16 una eVidencia, dos maldades

Esa era la número veinte. Desde que salió del hotel para ir a las oficinas de su esposo y encontrar los documentos que Carmen le había pedido, no había cesado de llamar a la misteriosa mujer que la puso al día de los secretos de su marido. Por un lado, quería decirle que tenía otra abogada para su caso; y por otro, necesitaba saber que se encontraba bien. Si tenía razón sobre el tema de su esposo, ambas podrían estar en peligro. «¡Tenía una reu- nión!», pensó subiendo en el ascensor. «No me acordaba. Me dijo que estaría ocupada y por eso teníamos que vernos más tarde». Suspiró aliviada, envió un mensaje a la joven: «Tengo abogada, gracias por todo. Ten cuidado». Miró hacia el interior de la oficina y caminó segura de sí misma. No podía volver a doblegarse ante un hombre.

La secretaria de Eduardo, al verla, se quedó atónita. O bien le parecía extraño encontrarla allí, motivo que comprendía porque después de diez años de casados solo había visitado a su marido un par de veces; o bien porque escondía algo en la oficina y la empleada tenía que protegerlo.

―Buenos días ―dijo sin mirarla dirigiéndose hacia la puerta.

― ¡Señora! ―le gritó la mujer―. No puede entrar, el señor Agui- lar no puede atenderla en estos momentos.
―¿Perdón? ―Se giró hacia la secretaria y observó cómo esta se había levantado con rapidez para tratar de impedirle el paso.
En ese instante se apresuró en girar el pomo y dejar al descubierto lo que allí sucedía. Se tapó la boca sorprendida al ver algo que no esperaba: una mujer arrodillada haciéndole una mamada a su todavía esposo.
―¿No serás tú la supuesta abogada que me ha puesto al día de las infidelidades de mi marido, verdad? ―preguntó con ira―. Porque si es así me alegro de haber encontrado a otra.
―No la conozco de nada, señora ―dijo la joven mientras se in- corporaba intentando abrochar los botones de su camisa.
―¿Estás segura de eso? ―insistió. Pero cuando la joven alzó su rostro y pudo contemplar en su mirada pinceladas de horror y miedo, terminó su interrogatorio. «¡Es ella!». Pensó. «¡Dios mío es ella. ¿Qué está haciendo? ¿Por qué? ¿Necesitaba hacerme desaparecer o tal vez se encuentra bajo las garras de Eduardo?».
―Buenos días, Blanca. No te esperaba tan pronto ―le dijo con toda naturalidad Eduardo interrumpiendo las divagaciones de su mujer―. Te has quedado muy callada, ¿tienes algo que decirme? Por cierto, mi enhorabuena, nunca has podido levantarte antes de las once y hoy al fin lo has conseguido. Veo que comienzas muy bien tu nueva vida.
―Cuando hay un buen motivo para hacerlo, me levanto con gusto.
―Pasa, no te quedes ahí. Discutamos con la puerta cerrada. ―La chica no conseguía abrocharse los botones de su camisa. Estaba desconcertada con la situación que estaba viviendo. Eduardo se incorporó de su asiento y se acercó a ella. Entrecerró los ojos percatandose de lo que había percibido Blanca: su amante tenía miedo de él, escondía algo. «¡Hija de puta! Tú la has informado de todo... ¡Lo pagarás!». Se dijo al saber de lo que se trataba. Pero a pesar de conocer la verdad, mantuvo una actitud serena, apartó las torpes manos de la joven y terminó de adecentarla―. No entenderías nunca mis necesidades amatorias, Blanca. Por eso he estado buscando a otras. ¿Estás bien? ―le preguntó a la chica con una falsa ternura mientas acariciaba dul- cemente su aterrorizado rostro. Miró de reojo a su todavía mujer y besó a la joven―. Vete. Ya tendremos tiempo de terminar lo que he- mos empezado. ―Ella asintió, cogió su bolso y se marchó sin mirar a la esposa que seguía inmóvil en la puerta.
