36 treBol de cinco hojas
Javier conducía como un loco por las calles de la ciudad. Tras la llamada de Abel informándole sobre la posibilidad de que Carmen estuviera raptada en un almacén del embarcadero, pisó el acelerador y no redujo la velocidad hasta que visualizó el lugar. Aparcó su Ranger Rover Sport negro en un callejón cercano al muelle y tomó el arma. Agazapado entre los contenedores metálicos, se fue acercando con sigilo hacia el punto de encuentro. Alzó la vista y encontró el Aston Martin oscuro de Álex, el Audi plateado de César y un Lexus borgoña que no reconoció. «Será el coche del cretino», murmuró. Picado por la curiosidad, se agachó y caminó hacia este último. A su paso advirtió movimiento en el vehículo de César, levantó la cabeza y observó a una mujer morena que apoyaba su testa sobre el cristal. Parecía mirar hacia el sitio donde estaban los demás. «La víctima», pensó. Sí, debía de ser ella: su amigo la había traído hasta allí para confirmar que era la dirección correcta. Continuó la marcha. Ahora se acercaba al coche desconocido, el que llamó su atención desde el principio. Se aproximó por detrás y muy despacio alzó la cabeza. «¡Es Blanca!», se dijo. Llevó sus nudillos hasta el cristal y lo golpeó con delicadeza. La mujer dio un respingo y, llevándose la mano a la boca, evitó un grito. Al percatarse de quién se trataba, se acercó a la puerta y la abrió lo justo para poderle susurrar.
―Están todos ahí. Creen que Carmen puede estar en ese alma - cén. Se lo ha dicho la muchacha que César protege ―murmuró y le señaló con el dedo hacia una puerta metálica.
Asintió y prosiguió el camino hacia el objetivo. Escondiéndose ahora entre las cajas de plástico que abandonan los pescadores, consiguió acercase por detrás a una figura que le era muy familiar, la de César. En el momento que le iba a tocar la espalda para saludarlo, se quedó paralizado. Algo frío se apoyó en su nuca.
―Ni lo pienses o te vuelo la tapa de los sesos
―le advirtió Álex apuntándole.
―¡Álex! ¡Aparta la pistola! Es el jefe ―le ordenó César al girarse
y encontrar aquel espectáculo.
―Te conozco, ¿verdad? Eres el tipo al que no dejé entrar por la
puerta de atras en aquel antro... ¡No me jodas! ―Apartó el arma y
le tendió la mano para saludarlo―. Si llego a saber que me ibas a
contratar no te hubiese golpeado tan fuerte.
―Si no lo hubieras hecho, hoy no estarías aquí ―respondió a su
saludo―. ¿Sabemos algo? ―Clavó en su amigo una mirada de
angustia.
―La tienen retenida en el piso de arriba. Jacob lo confirmó des- de
la azotea tras observar a Eduardo salir de una habitación ―mur-
muró el hombre.
―¿La tienen?
―Sí. Tal como pensábamos, el comisario está metido hasta el cuello
en estos negocios. Ambos se encuentran ahí dentro, con
ella.
―Por eso las víctimas... y sus muertes... ―El puzzle comenzaba a
encajar. Aquel hombre había sido la clave para no encontrar nada en
las víctimas y tal vez también fuera el culpable de no encontrar al
asesino de su madre, porque él llevaba el caso. De repente Javier
supo la verdad, él había tenido algo que ver, y en lugar de
ayudarle a esclarecer el suceso, lo cubrió de pistas falsas―. ¡Hijo
de puta! ―Apretó el puño―. Ese bastardo sabe quién mató a mi madre,
ahora lo comprendo todo. ¡Lo mataré! Como le haya hecho daño a
Carmen, será lo último que haga en su puñetera vida. ―En- trecerró
sus ojos y continuó oprimiendo su puño―. ¿Sigue Jacob en la azotea?
¿La está vigilando? ―Comenzó a impacientarse.
