20 Vaticinio

Una vez que César dejó a su compañero bajo la supervisión de Blanca, abandonó el hotel para dirigirse a un pueblo cercano, donde esperaba encontrar al médico que podría ayudarles.

Las prioridades en el grupo tenían que cambiar. Hasta aquel momento, habían actuado bajo la manta protectora de Javier, pero Eduardo se había cansado de tanta intromisión en su oscura labor y comenzó a mover sus fichas en la lucha. Por mucho que lo pensaba no entendía cómo alguien de su posición se codeaba con lo más bajo de la sociedad. «Lo único que le mueve a ese malnacido es un ansia de poder». Se dijo. Aunque seguía sin entender la razón por la que introducían la droga en los institutos, haciendo partícipes de tal aberración a los propios jóvenes que, movidos por el dinero y la popularidad, volvían adictos a sus compañeros. El hombre arrugó la frente cuando pensó en la cantidad de adolescentes que escondían en sus mochilas aquellas malditas sustancias, preocupados más por tener un instante de soledad para esnifarla que en enriquecer su mente. En sus tiempos, su madre era la que revisaba la mochila, y si encontraba algo que no fuera el estuche o las libretas, no paraba de hablarle de las prioridades en la vida. Solo por no escucharla, se guardaba los tebeos entre la ropa. Sin embargo, los tiempos habían cambiado. «Los padres no se preocupan tanto como antes». Reflexionó. No le gustaba la nueva actitud que habían tomado; les dejaban asumir ciertas responsabilidades cuando todavía no tenían la mente lo bastante madura, arrastrándolos a una encrucijada entre el deber y el placer. Pero mientras le llegase la deseada muerte seguiría haciendo su trabajo. Cuando su mujer estaba a su lado su entrega era mayor, tal vez porque pensaba que algún día un hijo suyo caminaría por la ciudad y pretendía que fuese un lugar más seguro para él. Pero ahora, sin su esposa y sin ganas de buscar nada que no fuera desaparecer en silencio, lo que hicieran los niños de los demás, no le resultaba tan importante. Puso el intermitente de la izquierda y condujo hacia una carretera secundaria, donde la naturaleza lo envolvería con sus árboles y en la que solo se escucharía el ruido de su motor. Conduciendo por la agujereada vía, algo le llamó la atención. Miró hacia delante y amusgó los ojos. Parecía que en medio de la carretera algo deambulaba a lo lejos. Quizás algún animal. Pero mientras se acercaba, el bulto se hacía más grande asemejándose a una persona. Redujo de inmediato la marcha y observó por el espejo retrovisor que no tenía ningún coche detrás. Puso las luces de emergencia, bajó del vehículo y salió lo más rápido que pudo hacia una mujer que caminaba de un lado a otro. Al acercarse pudo leer unas palabras escritas en la espalda. «Soy una zorra». Observó que presentaba diversas heridas en todo el cuerpo, el cabello alborotado y andaba completamente desorientada. Lloraba con desesperación y de su labio, partido por algún golpe, un hilo de sangre brotaba hasta el suelo.

― ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! ¿Por qué no has terminado con mi vida? ¿Acaso te diviertes más así? ―gritaba al cielo sin cesar su llanto―. ¿No tenías bastante con todo lo que he sufrido? No... hacerme pasar por eso y meterme en un puto cajón de mierda durante una noche, no te ha sido suficiente, ¿verdad? ―Seguía mi- rando hacia arriba intentando guardar el equilibrio al caminar―. ¡Maldito Eduardo! ―gritó con todas sus fuerzas.

César se quedó helado al escuchar ese nombre pero no era el momento de hacer preguntas sino de actuar. Tenía que elaborar algún plan para llamar la atención de la joven y llevársela de allí. Regresó al vehículo y cogió una manta. Era la que utilizaba su mujer en los viajes. No había sido capaz de quitarla de allí porque pensaba que de esta manera le seguía acompañando. Con el paño en sus manos se dirigió hacia la muchacha que continuaba vagando desorientada.

― ¡Señorita! ―exclamó al fin para llamar su atención. ―¡Vete! ―gritó la muchacha―. No te acerques más... ―¡Por el amor de Dios! ¡Pare! No quiero hacerle daño, se lo

prometo ―le dijo mostrandole la manta.
―¡Quiero morir! ―exclamó con una voz desgarrada y llevándo-
se las manos hacia la cara.
―Me parece bien, yo también lo he pensado en alguna oca-
sión; pero creo que a ninguno de los dos nos ha llegado el momento ―comentó con serenidad.
―Mi tiempo aquí se ha acabado ―gritó al observar que se acer-
caba un coche a gran velocidad.
