7 un encuentro, dos maneras diferentes de Verlo

La manera de él...
Abel estacionó la moto en el aparcamiento del hotel. Se quitó el casco y se atusó el pelo. Esperaba adaptarse pronto al nuevo corte. Había llevado una cola de caballo durante cinco años y ya era hora de renovarse. Caminó erguido y pausado, registrando mentalmente cada rincón del lugar en el que iba a trabajar. Ahora entendía por qué era imprescindible que vistiera de traje. Se ajustó la corbata y siguió andando hasta que llegó a las escaleras de la entrada principal donde César le esperaba.
―Buenas noches ―le saludó.
―Buenas noches, Abel. Bonito corte de pelo. ―Extendió la mano para saludarlo.
―Gracias. Quise ponerme guapo para ti ―comentó con una sonrisa burlona―. Por cierto... ¿qué debo hacer aquí? No me pare- ce un lugar conflictivo.
―Para nada. Nuestra misión es proteger a los invitados que están en el local, de posibles contratiempos. Ten en cuenta que son la crème de la sociedad, muchos de ellos están amenazados por antiguos trabajadores de sus fábricas. Sin embargo, hasta el momento no hemos tenido ningún altercado importante. ―César caminó hasta un peque- ño mostrador que había en la salita de empleados para coger unos folios en los que comenzó a leer lo que parecía la lista de invitados.
―¿Sólo eso? Creo que entonces lo haré bien. ―Mantuvo la son- risa en su rostro.
―Es muy importante pasar desapercibido. Hoy tan solo te en- cargarás de proteger a las mujeres de los asistentes.
―¡No me jodas! ¿He cambiado mi anterior trabajo para ser una niñera? ―Se cruzó de brazos y frunció el ceño.
―No te darán guerra... ―se burló―. Son buenas chicas. ―Prefiero una patada en los huevos que esto ―dijo entre dientes.
―Tranquilo, con tanta arpía charlando sobre diamantes, vestidos y peinados de última moda, tu deseo se habrá cumplido. En fin, vete a la zona sur y yo me encargaré de la norte. Cualquier problema...
―Te llamaré. ―Levantó la mano y dio por finalizada la conver- sación. Se dirigió hacia el lugar indicado mientras observaba todo a su alrededor.
Diez camareros esperaban atentos la llegada de los primeros invitados que eran recibidos por el maître en la entrada. Con una amplia sonrisa y frases llenas de halagos, hacia el vestido de la señora o la elegancia del caballero, les acompañaba al lugar asignado para la velada. Abel pensó que todo aquello era demasiado ostentoso para su gusto. Las mesas estaban adornadas con manteles de seda de diversos colores, asemejándose a un intenso arcoíris. Sobre ellas, vajilla con adornos en oro, cubertería de plata y una refinada cristalería. Arrugó la frente y dudó si lo que estaba viendo era real, no podía ser cierto que los candelabros que había sobre las mesas fueran de oro blanco. «¿Quién puede comer con un candelabro de oro blanco delante? Miles de personas llorando por un plato de comida y estos pijos comiendo con adornos que podrían alimentar a una familia durante meses». Se enojó.
Poco a poco la silenciosa sala comenzó a llenarse de invitados. Abel observaba indignado los vestidos y las numerosas joyas que las damas de la alta sociedad lucían como si fuesen pavos reales abriendo sus colas para mostrar su exorbitante belleza. «Es normal que la clase obrera no esté invitada, puede tener la tentación de coger “de forma descuidada” alguna que otra alhaja». Sonrió de medio lado mientras le volvían a surgir las dudas sobre aquel empleo. Dejó la vista perdida en ninguna parte y pensó que aquello no era lo que esperaba. Le habían dicho que trabajaría en algo de su nivel, pero si esa era la valoración que habían hecho sobre él, iban muy mal encaminados. Después de más de cinco bostezos seguidos por fin ocurrió algo interesante. Los invitados co- menzaron a remolinarse en torno a dos personajes que acababan de entrar. Debían de ser muy importantes. Abel pensó que sería conveniente apartar aquella aglomeración de ellos, pero cuando estaba a punto de empezar a correr, César le ordenó que permaneciera en su lugar.
―¡No te muevas! ―le gritó por el pinganillo―. Esa pareja que acaba de entrar son los anfitriones.
O.K. Pero... ―No pudo continuar hablando porque sus oscu- ros ojos se habían posado en una esbelta y delicada figura que avanzaba entre aquel alboroto de personas, haciendo que por primera vez en su vida se quedara sin habla.
