26 las diVagaciones de un monstruo

Vestido con su mejor sonrisa y con la mirada repleta de satis - facción, entró feliz en su despacho. El hombre de negocios turbulentos seguía camuflado bajo ropas elegantes y un rostro angeli- cal. Saludó al equipo con la misma efusividad de siempre y tras algunos coqueteos con la secretaria, entró en su santuario. Estaba más feliz que nunca. A pesar de que la maldita abogada de su mujer quería arruinar el mundo de lujo y placer que había levantado, no lo conseguiría. Él era el amo de aquella ciudad y nada ni nadie podía hacerle parar. Además, el hecho de cederle “gustosamente” a Blanca el hogar, le daba puntos a favor ante las miradas de sus socios.

Dejó la chaqueta sobre la percha y se sentó en su sillón. La agenda estaba repleta de reuniones a las que asistir. Tal vez hoy cerraría más negocios importantes, provocando de este modo una suculenta aportación económica a las arcas de la empresa. Sonrió de placer al sentirse tan poderoso. En sus comienzos nadie era capaz de apostar ni un céntimo por su labor; sin embargo, tras varios años de una incansable lucha encarnizada, se había convertido en el “rey”. Solo tenía un pequeño problema que solventaría con brevedad: el destino de las dos mujeres que intentaban hundir su mundo. Pero lo tenía controlado, su plan no tardaría en ofrecer los frutos esperados. En primer lugar, Sara. Ella moriría como la mujer que él pensaba que era: una zorra a la que dominó cuando intentó luchar contra él poniendo a su esposa en medio. Era cierto que la había liberado del ataúd en el que la había metido; pero solo para regodearse más en su poder. Jugaría al gato y al ratón con ella y una vez que tuviese el cuello entre sus manos y le recordase para lo que había nacido, la asfixiaría. «Iré a por ella cuando haya visto mi último regalo». Se decía sin hacer desaparecer la malévola sonrisa de su rostro, que de pronto pasó a ser una sonora carcajada al recordar lo que le hizo a Sara. Se decía una y otra vez que se lo había merecido por desleal, nadie ponía en tela de juicio sus órdenes, y quien se atrevía, lo pagaba con sangre. Era la primera vez que una venganza le había ofrecido tanto placer. Cuando la vio entrar tan ingenua a la oficina y con aquella de- liciosa sonrisa como si nada hubiese pasado, le dieron ganas de estrangularla, pero le reservaba algo mejor. En el instante que él le ofreció un café y ella aceptó su ofrenda, se frotó las manos. Se alejó de la sala y vertió sobre el líquido negro unas gotitas de su elixir preferido. Uno que la haría volar hacia el mundo de la lujuria y el deseo desenfrenado, y gracias a ella, muchos de sus socios disfrutaron de una excitante reunión de negocios. Al principio, cuando comenzó a desnudarse, todos los allí presentes se quedaron con la boca abierta. No daban crédito a la actuación de la joven, además, una fruta tan deliciosa era casi imposible de saborear. Sin embargo, ella iba haciendo honor a lo que él pensaba que era, su fulana. Bajo la atenta mirada de los presentes, iba dejando su cuerpo al descubierto. Alguno de los más atrevidos comenzaba a acariciar su erecto sexo anticipándose a lo que iba a suceder.

―Muy bien, perra ―le ordenó cuando la joven se había desnu - dado por completo―. Arrodíllate frente a mí y chúpame la polla. ―Sara lo hizo sin pestañear. Fue en ese mismo instante cuando Vicente, su amigo y socio al que consideraba casi un ser supremo, se acercó y bajándose el pantalón hasta las rodillas, levantó las caderas de la muchacha y empezó a follarla con fuerza―. ¿Está rica, zorra? ―gritaba Eduardo mientras unas lágrimas recorrían el rostro de la joven al soportar el embate brutal del sexo sobre su garganta―. ¡Cómetela, puta! ―Y en ese instante se corrió dentro de aquella boca caliente.

