrió la última caja y sacó un collar de perlas: cuatro sartas que se ceñían al cuello como una cinta, unidas por un broche con un solitario. Lo reconocí al instante. Era el collar que me había enseñado Ambrose de pequeño.
—Me gusta este —dije—, es lo mejor de la colección. Recuerdo cuando me lo enseñó mi primo Ambrose.
—Bueno, podría haber otras opiniones —dijo el señor Couch—; personalmente, creo que lo más valioso son los rubíes. Sin embargo, esta gargantilla de perlas tiene tradición familiar. La primera que la llevó en su boda fue su bisabuela, la señora de Ambrose Ashley, que se casó en la corte de St James. Después se la entregaron a su tía, la señora Philip, como es lógico, cuando su tío heredó el patrimonio familiar. Se la han puesto varios miembros de la familia el día en que se casaron, su madre entre otras; por cierto, creo que fue la última en lucirla. Su primo, el señor Ambrose Ashley, nunca consintió que saliera del condado, cuando se celebraba alguna boda en otra parte. —Sostenía la joya en la mano y la luz de la ventana caía sobre las lisas y redondas perlas—. Sí, es muy bonita. Hace veinticinco años que no se la pone ninguna mujer. Yo asistí a la boda de su madre. Era una señora muy bella. Le quedaba muy bien.
Alargué la mano y la cogí.
—Bien, quiero llevármela ahora —dije, y la puse en el estuche con su envoltura.
El señor Couch se quedó un poco desconcertado.
—No sé si hacemos bien, señor Ashley —dijo—. Sería horrible que se perdiera o se estropeara.
—No se perderá —respondí sucintamente. El señor Couch no estaba satisfecho y empecé a despedirme enseguida, por si se le ocurría algún argumento de fuerza mayor—. Si le preocupa lo que pueda decir mi tutor —añadí—, no se preocupe. Se lo explicaré todo en cuanto vuelva de Exeter.
—Eso espero —dijo el señor Couch—, pero habría sido preferible que estuviera él presente. Claro que, en abril, cuando todo sea suyo legalmente, dará igual que se lleve toda la colección y haga con ella lo que quiera. Yo no se lo aconsejaría, pero hablando estrictamente, sería legal.
Le di la mano y le deseé una feliz Navidad; volví a casa jubiloso. No habría encontrado nada mejor para ella aunque hubiera buscado por todo el país. Gracias a Dios que las perlas eran blancas. Y que mi madre hubiera sido la última en ponérselo le daba más sentido. Se lo diría. Ahora afrontaba la celebración de la Nochebuena con más entusiasmo.
Faltaban dos días… Hacía buen tiempo, no helaba mucho y todo parecía augurar una Nochebuena serena y seca. Los criados estaban muy emocionados y la mañana del 24, cuando se montaron las mesas de caballetes y los bancos, y los cubiertos, los platos y las fuentes estaban dispuestos, con hojas verdes en las vigas, pedí a Seecombe y a los chicos que me ayudaran a adornar el árbol. Seecombe se erigió en maestro de ceremonias. Se quedó un poco separado de los demás para tener una vista más general y, mientras girábamos el árbol hacia un lado u otro, levantábamos una rama u otra para que las piñas y las bayas de acebo quedaran bien repartidas, él movía las manos dándonos indicaciones de tal forma que parecía un director de un sexteto de cuerda.
—No, así no me gusta, señor Philip —dijo—, el árbol se verá mucho mejor si lo mueve un poquito a la izquierda. ¡Aaah! ¡No tanto! Sí, así está bien. John, la cuarta rama de la derecha está torcida. Levántala un poco. Cuidado, no la toques con tanta fuerza. Extiende las ramas, Arthur, extiéndelas hacia fuera. El árbol tiene que quedar tal como está en la naturaleza. No pises el acebo, Jim. Señor Philip, déjelo así como está ahora. Un movimiento más y lo estropeamos todo.
Nunca le habría atribuido tanto sentido artístico.
Retrocedió con las manos bajo los faldones del frac y los ojos casi cerrados.
—Señor Philip —me dijo—, hemos alcanzado la perfección.
Vi que el joven John daba un codazo a Arthur y se volvía de espaldas.