La tímida silueta caminaba despacio y saludaba cariñosamente a todos los asistentes. Paseaba sigilosa entre las mesas. Su pelo, de color dorado, se esforzaba por mantenerse recogido en un moño alto, dejando su delgado y blanquecino cuello expuesto a las miradas de todo el que deseara contemplarlo. Los hombres besaban su mano y las mujeres le ofrecían unos alejados besos en sus sonrojadas mejillas. De pronto comenzó a mirar de un lado a otro como si estuviese desubicada. Tal vez buscaba un rincón donde esconderse, pero antes de poder dar un paso para alejarse del bullicio, su acompañante entrelazó una de sus manos y la condujo hacia el lugar que debían ocupar. Desde aquella zona todo el mundo podía observar con claridad a la pareja de anfi- triones y ellos a sus invitados. Abel seguía en su posición inmóvil. No había pestañeado más de tres veces desde que ella hizo acto de presencia en el comedor. No entendía el porqué, pero lo había hechizado sin siquiera dirigirle una mirada. Clavó sus ojos en ella y sintió un quejido interior al ver que aquella mirada azul reflejaba tristeza y desamparo. Respiró profundamente mientras se decía así mismo que él había ido a trabajar, no a buscar un cuerpo caliente para su cama. Así que comenzó a pensar en las salidas de emergencia que tenía el salón y en cómo evacuar a los asistentes en caso de incendio. Sin embargo, sus ojos volvían a ella sin control.
―Mi esposa y yo ―comenzó a hablar el anfitrión―, queremos agradeceros vuestra presencia en un día tan importante para nosotros. Hoy celebramos toda una década juntos. Años colmados de alegrías y felicidad. ―Sujetó la mano de su mujer y la besó―. Querida Blanca, gracias por ser tan comprensiva conmigo. Espero poder agradecerte todo lo que has hecho por mí. ―Se inclinó y besó suavemente sus labios.
En ese instante Abel apartó la mirada de ella y buscó a César, que observaba al orador muy atento, como si estudiara cada una de sus palabras.
―¡Salud para todos! ―exclamó alzando su copa.
―¡Salud! ―respondieron los comensales.
Tras aquel brindis, los camareros empezaron a deambular por el salón para ofrecer su mejor servicio. Abel contemplaba los ricos manjares que cubrían los platos. Codornices, lechones y una selecta guarnición llenarían aquellos refinados estómagos. Exami- nó de nuevo a su compañero y los ojos de este seguían clavados en el marido de Blanca. «Solo hay dos razones para ello». Pensó. «O bien te gusta ese tipo, que no lo creo, o hay algo más que no me has contado y que tarde o temprano averiguaré...». Llevó el diminuto micrófono a su boca para darle un toque de atención a su compañero pero no consiguió articular ni tan siquiera una palabra: algo más importante para él captó su interés. Entre las risas y charlas de los asistentes, Blanca luchaba con discreción por cortar un pedazo de carne que se resistía a ser troceado. Parecía abochornada ante la situación. Sus mejillas bañadas con una ligera sonrojez indicaban que no pasaba por un buen momento. Fijó su mirada en la mujer y ella giró su cabeza hacia él. Ambos se contemplaron durante unos instantes sin poder apartar la vista el uno del otro. Pero alguien demandó la atención de la mujer haciendo que abandonara aquel fortuito encuentro. De regreso, se dispuso una vez más a la tarea del “troceo” sin conseguirlo. Fue entonces cuando un impulso extraño brotó desde lo más profundo de las entrañas de Abel. Pensó en saltar por encima de todos aquellos que se pusieran a su paso y situarse junto a ella para desmenuzar el filete con sus propias manos. Sonrió lujurioso al imaginar cómo sería alimentarla de sus manos y poder así sentir en sus dedos la suavidad de aquellos labios rojos. De pronto ella soltó los cubiertos y miró la copa. Él permanecía ya atento a todos sus movimientos. En aquella sala nadie era más importante que la pequeña figura del vestido turquesa y el precioso cabello rubio. Blanca se levantó, se inclinó y alargó su mano para alcanzar la copa, que de forma descuidada había apartado su marido. Sin darse cuenta de que ante tal hecho, su escote dejó de ser insinuante para regalar a quien lo observara, la belleza de un pecho turgente. «¡Mierda!». Susurró Abel al contemplar aquella fruta prohibida. Su mente calenturienta comenzó a imaginar su boca lamiendo, mordiendo y acariciando aquel pequeño pezón, y su cuerpo se excitó sin control; advirtiendo que la erección no podría ser “contrarrestada” aunque pensara en todas las monjas de un convento. Echó un vistazo a su alrededor y encontró una cortina bastante amplia; pensó en permanecer allí oculto el tiempo suficiente para relajarse. Quizás si dejaba de verla, su mente olvidaría lo que había descubierto.
―¿Has visto algo extraño? ―César se alarmó ante la reacción de su compañero.
