25 despertando del letargo

Cuando Abel abrió los ojos se sobresaltó. No sabía con certeza dónde se encontraba. Miró de un lado a otro, y no halló nada que le indicase si alguien lo estaba cuidando, salvo la pistola de César que descansaba sobre la mesita. Un leve sonido se oyó en el baño, Abel se sentó en la cama, cogió el arma y frunció el ceño al ver que el seguro no estaba puesto. De repente escuchó cantar, pero aquella voz no era la de su compañero. Apuntó hacia la puerta del aseo y esperó a que saliese la persona que estaba dentro.

―¡Wow! ―exclamó Jacob al verlo sentado y apuntándole.

― ¿Qué coño haces aquí? ―Bajó el arma y la puso donde la ha- bía encontrado.
―He venido a cuidarte, campeón. Javier nos puso al día de lo ocurrido y vinimos a controlar la situación.
―¿Vinimos? ―Abel levantó la ceja y ojeó a su alrededor de nue- vo, dando por sentado que allí no había nadie más.
―Álex ha permanecido aquí todo el tiempo hasta que le requirieron para otra misión. ―No quiso darle más detalles. Por ahora necesitaba un poco de tranquilidad para recuperarse del todo―. Por cierto, ¿cómo te encuentras?
―He tenido momentos mejores. ―Le extendió la mano para que le ayudara a levantarse de la cama.
―Después de las fiebres y de los delirios por los que has pasa- do, pensábamos que no levantarías este monstruoso cuerpo hasta dentro de dos semanas por lo menos.
―Soy fuerte. Acerca del tema delirios. He soñado que Blanca estaba cuidándome. Vosotros discutíais como si fueseis pareja, por un tema... ¿sexual? ―Entornó sus ojos y una risa burlona apa- reció en el barbudo rostro.
―Sobre lo primero es cierto. Álex y yo nos encontramos a Blan- ca junto a tu cama. Nos apuntó con la pistola de César y hasta que no se aseguró de que éramos los buenos, no la apartó. Y sobre lo segundo... Álex la confundió con una de las fulanas que contrata el hotel para los clientes que las requieren.
―¿Cómo? ¿Qué es lo que ha hecho ese necio? ―Se giró con tan- ta fuerza que se hizo daño en la herida, llevó la mano para presionarse allí donde le dolía y notó cómo su rostro se llenaba de calor. Por un momento pensó que de su cabeza salía humo ante la rabia que sintió al escuchar que a Blanca la habían confundido con una vulgar prostituta.
―No es culpa suya. Tienes que tener en cuenta que esto es un hotel de encuentros, así que lo que menos podíamos imaginar era que ella anduviese por estos territorios. Aunque claro, todo el mundo necesita de vez en cuando... ―le razonó.
―¡Aparta esa idea de tu mente! Blanca no vino aquí a encontrarse con nadie. Llegó por azar tras decidir separarse del desalmado de su esposo.
―Entonces, ¿eras tú el que estaba aquí para disfrutar de los ser- vicios extras del hotel?
―¡No das una, muchacho! Descubrí esta pocilga cuando acepté realizar un favor personal al jefe.
―¿Un favor personal? ¡Dios mío, en menos de una semana todo se ha vuelto un caos! Tú herido... el jefe pidiendo favores... César encuentra otra víctima...
―¿Otra víctima? ―Apoyó las palmas sobre el pequeño apara- dor y respiró profundamente.
―Sí, eso me ha dicho el jefe. Que estaba protegiendo a otra chi- ca. No tengo ni idea de cómo sucedió; pero la halló en la carretera, cuando iba a por un médico para ti.
―Necesito hablar con Blanca. He de pedirle disculpas por lo sucedido. ―Buscó sus botas por el suelo―. Estaba en la habitación contigua, así que no me requerirá un gran esfuerzo.
―Relájate, no está en el hotel. Se marchó ayer por la mañana ―le informó.
