Capítulo XXIV

Lo primero que advertí fue que el árbol que se veía desde mi ventana ya tenía hojas. Lo miré sin comprender. Cuando me fui a la cama las yemas apenas despuntaban. Era muy raro. Habían descorrido las cortinas, cierto, pero me acordaba perfectamente de lo bien corridas que estaban la mañana de mi cumpleaños, cuando me asomé a la ventana a mirar el césped. Ya no me dolía la cabeza y se me había pasado la rigidez. Debía de haber dormido muchas horas, posiblemente un día o más. Cuando uno cae enfermo pierde la noción del tiempo.

Sin duda había visto muchas veces al viejo doctor Gilbert con su barba, y también a otro hombre, un desconocido. La habitación siempre a oscuras. Ahora había luz. Notaba la cara rasposa: seguro que me hacía mucha falta un afeitado. Me llevé la mano a la barbilla. Vaya, esto era una locura, porque ahora yo también tenía barba. Me miré la mano. No parecía mía. Era blanca y delgada, y las uñas estaban bastante largas; me las rompía con mucha facilidad cuando cabalgaba. Volví la cabeza y vi a Rachel en una butaca, cerca de la cama; era la suya, la del tocador. No sabía que la estaba mirando. Ella bordaba y llevaba un vestido que no reconocí, negro, como toda su ropa, pero de manga corta, por encima del codo, de una tela ligera y fresca. ¿Tanto calor hacía en la habitación? Las ventanas estaban abiertas de par en par. No había fuego en la chimenea.

Me toqué la barbilla otra vez y noté la barba. Daba gusto tocarla. De pronto me reí; ella levantó la cabeza al oírme y me miró.

—Philip —dijo, sonriendo, y enseguida apareció arrodillada a mi lado y me abrazó.

—Me he dejado barba —dije.

No podía parar de reírme porque aquello era una locura, y después de la risa pasé a la tos e inmediatamente Rachel me dio un vaso con un brebaje de mal sabor que me obligó a tomar poniéndomelo en los labios; después me recostó otra vez en la almohada.

Ese gesto me recordó algo. ¿No había una mano en mis sueños desde hacía tiempo, que aparecía y desaparecía con un vaso y me obligaba a beber? Creía que era Mary Pascoe y la rechazaba. Me quedé mirando a Rachel y le tendí la mano. Me la cogió y me la apretó. Acaricié con el pulgar las azules venas que siempre se le veían y di una vuelta a los anillos. Seguí haciéndolo un rato, sin decir nada. Poco después dije:

—¿La has mandado a su casa?

—¿A quién? —preguntó.

—A Mary Pascoe —respondí.

Contuvo la respiración y la miré; ya no sonreía y se le habían ensombrecido los ojos.

—Se fue hace cinco semanas —dijo—, pero no te preocupes de eso ahora. ¿Tienes sed? Te he preparado un refresco con limas frescas que me han traído de Londres.

Bebí y me supo bien, después de la medicina amarga que me había dado antes.

—Parece que he estado enfermo —le dije.

—Has estado al borde de la muerte —respondió.

Hizo un movimiento como para irse, pero yo no estaba dispuesto a permitírselo.

—Cuéntamelo —le dije.

Tenía mucha curiosidad, como quien ha dormido muchos años seguidos, como Rip van Winkle[5], y al despertarse ve que el mundo ha seguido adelante sin él.

—Si quieres que reviva todos esos días de preocupación, te lo contaré —respondió—, pero, si no, no. Has estado muy enfermo, dejémoslo así.

—¿Qué me pasaba?

—No tengo muy buena opinión de tus médicos ingleses —contestó—. En el continente, esa enfermedad se llama meningitis, pero aquí no la conocen. Es casi un milagro que estés vivo.

—¿Cómo me he salvado?

Sonrió y me apretó la mano.

—Creo que gracias a tu fortaleza de caballo —respondió— y a algunas cosas que les pedí que hicieran, como una punción en la columna vertebral para sacarte el líquido, y también un suero de jugo de hierbas que te inyectaron en la sangre. Decían que era veneno, pero has sobrevivido.

Me acordé de los tónicos que había hecho para algunos arrendatarios que habían estado enfermos en invierno y de que le había tomado el pelo llamándola comadrona y boticaria.