―Tranquilo, Javier. Sigue ahí y le he dado órdenes muy explí-
citas; si se dirigen hacia la habitación donde pensamos que está
Carmen, disparará sin pensárselo dos veces.
―Gracias ―dijo en voz baja Javier y, estirando su puño encogi- do,
tendió la mano sobre la espalda de su amigo.
―Tranquilo, tú harías lo mismo si allí dentro estuviese la mujer
que amo. ―Sonrió de medio lado.
―Por supuesto. Oye, he visto una mujer en tu coche. Me he imaginado
que se trata de la víctima. ―Al decir la palabra “víctima” sus ojos
mostraron dolor. No quería imaginarse el calvario por el que había
pasado la muchacha.
―Sí, es Sara. Ella fue la que nos indicó este lugar ―le
explicó.
―Sabes si... Carmen... también... ―No era capaz de terminar la
frase sin atragantarse.
―Está viva y que es lo que importa ―respondió César. No era el
momento de explicar qué tipo de crueldades les hacían a las chicas
y no estaba seguro de lo que le habían hecho. Lo mejor era sacarla
de allí lo antes posible y hacerle olvidar lo sucedido.
―¿Ese hijo de puta le ha puesto la mano encima? ―insistió al ver en
la cara de su amigo signos de horror―. Si le ha tocado un solo pelo
lo mataré, juro que lo mataré con mis propias manos...
―César, ¿por qué no le preguntas a Abel si todo está contolado por
su zona? ―Álex interrumpió aquella conversación. Si Javier
aumentaba su nerviosismo podría actuar sin cordura y tal vez
pusiera en peligro tanto a la chica como a ellos.
―Abel, ¿algo extraño? ―preguntó César a través del pingani- llo―.
Ajá. Bien. Pues regresa que el jefe está con nosotros. No. No es un
fantasma, es de carne y hueso. ―Desconectó e informó a su amigo―.
Este será el plan de actuación. Cuando regrese Abel... ―Apareció de
entre las sombras poniendo una manos sobre la espalda del extraño.
Este dio un respingo y lo miró con fiereza.
―Te conozco... ―murmuró el grandote―. Eres aquel repipi del bar...
―Entornó sus ojos mientras que su mente le mandaba la in- formación
requerida sobre aquel encuentro.
―Sí ―contestó.
―Gracias por sacarme de un mundo destructivo. ―Tendió su
mano.
―De nada.
―Has venido justo a tiempo. Iba a explicarle a Javier nuestro plan
de actuación. ―Miró al jefe―. Subirás a la azotea, allí te espera
Ja- cob. Justo frente a vosotros encontraréis un ventanal. Tendréis
que romperlo para entrar en cuanto nosotros irrumpamos aquí
abajo.
―¿Cómo lo haréis? La puerta es metálica y para echarla abajo hará
falta algo más que un par de patadas ―dijo Javier mirando a César
con expectación.
―Está todo controlado, jefe ―respondió la voz jocosa de Abel―. Tan
solo debe preocuparse de encontrar a la chica y sacarla de ese
infierno.
―Bien, pongámonos en marcha. Puedes subir por las escaleras de
emergencia. ―Le indicó César a Javier―. Avisaremos a Jacob cuando
decidamos entrar, ¿O.K? ―Todos
asintieron.
Tal como se le había indicado, Javier subió sigilosamente las
escaleras. Alzó la mirada y se encontró con la mano extendida de
Jacob para ayudarle.
―Usted es... ―susurró el joven asombrado. Recordaba con cla- ridad
aquella cara. La última vez que lo había visto fue en el atraco del
banco en el que trabajaba. Con la ayuda de Javier evitaron el robo
pero este salió herido y Jacob tuvo que atenderlo hasta que la
ambulancia llegó. Días después César apareció por su trabajo
ofreciéndole el empleo de su vida, que aceptó sin pestañear, no
solo por las condiciones económicas, sino porque le daba la
oportunidad de ser quien era y no cubrirse bajo un
uniforme.
