5 lo inesperado
― ¡¡Eres un imbécil!! ―gritaba desesperadamente la mujer des- de la puerta―. Escúchame con atención, don Abel Segura, llega- rá el día en el que averigües qué es el amor y entonces el destino será quien se reirá de ti. ―Levantó su dedo índice y le señaló con firmeza. Estaba muy enfadada por lo ocurrido y no podía aguantar más aquella situación. Después de dos meses juntos se había dado cuenta de que no merecía la pena amar a quien no era capaz de hacerlo. Con el orgullo en su punto más álgido, agarró el picaporte de la puerta, le escupió a la cara y salió dando un sonoro portazo.
Abel se quedó parado frente a la entrada durante unos instantes. Tenía la esperanza de que ella regresase y tener una nueva sesión de sexo tórrido y desenfrenado. Sin embargo, no apareció. Suspiró y caminó hacia su dormitorio. Esta vez la había liado a lo grande, pero tenía sus razones. Echó un vistazo a la cama y sonrió. Las sábanas estaban tiradas por el suelo, la almohada todavía tenía el hueco donde había estado la cabeza de ella y toda la habitación emanaba un delicioso olor a sexo. Puso las manos en su cintura y sopesó si merecía la pena correr tras ella o no. «¿Estás seguro de que es la mujer con la que quieres pasar el resto de tu vida?». Se preguntó. Negó con la cabeza. Elena tenía razón, no era un hombre preparado para amar. El pasado todavía vivía en él y el daño que le propició aquel desamor no había desaparecido. Se giró y fue a la cocina. Necesitaba tomarse un café y pensar en los cambios que durante aquella semana le habían ocurrido, entre los cuales se encontraba el nuevo empleo. Dos noches atrás entró en el bar un hombre con una mirada sombría. Al principio creyó que se trataba de otro borracho en busca de pelea, pero cuando su mirada se encontró con la suya y reconoció en sus ojos esa satisfacción de hallar lo que andaba buscando, supo con exactitud que él era el objetivo de aquel extraño.
― ¿Me buscabas, princesa? ―le dijo con su
típica chulería. ―¿Eres Abel Segura? ―le preguntó el
hombre.
―¿Cómo sabes mi nombre? ―Entrecerró sus ojos y observó con
más detenimiento al individuo.
―Porque vengo a ofrecerte una mejora en tu vida. ―César
se
sentó en un taburete cercano a la barra del bar. Abel se
colocó
frente a él.
―Cuéntame...
―Trabajo en una empresa de seguridad. Mi jefe ha pasado
por
este local, te ha conocido y le gustaría que trabajaras para él.
Un
buen sueldo y un trabajo peligroso.
―Me gusta la combinación de ambos. ―Abel se tocó la barba
y
sonrió de medio lado. Aquel extraño había captado su
atención.
El dinero le vendría bien, además necesitaba cambiar de aires,
y
un empleo con emociones fuertes era algo que no podía rechazar. ―Lo
imaginaba...
César echó un vistazo alrededor y contempló el tosco bar en
el
que se hallaba. Javier parecía tener razón de nuevo. Aquel
hombre
irradiaba en cada gesto de su cuerpo la necesidad de salir huyendo
de allí. Sin embargo, la actitud chulesca que mantenía, sembraba la
duda de que quizás Javier se precipitaba, al pensar que era
el
elegido para llevar la corporación, con la inteligencia y
discreción
necesarias.
―No te hago perder más tiempo. Aquí te dejo la dirección de
tu
primer trabajo. Es obligatorio vestir de traje y ser muy puntual.
―Cé-
sar sacó la tarjeta y se la puso sobre la barra. Abel la ojeó sin
cogerla.
Miró al extraño y frunció el ceño.
―¡Mierda! ¿Tengo que vestir de pingüino?
―Bienvenido a tu nueva vida. ―Se levantó del asiento y se
mar-
chó sin decir ni una sola palabra más mientras esbozaba una
placentera sonrisa.
El tiempo parecía haberse parado. Miró el reloj y no había trascurrido ni una hora desde que ella le dio el portazo. Sentado en una silla y mirando a través de la ventana, las palabras de la enojada mujer volvieron a su mente. Ella tenía razón, no podía amar a nadie. Le resultaba imposible aferrarse de nuevo a una mujer. Le costó mucho tiempo resurgir de entre el mundo de sombras y alcohol en el que había caído tras lo de Jo- hana. Tal vez si su madre no le hubiese abierto los ojos en el funeral de su padre todavía andaría por las calles de la ciudad pidiendo limosna para comprar otro cartón de vino con el que seguir ahogando sus penas. Sin embargo, sacó fuerzas y salió de aquel maldito mundo en el que se había sumergido. Aunque nunca pudo superar el dolor que le causó el abandono de su único amor. Por eso era frío como el hielo, por eso no dejaba que ninguna mujer ocupara de nuevo su corazón, por eso las utilizaba para su placer y cuando comenzaban a pedirle algo más, las abandonaba sin remordimientos. Era la única manera que encontró para continuar vivo.