—¿Cómo sabes tanto de esas cosas? —le pregunté.

—Me las enseñó mi madre —dijo—; las florentinas somos muy viejas y muy sabias.

Estas palabras me recordaron algo, pero no conseguí saber qué era exactamente. Todavía me costaba un esfuerzo pensar. Me conformaba con estar tumbado en la cama, dándonos la mano.

—¿Cómo es que el árbol que se ve por la ventana tiene hojas? —le pregunté.

—Es lo normal, en la segunda semana de mayo —dijo.

No lograba entender que hubiera estado en cama tantas semanas sin enterarme de nada. Tampoco me acordaba de los sucesos que me habían llevado hasta allí. Rachel se había enfadado conmigo por algo que no me venía a la cabeza y había invitado a Mary Pascoe a casa, pero no sabía por qué. De lo que estaba muy seguro era de que nos habíamos casado la víspera de mi cumpleaños, aunque no veía claramente la iglesia ni la ceremonia; solo creía que mi padrino y Louise habían sido nuestros testigos, con la diminuta Alice Tabb, la que limpiaba la iglesia. Sé que estaba muy contento. Y de pronto, sin ningún motivo, caí en la desesperación. Y después me puse enfermo. Daba igual, ahora todo estaba bien otra vez. No había muerto y estábamos en el mes de mayo.

—Creo que ya puedo levantarme —dije.

—Nada de eso —dijo ella—. Tal vez dentro de una semana puedas sentarte aquí, junto a la ventana, para ejercitar un poco los pies. Más tarde podrás ir hasta el tocador. Puede que a finales de mes bajes a sentarte fuera, pero ya veremos.

Ciertamente, la convalecencia fue como ella decía. En mi vida me había sentido tan bobo como la primera vez que me senté en un lado de la cama y bajé los pies al suelo. Toda la habitación empezó a dar vueltas. Me sujetaban Seecombe y John, y estaba más débil que un niño recién nacido.

—¡Dios bendito, señora! ¡Ha crecido más! —dijo Seecombe, con tal cara de consternación que tuve que volver a sentarme para reírme a gusto.

—Soy un fenómeno, podrás exhibirme en la feria de Bodmin —dije.

Y entonces me vi en el espejo, demacrado, pálido, con una barba de color castaño; parecía un apóstol.

—Estoy pensando —dije— en irme a predicar por el campo. Tendré millares de seguidores. ¿Qué te parece? —Me volví hacia Rachel.

—Prefiero que te afeites —dijo gravemente.

—Tráeme la navaja de afeitar, John —dije.

Cuando terminé y me quedé otra vez sin barba, me pareció que había perdido la dignidad y que volvía a ser un niño.

Aquellos días de convalecencia fueron verdaderamente agradables. Rachel siempre estaba conmigo. No hablábamos mucho, porque la conversación me cansaba más que cualquier otra cosa y me daba un poco de dolor de cabeza. Lo que más me gustaba era sentarme junto a la ventana abierta y, para entretenerme, Wellington venía con los caballos y les hacía dar vueltas y vueltas en la gravilla, justo enfrente de mí, como animales de circo. Después, cuando recuperé un poco la fuerza de las piernas, iba al tocador y comíamos allí; Rachel me servía y me atendía como una enfermera a un niño; tanto es así que un día le dije que, si estaba condenada a tener maridos enfermos toda la vida, la culpa era solo suya. Me miró de una forma muy rara cuando se lo dije e iba a responder algo, pero hizo una pausa y cambió de tema.

Recordaba que por alguna razón los criados no sabían que nos habíamos casado; creo que queríamos esperar a que pasaran doce meses desde la muerte de Ambrose para anunciarlo; quizá temía que cometiera yo alguna indiscreción delante de Seecombe, así que me mordí la lengua. Dentro de dos meses podríamos decírselo al mundo; hasta entonces, debía tener paciencia. Creo que cada día la quería más; y ella, cada día era más amable y tierna, más que en los meses de invierno.