―¿Extraño? No... ―respondió.
―¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal? ―Siguió preguntando a través del comunicador mientras se acercaba hasta Abel.
―Necesito unos segundos y volveré a estar perfecto ―contestó entrecortado. Aquella situación era bastante bochornosa, su primer empleo en la nueva empresa y... ¡empalmado!
―¿Quieres que llame a un médico? Seguro que habrá alguno...
―¿Y qué tratamiento me mandará cuando vea esto? ―Con un leve gesto hizo que César se fijara en lo abultado de su pantalón.
―¡No me jodas! ―se carcajeó al descubrir el motivo de su ner- viosismo.
―Tío, necesito unos minutos ―imploró.
―Tranquilo, vete al baño y cuando te encuentres menos... hin- chado, regresas a tu puesto. ―Seguía riendo sin parar.
―Gracias.
Esquivando como pudo a las personas que deambulaban por el salón, caminó hacia el baño, donde podría al fin encontrar el alivio que necesitaba. Por mucho que meditara sobre la razón de aquella inoportuna reacción no encontraba una respuesta coherente. Hasta aquel momento había controlado muy bien sus instintos sexuales; sin embargo, aquella mujer lo alteró de una manera sin precedentes. Le despertó el yo primitivo que dormía desde que tuvo aquel shock inolvidable. Estaba desequilibrado y le enfurecía sentirse así. Durante toda su vida había estado con multitud de mujeres y ninguna le había causado aquella extraña sensación. «Será porque es una fruta prohibida». Se dijo mirándose en el espejo. Esa fue la razón más sensata que encontró; el saber que estaba fuera de su alcance lo estimularía más. Abrió el grifo y se refrescó la cara. No le quedaba más remedio que evitar aquellos pensamientos y volver a la realidad; era una mujer comprometida y él un simple vigilante. ¿Qué sería capaz de ofrecerle? ¿Amor? Eso era una mierda. El lujo y el estatus social en el que ella vivía, no lo cambiaría por un amor incondicional. «¿Pero qué cojones estás pensando?». Se volvió a decir. «¿Estás pensando en amor con solo ver una teta? Entonces... ¿qué le ofrecerías si la vieses desnuda? ¡¡Gilipollas!!». Gritó a la vez que golpeaba con sus palmas el lavabo. Tenía que salir de allí lo antes posible. No consentiría volver a tener aquellos tontos impulsos hacia ella, sobre todo por su bien. No deseaba hallarse de nuevo aferrado a una botella llorando por un amor imposible. Se giró y se metió en uno de los aseos. Dejó la puerta entreabierta y comenzó a orinar.
De pronto un pequeño ruido se escuchó tras la puerta. Abel se movió despacio y cerró con el pie un poco más. No deseaba que lo encontrasen en esa situación. Sin embargo, se oyeron unas risas de mujer que lo descolocaron. «¿Una mujer en el baño de hombres?». Se preguntó, pero la respuesta llegó de inmediato cuando escuchó una voz masculina. «¡De puta madre!». Pensó Abel. «Creo que me voy a aliviar con la parejita». Sonrió. Puso toda su atención en los amantes y empezó a tocarse de otra manera su sexo.
―¿Estás seguro de que aquí no nos verá nadie? ―preguntó una voz femenina.
―Seguro. ¿No confías en mí? ―respondió el hombre.
―Claro que sí. Pero tu mujer está ahí fuera y nosotros vamos...
―Mmmm... eso lo hace más interesante, ¿no crees? ―Se escu- chaban besos y gemidos de satisfacción.
«¡Madre mía!». Pensó Abel mientras se tocaba. «Añadimos adulterio al asunto, me encanta».
―Arrodíllate ―ordenó el hombre―, y hazme disfrutar.
Se escuchó la hebilla de un cinturón y los suaves gemidos de la mujer. Abel seguía masturbándose detrás de la puerta. Estaba muy excitado, casi a punto de explotar. Cerraba los ojos y pensaba una y otra vez en la mujer que había conocido. Había impactado tanto en él que necesitaba desahogarse como fuera. De pronto escuchó los suaves clips de la boca de la mujer. «¡¡Dios, menuda mamada!!». Se dijo. «Me estáis pidiendo a gritos que os mire». Pensaba sin dejar de tocarse. Abrió la puerta un poco y observó la espalda del hombre. Apenas se había bajado los pantalones. Ella estaba como le había indicado, de rodillas y metiendo en su boca el sexo masculino. El hombre bajó la mano hacia el escote de la mujer y le sacó los pechos. En ese instante Abel gruñó para sí. Se imaginó lo que sería morderlos y hacerla disfrutar al mismo tiempo que ella se lo hacía al amante. «¡No!». Se recriminó. «No es en ella en quien estás pensando y a ella jamás la compartirías con nadie». Se dijo cabreado. Pero no podía dejar de darse placer, cuando llegaba a este punto era como un tren sin frenos. De repente el amante cogió a la chica del pelo y la incorporó. La puso mirando hacia el espejo y le levantó el vestido.
