22 un recuerdo triste y doloroso

Javier no podía quedarse quieto ni un segundo. No paraba de girar de derecha a izquierda el sillón en el que se encontraba sentado. Si seguía así, al final saldría despedido como un cohete. Pero por mucho que lo intentaba los nervios no lo abandonaban. Tras la llamada de César y de contarle todo lo que había sucedi- do, estaba casi seguro de que Eduardo era uno de los causantes de toda la podredumbre que había invadido la ciudad. ¿La razón? Había estado investigando el nombre de la chica que le había facilitado y averiguó que era una empleada de este, al igual que lo fue la víctima del parque. Pero... ¿quién sería el otro? Estaba seguro de que existía alguien más. Eduardo era quizá un alfil pero no el rey. Ese que se escondía bajo las sombras de la maldad y de aquellos afiliados que, pagados con grandes sumas de dinero, continuaban protegiéndolo a costa de su propia alma. Abrió el cajón y sacó por octava vez durante aquel día, el dossier donde se encontraban los nombres de los posibles sospechosos. «¿Quién eres?». Repetia mientras leía una y otra vez los candidatos. Sabía que el mismo día que encontrase la identidad de aquel escurridizo hombre, hallaría el nombre de quien mató a su madre.

―¡Te atraparé bastardo! ―gritó de repente y golpeó la mesa.

―¿Te ocurre algo? ―Carmen apareció de repente abriendo la puerta sin previo aviso.
―¡No! Nada. Pasa ¿Qué haces ahí? ―Clavó su mirada en aque- lla dulce mujer.
―Iba a tocar tu puerta cuando te escuché alzar la voz. Me has asustado. ―Entró sin pedir permiso y se sentó en la silla frente a él.
―Eso de pasen sin llamar... ¿crees que solo es para la visita del médico? ―Su rostro cambió por completo. Cuando ella estaba a su lado, parecía que todos los problemas que tenía se esfumaban de un plumazo.
―Tengo prisa, Javier. He estado hablando con Blanca, sale hoy del hotel y he quedado con ella para comer. Creo que nos vendrá bien una tarde de chicas. Además, con lo del divorcio estará muy necesitada, así que visitar un sex shopes mi primer objetivo. ―Le hizo burla y le guiñó el ojo.
―No seas boba, Blanca no requerirá una cosa así. Es una mujer atractiva y podrá tener todos los hombres que desee, ¿no crees? ―contestó mientras se hacía una idea de cómo se enfurecería su muchacho al verse reemplazado por un pene de plástico.
―Bueno, yo soy atractiva y me gustan los vibradores.
A Carmen le encantaba ver la cara de Javier cuando se sorpren- día. Quizá de este modo la echase de menos cuando no estuviese a su lado, porque ella siempre lo hacía. Desde el momento que entró por aquella puerta y lo contempló enfrascado en sus quehaceres, ausente del mundo que lo rodeaba, se enamoró de él. Pero con el tiempo se concienció de que era un amor imposible, no solo por la edad, que se llevaban algo más de diez años, sino también porque Javier no parecía estar interesado en las mujeres. Nunca había llevado a ninguna a la oficina. En las fiestas aparecía solo y ella terminaba abandonando a su acompañante, para pasar una velada deliciosa junto a su fruta prohibida. Porque en realidad eso era Javier, un hombre inalcanzable.
―¿Qué decías? ―Carmen le preguntó al darse cuenta de que el hombre no paraba de hablar y de hacerle gestos.
―Estaba comentándote sobre el caso de tu amiga Blanca. ¿Qué tal lo llevas? ―Amusgó los ojos intentando averiguar qué ocultaba la mirada de Carmen. Algo en su interior le decía que tramaba algo.
―Pues... Necesito un descanso, Javier. Por eso te pido la tarde libre. Si de verdad voy por el buen camino, esto será muy gordo ―dijo intrigante.
―Si en algún momento piensas que estás en peligro, deja lo que estés haciendo y me llamas por teléfono ―comentó sin titubeos y con un tono protector que hizo que Carmen lo mirase―. ¿Lo has entendido? ―continuó con aquel carácter guardián.