La cena empezaría a las cinco. Los Kendall y los Pascoe serían los únicos invitados «de carruaje», como se decía. Los demás llegarían en carro, en tartana o incluso a pie, los que vivían cerca. Yo había escrito todos los nombres en papeles y había colocado uno en cada plato. Los que leían mal o no sabían tenían al lado a alguien que sabía. Las mesas eran tres. Yo presidiría una, con Rachel en la otra punta. La segunda la presidiría Billy Rowe, del Barton, y la tercera, Peter John, de Coombe.
Según la costumbre, la gente se reuniría en la sala grande y poco antes de las cinco cada cual se acercaría a su sitio; y, cuando todos estuvieran situados, entraríamos nosotros. Al terminar la cena, Ambrose y yo solíamos dar a la gente los regalos del árbol, siempre dinero para los hombres y una toquilla nueva para las mujeres, y un cesto de alimentos para cada uno. Los invitados siempre eran los mismos. Cualquier cambio de rutina los habría escandalizado a todos. Sin embargo, esta Navidad pedí a Rachel que entregara los regalos conmigo.
Antes de vestirme para la cena había mandado la gargantilla de perlas a la habitación de Rachel, con su envoltura, acompañada de una nota. En la nota decía: «Mi madre fue la última que se lo puso. Ahora es tuya. Quiero que te la pongas esta noche y siempre. Philip».
Me bañé, me vestí y a las cinco menos cuarto estaba preparado.
Los Kendall y los Pascoe no entrarían en casa a saludarnos; según la costumbre, irían directamente a la sala grande y hablarían con los arrendatarios para ir rompiendo el hielo. A Ambrose siempre le había parecido una buena idea. Los criados también estaban en la sala grande, y Ambrose y yo entrábamos por los pasillos de piedra de la parte trasera de la casa, cruzábamos el patio y subíamos las escaleras de la sala grande que estaba encima de las cocheras. Esa noche, Rachel y yo haríamos el recorrido solos.
Bajé a esperarla a la sala de estar. Estaba un poco agitado, porque nunca había hecho un regalo a una mujer. Tal vez fuera una falta de etiqueta, tal vez solo las flores o los cuadros fueran apropiados para la ocasión. Y ¿si se enfadaba, como cuando lo de la asignación trimestral, y por algún extraño motivo se lo tomaba como un insulto? ¡Qué idea tan desesperante! Los minutos pasaban con lentitud, era una tortura. Por fin oí sus pasos en las escaleras. Esa noche no la precedían los perros. Los habían encerrado antes en las jaulas.
Bajaba despacio; el conocido crujido del vestido se acercaba. Se abrió la puerta, entró y se acercó a mí. Iba de negro riguroso, tal como esperaba, pero ese vestido no se lo había visto nunca. Era ajustado solamente hasta la cintura, y después muy holgado, sobresaliendo todo alrededor del cuerpo, y la tela brillaba de una forma como si la luz le diera de lleno. Llevaba los hombros descubiertos. Se había hecho un peinado un poco más alto que de costumbre, recogido y enroscado hacia arriba, enseñando las orejas. Lucía la gargantilla de perlas. Era el único adorno. Brillaba suavemente sobre su piel blanca. Nunca la había visto tan radiante ni tan contenta. Louise y los Pascoe tenían razón: Rachel era una belleza.
Se quedó mirándome un momento, después me tendió las manos y dijo: «Philip». Me acerqué y me puse enfrente. Me abrazó y me estrechó. Tenía lágrimas en los ojos, pero esta noche no me preocupaba. Me envolvió la nuca con las manos y me tocó el pelo.
Después me besó. No como las otras veces. Y estando allí, con ella entre los brazos, pensé: «Ambrose no murió de melancolía por su casa, ni por una enfermedad de la sangre ni del cerebro: murió por esto».
La besé yo también. El reloj del campanario dio las cinco. No me dijo nada, ni yo a ella. Me dio la mano. Bajamos juntos por los oscuros pasillos de la cocina, cruzamos el patio, llegamos a la sala grande de encima de las cocheras, cuyas ventanas estaban muy iluminadas, y entramos donde sonaban risas y voces y los rostros nos esperaban con expectación.