El primer día que bajé y salí fuera, me asombró lo mucho que se había hecho durante mi enfermedad. Habían terminado el paseo aterrazado y el gran socavón del final para el jardín acuático estaba listo para pavimentarlo con piedras y reforzar las orillas. Parecía un abismo muy profundo, oscuro y ominoso, y los obreros que cavaban en el fondo levantaron la vista y me sonrieron; yo los miraba desde arriba, desde la terraza.

Tamlyn me acompañó orgullosamente a los jardines nuevos —Rachel se había quedado con su mujer en la cabaña cercana— y, aunque la temporada de las camelias se había terminado, los rododendros y la berberis naranja estaban en flor y, asomándose al campo de más abajo, las delicadas flores amarilla de los codesos colgaban en racimos y dejaban caer los pétalos.

—El año que viene habrá que cambiarlos de sitio —dijo Tamlyn—. Las ramas se meten mucho en el prado y las semillas matarán al ganado —levantó el brazo hasta una rama; en el lugar de las flores que ya habían caído se estaban formando las vainas con las semillitas dentro—. Al otro lado de St Austell murió un hombre por comérselas —dijo, y tiró la vaina lejos por encima del hombro.

Se me había olvidado lo poco que duraba su floración, como la de casi todas las plantas, y también lo bonitos que eran; y de pronto me acordé del árbol que se inclinaba en el pequeño patio de la villa italiana y de la mujer de la casa del guarda, cuando cogió la escoba y se puso a barrer las vainas.

—En Florencia, en la villa de la señora Ashley, había un bonito árbol de estos.

—¿Sí, señor? —dijo él—. Bueno, tengo entendido que en esos climas se pueden cultivar muchas cosas. Debe de ser un sitio maravilloso. Comprendo que el ama tenga ganas de volver.

—No creo que tenga ninguna intención —contesté.

—Me alegro, señor —dijo—, pero no se oye otra cosa. Que solo está esperando a que usted se reponga del todo para irse.

Era increíble. ¡Qué cuentos se llegaban a inventar con dimes y diretes de todas clases! Pensé que anunciar nuestro matrimonio sería la única forma de impedir que se propagaran esos cotilleos. Sin embargo, no me atrevía a hablar del asunto con ella. Tenía la sensación de que habíamos discutido por eso en una ocasión y que ella se había enfadado, antes de ponerme enfermo.

Por la noche, cuando estábamos en el tocador y yo, según la costumbre que había adquirido, tomaba mi tisana antes de irme a dormir, le dije:

—Corren nuevos rumores por el campo.

—¿Qué se dice ahora? —preguntó, levantando la cabeza.

—Pues… que vuelves a Florencia —contesté.

No dijo nada inmediatamente, solo volvió a bajar la cabeza hacia la labor de bordado.

—Hay tiempo de sobra para decidir esas cosas —dijo—. Antes tienes que recuperarte del todo y ponerte fuerte.

La miré sin comprender. Entonces, Tamlyn no andaba tan errado. Ir a Florencia entraba en sus planes.

—¿Todavía no has vendido la villa? —le pregunté.

—No, aún no —dijo—, ni quiero venderla ya, ni alquilarla siquiera. Ahora las cosas han cambiado y puedo permitirme mantenerla.

No dije nada. No quería herirla, pero la idea de tener dos casas no me gustaba nada. Lo cierto es que aborrecía la sola imagen de la villa que guardaba en la memoria, y que yo creía que ella también la aborrecía.

—Es decir, ¿tienes la intención de pasar allí el invierno? —pregunté.

—Es posible —dijo—, o el final del verano, pero no hay necesidad de hablar de esto ahora.

—Llevo mucho tiempo sin hacer nada —dije—, no me parece oportuno irme sin hacer los preparativos para el próximo invierno, y mucho menos ausentarme por completo.

—No, claro —dijo—; lo cierto es que no pensaría en irme de aquí si no te quedaras tú al cargo de todo. A lo mejor te apetece ir a verme en primavera, y así te enseño Florencia.

La enfermedad me había dejado muy lento de entendederas; no comprendía nada de lo que me decía.

—¿Ir a verte? —dije—. ¿Así es como propones que vivamos? ¿Separados muchos meses seguidos?

Dejó la labor y me miró. Había ansiedad en su mirada y se le ensombreció la cara.