―¡Me das asco, Eduardo! Es asqueroso ser la mujer de un bastardo como tú. Cada vez me alegro más de haber dado este paso y zanjar esta patraña a la que tú llamas matrimonio.
―¿Te lo dijo ella? ―Señaló hacia la puerta.
―No. A esa zorra no la conozco. ―Esperaba que sus palabras hubiesen sonado lo suficientemente contundentes como para que la joven no saliese herida. La mirada que le había dedicado no auguraba un buen fin―. Tengo una buena abogada y tendrás no- ticias de ella pronto.
―Perfecto, ¿la conozco? ―Eduardo se sentó con serenidad en su sillón de cuero oscuro, ofreciendo una actitud demasiado tranquila ante lo que allí había ocurrido, como si estuviese muy acostumbrado a vivir aquel tipo de situaciones.
―¿Te la quieres follar también? ―preguntó con ironía―. Te avi- so de que no está interesada. Lo único que tiene en mente es desplumarte y yo apoyo esa idea.
―Podríamos vivir bien, si aceptaras lo que necesito ―dijo en voz baja mientras colocaba el desorden de la mesa.
―¿Te estás escuchando? ―gritó enfadada―. ¡Eres un monstruo! Pero mi desdicha por fin ha terminado. Sigue manejando los hilos de tus marionetas, Eduardo, porque los míos ya están cortados y voy a hacer lo que me apetezca. Voy a vivir mi propia vida y no la que tú habías elegido para mí.
Como Eduardo seguía con aquella actitud de superioridad, Blanca se giró sobre sí misma y abrió la puerta con fuerza. Le echó un último vistazo manteniendo su cuerpo erguido y salió de la oficina. Una vez cerró, respiró profundo. Ahora lo tenía muy cla- ro, Eduardo ocultaba algo, tal y como le había dicho aquella pobre mujer por teléfono. Si era cierto que la chica que le estaba haciendo la mamada era la misma que la informó de todo, resultaba evidente que Eduardo no se detrendría ante nada ni nadie y que algo horrible le estaba haciendo como para tener que pedirle auxilio, a la esposa del hombre con el que tenía sexo. «¿Qué será?». Se preguntó. De pronto se acordó de Carmen. «Nena, este esconde algo, lo sé. Un beso». Le escribió desde el móvil. «Tranquila, déjame a mí», le respondió. Tras leerlo, caminó hacia la salida del edificio; necesitaba alejarse de aquel sitio lo antes posible. Tenía el vello erizado y un frío interno se apoderaba de ella. Se frotó los brazos y aumentó el ritmo de sus pasos, cuanto antes se alejase de allí, mejor.
Cuando Eduardo se quedó solo en su despacho, golpeó la mesa con rabia. Aquella zorra quería destruir el imperio que con tanto esfuerzo había construido. No se lo iba a permitir. La aniquilaría antes de que pudiese encontrar algo; hablaría con Vicente, él sabría muy bien cómo hacer desaparecer los posibles obstáculos en su camino. Lo había hecho con aquella chica que se escapó del zulo, y que acabaron encontrando en un parque infantil... Y todo por culpa de Armando, que estaba más preocupado por administrarse la próxima dosis de droga que de vigilar a la joven. «Si no le hubiese apartado, nos habría traicionado tarde o temprano». Comentaba para sí... Otra idea pasó veloz por su mente. Necesitaba darle un escarmiento a Sara por su traición. Gritó y golpeó la mesa. «¡Te voy a joder como me has jodido tú!». Juró en voz alta. «¡No vas a esca- parte de mi! Y cuando estés suplicando clemencia, te destrozaré a patadas». Sonrió ante el placer que le provocaba imaginar aquella escena. Buscó el número de Sara en el móvil y le envió un mensaje: «Reunión importante en la oficina, ven arreglada para las ocho». Cuando iba a soltar una gran carcajada ante aquel plan, sonó el teléfono. Miró la pantalla y descolgó.
―Buenos días, Vicente, estamos conectados; tenía pensado lla- marte en un rato ―saludó al comisario.