―Muy bien, zorra. Te voy a dar lo que has venido a buscar. ―Metió una mano entre las piernas de la joven y comenzó a moverla con rapidez. Ella echaba la cabeza hacia atrás y gemía sin parar. Su rostro reflejado en el espejo era de lo más erótico―. ¿Esto es lo que quieres? ―le preguntaba agitándola con fuerza. Cambió el ritmo, ya no movía la mano de derecha a izquierda sino de arriba abajo.
«¡Santo cielo!». Exclamó Abel al notar cómo se corría sin control. Se giró, cogió papel para limpiarse y cuando volvió a contemplar a la pareja, él ya la estaba invadiendo con su sexo. La zarandeaba con fuerza, con rabia. La joven dejó fluir su pelo. Sus pezones subían y bajaban al ritmo que le marcaban. Abría la boca para exhalar no solo el aire sino también pequeños jadeos.
―¡Córrete, zorra! ―gritó en el momento que unos bruscos za- randeos recorrian su cuerpo y escapaba de su boca un bramido de placer mientras levantaba el rostro para contemplar su satisfacción en el espejo.
«¡¡Me cago en la puta!!». Exclamó Abel al saber de quién se trataba. En milésimas de segundo aquella divertida y excitante escena pasó a ser tan aberrante que apoyó la cabeza en la pared para no caerse. No se sentía mal por lo que había hecho sino por lo que había descubierto.
―¿He sido buena chica, Eduardo? ―preguntó la joven acicalán- dose con rapidez.
―Muy buena. De las mejores. Sigue así y tu secreto estará a salvo conmigo, Sara. ―Le dio un pequeño cachete en el moflete y salió de allí dejándola sola.
La joven lo miró hasta que cerró la puerta. Cuando creyó estar sola comenzó a golpear con sus pequeños puños la piedra que adornaba el lavabo. Aquel rostro que irradiaba un aparente placer se transformó en odio.
―¡Te mataré! ―decía sin cesar al mismo tiempo que golpeaba el lavabo. ―¡Acabaré contigo!
Trascurridos unos instantes la calma se apoderó de ella, respi- ró profundamente, y salió de allí con la cabeza alta.
Abel estaba atónito. No sabía qué había pasado. No llegaba a asimilar que aquella mujer actuara de aquella forma. «Será una esquizofrénica o una roba-maridos». Pensó a la vez que abría la puerta tras cerciorarse de que se encontraba solo. Continuó andando hasta la salida. Seguía confuso, pero sobre todo cabreado por saber que Blanca había sido traicionada.

Una vez en la gran sala, se dirigió hacia la posición en la que debía permanecer expectante. Buscó con la mirada a Blanca y la encontró sonriendo y charlando divertida con la gente que le rodeaba, ajena a lo que su infiel esposo había hecho en el baño. El adúltero marido apareció detrás de ella y le ofreció un beso en la mejilla, al que respondió con una suave muestra de cariño. Quizás si hubiese sabido de dónde venía le habría dado una buena bofetada en vez de recibirlo con afecto. Eduardo, con gracia, dijo algo al grupo de mujeres que le rodeaban y les hizo reir a carcajadas. Ella se ruborizó y alzó su mano. A Abel aquellos sonrojos en las mejillas, le parecieron lo más bello que había visto en su vida.

―¿Todo bien? ―César llegó hasta su lado, debía confirmar que su acompañante por fin se había controlado.
―Sí. ―Siguió clavando su mirada en ella.
―No te veo muy conforme.
―Bueno, no se puede tener todo en esta vida. ―Seguía sin apar- tar la vista de la mujer.
―Se llama Blanca ―dijo cuando averiguó hacia dónde dirigía sus ojos.
―¿Perdona? ―preguntó con tono grave.
―La mujer a la que devoras con tus ojos se llama Blanca, y es la “esposa” del anfitrión de esta fiesta.
―¿Por qué enfatizas la palabra esposa? ―Dejó de mirarla.
―Porque... ¿está casada?
―Lo sé... ―susurró.
―Es normal que te sientas atraído por ella, es un encanto. Dulce, jovial, alegre... Es la única que piensa que hablar con los empleados no es sinónimo de rebajarse.
―Ajá ―contestó sin querer mostrar la alegría que le habían producido aquellas palabras. Porque descubrir que lo había alterado una arpía deslenguada, hubiese hecho que se enfadara muchísimo con su descontrolado miembro.
