Capítulo VIII

Una voz baja, casi inaudible, me invitó a entrar. Aunque ya era de noche y habían encendido los candeleros, las cortinas estaban descorridas y ella estaba sentada en el antepecho de la ventana mirando el jardín. Me daba la espalda y tenía las manos juntas sobre el regazo. Debió de creer que era un criado, porque no se movió cuando entré. Don estaba tumbado delante de la chimenea con el hocico entre las patas, y los dos perros jóvenes a su lado. Nada había cambiado en la habitación, los cajones del pequeño secreter no estaban abiertos y no se veía ropa por ahí: ni rastro de la reciente llegada.

—Buenas noches —dije.

Me salió una voz tensa, poco natural, en la pequeña habitación. Ella se volvió, se levantó inmediatamente y se acercó a mí. Pasó todo tan deprisa que no me dio tiempo a pensar en las cien imágenes de ella que me había inventado en los últimos dieciocho meses. La mujer que me perseguía día y noche, que me obsesionaba en las horas de vigilia, que me inquietaba en sueños estaba ahora a mi lado. La primera impresión fue una conmoción, me quedé casi estupefacto al ver lo pequeña que era. Apenas me llegaba al hombro. En altura y tipo no se parecía nada a Louise.

Iba vestida de luto riguroso y el color negro le absorbía el del pelo, y llevaba encaje en la garganta y en los puños. Tenía el pelo castaño, con raya al medio y un moño bajo en la nuca; sus facciones eran limpias y proporcionadas. Lo único grande que tenía eran los ojos, que me reconocieron al instante y se abrieron de asombro, como los de un ciervo, y del reconocimiento pasaron al asombro y del asombro al dolor, casi a la aprensión. Vi que le volvía el color a la cara y que se le iba otra vez y creo que se quedó tan perpleja al verme como yo al verla a ella. Sería aventurado decir cuál de los dos estaba más nervioso e incómodo.

Yo la miraba y ella me miraba a mí. Tardamos un poco en decir algo y cuando lo hicimos, fue al mismo tiempo.

«Espero que haya descansado», dije yo rígidamente y ella: «Le debo una disculpa». Enseguida respondió a mi pregunta: «Sí, Philip, gracias», y se acercó a la chimenea para sentarse en un taburete bajo, junto al fuego; me indicó que me sentara en la butaca, enfrente de ella. Don, el viejo retriever, se desperezó y bostezó; se incorporó sobre los cuartos traseros y apoyó la cabeza en el regazo de mi prima.

—Este es Don, ¿verdad? —dijo, poniéndole la mano en el hocico—. ¿De verdad ha cumplido catorce años?

—Sí —dije—, cumple años una semana antes que yo.

—Salió de una tarta de hojaldre a la hora del desayuno —dijo—. Ambrose estaba escondido detrás del biombo, en el comedor, viendo cómo empezabas la tarta. Me dijo que jamás olvidaría la cara de asombro que pusiste cuando levantaste la corteza y salió Don. Cumplías diez años, era el 1 de abril.

Seguía acariciando a Don, pero levantó la cabeza y me sonrió; y, para mayor desconcierto, vi lágrimas en sus ojos, que desaparecieron al instante.

—Te debo una disculpa por no haber bajado a cenar —dijo—. Has hecho tantos preparativos solo por mí… Y seguro que has vuelto a casa a toda prisa, mucho antes de lo que querías. Pero estaba muy cansada. No habría sido buena compañía. Me pareció que te resultaría más fácil cenar solo.

Me acordé de la caminata que había dado por las tierras, de este a oeste, para hacerla esperar y no dije nada. Uno de los perros jóvenes se despertó y me lamió la mano. Le tiré de las orejas por hacer algo.

—Seecombe me ha contado que tenías mucho trabajo y que todavía queda mucho por hacer —dijo—. No quiero causarte ninguna molestia con mi inesperada visita. Me las arreglaré sola por aquí y lo haré con mucho gusto. No cambies ningún plan mañana por mi causa. Solo quiero decir una cosa, que es: gracias, Philip, por dejarme venir. Seguro que no ha sido fácil.

Se levantó y se acercó a la ventana para correr las cortinas. La lluvia golpeaba los cristales. Tal vez tendría que haberlas corrido yo, no sabía. Me levanté también, con torpeza, para hacerlo, pero ya era tarde. Volvió junto a la chimenea y nos sentamos de nuevo.