―Sí.
―Gracias, por cierto. No tuve la oportunidad de agradecerte lo que
hiciste por mi en aquella ocasión. ―Tiró de él e hizo que sus pies
tocaran el suelo de la azotea.
―No fue nada. Cualquiera hubiese hecho lo mismo. ¿Cómo está?
―Dirigió su mirada hacia el ventanal que le había indicado César
que debían romper.
―Permanece allí retenida. No sé en qué condiciones ―le ex- plicó
con voz pausada―. Tiene que estar preparado para lo que sea. Debe
ser fuerte. ―Caminaron hacia el ventanal que dejaba ver la primera
planta del almacén. Tras el cristal había un pequeño pasillo, al
que se accedía mediante una escalera metálica. Al final había una
puerta, tras ella, suponían que se encontraba Carmen.
―¿Cómo sabes que está ahí?
―Porque llegamos en el momento en el que la subían arriba. ―De
pronto un susurro se escuchó cercano a ellos. Jacob se llevó la
mano al oído y puso interés en la comunicación―. Cinco minutos y
estarán preparados.
―Yo ya lo estoy.
Tras unos minutos de absoluto silencio, un gran estruendo se
escuchó en la puerta principal. Javier supo que era el momento de
entrar a por ella. Miró de reojo a Jacob y observó cómo alzaba su
pierna derecha para romper el vidrio de la ventana. Él hizo lo
mismo. Cubrieron sus cabezas con los brazos y asestaron un golpe
tan fuerte que el cristal se partió en mil pedazos.
―¡Ahora! ―gritó Jacob.
Con el corazón en la garganta y un temblor de manos dificil de
controlar. Ambos se adentraron en lo que parecía un pasillo
interminable, aunque tan solo había una distancia de diez metros.
Levantaron de nuevo los pies y asestaron otra inmensa patada a la
puerta de madera que no dejaba ver el interior de la habitación.
Esta cayó con violencia al suelo, haciendo que el polvo del piso se
levantara envolviéndolos en una nube.
―¡Carmen! ―exclamó Javier al ver la silueta de la mujer―. ¡Dios
mío!
Corrió hacia ella y la desató de las cuerdas a las que estaba
amarrada. Su pelo cobrizo era oscuro. Su vestido azul tenía topos
violetas debido a la mezcla entre la prenda y la sangre que había
derramado por su boca y nariz. Sus brazos, estirados por la
atadura, estaban cubiertos de hematomas alargados.
―¡Por el amor de Dios! ―exclamó Jacob al contemplar aquella
habitación.
Las paredes estaban pintadas de negro. Del techo colgaban cuatro
cadenas gruesas con grilletes, de las que, probablemente,
sostendrían a sus víctimas como si fuesen animales en un matadero.
En el centro había un colchón roído. Sobre este varias cuerdas,
puños de acero, navajas, mordazas, látigos y consoladores de
tamaños desorbitados con los que torturarían a sus víctimas. En una
pequeña mesa Jacob pudo ver una cámara de vídeo y varias
jeringuillas repletas de un líquido blanquecino. Era una sala del
terror. Nadie salvo ellos, sabían qué hacían en aquel lugar, y las
atrocidades por las que hacían pasar a las víctimas. Los sollozos
de la joven hicieron que apartara la vista de aquel terrorífico
rin- cón y observara la escena de Javier y Carmen. El hombre estaba
enloquecido tratando de deshacer los nudos que la tenían amarrada
mientras le susurraba palabras cariñosas.
―Carmen, estoy aquí. ¿Me oyes? ―le decía dulcemente a la vez que
terminaba de deshacer los nudos―. Cariño, estoy aquí...
Pero ella tan solo emitió un leve quejido. Era incapaz de abrir sus
ojos debido a la hinchazón. Al levantarle con cuidado el rostro
para poder cubrir aquellas heridas de besos, advirtió unos leves
surcos de lágrimas secas sobre sus mejillas.