No había cumplido los veinte años cuando todo su mundo se vino abajo. Había llegado del primer permiso que le concedió la ONU después de un año y medio en una misión secreta. Durante aquel tiempo las conversaciones con ella habían sido escasas, algo más abundantes al principio pero transcurridos seis meses desde su partida, apenas una llamada para saber si continuaba vivo. To- dos sus compañeros le contaban que eso era lo habitual cuando se distanciaban tanto tiempo; sin embargo, una vez de regreso todo volvería a la normalidad. Así que cuando le concedieron el permiso no le dijo nada, quería darle una sorpresa. Paró el coche en la puerta y corrió para aferrarla entre sus brazos, y ofrecerle todos aquellos besos que durante más de año y medio no le había podido dar. Susurrarle al oído los cientos y cientos de te quieros que murmuró a las estrellas de la noche pensando en ella. Aunque algo llamó su atención, el hogar estaba cambiado. Alrededor del jardín había una valla de madera, y bajo los árboles frutales un pequeño parque infantil. Tal vez aquellas modificaciones eran el presagio de lo que ella esperaba tras su regreso, formar una familia a su lado. Con una enorme sonrisa ante la visión de lo que sería tener un montón de niños correteando por allí, tocó el timbre de la puerta y esperó a que le recibieran.
― ¡Ya voy! ―le dijo una voz que reconoció al
momento. Por un instante se sorprendió, pero luego recordó que lo
último que le hizo prometer a su amigo fue que debería protegerla
durante el tiempo que él estuviese lejos.
―¡Abel! ¿Qué haces por aquí? ―preguntó asombrado Lucas. ―¡Hola,
Lucas! ―Extendió su mano para saludarle―. Me han
dado un permiso. ¿Qué tal todo?
―Bien ―respondió al gesto de saludo.
―¿Quién es, cariño? ―La voz de Johana apareció detrás del
hombre.
Abel no se había dado cuenta que ella añadió “cariño” a la inocente pregunta. Estaba tan ilusionado por volverla a ver, por tenerla de nuevo entre sus brazos... que aquel matiz tan importante no lo había registrado su mente. Pero cuando la vio frente a él no tuvo más remedio que retroceder unos instantes en el tiempo y descubrir con un terrible dolor, que todo había cambiado.
― ¡Abel! ―exclamó extrañada la
muchacha.
―¿Johana? ―preguntó para confirmar que aquella mujer que llevaba
entre sus brazos un bebé de no más de dos meses de vida, era la
mujer que dejó llorando y diciendo que lo esperaría el tiempo que
fuera necesario el día de su partida.
―Pasa, no te quedes en la puerta ―comentó Lucas alzando su mano
para posársela en el hombro―. Tenemos muchas cosas de las que
conversar.
―¿Conversar? No creo que tengas mucho que decir al respecto, Lucas.
Te dejé a cargo de la mujer que amo y me las arrebatado. ¿Hay algo
más?
―Abel, por favor... ―rogó Johana acercando aún más al bebé a su
pecho―. Fue todo tan extraño, tu marcha, mi soledad, su amis-
tad... ―Las lágrimas de la mujer comenzaron a brotar de sus azu-
lados ojos.
―¿Crees que yo no me encontré solo? Muchas veces, Johana. Pero
jamás me rendí, jamás me lancé a otros brazos y ¿sabes por qué? Por
amor, porque nunca hubo otra mujer que no fueras tú. ―Aguantó
estoicamente aquellas lágrimas que luchaban por salir y echando un
último vistazo a la pareja y a su retoño, se giró sobre sus talones
y marchó hacia su coche con pasos fuertes y decididos. Debía salir
lo antes posible de allí porque de lo contrario le patearía el culo
a quien se hizo llamar en el pasado su amigo.
―¡Abel! ¡Abel! Por favor, ¡escucha! ―gritaba la muchacha entre
lamentos.
Abel no se detuvo. Se metió en su vehículo y echó una última mirada
hacia ellos. Lucas abrazaba a la joven y le besaba el cabello,
mientras ella apoyaba su cabeza en el hombro y miraba cómo se
marchaba Abel, que arrancó y desapareció.
Volvió a clavar la mirada hacia el exterior y los primeros ra - yos de sol le dieron los buenos días. Se levantó de la silla y se dirigió hacia el baño. Necesitaba arreglarse un poco para afrontar su nueva etapa.