—Tuve una sensación muy rara —dijo— al llegar por el parque hasta la casa y ver a Seecombe esperando en la puerta para recibirme. Me lo había imaginado muchas veces, ¿sabes? Lo encontré todo tal como me lo imaginaba. El vestíbulo, la biblioteca, los cuadros de las paredes… El reloj dio las cuatro cuando entramos por la puerta; conocía incluso ese sonido. —Yo seguía tirando de las orejas al perrito. No la miraba—. Por la noche, en Florencia —dijo—, el verano pasado y el invierno antes de que Ambrose enfermara, hablábamos a menudo del viaje a Inglaterra. Era lo que más alegría le daba. Me contaba cómo eran los jardines y el bosque, y el camino hasta el mar. Teníamos la intención de volver por la ruta que he seguido ahora, por eso lo he hecho así. De Génova a Plymouth. Y después me iría a recoger Wellington en el carruaje y me traería a casa. Te agradezco que me lo mandaras, que supieras que me gustaría.

Estaba como un idiota, pero logré decir algo.

—Me temo que la carretera no estaba en buen estado —dije— y Seecombe me ha dicho que tuvisteis que desviaros hasta el herrero para poner una herradura a un caballo. Lo lamento.

—No fue ningún contratiempo —dijo—. Me encontraba a gusto allí, junto al fuego, viendo cómo trabajaban y charlando con Wellington.

Parecía mucho más tranquila ya. El nerviosismo del principio había desaparecido, si es que era eso, porque no lo sabía. De pronto me pareció que si alguien estaba haciendo algo mal era yo, porque tenía la sensación de ser muy grande y torpe en una habitación tan pequeña, y la butaca en la que estaba sentado parecía de enanos. No hay nada peor que un asiento incómodo para tranquilizarse, y me pregunté qué aspecto tendría, allí encogido en la maldita butaca, con los pies recogidos debajo de una forma muy rara y mis largos brazos colgando a los lados.

—Wellington me enseñó la entrada de la casa del señor Kendall —dijo— y me pregunté si sería conveniente y apropiado ir a presentarle mis respetos. Pero era tarde, los caballos habían cabalgado mucho y, egoístamente, tenía muchas ganas de llegar a… aquí. —Hizo una breve pausa antes de decir «aquí» y se me ocurrió que iba a decir «a casa», pero se contuvo a tiempo—. Ambrose me lo había descrito todo muy bien —continuó—, desde el vestíbulo hasta la última habitación de la casa. Incluso me la dibujó, por eso creo que hoy habría sabido llegar sola con los ojos vendados. —Hizo otra pausa y después añadió—: Era forzoso que me destinaras estas habitaciones. Pensábamos instalarnos precisamente aquí, si hubiéramos estado juntos. Ambrose siempre decía que su habitación sería para ti, y Seecombe me dijo que ya te habías trasladado. Ambrose se alegraría.

—Espero que estés cómoda —dije—. Por lo visto, aquí no ha vivido nadie desde una persona llamada tía Phoebe.

—Tía Phoebe se enamoró de un clérigo y se fue a Tonbridge para curarse el mal de amor —dijo—, pero no lo consiguió y contrajo un catarro que duró veinte años. ¿No conocías la historia?

—No —dije, y la miré de soslayo.

Ella estaba mirando el fuego, sonriendo, supongo que por el recuerdo de tía Phoebe. Tenía las manos juntas sobre el regazo. Nunca había visto unas manos tan pequeñas en una persona adulta. Eran muy finas, muy estrechas, como las de un retrato que un pintor antiguo hubiera dejado inacabadas.

—Bueno —dije—, y ¿qué fue de tía Phoebe?

—El catarro se le pasó veinte años después, cuando conoció a otro clérigo. Pero entonces ya tenía cuarenta y cinco y el corazón más curtido. Se casó con él.

—¿Fueron felices?

—No —dijo mi prima Rachel—. Ella murió la noche de bodas… del susto.

Se volvió a mirarme con una curiosa mueca en los labios, pero con la mirada todavía seria, y de pronto tuve una visión de Ambrose contándole la historia, como seguro que hizo, encorvado en un sillón, sacudiendo los hombros, y ella mirándolo exactamente como a mí, conteniendo la risa. No pude evitarlo. Sonreí a mi prima Rachel, algo pasó por sus ojos y me sonrió a su vez.

—Creo que te lo acabas de inventar ahora mismo —le dije, y me arrepentí al instante.

—No, nada de eso —contestó—. Seecombe conocerá la historia, pregúntaselo.

—No. No le parecería oportuno. Y le afectaría mucho saber que me la has contado tú. Se me ha olvidado preguntarte si te han traído algo para cenar.

—Sí. Sopa, un ala de pollo y riñones picantes. Todo excelente.