―¿Se fue? ¿Hacia dónde? ¿Por qué la dejaste? ¡Su marido la amenazó por teléfono! ―gritó enfadado.
―Una vez que tuvimos controlada la situación aquí, llamé al jefe y le informé de lo que nos encontramos al llegar. ―Jacob ha- bló con suavidad para que su compañero comenzara a relajarse porque sabía que de lo contrario, se pondría las botas y saldría corriendo detrás de Blanca―. Ten en cuenta que hallar a una mu- jer con una pistola, dispuesta a dispararnos si nos acercábamos, era noticia de última hora. Ella nos dijo quién era y el jefe ordenó que Álex la cuidase hasta que estuvieras recuperado, así que se marchó tras ellas cuando dejaron el hotel.
―¿Ellas? ―preguntó extrañado.
―Sí, una muchacha vino a recogerla. Álex vio cómo se saluda- ban y se marchaban en el coche de Blanca. Lo primero que hicieron fue visitar la casa de Blanca. Luego se fueron de compras, que por cierto, estuvieron un buen rato en un sex shop.
―¡No jodas! ―Los ojos de Abel comenzaron a iluminarse ante la lujuria de saber que su mujer andaba buscando juguetitos con los que divertirse. Quizás no era tan recatada como había pensado.
―¿Te concentras? ¿O te has perdido en el sex shop con ella? ―le llamó la atención y este le regaló una sonrisa traviesa para confirmar que había visitado mentalmente aquel lugar pero que ya se encontraba con él―. Luego estuvieron tomando algo y con- cluyeron la tarde visitando el bufete de abogados que trabaja con nuestra empresa.
―¿Para qué? ―Giró la silla y se sentó. A pesar de encontrarse mejor, las fuerzas le abandonaban. Necesitaba alimentarse lo antes posible.
―La chica que la acompañaba es una de las abogadas que tra- bajan allí. ¿No recuerdas al dueño del bufete? Seguro que lo has visto en más de una ocasión. Merodea por la empresa como si fuese suya.
―¿Ese canoso que se parece al actor este... Richard Gere?
―Sí, el mismo.
―Entonces Blanca la habrá contratado para algún tema de se- guridad, ¿no? ―dijo en voz baja mientras se tocaba su nueva e irreconocible barba.
―O algún abogado. Tal vez todos los que conozca hayan sido tocados por la maliciosa mano de su marido y ella no pueda contar con ellos.
―¿Qué más? ―Abel miró a la cara de su compañero y supo que había algo que le estaba ocultando.
―Sobre lo de esa chica, nada más. Pero sí que hay otra cosa. ―Cogió la otra silla y se sentó al lado de su compañero―. Abel, Blanca está a salvo. No debes preocuparte de nada.
―¿Qué más? ―inquirió con voz ruda.
Álex descubrió que las estaban siguiendo. No llegó a verle la cara, pero según él, podría ser un sicario contratado por Eduardo para hacer desaparecer a su esposa. Cuando el jefe se enteró de lo que sucedía, le dijo que la protegiera hasta que te encontrases mejor.
―¡Debo salir de aquí! ―gritó Abel tirando la silla al suelo y bus- cando su ropa―. Como se le haya ocurrido intentar hacerle daño... ¡voy a estrangularle con mis propias manos! ―seguía gritando mientras se colocaba las botas y guardaba su arma en la funda y la de César en la cintura.
―Abel, necesitas tranquilizarte. Ella está a salvo, Álex la cuida. Debemos dar respuesta a muchas preguntas que se nos plantean antes de ir disparando a diestro y siniestro, ¿no crees? ―Abel se quedó quieto mirándolo y Jacob prosiguió―. Si es ver- dad que ese capullo ha contratado un sicario, sería bueno saber cómo lo ha conseguido y cómo ha tardado tan poco tiempo. ¿Hasta dónde alcanzan sus zarpas? ¿Quién puede facilitarle ese tipo de especialista?
