14 herido

Se levantó de la cama con sumo cuidado para vestirse y acudir al encuentro del grupo. Mientras se ponía la camiseta, observaba con ternura a su amante. Su respiración era pausada, su cabello estaba alborotado entre las sábanas, las manos descansaban sobre el lugar que él debía ocupar y su rostro aún estaba sonrojado. Abel suspiró reflexivo y esbozó una pequeña sonrisa. Estaba muy contento, quizás demasiado. Nunca se había sentido tan satisfecho como lo estaba en ese instante. Esa mujer de piel delicada le había hecho estallar de placer hasta el punto de pensar que había perdido su humanidad. Aulló como un lobo a la luna ante la llegada de su primer orgasmo. La primera vez que se corrió dentro de ella, había sido una locura, porque no fue una explosión de placer sino un acto de posesión. Había gritado al mundo que Blanca le pertenecería siempre. Se sentía agotado pero también dichoso por lo que había conseguido. Se acercó lentamente a ella y alargó la mano para alcanzar la sábana y cubrir su cuerpo desnudo. Pensó que podría estar junto a esa mujer el resto de sus días, aunque en ningún momento ella le había insinuado que deseara estar a su lado. Es más, tras la separación, ella estaría tan confundida que probablemente no tendría aliento para comenzar otra relación. Debía darle tiempo para que pudiera pensar sobre todo lo que había sucedido, tal vez de este modo, tuviese la oportunidad de estar a su lado. Caminó hacia la puerta en silencio y se marchó.

Tenía dos misiones que cumplir: su trabajo, y provocar un en - cuentro fortuito con el futuro exmarido de Blanca. No permitiría que después de aquella amenaza quedase impune. Le dejaría claro que con ella había un hombre dispuesto a protegerla con su vida.

Una vez fuera del hotel, sintió una presión extraña en el pe - cho. «¿Será el dolor del amor?». Se preguntó con sarcasmo. Pero el malestar se intensificó según caminaba, hasta el punto de lle- varse la mano al pecho. «La próxima vez que esté con ella, moderaré mis impulsos. Ya no estoy para estos trotes». Se dijo. De pronto su móvil comenzó a sonar. Miró la pantalla y vio que se trataba de César, quizás estaba enojado porque se retrasaba.

― ¿Sí? ―contestó.
―¿Dónde cojones estás? ¡Son casi las cinco! ―gritó. ―Voy para allá, tardaré cinco minutos ―le respondió con se-

renidad.
―¿Qué, o mejor dicho, quién te retrasa?
―Ya te contaré... ―Colgó. Montó sobre Diablesa y condujo a

gran velocidad hasta el lugar que le habían indicado.

Moderó la velocidad de la moto. Aparcó a unos doscientos metros de distancia del parque: no quería alertar de su presencia con el ruido de su “peque”. Siempre estaban en inferioridad numérica, pero hasta aquel momento su modus operandi les había proporcionado más éxitos que fracasos. Reconoció las figuras de sus compañeros. César controlaba la zona mientras los chicos tomaban posiciones. Jacob se ocultaba tras un árbol de la entrada y Álex probablemente se escondía cerca de él. A pesar de que ambos se esforzaban por mantener en secreto la atracción que sentían el uno hacia el otro, él lo había descubierto. Tan solo es- peraba que ellos diesen el paso y se lo dijeran, ni César ni él les pedirían explicaciones. «Vive y deja vivir». Era su filosofia.

―¿Qué hacías? ―preguntó César al verlo llegar.

