9 una nueVa Vida llena de ella
Cerró con rabia la pantalla del portátil y golpeó la mesa. Por mucho que lo intentaba no hallaba una razón convincente. No le entraba en su cabezota que un hombre con la posición social que tenía Eduardo, dejara vagar a su esposa por la ciudad sin ningún tipo de protección. Parecía querer decirle a sus enemigos: «Aquí la tenéis, me importa un bledo lo que le ocurra». Aunque tenía que haberlo imaginado desde un principio. El día que lo conoció estuvo más pendiente de llevarse a su amante al baño que en cuidar de Blanca. Se levantó del asiento para dirigirse al único lugar donde encontraría la paz que necesitaba, la terraza de su nuevo hogar. Allí podría pensar con claridad qué hacer. Estaba confundido. Desde el momento que puso sus oscuros ojos sobre Blanca, ya no existió nadie más que mereciese la pena. Nadie a quien deseara poseer en las noches de soledad. Le bastaba tenerla en su mente, cuidándola tal como se merecía.
Frunció el ceño y pensó en César. Aquella mañana habían discutido otra vez y como siempre por la misma razón: buscaba la muerte. Desde que su compañero regresó a la empresa tras el fallecimiento de su mujer, estaba distinto, alejado y ausente, con la mirada siempre perdida. No permanecía atento durante las misiones, pero lo más alarmante era que pretendia usar su cuerpo como diana para las balas. En el fondo Abel lo entendía. Había pasado un tiempo así cuando descubrió el engaño de Johana y ahora, seis meses después de conocer a Blanca, volvería a caer en el abismo de la miseria si la perdiese. No le importaba que estuviera con otro, a pesar de no ser el marido adecuado, al menos estaba viva.
Sin darse cuenta, protegerla se había convertido en su principal objetivo. El primer día que la siguió fue una semana después de la fiesta. Tras una larga conversación con el jefe, le dejó claro que si de verdad lo quería dentro de la corporación necesitaba saber algo más de ella, de lo contrario sería incapaz de seguir. Le facilitó la dirección de su casa y sin dudarlo apareció montado en su moto, Diablesa, en los alrededores. No llevaba más de quince minutos allí plantado cuando la verja del chalet se abrió y apareció ella vestida de deporte. Hizo unos estiramientos, que volvieron a estimular su entrepierna, y se alejó por la derecha de la calle. Minutos después Abel arrancó la moto y la siguió desde una distancia prudencial. En ese momento se dio cuenta de lo indefensa que estaba y lo fácil que sería perderla. Por ese motivo la observaba durante sus días de descanso. Cada segundo, cada minuto libre lo empleaba en ir tras ella y confirmar que estaba a salvo. Javier le había informado en una de sus decenas de llamadas, que ella no era objetivo ni tan poco una posible víctima, pero no daba nada por sentado. Si era cierto que Eduardo estaba involucrado en temas oscuros tendría enemigos y estos irían en busca de lo más preciado que tuviese, Blanca.
De pronto su móvil comenzó a sonar, sacándolo
de sus pensamientos. Miró la pantalla y aceptó la
llamada.
―Buenas noches, jefe. ¿Qué sucede?
―Buenas noches, Abel. Voy a cobrarte ese favor que me
debes.
―Dime ―arrugó la frente y suspiró con profundidad. Sabía que tarde
o temprano se lo haría pagar. Pero no le importaba, él le había
ayudado con Blanca al ofrecerle su dirección.
―Es personal ―explicó Javier.
―Como lo fue el mío. Dime en qué puedo ayudarte.
―Necesito que te presentes en un hotel de carretera que se llama
Paraíso, y espantes al hombre que pretende tener una cita con la
mujer de la habitación trescientos ocho. El tipejo se hace llamar
“Amante Constante”, es un nick del chat ―le
explicó con tono enojado.
―¿La mujer está en peligro? ¿Es otra tapadera? ―Abel entró en su
salón y buscó con la mirada la chaqueta y sus botas. Hoy montaría a
Diablesa de nuevo.
―No, no. Se trata de Carmen, mi empleada. Una chica joven que se ha
empeñado en tener una cita con un hombre que no conoce y quiero
evitar ese encuentro. Como te he dicho es un favor...
―No hay problema, jefe, soy una tumba. Yo también me preo- cupo de
la persona que amo. Aunque sea a distancia.
―Es un amor prohibido. Sé que me entiendes. Necesito velar por
ella.
―¿Quieres que la proteja?
―No, tan solo debes evitar que el capullo consiga verla. Han
quedado sobre las doce de la noche, así que tienes tiempo para
idear un plan.
―No me hace falta, tengo bastante experiencia. Mi padre me
utilizaba para alejar a los novios que no le interesaban para mis
hermanas. La verdad es que lo hacíamos muy bien hasta que el futuro
marido de la mayor decidió enfrentarse a nosotros y pelear por el
amor de mi hermana.