—Te habrás dado cuenta de que no hay criadas en esta casa, ¿verdad? Nadie que pueda atenderte y te cuelgue los vestidos, solo el joven John o Arthur para prepararte el baño.

—Lo prefiero así. Las mujeres hablan mucho. En cuanto a mis vestidos, todo el luto es igual. Solo he traído este y otro de repuesto. Y calzado cómodo para pasear por los alrededores.

—Si mañana llueve, como hoy, tendrás que quedarte en casa —le dije—. En la biblioteca hay muchos libros. No es que yo lea mucho, pero a lo mejor encuentras algo de tu gusto.

Se le puso en la boca la misma mueca de antes y me miró con seriedad.

—Puedo limpiar la plata —dijo—. No creía que hubiera tanta. Ambrose decía que se ennegrecía enseguida con el aire del mar.

Por su expresión, habría jurado que sabía que las reliquias habían salido de un armario cerrado desde hacía tiempo y que en su fuero interno se estaba riendo de mí.

Dejé de mirarla. Ya le había sonreído una vez, que me condenara si volvía a hacerlo.

—En la villa —dijo—, cuando hacía mucho calor, nos sentábamos en un patiecito que tenía una fuente. Ambrose me decía que cerrara los ojos y escuchara el agua y me imaginara que estábamos en casa y llovía. Es que, verás, tenía la gran teoría de que el clima de Inglaterra me encogería y me haría temblar, sobre todo la humedad de Cornualles; decía que yo era una planta de invernadero que solo un experto podía cultivar y que no prosperaría en suelo corriente. Decía que era hija de la ciudad y estaba excesivamente civilizada. Recuerdo que una vez me presenté en la cena con un vestido nuevo y me dijo que apestaba a la antigua Roma. «Te congelarás en esa casa —me dijo—, tendrás que ponerte franela sobre la piel y toquilla de lana». No he olvidado su consejo. He traído una toquilla.

La miré. Era cierto, había una de color negro, igual que el vestido, en un taburete que tenía al lado.

—En Inglaterra —dije—, sobre todo aquí, damos mucha importancia al tiempo. Es necesario, viviendo a la orilla del mar. Nuestras tierras no son muy fértiles, no tanto como las de más al norte. La tierra es pobre y, como llueve cuatro días a la semana, dependemos mucho del sol, cuando sale. Creo que mañana no lloverá y podrás dar un paseo.

—La ciudad de Bove y el prado de Bawden —dijo—, el recinto de Kemp y el parque de Beef, Kilmoor y el campo de la almenara, los Veinte Acres y los montes del oeste.

La miré con asombro.

—¿Sabes el nombre de los terrenos del Barton? —dije.

—Claro que sí. Hace ya dos años que me los aprendí de memoria —respondió.

No dije nada. No tenía que responder. Y después:

—Son caminos agrestes para una mujer —dije hoscamente.

—Pero tengo buen calzado —me respondió.

El pie que sacó de debajo del vestido me pareció penosamente poco apto por andar, calzado, como estaba, con una zapatilla negra de terciopelo.

—¿Eso? —pregunté.

—¡No, claro que no! Otro más fuerte —contestó.

No podía imaginármela tropezando por los campos, por mucho que ella sí. Y con mis botas de labrador se hundiría.

—¿Sabes montar a caballo? —le pregunté.

—No.

—¿Sabes ir sentada en la grupa, si te lleva alguien?

—Es posible —contestó—, pero tendría que agarrarme a la silla con las dos manos. Y ¿no hay una cosa que se llama arzón delantero en la que me puedo sujetar?

Hizo la pregunta con mucho interés, con la mirada seria, pero de todos modos me pareció ver otra vez una risa escondida en alguna parte, una risa que quería arrancarme la mía.

—No estoy seguro —dije, tenso— de si tenemos una silla de señora. Se lo preguntaré a Wellington, pero no he visto ninguna en el guadarnés.

—A lo mejor tía Phoebe montaba —dijo— cuando perdió a su clérigo. Tal vez fuera su único consuelo.

Era inútil. Había como un cascabeleo en su voz que me perdía. Vio que me reía, eso fue lo peor de todo. Aparté la mirada.

—De acuerdo —dije—, lo miraré por la mañana. ¿Te parece que diga a Seecombe que registre los armarios, a ver si tía Phoebe dejó también un traje de montar?

—No necesito traje —dijo—; no si me llevas tú despacito y me agarro al arzón.