Casi todos los socios empezaron a rodearlos. Se masturbaban sin parar al contemplar aquella escena. Eduardo fue dirigiendo el rostro de la abogada hacia el pene que debía chupar. Haciéndoles unas buenas mamadas a todos los que introducían su verga en la sonrojada boca. Pero aquello no era suficiente, necesitaban más. Así que comenzó a dirigir lo que sería un menú exquisito.

― ¿Quién quiere follársela? ―preguntó mientras Vicente gemía de placer al sucumbir a su orgasmo.
―¡Dámela! ―gritó uno de los presentes.
Eduardo agarró con fuerza la mano de la joven y la dirigió hacia el personaje que la había reclamado. El hombre sin perder un minuto de su turno, la arrastró hacia la mesa y la tumbó boca abajo, se escupió en la mano y mojó el recto de la joven. Luego, volvió a mojar su mano con la lengua y se impregnó su dura verga. Agarró el pelo de la joven y mientras hacía que su cabeza se reclinara hacia atrás, la penetró por el culo sin compasión. Sara gritó de dolor. Pero Eduardo, siempre expectante a los movimientos que hacían sus socios, se acercó a la joven y le dijo al oído.

―Este es tu castigo por zorra. Calla y sométete. Tal vez de este modo no termine rajando ese bonito y sedoso cuello que tienes. ―La chica continuaba con las lágrimas en el rostro, pero era incapaz de decir que no. A pesar de que su interior gritaba que nadie la tocase más.

Así uno tras otro la fueron tomando. Hasta que no se vieron colmados, no la dejaron en paz. La ataron, la amordazaron, y la invadieron hasta que Eduardo pudo apreciar gotas de sangre bajando por sus piernas. El castigo había sido consumado. Aquella mujer jamás volvería a inmiscuirse en sus asuntos. Pero para afianzar más su oscuro propósito, fue tomando fotos de ella. Claro está, puso mucho cuidado para que ninguno de los presentes fuese descubierto. Solo las necesitaba para ofrecerle su último regalo. Y si se armara de valor y en vez de acabar suicidándose, que es lo que él se imaginaba que haría una mujer así, decidía denunciarlo, Vicente estaría informado para hacer desaparecer cualquier acusación.

Recordó con agrado el momento en el que él y Vicente unieron sus fuerzas para alcanzar el poder absoluto en aquella ciudad. El favor que le hizo al destruir unas pruebas incriminatorias, les unió para siempre, forjando entre ellos la amistad más sólida que jamás pensó tener. Lo veía como un padre, un hombre al que admirar, el maestro perfecto. De repente su teléfono comenzó a sonar devolviéndolo de sus pensamientos. Abrió el cajón y miró la pantalla.