―La querría de verdad.
―No te imaginas cuánto, y me alegro de que lo hiciera, porque para
nosotros ninguno de ellos era lo suficientemente bueno; de haber
seguido así, ahora serían unas amargadas solteronas. ¿Se lo dirás
algún día? ―Preguntó curioso Abel.
―Haremos un pacto, cuando tu hables con Blanca, yo lo haré con
Carmen, ¿de acuerdo? ―dijo con burla.
―¡Trato hecho! Ahora, si me disculpas, tengo que ahuyentar a un
lobo.
―Gracias.
―De nada, seguro que tú harías lo mismo.
Montado en Diablesa, el camino se hizo corto. El viento frío refrescó su cuerpo y lo relajó. Pensar en lo desprotegida que se encontraba la mujer de su vida y que no dependía de él sino de un hombre que apenas se preocupaba por ella, lo destrozaba. Cuando quiso darse cuenta, ya había llegado a su destino. Echó un vistazo rápido hacia el aparcamiento del hotel y encontró una pequeña arboleda donde poder esconder la moto. En la puerta del hostal observó que aquel lugar era el ideal para citarse y tener sexo esporádico. Pensó que sería un verdadero paraíso para él si no hubiese encontrado a Blanca. Cuando prometió a Jacob y a Álex que no andaría con más mujeres se desternillaron de risa. Habían estado indagando sobre su vida privada; la portera del bloque en el que vivía, les contó que Abel llevaba a casa una gran cantidad de mujeres. «No es que estuviese allí mirando todo el tiempo». Les aclaró a los chicos. «Es que todos los días traía una distinta y a veces hasta dos». Por eso cuando él les habló de celibato les pareció imposible. Sin embargo, lo estaba cumpliendo. Quizás, en otro momento de su vida, otra chica reemplazaría a Blanca y así terminaría olvidandola, pero por ahora eso no estaba en sus planes.
Desde fuera comprobó que no había nadie en recepción. «Cutre y descuidado. Lo tiene todo». Se dijo. Así que abrió la puerta, y cerciorándose de que no sería descubierto, subió las escaleras hasta la tercera planta. «No recomendaré este maldito lugar a nadie». Pensó mientras llegaba a su destino. Con pasos muy lentos, se fue acercando hasta la habitación que le había indicado su jefe. Puso la oreja en la puerta y comprobó que no era demasiado tarde. Se alejó un poco y apoyándose en la pared cruzado de brazos esperó a su objetivo. No le hizo perder mucho tiempo. Pasados unos minutos el ascensor sonó y un caballero de mediana edad, vestido con un elegante traje gris y portando un ramo de flores, caminaba feliz hacia él.
―Buenas noches, ¿eres “Amante Constante”? ―Puso voz afe - minada. Le iba a gastar una buena broma. El jefe dijo que lo alejara de allí, pero no le indicó la manera de hacerlo.
―¿Quién eres? ¿Carmen? ―preguntó el hombre asombrado.
―Sí, cariño. ¿No te gusto? ―Se giró sobre sí
mismo para que pudiera observar la “mujer” que tenía frente a
él.
―¡Sabía que no podía ser verdad! ―exclamó el hombre atónito
mientras empezaba a andar hacia atrás tirando el ramo de flores al
suelo.
―¿Qué no puede ser verdad? ¿Una mujer como yo? ¿Crees que no puedo
chuparte la polla como te mereces? ―Le hizo morritos.
―¡Bastardo, maricón! ―Se giró y corrió por las escaleras. Te- nía
tanta prisa que no esperó a que las puertas del ascensor se
abrieran.
―¡Ven! ¡No huyas! Quiero darte mucho amor... ―Agarró su sexo con
las manos y empezó a zarandearlo. Pero el pobre hombre huía con
rapidez, aterrado por lo que encontró.
Ante el escándalo que formaron sus enormes carcajadas, se
escucharon varios ruidos de cerradura. Su mente sopesó dos ideas
con rapidez; la primera que si alguien le había visto haciendo
aquellos gestos obscenos informaría al recepcionista y vendría en
su busca. Y la segunda, que la mujer con quien aquel tipejo se
había citado, saldría de la habitación y pensaría que él era el
payaso al que estaba esperando. Así que antes de ser descubierto,
salió corriendo hacia el ascensor. Advirtió que alguien salía, pero
en lugar de dejar paso a la persona que se encontraba dentro, quiso
entrar a toda velocidad para poder ocultarse, haciendo caer a una
mujer. Toda aquella prisa se esfumó. Respiró hondo y olvidando el
porqué de la huida, se disculpó y le tendió la mano para ayudarla a
levantarse. Cuando la dama se levantó y apartó el pelo de su rostro
se le paró el corazón en seco.