―Agárrela con fuerza ―dijo Jacob al contemplar la debilidad de la
muchacha.
―Y ahora... ¿qué? ―preguntó Javier alzando a la mujer en sus
brazos.
―Bajaremos cuando hayan controlado la primera planta.
Abel, César y Álex esperaron a que Javier
estuviera a cubierto en la azotea para comenzar con el plan de
entrada.
―¿Me dejáis hacer los honores? ―preguntó Abel con el entu- siasmo
de un niño.
―Claro, no hay problema.
―Pues dame un minuto para arrancar esa chatarra y empotrar- la
contra esa puñetera puerta ―dijo mientras corría hacia el vehí-
culo que estaba cerca de la nave.
De un salto se introdujo en el Land Rover Defender, lo hizo rugir y
dio marcha atrás para tomar todo el impulso que necesitaba. César
se tapó la cara con el antebrazo y Álex le imitó.
―Tres, dos, uno... ―contaron al unísono.
El coche rugió con fuerza y Abel lo condujo hacia la puerta a toda
velocidad. Tenía un objetivo claro, derribarla de un solo impacto
para coger desprevenidos a Eduardo y a Vicente, y así poder actuar
con el factor sorpresa de su parte. Cerca ya de la entrada cerró
los ojos y pisó el acelerador hasta el fondo.
―¡A por ellos! ―gritó como si estuviera a la cabeza de un batallón
militar.
No hubo misericordia, aquella hoja de metal cayó hacia atrás con
fuerza, dejando vía libre a César y Álex que corrian a cada lado
del todoterreno.
― ¡Maldita sea! ―vociferó Eduardo al escuchar un ruido de mo- tor apresurándose hacia ellos y acto seguido se desplomó la única puerta que les protegía del exterior.
―¡Corre! ―gritó Vicente.
Tras el impacto, una nube de polvo oscureció el local. Vicen - te y Eduardo se habían tirado al suelo para poder protegerse de los escombros que habían volado ante la invasión. Abrieron como pudieron los ojos y observaron entre aquella oscura niebla tres enormes figuras que se aproximaban a ellos a gran velocidad.
―Buenas noches, caballeros ―saludó Abel con su típico sarcas - mo―. Nos hemos enterado de que hay una fi... ―No logró termi- nar su frase porque le llamó la atención la inesperada forma de actuar de César. Este había saltado desde donde se encontraba y corría despavorido hacia el lugar donde se escondía Eduardo.
Antes de que este reaccionara, César lo levantó de la camisa y lo llevó a rastras hacia la pared que tenía en su derecha. Lo empotró y pegó su frente en la de él.
―¿Te suena el nombre de Sara? ―Eduardo negó con la cabe - za. Su cuerpo temblaba ante el miedo que le provocó aquella mirada. Tenía frente a él un monstruo con una sola idea, destro- zarlo―. ¡No mientas! ―Se retiró lo suficiente para asestarle un puñetazo. El hombre agachó la cabeza y César le tiró del pelo para que ambas miradas convergiesen en el mismo punto―. Te voy a repetir la pregunta, tal vez no me hayas escuchado bien la primera vez ―dijo apretando con fuerza la mandíbula―. ¿Cono- ces a Sara Jiménez, una abogada a la que tirásteis en la carretera después de torturarla? ―Eduardo sonrió y César supo que el canalla sabía a la perfección de quién hablaba. En ese momento su furia aumentó de forma inusual y arrugó la nariz enseñando sus dientes, como si fuese un animal encrespándose ante una peligrosa amenaza―. Bien, pues esto es por ella. ―Comenzó a propinarle una serie ininterrumpida de golpes en el abdomen hasta que cayó al suelo, entonces, se colocó sobre Eduardo y continuó ensañándose con él.