―Buenos días, Eduardo. Necesitaba ponerte al corriente de lo sucedido anoche en el parque ―le explicó Vicente.
―Habla, ya te contaré lo mío ―dijo inquieto. Sospechaba que la cosa no había terminado como estaba previsto.
―Han vuelto a meter las narices en la entrega. Los muchachos describen a cuatro hombres vestidos de negro y de gran corpulencia. No puedo tirar de los medios que tengo a mi alcance porque podrían sospechar de mí, pero esto me huele mal.
―¿La mercancía? ―Lo único que le interesaba era saber dónde había ido a parar el dinero invertido.
―En comisaría. Ha sido confiscada. Todavía no puedo acceder a ella, pero no está perdida como en ocasiones anteriores ―comen- tó con cierto tono de felicidad.
―No entiendo quién cojones pueden ser. ¿Has investigado bien entre tus bandas? Quizás alguien nuevo...
―¡Imposible! Tengo a todo el mundo controlado. Por las calles deambulan más de cien chivatos a los que pagamos con mercancía, y esos yonquis venderían a su madre por un chute... Hay una noticia muy buena. En la reyerta, uno de ellos fue herido. Seguro que podremos encontrarle en un hospital de la zona. Una de mis confidentes me ha dicho que en la clínica en la que trabaja ha habido varios ingresos por herida de bala esta noche, empezaremos por ahí.
―¡Bien! Estoy impaciente por verle la cara a uno de esos desgraciados. A ver si conseguimos acabar con los que nos quieren joder. ―Un ápice de gozo invadió su rostro.
―¿Cuál es tu problema? Has dicho que querías contarme algo.
―Blanca ha decidido ser una mujer traviesa y quiere el divor- cio. Alguien la llamó y le informó de mis devaneos sexuales. Pero el que esa hija de puta quiera abandonarme no es el problema, al contrario, será mi liberación.
―¿Entonces? ―preguntó intrigado Vicente.
―Se trata de Sara, mi zorra. Estoy seguro de que fue ella quien le puso al corriente de todo.
―¿Qué has pensado? Ahí no puedo decidir, porque es tu mujer. Si fuese la mía le cerraría la boca ipso facto ―le explicó.
―No dudo de que lo harías. Sin embargo, yo he pensado man- dar a uno de nuestros perros tras ella, y que me informe de cualquier cosa. Piensa un poco, si sale a la luz mi divorcio y repentinamente muerte mi ex, todos sospecharán que yo soy el asesino. Y ni siquiera tú podrías intervenir...
―No estés tan seguro... ―fanfarroneó.
―De todas maneras, lo tengo bajo control.
―¿Qué hacemos con la chivata?
―Esa es otra cuestión, y lo mejor de todo es que ella no tiene ni idea de que la he descubierto ―Sonrió de placer.
―Entonces no hay tiempo que perder. Tenemos muchas cosas en las que trabajar. Por cierto, ¿sigue en pie la reunión de esta noche? ―Vicente se frotó las manos.
―Por supuesto, además, tendremos una sorpresa muy gratificante.
―¿Carne fresca? ―El comisario levantó las cejas y su rostro se llenó de una oscura lujuria.
―Sí, carne fresca...

Sara estaba llegando a su casa cuando recibió un mensaje. Sabía de quién se trataba porque tenía una melodía diferente. Lo buscó con miedo mientras le asaltaba la duda sobre la posibilidad de que Eduardo la hubiese descubierto. Abrió con nerviosismo el correo y suspiró: tan solo la reclamaba para la reunión que se celebraría aquella tarde. Como de costumbre, la avisaba en el último momento. Respiró hondo y se sintió aliviada. Quizás debía relajarse un poco para no levantar sospechas. Si quería salir airosa de la situación en la que se encontraba, tenía que ser más cauta. De lo contrario, acabaría como las demás mujeres, destrozadas y aniquiladas. Metió de nuevo el móvil en el bolso y abrió la puerta de su hogar, necesitaba tiempo para trazar el siguiente paso hacia su liberación.