―No la mires tan descarado, tío. Pueden llamarte la aten- ción. ―César le golpeó el hombro e intentó marcharse pero no lo consiguió. Abel lo agarró al percatarse de que Blanca comenzaba a caminar hacia ellos. La cadencia con la que andaba volvió a despertar una nueva erección pues su mente la imaginó balancearse de la misma manera sobre él.
―No te vayas, ¡por Dios! No me dejes a solas con ella. Creo que soy incapaz de dominarme ―suplicó.
―¿Y perderme esto? ¡Ni de coña! ―Una pícara sonrisa apareció en el rostro de su camarada.
―Buenas noches, caballeros ―dijo Blanca cuando estaba junto a ellos.
―Buenas noches, señora ―respondió César con las manos en- trelazadas en la espalda.
―Buenas noches ―tartamudeó Abel.
―César, me ha comentado Eduardo que esta será tu última no- che con nosotros, ¿es por tu esposa? ¿No fue bien la quimio? ―pre- guntó preocupada mientras enlazaba nerviosa un descontrolado tirabuzón de su pelo.
―Así es. La quimio no dio el resultado que esperábamos y me gustaría pasar a su lado todo el tiempo que sea posible ―contestó apenado.
Mientras hablaban de la mujer de su compañero, Abel miraba cómo el rostro de Blanca se embellecía aún más al mostrar preocupación. Enredaba y desenredaba aquel mechón entre sus dedos según la tensión de la conversación. Estaba embelesado ante ella. Se decía una y otra vez que jamás había visto una mujer tan hermosa, pero su mente le jugó de nuevo una mala pasada. Regresó la visión de su pecho desnudo y la necesidad de recorrerlo con sus labios. Giró la cabeza disimuladamente y cerró los ojos, debía pensar en otra cosa.
―¿Te sucede algo? ―La voz de Blanca interrumpió sus pensamientos.
―Siento la descortesía, señora. Mi compañero, Abel, será el en- cargado de llevar la vigilancia durante el tiempo que me ausente. ―Blanca alargó la mano para saludarle pero este no fue capaz de reaccionar. Sus mofletes comenzaron a cubrirse de un intenso co- lor rojo y los ojos se llenaron de una luminosidad extraña.
―¿Abel? ―preguntó César a su amigo para que regresara del mundo en el que se hallaba.
―Lo siento... ―se disculpó―. No, no me ocurre nada... Estoy encantado de reemplazar a mi compañero. ―Aferró despacio la mano femenina y mantuvo durante unos instantes aquel cálido contacto―. Espero serle de ayuda... bueno, me refiero a si usted necesita... quiero decir...
―Debe disculparle, Blanca ―dijo César con una gran sonrisa en su rostro―. Es su primer día y anda algo nervioso.
―Pensaba que estaba enfermo ―le explicó―. Como tiene la mano helada y parecen arderle las mejillas...
―Es algo normal en mí cuando “me pongo nervioso”. Se me pasará en seguida, no se preocupe. ―Miró de reojo a César y ob- servó en su rostro lo cómica que resultaba aquella situación.
―Debo marcharme, mis invitados me estarán buscando. Espero verte pronto por aquí, César. Significaría que ella lo ha superado.
―Gracias, eso espero.
―Buenas noches ―se despidió.
Abel seguía atolondrado. Su cabeza se balanceaba al compás de aquellas marcadas caderas.
―Tal como la miras creo que estas jodido, muy jodido ―le su- surró César mientras le palmeaba la espalda.
―No tanto como piensas... ―Se giró bruscamente hacia su compañero―. No soy tonto, ¿sabes? Me puede haber vuelto loco ese culito pero no se me pasa por alto que te traes algo entre manos.
―¿A qué te refieres?
―Sé que hay un trasfondo en toda esta parafernalia de empleo que tengo. Fui militar y la misión que tenía era de reconocimiento, así que olfateo el peligro a kilómetros. He visto cómo observas al marido de Blanca, ¿Eduardo, verdad? ―César asintió―. Y tampo- co dejas de mirar al hombre canoso de su lado, ¿quién es?
―Es el comisario de policía, Vicente Esteban.
―Perfecto, ahora quiero saber dos cosas; en primer lugar si so- mos los buenos.
―Sí ―contestó con firmeza César.
―Segundo... ―Tomó aire y volvió a mirar a Blanca que charla- ba amablemente con las personas que tenía a su alrededor―. ¿Ella es una víctima en todo esto?
―Sí, lo es.
―Estoy dentro, César. Sea lo que sea aquello que hayáis monta- do, estoy dentro. Pero solo pondré una condición.
―¿Cuál?
―Protegerla.