Abel lo observaba asombrado. No daba crédito a la crudeza que reflejaba el rostro de su amigo. Era como ver la fuerte erupción de un volcán que había estado dormido una eternidad y sin saber el porqué, un día estalla de forma devastadora. Estuvo a punto de salir corriendo y terminar con aquella escena, pero no lo hizo. Si su compañero, por alguna extraña razón, debía hacerle pagar algún tipo de cuentas y eso le proporcionaba la paz interior que tanto necesitaba, él no lo interrumpiría. Así que enfundó su arma y dejó que César se desahogara por los dos, ya que también había pensado hacerle constar su furia por la amenaza y el intento de asesinato a Blanca. Aunque el ver cómo era destrozado por su compañero, también le pareció una manera interesante de vengarse.
― ¿Lo has entendido ya? ―Le asestaba la última patada al cuerpo de Eduardo, que ahora parecía un muñeco de trapo―. Si en algún momento de tu vida piensas acercarte a ella, te arrancaré la piel con mis propias manos ―juró y se retiró de él.
―No me has dejado ni las migas, compañero ―le
dijo Abel mientras echaba su brazo sobre el hombro de
César.
―Se lo merecía ―contestó mientras se limpiaba en el pantalón la
sangre que tenía en sus nudillos y tomaba el control de su
respiración, agitada por la fuerza que había empleado en cada
golpe.
―¿Todo bien? ―inquirió Álex mientras arrastraba al comisario
engrilletado hacia donde se encontraban ellos.
César entornó los ojos y recordó que él también se había
aprovechado de Sara. Elevó sus alas nasales e intentó saltar hacia
el personaje, pero no consiguió tocarlo porque Abel lo agarró de la
cintura en el mismo momento en el que daba el salto.
―Este no es para a ti. Creo que Javier tiene un asunto pendiente
con él, ¿verdad? ―le comentó sin dejar de agarrarle de los
brazos.
―Dale las gracias ―gruñó César al mismo tiempo que le señala- ba
con el dedo―. Le debes tu mierda de vida. ―Dio media vuelta y
caminó hacia las escaleras donde llamó a Javier y a Jacob para que
bajaran con la chica.
―¿Qué cojones le pasa? Nunca ha hecho nada parecido... ―pre- guntó
Álex sorprendido.
―No tengo ni idea ―respondió Abel fascinado―. Pero creo que tiene
que ver algo con una tal Sara ―dijo sin apartar la mirada del
compañero.
De repente aparecieron Javier y Jacob con cara compungida. Jacob
dirigió con rapidez su mirada hacia Álex y al apreciar que estaba
ileso, una sonrisa apareció en su rostro. Javier tenía en sus
brazos a Carmen. Ella apoyaba la cabeza sobre su pecho y la mano
izquierda le colgaba laxa. Él levantó la mirada del cuerpo de ella
y entornó sus ojos al ver a Vicente de pie, maniatado y sin borrar
de su rostro una afanosa sonrisa.
―Cógela. ―Javier pasó a Carmen con mucho cuidado de sus manos a las
del joven Jacob.
―Javier... ―murmuró la mujer aturdida.
―Sí cariño, estoy aquí. ―Besó su frente y cuando volvió a mirar a
Vicente, sus ojos comenzaron a arder. Se agarró a la baranda de
metal y la saltó con la agilidad de un gato―. ¿Te acuerdas de mí?
―le preguntó a un metro de distancia. Con un gesto rápido le indicó
a Álex que se apartara de allí.
―Por supuesto, ¿cómo poder olvidar esos ojos? ―Seguía sin bo- rrar
su sonrisa.
―¿Por qué? ―inquirió empujándolo.
―Por qué, ¿qué? ―contestó con otra pregunta sin dejarse de- rrumbar
ni un segundo.
―Por qué murió. ―Acercó su frente a la del criminal y resopló con
furia.
―¿Quieres saber la verdad? Tu madre era una cocainómana y a cambio
de droga nos hacía disfrutar con unas buenas folladas y mamadas ―le
dijo sin achantarse ni un ápice.