César se giró hacia atrás y contuvo la respiración. La chica
quería morir fuera como fuese, pero no podía permitírselo. Su
conciencia no le dejaría tranquilo, así que corrió hacia ella y cubriéndola con la manta, la empujó hacia el arcén. El coche pasó
sin preocuparse de lo que estaba sucediendo, dedicándoles varios
pitidos por entorpecer su camino.
―Hoy no ―cuchicheó sobre el oído de ella.
Tras un desesperado forcejeo y varios mordiscos, consiguió
llevarla hasta el coche y la ayudó a acomodarse en el asiento. La
mujer seguía gritando y llorando, pidiéndole que la dejara en paz,
que necesitaba morir. Sin embargo, él no estaba dispuesto a concederle aquel deseo. Cerró la puerta, se alejó del vehículo y comenzó
a caminar por el lugar. Se preguntaba si tal vez podría encontrar
algo que le diese información de la muchacha o lo sucedido, porque ella no parecía estar por la labor. Miraba con frecuencia hacia
el coche para cerciorarse de que la joven continuaba allí y empezó
a inspeccionar los alrededores. Después de buscar durante varios
minutos algo llamó su atención, había un pequeño bolso de mano
sobre unas piedras. Lo cogió y lo abrió. Encontró la documentación
de la mujer. La miró y sopesó qué es lo que debía hacer. Si de verdad era otra víctima de Eduardo, como había llegado a concluir, no
podía llevarla ni a casa de la chica ni a un hospital, y el hotelucho de
la carretera ya tenía bastante con un herido como para llevar a otro.
Cerró el bolso y corrió hacia el coche. Antes de arrancar observó
con detenimiento las secuelas que la joven dejaba al descubierto. El
labio superior partido, el ojo derecho amoratado, unas líneas rojas
le rodeaban las muñecas y su pelo cubierto de broza del lugar. ―Imagino que es tuyo... ―le dijo César mientras arrojaba el bol-
so en el asiento trasero.
La chica miró al hombre y luego ojeó lo que había tirado tras
ella. En aquel instante abrió la puerta y comenzó a vomitar. César
salió de nuevo para poder atenderla mejor.
―¿Te encuentras bien? ―la intentó calmar poniendo la mano
sobre su hombro, pero ella se apartó―. No quiero hacerte daño, muchacha. Tan solo quiero protegerte de los que te han hecho esto. ―Frunció el ceño al acordarse de la chica del parque. Tenía las mismas marcas en las muñecas que ella. Un trenzado que le indicaba que había estado amarrada a una cuerda―. Creo que lo mejor será que te lleve a mi casa. ―La muchacha le miró asustada y comenzó a taparse los trozos de piel desnuda que dejaba al descubierto―. Tranquila. No soy de esos ―le dijo con tono pausado―. Ni se me ocurriría tocarte. Jamás he hecho daño a una mujer y no voy a empezar ahora. Voy a llamar por teléfono a una persona y le informaré de que estás conmigo, ¿de acuerdo? ―Entró en el coche,
cogió su móvil y marcó un número de teléfono.
―Dime, César. ―La voz de Javier retumbó en el pequeño habi-
táculo―. ¿Todo va bien?
―No, Javier. He salido a buscar ayuda para Abel, y me he en-
contrado a una muchacha deambulando desnuda, herida y confusa por la carretera. Al principio pensé que sería una borracha
despistada, pero cuando la he observado con detenimiento, he
apreciado en su piel las mismas marcas que tenía la joven que
encontramos en el parque. ―Al escuchar esto, la chica lo miró con
los ojos muy abiertos.
―¿Estás seguro? ―preguntó sorprendido el jefe.
―Muy seguro.
―¿De quién se trata?
―Me suena su cara pero está tan deteriorada por la paliza que
me cuesta situarla en algún lugar. De todas formas he encontrado un pequeño bolso por los alrededores y dentro tenía su documentación. Se llama Sara Jiménez Ruíz. Mejor será que te de
su número de identificación y averigües lo que puedas. Creo que
con mantenerla protegida tengo bastante. ―Alargó la mano hacia
atrás y cogió el monedero de la muchacha.
―Dime.
―Siete, cuatro, tres, cero, cero,...
―De todas formas, César, intenta hacer que hable, porque ya
sabes... si se trata de una víctima de ese bastardo, tarde o temprano intentará acabar con ella. Necesitaremos toda la información
posible si queremos protegerla.
―Estoy en manos libres... ―le advirtió tarde.
―¿Cómo has pensado ayudarla? ―preguntó tras un silencio
incómodo.
―Llevándola a mi casa, creo que estará más segura allí. ―Me parece buena idea. Tu deber es cuidarla hasta que poda-
mos ir en tu busca, así que no te apartes de ella. ¿Entendido? ―No lo haré.