La manera de ella...
«Sé que va a ser un día especial, lo presiento». Se dijo Blanca mientras miraba a través de la ventanilla del coche. Su marido estaba sentado a su lado, pero como era habitual hablaba por teléfono y planeaba mil cosas que hacer ignorando su presencia. Apenas la miraba o conversaba con ella. En muchas ocasiones Blanca pensó en desaparecer una temporada, y confirmar a su regreso que no se había percatado de su ausencia. Pero no se atrevió por no afrontar lo que con toda probabilidad era la verdad: que ella era tan solo un ornamento que mover a su antojo.
―Hemos llegado. Espero que esta noche muestres tu mejor sonrisa. Es la fiesta de nuestro aniversario ―dijo Eduardo cuando el empleado aparcó el vehículo.
―Tranquilo, sé fingir muy bien ―comentó con sarcasmo.
Tras una penetrante mirada de advertencia, Eduardo abrió la puerta, rodeó el coche y espero a que Blanca se colocara en el lugar donde debía estar, a su lado.
―Esta noche es muy importante para mi carrera. Tengo invita- dos que no debo dejar escapar. ―Le ofreció el brazo y la condujo hacia las escaleras.
―Me lo imaginé cuando me informaste de que eran cien los in- vitados a nuestra celebración. ―Caminaba erguida y apoyándose en él―. ¿Vendrá también alguna de tus zorras?
―No empieces con tus celos, Blanca. No hay más mujer que tú. ―Le besó la mano.
―Por supuesto...
Se mordió el labio y maldijo otra vez el día en el que aceptó la proposición que le hizo su padre. Debía casarse con Eduardo para poder solventar los problemas económicos por los que pasaban. Arruinados por una inapropiada inversión, quedó en quiebra a sus sesenta años. «Nos gustaría darte más alternativas, hija. Pero no las tenemos. No es el futuro que esperábamos para ti, pero es el único que podemos ofrecerte». Y así fue, mediante aquella unión siguieron manteniendo su envidiable posición social a cambio de ser la perfecta esposa de un hombre sin escrúpulos. En algún momento de su infernal matrimonio pensó que él terminaría amándola y ella le correspondería, pero no fue así. Solo creció entre ellos el odio y la frustración.
―¿Preparada? ―le preguntó su marido antes de adentrarse en el salón.
―Por supuesto ―contestó Blanca.
Como en ocasiones anteriores, Eduardo ofrecía su mejor sonrisa a los invitados que se acercaban a recibirlos. Todos alababan la belleza del lugar o de su esposa. Para Blanca eran tan solo frases repletas de hipocresía, como todo lo que encontraba a su alrededor. Tras los obligados saludos, miró a un lado y al otro, buscando un lugar donde poder abstraerse durante unos segundos y así respirar tranquila. Le bastaba tan solo un instante para tomar fuerzas y seguir con aquella pantomima. De pronto sintió que alguien observaba cada uno de sus gestos. Echó un vistazo a su alrededor y se quedó atónita ante la presencia de un desconocido. «¿Quién eres?». Se preguntó clavando sus azulados ojos en él. Alguien pasó por delante y entorpeció su visión, pero lo esquivó para seguir contemplando al enigmático personaje. Sus cabellos eran oscuros como la noche. Tenía las facciones muy marcadas. Una cuidada barba le cubría la barbilla y el labio su- perior. Unos labios rojo fuego intensificaban la oscuridad de su rostro. Subió y bajó la mirada varias veces y pensó que debía de medir dos metros. Observó que llevaba un pinganillo en el oído y un pequeño micrófono cogido en la solapa de su traje. «¿Un nuevo escolta?», pensó. Dirigió su vista hacia la segunda entrada y observó a César, quien miraba sin parpadear a su esposo. Tal vez era su sustituto. Había escuchado a Eduardo comentar algo al respecto.
―Ven, cariño. Nos sentaremos ahí. ―Eduardo cogió su mano y la condujo hacia la mesa presidencial.
Al lado de su marido se sentarían los de siempre; el comisario Vicente junto a su sonriente esposa y el señor Pedrosa con su octa- va o novena concubina. Eduardo se incorporó y empezó a comentar lo maravilloso que era estar al lado de una persona durante una década y dio las gracias a todos por acompañarlos. Blanca levantó la copa cuando llegó el momento de brindar y esbozó su típica sonrisa de felicidad fingida. Sin embargo, sus ojos seguían atentos al misterioso y atractivo extraño, que parecía mirarla con deseo y lujuria. Entonces todos gritaron «¡Salud!», y ella tuvo que apartar su mirada del hombre para centrarse en lo que sucedía a su alrededor.
―¿Me permite? ―le preguntó amablemente un camarero mien- tras colocaba con suavidad un plato con un sabroso bistec.