En ese momento Seecombe llamó a la puerta y entró con un hervidor de plata en una bandeja monstruosa, más una tetera de plata y un bote del mismo calibre. Jamás en la vida había visto esos objetos y me pregunté de qué laberinto de la habitación del mayordomo los habría sacado. Y ¿para qué los traía? Mi prima Rachel me vio la perplejidad en los ojos. Por nada del mundo habría ofendido a Seecombe, que depositó su presente en la mesa con gran dignidad, pero algo semejante a la histeria se me puso en el pecho; me levanté del asiento y me fui a la ventana como si quisiera contemplar la lluvia.

—El té está servido, señora —dijo Seecombe.

—Gracias, Seecombe —respondió ella solemnemente.

Los perros se levantaron y se pusieron a olisquear la bandeja. Estaban tan asombrados como yo. Seecombe les chistó.

—Ven, Don —dijo—, venid aquí los tres. Creo, señora, que será mejor que me los lleve. Podrían tirar la bandeja.

—Claro, Seecombe —dijo ella—, podrían tirarla.

Otra vez esa risa en su voz. Me alegré de estar de espaldas.

—¿Y el desayuno, señora? —preguntó Seecombe—. El señor Philip lo toma en el comedor a las ocho en punto.

—Prefiero desayunar en mi habitación —dijo—. El señor Ashley decía que ninguna mujer estaba presentable antes de las once. ¿Será una molestia para usted?

—No, señora, ni mucho menos.

—Gracias, Seecombe, y buenas noches.

—Buenas noches, señora. Buenas noches, señor. Vamos, perros.

Chascó los dedos y los perros lo siguieron a regañadientes. La habitación quedó en silencio un momento y después dijo:

—¿Te apetece un poco de té? Me han dicho que es costumbre en Cornualles.

Perdí toda la dignidad. No perderla era ya una tarea excesiva para mí. Volví junto a la chimenea y me senté en el taburete, al lado de la mesa.

—Voy a decirte una cosa —anuncié—: no había visto esta bandeja en mi vida, ni el hervidor ni la tetera.

—Me lo parecía —dijo ella—. He visto los ojos que se te ponían cuando Seecombe entró con ella. Creo que él tampoco la había visto nunca. Son objetos del tesoro escondido. Lo habrá encontrado en los sótanos.

—¿De verdad es lo que se hace —pregunté—, tomar té después de cenar?

—Naturalmente —dijo—, en la alta sociedad y en presencia de señoras.

—Los domingos —dije—, cuando vienen los Kendall y los Pascoe, nunca lo tomamos.

—Tal vez Seecombe no los considere alta sociedad —dijo—. Todo un halago para mí. Me gusta el té. Puedes comerte el pan con mantequilla.

También esto era una innovación. Finas rebanadas de pan enrolladas como pequeñas salchichas.

—Me sorprende que en la cocina sepan hacer estas cosas —dije, mientras me las comía—, pero están muy ricas.

—Una inspiración repentina —dijo mi prima Rachel—; verás cómo en el desayuno te sirven las que hayan quedado. La mantequilla se está deshaciendo, chúpate los dedos.

Se tomó el té mirándome por encima de la taza.

—Si quieres fumar en pipa, puedes hacerlo —dijo.

La miré sorprendido.

—¿En el tocador de una señora? —dije—. ¿Estás segura? Vaya, los domingos, cuando viene la señora Pascoe con el vicario, nunca fumamos en la sala de estar.

—Esto no es la sala de estar y yo no soy la señora Pascoe —me respondió.

Me encogí de hombros y me toqué el bolsillo buscando la pipa.

—A Seecombe le parecerá muy mal —dije—, lo olerá por la mañana.

—Abriré la ventana antes de irme a la cama —dijo—, con esta lluvia, se irá todo el olor.

—La lluvia mojará la moqueta y la estropeará —dije—, y entonces será peor que el olor a tabaco.

—Se puede secar con un paño —dijo—. ¡Qué quisquilloso eres! ¡Pareces un señor mayor!

—Creía que a las mujeres les molestaban esas cosas.

—Así es, cuando no tienen otra cosa en que pensar —dijo.

De pronto me di cuenta, mientras fumaba en pipa en el tocador de tía Phoebe, que esa no era ni mucho menos la forma en que había pensado pasar la velada. Tenía intención de decirle dos palabras de fría cortesía y despedirme bruscamente dejando a la intrusa con tres pares de narices.