―Por cierto, ¿Abel cómo se encuentra? Supongo que los chicos
están con él.
―Aún no, lo he dejado con Blanca. Me dirigía a buscar a un
médico... sé que tendría que haberlos esperado, pero... ―No te preocupes seguro que no tardan en llegar. Y Jacob está
más que capacitado. Yo mismo necesité de su ayuda hace tiempo
y te aseguro que cuenta con toda mi confianza. Cuida de la chica,
es importante.
César puso en marcha el coche y se alejó a gran velocidad. No
deseaba permanecer allí por más tiempo, podrían regresar para
terminar su trabajo y él estaba desarmado. Le había dado su pistola a Blanca para que protegiese a Abel. Durante el trayecto, la
muchacha no dijo ni una sola palabra. Miraba a través del cristal
hacia el horizonte y sus lágrimas seguían invadiendo su rostro.
Intentó pensar en algo que le hiciera sentirse mejor, pero al no hallarlo desestimó la idea. El silencio les acompañó durante el viaje. ―Hemos llegado ―le informó después de unos interminables
veinte minutos―. Aquí estarás segura.
La urbanización estaba tan apacible como siempre. Adoraba
aquel lugar; casas individuales con tejados negros, inmensos jardines que rodeaban las edificaciones, amplitud de sus calles y sobre
todo escuchar el canto de los pájaros. Hubo un tiempo en el que no
los escuchaba, cuando decidió trasladarse a la gran ciudad en busca
de oportunidades. Sin embargo, regresó a la calma y el sosiego de
una villa alejada del caos. Esa fue la idea al saber que su mujer estaba embarazada. Buscaron un sitio donde poder estar en contacto
con la naturaleza y que su hijo pudiera tener una buena calidad de
vida. Pero todo se fue al traste cuando descubrieron el cáncer de su
mujer; el niño, los sueños, la felicidad, el encanto, ella... Al recordar a su añorada esposa, César ensombreció el rostro.
Paró el motor, rodeó el volante con sus brazos y posó la cabeza
sobre ellos. Lo que estaba haciendo era una locura. Algo más que
apuntar a su lista de idioteces diarias, entre las cuales se encontraban hacer que dispararan a un amigo para salvarlo a él... y ahora
esta, llevar a su casa a una completa desconocida.
―Gracias... ―susurró la joven tras observar con detenimiento el
cambio en el rostro de César.
―Está bien, Sara. Esto será lo que haremos; subiremos a mi
casa, te daré algo de ropa e intentaremos hablar de lo que ha pasado. Será lo más adecuado para saber cómo actuar, ¿de acuerdo?
―Ella afirmó con un leve asentimiento de cabeza.
César la condujo hacia la primera planta de su hogar. Sara andaba despacio tras él. La escuchaba suspirar con profundidad. Entendía la incertidumbre por la que pasaba, él sufría algo parecido.
La chica llegaba a un lugar desconocido y él llevaba a una extraña
al santuario que había construido para su mujer.
―Pasa. ―Le abrió la puerta que conducía hacia el salón y la
dejó pasar en primer lugar.
Sara alzó por fin la vista y dejó que César contemplara por pri-
mera vez la tristeza que reflejaban aquellos profundos ojos ver-
des. Dejó lo que llevaba en sus manos en una silla y se quedó
parado frente a ella, observándola con cuidado para que no se
sintiese intimidada.
―¿Puedo hacerte una pregunta que no cesa de rondarme por la
cabeza? ―le preguntó César apartándose despacio de ella. ―Sí ―respondió Sara tapándose aún más.
―Creo que te conozco, pero por mucho que intento saber de
qué no consigo situarte.
―¿Saberlo cambiaría algo mi pasado? ―contestó Sara con
sequedad.
―No.
―Entonces no tiene importancia. Ahora me toca preguntarte
por qué tienes tanto interés en salvarme la vida.
―Pienso que has sido víctima de un personaje que estamos in-
vestigando y tu confesión nos ayudaría a meterlo en prisión. ―¿Crees que voy a delatar a los autores de esto? ¡Me destrozarían
de la forma más espantosa posible! ―Se atemorizó. Tan solo de
pensar qué ocurriría si denunciaba a Eduardo comenzó a marearse. Si saliera a la luz todo lo que con tanto esfuerzo había tratado
de ocultar, sería peor que la muerte.
―Van a ir a por ti, Sara... De ti depende que esos villanos sean
capturados para siempre o continúen con sus fechorías. ―Se giró
para hablarle mirándola a los ojos y que pudiera apreciar la sinceridad de sus palabras.