―¡Qué bien huele! ―exclamó en voz alta.
―Sí, tiene muy buena pinta ―le respondió la pareja de uno de los socios de su marido―. Perdona mi indiscreción, querida, pero... ¿puedo hacerte una pregunta?
―Por supuesto, qué quiere saber. ―Cogió despacio los cubier- tos y los preparó para trocear el filete.
―¿Sabes cómo se llama aquel ejemplar? ―dijo acercándose aún más a ella.
―¿Quién? ―preguntó intrigada.
―Aquel hombre de allí. Ese que vigila la mesa con ahínco. Me encantan los hombres con esa corpulencia y con mirada de chicos peligrosos.
―No lo sé ―respondió al mismo tiempo que intentaba cortar la carne sin conseguirlo. Aquella mujer la había puesto nerviosa y tal vez, el saber que alguien más en aquel lugar se había sentido como ella, le incomodaba.
―Pues luego intentaré hablar con él. Tiene pinta de dejar satis- fechas a sus amantes. ―La mujer sonrió picarona mientras conti- nuaba sabereando el plato.
Blanca empezó a sentirse indispuesta. Su mente se llenó de insinuantes imágenes sobre el escolta y sintió cómo un calor extraño la invadía. Dirigió su mirada hacia la copa de vino e intentó cogerla, pero le fue imposible porque su marido la había apartado, de forma descuidada, al explicar sus próximos proyectos. Blanca se levantó del asiento y consiguió su objetivo, pero a cambio dejó descuidado su escote y le brindó a todo el que la mirase la imagen de un pequeño y sonrosado pecho. «¡Dios mío!». Exclamó avergonzada. Examinó rápidamente su alrededor por si alguien más se había dado cuenta y suspiró aliviada al no encontrar rostros lascivos. Sin embargo, advirtió movimiento entre los vigilantes. César dejaba su posición para dirigirse hasta donde se hallaba su compañero. La conversación parecía divertida porque César no paraba de reír. Segundos más tarde, el desconocido puso rumbo a los baños.
―Disculpadme ―dijo Eduardo incorporándose de su silla.
Blanca clavó sus ojos en su marido y arrugó la frente. Sabía dónde iba a pasar los próximos minutos.
―Querida, estás preciosa. ―La mujer del comisario se sentó en el lugar donde había estado su esposo.
―Muchas gracias. Te veo más delgada, ¿has estado haciendo algo? ―Sonrió y esperó que aquella pregunta fuese la correcta, porque nunca sabía cómo actuar con aquella hiriente mujer.
―¿Se me nota? ―Se apretó el vestido hacia su cuerpo como si quisiera reventar las costuras―. Llevo dos semanas con una dieta muy estricta, y la verdad, si después de tanto sufrir se nota algo, me satisface.
―¿Tú, a dieta? ―se entrometió el comisario en aquella conver- sación de mujeres―. ¡Si no sabes lo que es eso! ―se burló.
―No le hagas caso, lleva unas copas de más ―cuchicheó la mujer.
―Tranquila... Los hombres no tienen ni idea de lo que nos cues- ta a las mujeres mantenernos hermosas ―susurró y le guiñó un ojo.
―Blanca, ¿puedes venir? ―La señora Angustias levantó una mano desde su asiento y haciendo unos suaves movimientos llamó la atención de la mujer.
―Por supuesto. Si me disculpa...
Se alejó de allí con rapidez. No podía aguantar una conversación de dietas, peso o belleza, nunca sabía qué decir para no ofender a la tertuliana.
―Buenas noches, Doña Angustias, está usted estupenda. ―Le besó en la mejilla y sintió cómo su mano era acogida con cariño por las de la anciana.
―Siéntate a mi lado. Me gusta tu compañía. ―Le sonrió.
―Y a mí la suya. Me tenía preocupada, llevo tiempo sin verla. ―Acarició aquellas arrugadas manos. De entre todas las personas que allí se encontraban, aquella anciana era lo más parecido a una madre. Un hombro en el que llorar, una mujer a quien poder des- velar sus más oscuros secretos, su confidente, su amiga.
―He estado pachucha, pero nada ni nadie puede matar a esta vieja. ―Sonrió.
―De todas formas, debe cuidarse; no vaya a ser que un día nos dé un susto ―le regañó con cariño.
―Bueno, pretendo vivir mucho tiempo. Me lo han dicho las cartas. ―Apretó aquel amarre afectuoso.
―¿Las cartas? ―preguntó Blanca asombrada.
―Esta vieja es también bruja y el otro día, cuando me encontré tan malita me las eché, pero no siempre te dicen lo que quieres escuchar, ni tampoco de quién quieres saber. ―Soltó una de sus manos y la llevó hacia la copa del vino.