―¡Mientes! ―Le dio un puñetazo en el estómago. El comisario arrugó
la frente por el dolor que le causó el impacto pero no se
doblegó.
―No miento, niño de mamá. Tu madre se prostituía a cambio de droga.
Tu padre le dio un ultimátum cuando se enteró de que era una
miserable drogata, pero ella le siguió mintiendo. Así que, para no
hacer gastos extra en casa, porque tu padre
controlaba todo el dinero, ofrecía su cuerpo a cambio de dosis.
―Javier le pegó un puñetazo en la nariz y otro en la
boca.
―¡Retíralo! ¡Hijo de puta, retira eso! ―vociferaba a la vez que
asestaba incontables golpes sobre el cuerpo del
comisario.
Fue entonces cuando por fin el policía se arrodilló y agachó la
cabeza, manchando el suelo con gotas de su sangre, y comenzó a
respirar con dificultad. Javier se apartó lentamente de aquel
cuerpo magullado. Debía dejar que, por primera vez, la ley hiciera
justicia. Pero... el infame comisario continuó hablando:
―Yo también lloré su pérdida. Era la mejor puta que chupó
mi...
¡Bang! Se escuchó un disparo.
Las manos de Javier todavía temblaban. Con el arma entre ellas,
sentía cómo el subidón de adrenalina que le había provocado el
enfrentamiento con Vicente comenzaba a desaparecer. Respiró hon- do
y dejó caer la pistola. Por fin su alma y la de su madre podían
descansar en paz. Se giró de nuevo y subió los cuatro escalones
metálicos que lo separaban de Jacob, que seguía sosteniendo a la
desfallecida Carmen. La cogió entre sus brazos, besó de nuevo su
cobrizo cabello, y bajó las escaleras para salir de aquel lugar sin
mirar atrás. Allí dejaba su infausto pasado, mientras se alejaba
aferrándose a su presente y a un futuro esperanzador.
―Vete con él ―ordenó César a Álex―, necesita protección. ―El
muchacho asintió y tras lanzar una mirada cariñosa a su amante para
despedirse, salió corriendo tras Javier.
―¿Hacia dónde vamos? ―le preguntó el muchacho mientras arrancaba el
coche.
―Al hospital donde estuvo Abel. Allí la atenderán como es de- bido
―le informó mientras acariciaba el rojo cabello y besaba una y otra
vez las amoratadas mejillas de la joven―. Te quiero. Te he querido
siempre ―le susurró al estrechar el delicado cuerpo con- tra el
suyo.
―Jacob ―le llamó César―. Creo que necesitamos a tu contacto en la
poli. No te olvides de hacerle constar la extensa lista de aquellos
que han bailado al son de estos dos.
―No le van a quedar celdas libres. ―Sonrió mientras esposaba a
Eduardo.
César posó la mano sobre el hombro en Abel y salieron juntos al
exterior. Ambos hombres se quedaron de piedra ante lo que
encontraron fuera. Blanca abrazaba a una mujer que lloraba
desconsolada.
―¿Quién es? ―dijo Abel sin moverse del lugar.
―Es Sara ―murmuró su compañero y caminó con bastante pri- sa hacia
ellas―. Hola. ¿Todo bien?
Al reconocer la voz, Sara levantó la cabeza y se apartó las
lágrimas.
―¡Estás bien! ―exclamó entusiasmada y abandonó los brazos de Blanca
para saltar a los de él―. ¡Estás bien! ―repitió abrazán- dolo con
fuerza.
―Así que eres tú la famosa Sara... ―comentó Abel a la vez que
entrelazaba la cintura de su amante y le ofrecía un suave y tierno
beso.
―¿Famosa? ―preguntó Blanca deseosa de saber la respuesta.
―Sí. Todos los golpes que ha recibido tu querido marido han tenido un nombre, Sara.
―¿Y eso? ―inquirió de nuevo.
―Porque César cada vez que le asestaba un puñetazo o una patada,
gritaba el nombre de la chica.