―Entonces... ¿me has traído aquí para mantenerme viva hasta
que declare? ―Sus ojos transmitían desesperación. No podía decir
nada. Debía escapar de allí como fuese.
―Es lo mejor, ¿no crees? ―Ella asintió mostrando una tranqui-
lidad fingida. No debía reflejar en su rostro la idea que había pa-
sado por su mente si quería conseguir su propósito.
Durante unos instantes el silencio reinó entre ellos hasta que al
final Sara lo interrumpió.
―Daría cualquier cosa por relajarme en un baño caliente... ―Puedes hacerlo arriba, en el aseo de la segunda planta. ―Le
indicó movido por la compasión tras dudar por un instante. Aquel
baño era el último recuerdo intacto que le quedaba de Elisa. Sara bajó la vista al suelo y subió con lentitud las escaleras. Apenas se le escuchaba respirar, y sus pies eran plumas cayendo sobre
el suelo. La tristeza y debilidad eran tan inmensas que parecía un
espectro. César la siguió con la vista hasta que la vio entrar en el
baño. Entonces fue cuando recordó que las toallas que había dentro, las había utilizado su mujer antes de marcharse al hospital y no
deseaba que las manoseara, porque de ser así perdería su esencia.
Entró en el pequeño aseo que había a su lado, cogió la toalla de la
ducha y subió con rapidez agarrándose a la baranda de forja que
ascendía al segundo piso. Se paró frente a la puerta del baño donde estaba Sara y se quedó pétreo. Ella había dejado una pequeña
abertura lo suficientemente grande como para que, desde donde
se encontraba, pudiera observar cómo se deslizaba la manta que le
había dejado para cubrir su cuerpo. En su espalda seguían escritas
aquellas hirientes palabras. Unos grandes verdugones cubrían la
parte posterior de sus piernas y los pequeños glúteos no eran blanquecinos como su piel, estaban amoratados. César apretó sus puños
para contener la furia que lo había poseído. Intentó respirar hondo
y recuperar la calma perdida. La debilidad de Sara le recordó, sin
poder evitarlo, a la de su mujer antes de fallecer. Las dos tenían
aquella mirada de desesperación ante el horror de vida que estaban
sobrellevando. Escuchó el sollozo de Sara y cerró con cuidado la
puerta. Ella necesitaba cierta intimidad para hacer frente a lo que
estaba contemplando en el espejo. César se apoyó en la pared y fue
agachándose lentamente hasta que consiguió sentarse en el suelo.
Se llevó las manos hacia su rostro y recordó el momento en el que
su mujer se marchó para siempre.
―Debes seguir adelante ―le dijo ella la noche que murió. ―No voy a ser capaz de vivir sin ti, cariño. ―Lloraba
desesperado.
―La que va a morir soy yo, no tú. Debes continuar. ¡Prométe-
melo! ―gritó con todas sus fuerzas. Las frágiles manos acariciaban
el rostro afligido de su esposo.
―No estoy en condiciones de prometer nada, entiéndelo. En es-
tos momentos estoy perdido. Construí mi futuro en base a nuestra
unión y ahora, si me dejas, ya no tengo futuro. ―Entrelazó aque-
llas manos con las suyas.
―Regresarás junto a Javier. Él cuidará de ti, los muchachos te
ayudarán. Entiende que debes continuar viviendo, César. Soy yo
la que se marcha.
César negaba con la cabeza. La miró con ternura diciéndose a sí
mismo lo horrible que era verla en aquella situación. Pero a pesar
de todo, la quería a su lado. El cuerpo grácil y fuerte que un día
lució, se había debilitado tanto que parecía un esqueleto con piel.
La tez ya no era suave y blanquecina, sino ruda y morada. Pero
aun así, la amaba y no podía soportar la idea de dejarla marchar.
Era un acto de puro egoísmo, pero no le importaba serlo por primera vez.
―Llama al médico, César. Necesito más calmantes, me duele
mucho ―le confesó mientras retiraba las caricias que ofrecía a su
esposo.
Y él salió de la habitación pidiendo que un médico endulzara los
últimos momentos de su mujer. Pero aquello había sido una patraña de Elisa. Supo que la muerte la acechaba y no quería marcharse
sabiendo que la última imagen que tendría su marido de ella era
exhalando el último aliento de vida. Cuando César entró con el médico, cayó de rodillas y comenzó a llorar. Ella tendía la mano hacia
el suelo y la máquina no cesaba de emitir un pitido interminable. ―Lo siento ―dijo el doctor apoyando su mano en el hombro del
abatido esposo―. Pero ha sido lo mejor, estaba sufriendo mucho.
Ahora podrá descansar.
―La amo tanto... ―Lloraba César intentando llegar hasta la frá-
gil mano que colgaba―. No sé cómo voy a vivir sin ti.