La miré. Había terminado el té y dejó la taza y el platillo en la bandeja. Volví a fijarme en las manos, estrechas, pequeñas, muy blancas, y me pregunté si a Ambrose le habrían parecido manos de ciudad. Llevaba dos anillos, dos gemas muy bonitas, aunque no desdecían con el luto ni con su portadora. Me alegré de tener la cazoleta de la pipa entre las manos y la embocadura para morder; así creía ser más yo y menos un sonámbulo enredado en un sueño. Me había propuesto hacer y decir otras cosas, pero estaba ahí como un tonto, delante del fuego, incapaz de concretar los pensamientos ni las impresiones. El día, tan largo y tenso, había terminado y no lograba saber si le había sacado ventaja a ella o no. Si al menos mi prima se hubiera parecido un poquito a la imagen que me había creado, habría sabido mejor qué hacer, pero ahora que la tenía delante en carne y hueso, las imágenes parecían visiones fantásticas de locura que se convertían unas en otras y después desaparecían en la oscuridad.

En alguna parte había un ser resentido, hosco y viejo, rodeado de abogados; un ser de mayor tamaño que la señora Pascoe, con la voz fuerte, arrogante; una muñeca caprichosa y malhumorada con tirabuzones; una víbora sinuosa y silenciosa. Pero ninguno de ellos estaba allí conmigo. Ahora enfadarse parecía inútil, u odiar, y también temer: ¿cómo podía temer a una persona que no me llegaba ni a los hombros y que no tenía nada notable, más que sentido del humor y unas manos pequeñas? ¿Por ella se había batido un hombre en duelo y otro me había escrito cuando agonizaba para decirme: «Por fin ha podido conmigo, Rachel, mi tormento»? Era como si hubiera hecho una pompa de jabón, me hubiera apartado para verla flotar y se hubiera deshecho de pronto.

«Tengo que acordarme —me dije, casi dando cabezadas al lado del fuego— de no beber brandy nunca más después de un paseo de quince kilómetros en plena lluvia; me embota los sentidos y no me suelta la lengua». Había ido a luchar contra esa mujer y ni siquiera había empezado. ¿Qué había dicho sobre la silla de montar de tía Phoebe?

—Philip —dijo la voz, muy bajo, muy suavemente—, Philip, te estás durmiendo. Haz el favor de levantarte y vete a la cama.

Sobresaltado, abrí los ojos. Me miraba, tenía las manos en el regazo. Me caí hacia delante y casi tiro la bandeja.

—Lo siento —dije—; creo que me he adormecido por estar encogido en ese taburete. En la biblioteca siempre estiro las piernas.

—Hoy has hecho mucho ejercicio, ¿verdad? —dijo.

Hablaba con inocencia y, sin embargo… ¿Qué insinuaba? Fruncí el ceño y me levanté mirándola con la determinación de no decirle nada.

—Entonces, si mañana por la mañana hace bueno —dijo—, ¿de verdad me buscarás un caballo muy tranquilo para que pueda montar en él e ir a ver los terrenos del Barton?

—Sí —dije—, si te apetece.

—No quiero darte trabajo; me llevará Wellington.

—No, puedo llevarte yo. No tengo nada que hacer.

—Ah, pero, un momento —dijo—; se te olvida que mañana es sábado y pagas los salarios por la mañana. Lo dejamos para la tarde.

La miré estupefacto.

—¡Cielos! —dije—. ¿Cómo demonios sabes que pago los salarios el sábado?

Para mi mayor consternación y vergüenza, los ojos le brillaron de pronto, y se le empañaron como al principio, cuando hablaba de mi décimo cumpleaños. Y se le endureció la voz más que antes.

—Si no lo sabes —dijo—, entiendes menos de lo que creía. Espera un momento, tengo un regalo para ti.

Abrió la puerta y entró en la alcoba azul; volvió al cabo de un momento con un bastón en la mano.

—Toma —dijo—, cógelo, es tuyo. Puedes elegir todo lo demás en otro momento, pero esto quería dártelo personalmente esta noche.

Era el bastón de paseo de Ambrose. El que llevaba siempre y en el que se apoyaba. El que tenía el aro dorado y una cabeza de perro de marfil en el pomo.

—Gracias —dije con torpeza—, muchas gracias.

—Vete ya —dijo—; por favor, vete.

Me echó de la habitación y cerró la puerta.

Me quedé fuera con el bastón en la mano. No me había dado tiempo a darle las buenas noches. No se oía nada en el tocador y me fui lentamente por el pasillo hasta mi habitación. Pensé en la expresión de sus ojos cuando me daba el bastón. Una vez, no hacía mucho, había visto otros ojos con esa misma expresión de sufrimiento de años. Aquellos ojos también reflejaban reserva y orgullo, y la misma humillación, la misma agonía, la misma súplica. «Será porque —pensé, mientras iba a mi habitación, a la de Ambrose, y miraba el bastón que tan bien recordaba—, será porque son ojos del mismo color y de la misma raza». Por lo demás, la mendiga de la orilla del Arno y mi prima Rachel no podían tener nada en común.