―Ya te contaré... ―le respondió a la vez que observaba cómo se iban acercando varios hombres al punto indicado.
―Me tienes en ascuas, esa felicidad que “desprendes” es inusual en ti, salvo que... ―dijo César levantando su ceja derecha.
―¿Qué sabemos? ―Abel cortó el rumbo de la conversación que había comenzado su compañero. Después de cumplir la misión habría tiempo para explicarle lo que ocurrió en el hotel y pedirle ayuda para proteger a Blanca.
―Bandas, drogas, lo mismo de siempre ―le informó.
―Cuando atrape al bastardo que trae la mercancía, me voy a hacer unos gemelos con sus huevos ―gruñó Abel al mismo tiem- po que se llevaba la mano hacia su arma.
―No quiero imaginarme esa camisa. ―Sonrió su compañero. ―¿Hoy también tienes ganas de morir? ―le preguntó al oído. ―No ―mintió.
―Porque como salgas herido, te juro por mis pelotas que el tiro de gracia lo daré yo ―le advirtió sin titubeos.
―Qué pasa, que te ha dejado a medias la chica con la que es- tabas.
―No quiero tonterías, César. Necesito tu ayuda para cuidar de Blanca, creo que está en peligro. ―Puso la mano sobre el hombro de su amigo.
―¿Blanca? ―pregunto sorprendido.
―¡Atentos, chicos! ―advirtió Jacob―. La entrega se está realizando.
Frente a ellos se habían agrupado cinco figuras. Dos perma- necían de pie controlando los alrededores. Las restantes se acomodaron en un banco. Varios reflejos metálicos procedentes de las manos de aquellos individuos fue una señal inequívoca de que portaban armas. Jacob miró a sus compañeros y les hizo un gesto para que avanzaran. César se desplazó a la derecha, hacia una arboleda que lo cubriría para no ser descubierto. Abel por la izquierda, llamaría su atención y les cerraría el paso. Jacob de frente seguido de Álex, completaban el cerco. Lo tenían todo calculado. Abel les interrumpiría con su teatrera presentación, mientras que los demás les tendían la emboscada. Los pasos de los cuatro apenas se escuchaban entre las risas y las conversaciones de los traficantes. Cuando estuvieron en posición, Jacob les dijo a través del pequeño intercomunicador, manzana, que era la señal para intervenir.
―Buenas noches, ¿no es muy tarde para jugar en los colum- pios? ―dijo Abel encañonando con su arma a los presentes.
―¡Mierda! ―gritó alguien―. ¡La pasma!
―¿La pasma? No me jodas. ¿Tu has visto alguna vez agentes de policía con un cuerpo como este?, venga hombre. Pero si están todo el día sentados tras una mesa comiendo donuts y haciendo la vista gorda a reuniones de cerdos como esta ―les dijo con una risa burlona.
―Sed buenos chicos y dejad las bolsas en el suelo. ―César apareció de entre la arboleda. Él también los apuntaba con su glock 17. Viendo que ninguno de los presentes bajaba la guardia, caminó hacia ellos. Tuvo la sensación de que se habían topado con un grupo fuerte que no se rendiría ante la primera amenaza. De repente observó cómo uno de los que estaban sentados se levantaba y empezaba a andar hacia la única salida que no pudieron controlar, la parte de atrás. «¡¡Mierda!!». Exclamó cuando supo lo que pasaría después.
―¡Disparad! ―ordenó el hombre mientras huía.
Entonces comenzó una lluvia de balas. César retrocedió para cubrirse entre los árboles que tenía tras él, y Abel se tiró al suelo rodando hasta el pedestal de la figura de bronce de un niño. Comenzaron a disparar desde sus posiciones a las piernas de los malhechores, que se protegían tras el banco. César alcanzó a dos, que cayeron al suelo entre alaridos de dolor. Abel hirió a otro que, asustado, empezó a correr. Jacob y Álex seguían a los que habían escapado, entre los que se encontraba el que había dado la orden de disparar. Ese era el principal objetivo. Si lo capturaban le sonsacarían toda la información de un modo u otro. Pero en esa ocasión la fortuna no estuvo de su parte. El individuo se esfumó entre las sombras que le ofrecía la noche. Jacob encontró al otro tipo ocultandose bajo un coche. Llamó la atención de Álex y le indicó mediente gestos el lugar en el que se encontraba el susodicho.
―Sabes que no vas a poder escapar de ahí, ¿verdad? Si te re- sistes será peor... Te aconsejo que tires el arma donde podamos verla y salgas con las manos bien visibles. Mi compañero es de gatillo facil y se pone muy nervioso en situaciones como esta ―le advirtió Álex. El hombre tiró inmediatemente su arma y salió de su escondrijo mostrando las manos―. Muy inteligente ―le susurró mientras lo maniataba con unas bridas.
Pero aún no estaba todo controlado. En el lugar donde César y Abel se hallaban, uno de los traficantes abatidos cogió una segunda arma que ocultaba en la pernera del pantalón y, en un momento en que ambos le daban la espalda, apuntó a César y gritó:
―¡Muere, cabrón! ―Disparó.
Abel, de forma instintiva, se arrojó sobre su compañero apartándolo de la trayectoria del proyectil, haciéndolo rodar por el suelo. Una presión zarandeó su cuerpo y miró a los ojos de su compañero mientras se desplomaba. César, volviéndose desde el suelo a toda velocidad disparó al individuo hiriéndolo en el hombro sin darle la oportunidad de efectuar un segundo disparo.
Abel sintió un fuerte dolor en el pecho. Y recordó aquella punzada que sufrió al salir del hotel Paraíso y que, premonitoriamente, marcó el punto exacto donde había sido alcanzado. Las fuerzas comenzaban a abandonarle y la oscuridad nubló su visión.
―¡Han herido a Abel! ―exclamó Jacob mientras corría hacia su compañero.
―Blanca... salvad a Blanca... ―balbuceó Abel antes de cerrar los ojos y perder la consciencia.