―¡Me importa una mierda quién esté lamiéndole el culo! ¡Solo quiero tener a Blanca cerca y protegerla!
―Abel, ¡joder, relájate! ―le dijo Jacob.
―Escucha Jacob, sé lo que sientes por Álex y él por ti. Y la de batallas emocionales por las que habéis pasado hasta comprender que estáis hechos el uno para el otro. Ahora imagina una cosa, piensa que en lugar de Blanca fuese Álex quien estuviera en peli- gro... ¿qué harías?
―Correr. ―Se levantó de aquella silla, cogió la chaqueta y se puso en la puerta con los brazos cruzados―. ¿Algún plan?
―Sí, estaba pensando... ―De pronto un ruido en la habita- ción contigua los alarmó. Llevaron sus manos hacia las armas y comenzaron a gesticular. Abel le decía que le siguiera y Jacob asentía. Pegados a la pared, salieron de la habitación sin hacer ruido. La puerta del dormitorio donde había permanecido Blanca estaba abierta. Jacob se colocó en el marco derecho de la puerta y Abel en el izquierdo con mucho sigilo. A pesar de no encontrarse en plenas facultades, sus ganas de salvarla le hacían olvidarse de las molestias que sentía en su pecho y continuar con su propósito.
―Yo primero ―susurró Abel. Si se trataba del sicario buscando pistas acerca de cómo llegar hasta Blanca, tendría una enorme sorpresa ante él―. Vamos ―le dijo.
Pero en el mismo instante en que iba a dar un paso dentro de la habitación, una empleada cruzó el cuarto de un lado a otro.
―¡Baja el arma! ¡Es el personal de limpieza! ―le explicó bajando la voz.
―¿Tienen algún problema, caballeros? ―les saludó una de las empleadas que al salir al pasillo se los encontró haciendo muecas en la puerta.
―Buenas tardes... No. No tenemos ningún problema ―respon- dió Jacob con amabilidad.
―Pensaba que había regresado la mujer que se alojaba aquí ―co- mentó Abel.
―¿La conocían? ―Amusgó los ojos y los miró de arriba abajo. «Yo también quiero una noche con ellos, Señor», pensó la mujer.
―Sí. ¿Ocurre algo? ―Siguió preguntándole Abel mientras la jo- ven clavaba sus ojos en el atractivo Jacob.
―Se ha olvidado un colgante en el baño e iba a dejarlo en recep- ción. ―Lo sacó de su bolsillo y se lo mostró.
―Si quieres, se lo puedo dar yo mismo. La veré pronto ―dijo mientras lo atrapaba.
―¿Promete que se lo dará?
―Por supuesto, tengo que verla en un rato.
―Bien. ¿Puedo hacerte una pregunta? ―se dirigió a Jacob. El muchacho asintió y ella prosiguió―. ¿También estás en la lista?
―No sé a qué lista te refieres. ―Levantó la mirada para pedir ayu- da a su compañero, que estaba divirtiéndose mucho con aquello.
―La lista de recepción, esa que...
―Nos puedes encontrar a los dos ―dijo resuelto Abel―. Tan solo tienes que buscar “Tango” y “Cash”. Él es “Tango” y yo soy “Cash”...
―¡Bien! ―exclamó la mujer con felicidad―. El miércoles que vie- ne descanso, así que andaré por aquí. ¿Os parece bien a las diez?
―¿Te parece bien, Tango? ―preguntó burlón a su compañero que la miraba con ojos desorbitados.
―Me parece bien, Cash.
―¡Perfecto entonces! Me llamo Esperanza. Nos veremos el miércoles. ―Le guiñó a Jacob y se marchó con un escandaloso mo- vimiento de caderas.
―¡Imbécil! ―Golpeó el hombro de Abel y se marchó hacia la habitación.
―No podíamos romper la magia. ―Caminó detrás de él a la vez que se ponía el colgante de Blanca en su cuello.