Dama Beltrán

Pero ella no le respondió. Sabía que no podía prometerle nada. Por fin tenía en sus manos un caso en el cual podía trabajar y dejar aparcados los incontables informes que Javier le hacía rellenar. Se levantó de la silla e inclinándose sobre la mesa, le besó los labios.

―Me encanta que me beses, Carmen. Pero que sepas que aun - que me gusten esos besos, me agrada más que hagas caso de lo que te digo.

―Sabes que siempre lo hago, Javier. Porque pienso que en el fondo de ese corazón sientes algo por mí. ―Agarró la manilla de la puerta y echándole un guiño, se marchó de la oficina.

La soledad volvió a su despacho. El huracán Carmen había desaparecido y se había llevado consigo las risas y las suspicacias. Miró hacia la puerta, y sintió un pálpito que le indicaba que algo se le escapó de la conversación que había mantenido con la joven. Quizás lo escondía porque no era capaz de contárselo, o tal vez estaba a punto de hacerlo cuando notó en sus palabras su actitud protectora, lo que la hizo recapacitar dando por terminada la conversación. Pero algo había, seguro.

Javier se levantó de la silla y se dirigió hacia la ventana. Pegó la frente al cristal y dejó la mirada perdida en el infinito. Ya no veía las calles tan frías y sombrías como antes. Tal vez porque el fin de la oscuridad estaba próximo. Después de dos décadas de lucha entre el bien y el mal, el final estaba más cerca de lo que pensaba. Quizás al fin podría dormir tranquilo una noche, quizás su madre pudiese descansar en paz...

― ¿Mamá? ―preguntó el joven Javier tras abrir la puerta. Ante el mutismo en el hogar, caminó y fue abriendo las habitaciones esperando que su madre estuviese en alguna de ellas― ¿Mamá? ―Volvió a preguntar.

―¿Javier? ¿Eres tú, mi niño? ―dijo la sirvienta corriendo a su encuentro.
―¿Dónde está mi madre? ―Al ver la cara de horror que tenía la empleada, Javier empezó a correr nervioso buscando a su madre por todos los rincones posibles.
―Señor Rodrigo, la señora está en el hospital. ―Al final consi- guió agarrarlo del brazo y le hizo parar.
―¿En el hospital? ¿Le dolía la cabeza? ―Ella sufría con frecuen- cia unos atroces dolores de cabeza, pero después de un paseo por la calle, regresaba más tranquila y sin molestias.
―Tu madre no está allí por esa razón. ―La voz de su padre apareció por la entrada.
―¿Qué ocurre? ¿Qué me estáis ocultando? ―gritaba desespera- do mirando a los dos.
―Ha sufrido una sobredosis, Javier. Los médicos dicen que si sale de esta no será la misma mujer que conocimos ―respondió con dolor.
―¿Sobredosis? ¿Mi madre? ¡Estáis todos locos! ¡Mi madre no es ninguna drogadicta! ¡Toma relajantes para calmar su dolor! ―Se sentó de golpe en una silla de la cocina.
―Alba la ha encontrado inconsciente en la bañera, no volvía en sí y tuvimos que llamar a una ambulancia. He mirado en su bolso... tenía unas jeringuillas. ―El padre posó la mano sobre el hombro de su hijo―. Pensé que lo había dejado. ¡Me lo juró! ―gri- tó―. La llevé a una clínica, la dejé sin tarjetas, no le permití tener más de lo necesario; sin embargo, siguió tomando. ¿Quién se lo dio? ¿Cómo diablos pagaba la dosis?
Javier comenzó a llorar. Era imposible lo que estaba ocurrien- do. Su madre, la mujer más maravillosa del mundo, la que le dio la vida y se preocupó por él cada instante de cada uno de sus días, era en realidad una vulgar yonqui.
―¡El día que encuentre al bastardo que le ha estado pasando la droga a tu madre, lo estrangularé con mis propias manos! ―Dio un fuerte golpe sobre la mesa.
―Y si tú no lo consigues, lo haré yo... te lo prometo ―añadió el joven.
Con el paso del tiempo no encontraron a nadie a quien señalar. Solo descubrieron nombres de insignificantes traficantes de droga. Así que se juró que destruiría al rey de aquél tablero de ajedrez, aunque le costase todo su tiempo o la propia vida.
Volvió a mirar su móvil y escribió a César: «No te apartes de ella ni un solo segundo».