― ¿Alguna novedad? ―preguntó Eduardo al hombre que había enviado al hospital en busca del herido.
―Por ahora nada. Así que sigo pensando que aquellos tipos que se marcharon del hospital eran los que andábamos buscando.
―¿Pudiste verlos con claridad? ―Repiqueteaba con los dedos sobre la mesa.
―No.
―No pasa nada. De todas formas tengo otra misión para ti. ¿Recuerdas a Sara?
―Cómo olvidarla, jefe. ―Sonrió con placer.
―Necesito que la busques. Debería haber llegado ya a su casa y sé que no lo ha hecho. No tengo ni idea de dónde se puede haber metido la hija de puta. Solo espero que al final no le haya salido la vena guerrera.
―No entendí por qué la dejó marchar. Una se nos escapó y es- tuvo a punto de hablar si no llegamos a estar nosotros, pero esta... ―dijo sorprendido.
―Esta es una zorra que no tiene a nadie con quien hablar ―cortó con rapidez la discusión que había comenzado su empleado. No parecía entender que él hacía lo que deseaba y los demás acataban sus órdenes. Respiró profundamente y luego continuó―. He sido informado sobre un ingreso en ese mismo hospital al que fueron los que os atacaron. Tiene heridas similares a las de Sara. Debes confir- mar que se trata de ella, y de ser así, aniquilarla allí mismo. Me va a dar mucha pena que no aprecie mi obra final, pero no puedo dejar ningún cabo suelto más tiempo.
―¿Está seguro que la fuente es de fiar? No ha dado muy buen resultado en la búsqueda anterior.
―Lo es.
―Si usted lo dice.
―No voy a ponerme a discutir sobre el tropiezo en el hospital. Confío que ahora, al ser mujer, será más fácil, ¿verdad?
―Sí, señor.
―Bien, pues ve a por ella. ―Colgaron.
Eduardo clavó la mirada en su fiel secretaria que estaba muy preocupada por los papeles que tenía sobre la mesa. Había decidido llevar su gran mata de pelo recogido en un moño alto, dejando libre la bonita y blanquecina nuca. Algunos descuidados mechones resbalaban por su piel sin control haciendo una preciosa oda al erotismo recatado de una dama. Nunca había sopesado la idea de tenerla como juguete. Ahora que Sara estaba fuera de su alcance, debía reemplazarla por alguien que mereciese la pena y estaba seguro de que aquella mujer, aunque siempre vestía con ropa demasiado ancha, escondía un delicioso cuerpo para disfrutar. De repente sonó el teléfono, se trataba de Vicente.
―Buenos días, ¿has descubierto dónde está mi futura exmu- jer? ―le saludó mientras hacía tamborilear sus dedos sobre la mesa. La idea de disfrutar de la secretaria cada vez era más palpable.
―Se hospedaba en un hotel de las afueras, Paraíso. Pero ya no está, uno de mis informadores me ha comentado que el recepcionista del hotel le dijo que esa misma mañana lo abandonó.
―¿Y?
―Regresó a tu casa, esa que le cediste ―dijo con retintín.
―Es lo que debía hacer. ¿Qué imagen daría un hombre que lo tiene todo y deja a su mujer viviendo en un hotel de mala muerte? ¿La de un despiadado? Sería carnaza para periódicos y noticiarios televisivos, Vicente. De esta manera quedan en en- tredicho sus razonamientos. Siempre puedo decir que nos separó el trabajo y que sigo queriéndola como el primer día. Pero espero que cuando sea el momento justo, un robo fallido, un conductor borracho... hagan desaparecer a la bastarda que desea destruirme.
―Permanece tranquilo, sabes que puedes confiar en mí ―co- mentó con firmeza.
―Pues eso haré. Te dejo, ando bastante excitado meditando so- bre cómo hacer que mi secretaria me haga llegar hasta un magnífico placer. ―Sonrió mientras comenzaba a tocarse su erección por debajo de la mesa.
―¿Está preparada con rohypnol? ―Aquella idea también le pa- reció bastante interesante al comisario.
―En cuanto le ofrezca el café, ¿te apuntas? Será un coñito muy jugoso. ―Bajó la cremallera de su pantalón y comenzó a mastur- barse. Unos pequeños gemidos salieron de su boca y Vicente supo qué estaba haciendo.
―¡Maldito cabrón! Solo con escucharte ya me tienes empalmado. Prepárala que en veinte minutos estoy ahí. ―Su voz daba a enten- der su ansiada necesidad.
―No tardes. ―Colgó.
Eduardo se levantó del sillón y se dirigió hacia su baño privado. Limpió sus manos de líquido seminal y se refrescó el rostro. Acto seguido se dirigió hacia la puerta y con una enorme e infantil sonrisa le dijo a su secretaria.
―Voy a tomar un café, ¿quieres uno?
―Si lo desea se lo traigo yo. ―Hizo el ademán de levantarse y Eduardo le puso la mano sobre el hombro impidiéndolo.
―No te preocupes, me vendrá bien despejarme un rato. ¿Cómo lo quieres? ―En aquellos momentos no era un hombre sino un lobo disfrazado de cordero expectante a su presa.
―Solo y con dos azucarillos, señor.
―Perfecto, no tardaré. ―Se marchó deprisa hacia la máquina dispensadora de café.
―Gracias ―respondió la ingenua mujer con una tierna y bella sonrisa.