—Philip, querido —dijo—, he dicho que no quiero hablar del futuro ahora. Acabas de pasar una enfermedad peligrosa y no te conviene empezar a planear con tanta antelación. Te prometo que no me iré hasta que te hayas restablecido por completo.

—Pero —repliqué— ¿qué necesidad hay de ir? Ahora tu sitio es este. Esta es tu casa.

—También tengo mi villa —dijo— y muchos amigos y una vida fuera de aquí… distinta de esta, lo sé, pero estoy acostumbrada a todo eso. Llevo ocho meses en Inglaterra y ahora siento la necesidad de un cambio. Sé razonable, intenta comprenderlo.

—Supongo —dije, hablando despacio— que soy muy egoísta. No había pensado en eso.

Así pues, tenía que hacerme a la idea de que pretendía dividirse entre Inglaterra e Italia, en cuyo caso yo tendría que hacer lo mismo y empezar a buscar un administrador que se hiciera cargo de las tierras. Pensar en separarse era absurdo, naturalmente.

—A lo mejor mi padrino conoce a alguien —dije, pensando en voz alta.

—¿A alguien? ¿Para qué? —preguntó.

—Pues a alguien que se haga cargo de esto en nuestra ausencia —contesté.

—No veo el motivo —dijo—. Tú solo estarías en Florencia unas pocas semanas, si es que vas. Aunque a lo mejor te gusta tanto que decides quedarte más tiempo. En primavera es una preciosidad.

—Ni primavera ni nada —dije—. Da igual en qué época te vayas, yo voy contigo.

Otra vez se le ensombreció la cara y asomó la aprensión a sus ojos.

—No te preocupes de eso ahora —dijo— y, mira, son más de las nueve, más tarde que nunca, hasta ahora. ¿Llamo a John o puedes irte tú solo?

—No llames a nadie —dije.

Me levanté despacio, porque todavía estaba lamentablemente débil, me arrodillé a su lado y le eché los brazos a la cintura.

—Me resulta muy difícil la soledad de mi habitación —dije—, estando tú tan cerca, al otro lado del pasillo. ¿Por qué no se lo decimos enseguida?

—¿Qué tenemos que decir? —preguntó.

—Que estamos casados —contesté.

Se quedó muy quieta entre mis brazos, sin moverse, casi como si se hubiera quedado rígida, como exánime.

—¡Ay, Dios…! —musitó. Me puso las manos en los hombros y me miró a la cara—. ¿Qué quieres hacer, Philip? —preguntó.

Empezó a latirme un punto en la cabeza, como un eco del dolor de las semanas anteriores. Un martilleo profundo, cada vez más profundo, acompañado de una sensación de miedo.

—Anunciárselo a los criados —dije—. Así tendría todo el derecho a quedarme contigo, porque estamos casados…

Pero me quedé sin voz al ver la expresión de sus ojos.

—Pero es que no estamos casados, Philip, querido —dijo ella.

Algo me estalló dentro de la cabeza.

—Estamos casados —dije—, por supuesto que estamos casados. Fue en mi cumpleaños. ¿Se te ha olvidado?

Pero ¿cuándo había sido? ¿En qué iglesia? ¿Quién había sido el ministro? El dolor punzante volvió y la habitación empezó a dar vueltas.

—Dime que es cierto —le rogué.

Y de pronto supe que era una fantasía, que la felicidad que había sentido en las semanas anteriores eran imaginaciones mías. El sueño se había hecho pedazos.

Apoyé la cabeza en ella y lloré; nunca había derramado lágrimas de esa forma, ni siquiera de niño. Me abrazó y me acarició la cabeza sin decir una palabra. Al cabo de un rato recobré el dominio de mí mismo y volví a sentarme, exhausto. Me trajo algo de beber y se sentó en la banqueta, a mi lado. Las sombras de la noche de verano jugueteaban por la habitación. Los murciélagos salieron de su escondite, bajo el alero, y empezaron a volar en círculos en la penumbra exterior.

—Habría sido mejor —dije— que me hubieras dejado morir.

Suspiró y me puso la mano en la mejilla.

—Si dices eso me matas a mí también. Ahora crees que eres desgraciado porque todavía estás débil. Pero en cuanto te pongas fuerte todo esto te parecerán naderías. Volverás a tu trabajo en las tierras… ¡Hay tanto que hacer, tantas cosas que se han descuidado desde que te pusiste enfermo…! Estaremos ya en pleno verano. Volverás a bañarte en el mar y a navegar en la bahía.