Blanca amusgó los ojos calculando cuántas copas llevaría ya en su cansado cuerpo.
―¿No me vas a preguntar qué vi? ―la reprendió con cierto en- fado.
―¿Debo interesarme por su vida? ―Cruzó sus brazos y se apo- yó en el respaldo de la silla.
―Las cartas me hablaron de ti, Blanca. Me contaron sobre as- pectos de tu futuro. Apareció la carta de la separación, un ángel guardián y un nuevo amor que te ofrecerá aquello que no has tenido hasta ahora. ―Cogió una de sus manos y la apretó con fuerza.
―¿No cree que ya ha bebido suficiente? ―La miró con ternura.
―No me he terminado la botella y no quiero hacer que el anfi- trión se incomode. Ahora márchate, debes atender a tus invitados...
―Siento si yo... ―intentó excusarse, pero la anciana levantó su mano y no le dejó decir ni una palabra más.
Se incorporó del asiento, besó aquella arrugada mejilla e intentó volver a su lugar. Sin embargo, en el camino tropezó con un grupo de mujeres que al hallarla por fin sola, comenzaron a agobiarla con preguntas. Blanca apartó un momento la mirada cuando una de ellas mostraba a las demás su última joya y contempló el regreso del nuevo vigilante. Parecía muy enfadado. César se acercó y comenzó a cuchichear. Entonces Blanca pensó en acercarse hasta allí con la excusa de preguntar por la salud de la mujer del empleado, y así descubrir quién era aquel enigmático hombre.
―Buenas noches, caballeros ―les saludó.
―Buenas noches, señora ―le contestó César.
―Buenas noches ―respondió el extraño casi tartamudeando.
―César, me ha informado Eduardo de que te marchas, ¿es por tu esposa? ¿No fue bien la quimio? ―Al sentirse nerviosa co- menzó a entrelazar un mechón de pelo que se había escapado del trenzado.
―Así es. La quimio no dio el resultado que esperábamos y me gustaría pasar a su lado todo el tiempo que sea posible.
―¿Te sucede algo? ―preguntó Blanca al extraño para comenzar a entablar una conversación.
―Siento la descortesía, señora. Mi compañero Abel será el encarga- do de llevar la vigilancia durante el tiempo que me ausente. ―Blanca alargó la mano para saludarle pero este no le respondía.
―¿Abel?
―Lo siento...No, no me ocurre nada... Estoy encantado de re- emplazar a mi compañero. ―cogió su mano y la mantuvo durante unos instantes aferrada a la suya―. Espero serle de ayuda... bue- no, me refiero a si usted necesita... quiero decir...
―Debe disculparle, Blanca. Es su primer día y anda algo nervioso.
―Pensaba que estaba enfermo ―le explicó―. Como tiene la mano helada y parecen arderle las mejillas...
―Es algo normal en mí cuando “me pongo nervioso”. Se me pasará, no se preocupe.
―Debo marchar, mis invitados andarán buscándome. Espero verte pronto por aquí, César. Significaría que ella lo ha superado.
―Gracias, eso espero.
Blanca caminó con pasos cortos y elegantes. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sintió en su cuerpo un erotismo tan inmenso y se lo había despertado el tal Abel. Durante el resto de la noche estuvieron cruzándose miradas y creyó que en el momento en el que ella tuvo que retirarse al baño, él la siguió. Aunque cuando abrió la puerta pensando que estaría allí, no encontró a nadie. Quizá su imaginación la estaba llevando demasiado lejos, tal vez la necesidad de encontrar a alguien que la amase y la deseara como tantas veces había soñado, le estaba jugando una mala pasada. Tenía que mirar a su alrededor y ser consciente de lo que tenía, no fantasear con aquello que deseaba alcanzar.
Una vez finalizada la ceremonia y habiéndose marchado hasta el último invitado, se metió en el coche y miró por la ventanilla. Su corazón volvió a latir con fuerza y un nudo le contrajo la garganta cuando vio a Abel salir del local y bajar las escaleras. Parecía dubitativo. Oyó el sonido de la puerta al abrirse y Eduardo entró en el vehículo.
―¿Te lo has pasado bien? ―le preguntó su marido. ―Muy bien, ¿y tú?
―Perfecto, pero la próxima vez tienes que recordar ser más cari- ñosa con mis amigos, en especial con el comisario y con Armando. Nunca se sabe qué se puede necesitar en un futuro.
Blanca lo miró de reojo y no se atrevió a continuar la conversación. Sabía que si indagaba en ella terminaría sabiendo algo que no le haría ningún bien, así que volvió a mirar hacia el exterior y dejó que el tiempo pasara.