Por el tono de voz supe que hablaba para convencerse a sí misma, no a mí.

—¿Qué más? —pregunté.

—Sabes muy bien que aquí eres feliz —dijo—, esta es tu vida y lo seguirá siendo. Me has dado las tierras, pero siempre las consideraré tuyas. Será como si tuviéramos una fundación entre los dos.

—Es decir, que nos cartearíamos entre Italia e Inglaterra mes a mes, todo el año. Te diré: «Querida Rachel, las camelias han florecido». Y tú me dirás: «Querido Philip, me alegro mucho. Mi rosaleda prospera». ¿Ese es el futuro que nos aguarda?

Ya me veía merodeando por la entrada de gravilla todas las mañanas después de desayunar, esperando que llegara el chico con la cartera del correo y sabiendo perfectamente que no habría cartas para mí, solo facturas de Bodmin.

—Vendría todos los veranos, muy probablemente —dijo—, a ver cómo va todo.

—Como las golondrinas, que solo vienen a pasar la temporada —contesté— y se van otra vez la primera semana de septiembre.

—Ya te he dicho que vayas a verme en primavera. En Italia hay muchas cosas que te gustarían. No has viajado apenas, solo una vez. Conoces muy poco el mundo.

Era como una maestra calmando a un niño díscolo. Tal vez me considerase un niño díscolo.

—Lo que he visto —contesté— me ha quitado las ganas de conocer lo demás. Y ¿a qué crees que me dedicaría? ¿A pasear por las iglesias y los museos con una guía en la mano? ¿A hablar con desconocidos para ensanchar mis ideas? Prefiero aburrirme en casa viendo llover.

Lo dije en un tono seco y amargo, pero no pude evitarlo. Rachel suspiró otra vez. Parecía buscar argumentos para demostrarme que todo estaba bien.

—Te repito —insistió— que cuando te repongas del todo el futuro te parecerá distinto. Las cosas no han cambiado tanto. En cuanto al dinero… —hizo una pausa y me miró.

—¿Qué dinero? —dije.

—El del patrimonio —continuó—. Todo eso quedará convenientemente arreglado y dispondrás de medios suficientes para gobernar las tierras sin sufrir pérdidas, y yo sacaré del país lo que necesite. Ya están en marcha todos los preparativos.

Por mí, que se llevara hasta el último penique. ¿Qué tenía que ver todo eso con lo que sentía por ella? Pero siguió hablando.

—Tienes que continuar con las reformas que consideres oportunas —dijo rápidamente—. Sabes que no voy a poner en duda ninguna decisión tuya, ni siquiera tendrás que mandarme las facturas, confío en tu buen juicio. Siempre podrás acudir a tu padrino en busca de consejo. Dentro de nada te parecerá que todo está como antes de que viniera yo.

Ya era casi de noche. Ni siquiera le distinguía la cara entre las sombras que nos rodeaban.

—¿Lo crees de verdad? —le pregunté.

No me contestó enseguida. Buscaba excusas que justificaran mi existencia, para añadirlas a las que ya me había dado. No las había y ella lo sabía perfectamente. Se volvió hacia mí y me dio la mano.

—Necesito creerlo —dijo—, si no, no viviré en paz.

Desde que la conocía me había dado muchas respuestas a las preguntas, serias y no serias, que le había hecho. Unas veces se reía al contestar, otras, reaccionaba con evasivas, pero siempre de una forma femenina que todo lo adornaba. Esta última respuesta era directa por fin, con el corazón en la mano. Necesitaba saber que yo era feliz para vivir en paz. Yo había dejado el mundo de fantasía y ahora entraba ella en él. Así pues, dos personas no podían compartir un sueño. Solamente en la oscuridad, como de mentirijillas; por lo tanto, cada figura, un espíritu.

—Vuelve, si quieres —dije—, pero espera un poco. Quédate unas semanas más que pueda recordar después. No me gusta viajar, mi mundo eres tú.

Quería evadirme del futuro, huir. Pero cuando la abracé algo había cambiado; ya no tenía fe ni el éxtasis del principio.