Capítulo XX

 

 

LA gran sala del castillo de Winchester estaba perfumada con el aroma de las flores y de las velas de cera de abeja. Hierbas aromáticas esparcidas por el suelo añadían una nota característica a los olores penetrantes de aquella feliz celebración. Los ropajes de brillantes colores de la realeza y su séquito de nobles personajes resultaban deslumbrantes, sólo superados por los espléndidos tapices tejidos con hilo de oro y de plata que colgaban de los muros. Yo participaba tan gozosamente como todos en aquel despliegue de colorido con unas calzas nuevas de color verde y amarillo y una espléndida túnica escarlata con brocado de hilo de plata, que casi me llegaba a los tobillos. Mis pies iban calzados con zapatos ligeros de piel de cabrito, y adornaba mi cabeza con un bonete suave de lana de color escarlata que colgaba a un lado de una manera que me pareció magnífica y aristocrática.
Casi me sentía tan satisfecho con mi atuendo como lo estaba por ser testigo de la boda del conde y la condesa de Locksley. Robin y Marian, vestidos respectivamente con suntuosos ropajes de seda de color verde y azul, estaban de pie en un extremo de la sala, y recibían la bendición de un solemne sacerdote vestido de negro; un hombre bajo y robusto que tenía un asombroso parecido con el hermanoTuck, un conocido monje galés del que se rumoreaba que en tiempos había tenido tratos con forajidos.
Ninguno de nosotros era ya un proscrito. Robin, como prometió, había conseguido el perdón para todos los supervivientes de la terrible batalla de Linden Lea, librada hacía seis semanas. El rey Ricardo —todos lo llamábamos así, aunque su coronación en la abadía de Westminster no iba a tener lugar hasta una semana después— había llegado a un acuerdo con Robin, avalado por sir Richard. Varios grandes cofres llenos de peniques de plata habían cambiado de manos, por un valor que algunos estimaban en cinco mil libras. Robin había prestado homenaje al rey, y a cambio de ciertas promesas y seguridades, había obtenido un perdón completo para él mismo y para todos sus hombres. También se le había concedido la mano de su querida Marian, y el condado de Locksley por añadidura. En su condición de conde, ahora era una persona eminentemente respetable y un poderoso magnate, y el propio rey estaba ahora, junto a su madre, Leonor, y su hermano Juan, presidiendo la ceremonia, sentados los tres en grandes sitiales de roble, regios testigos de la boda de su vasallo más reciente.
Me sentí casi abrumado ante la presencia del rey. Era un hombre magnífico: alto, bien parecido, de rostro arrogante, de unos treinta años de edad, con cabellos de un rubio rojizo y ojos azules, y el aspecto de un hombre habituado al ejercicio. Era sin discusión un hombre de acción, famoso como notable guerrero, hábil estratega y un hombre que adoraba la música y la poesía. Junto al rey, removiéndose inquieto en su sitial, estaba su bastante menos impresionante hermano menor, Juan, el más joven de los hijos del rey Enrique, que llevaba el título de lord de Irlanda. De poco más de veinte años, era mucho más bajo y menos robusto que su hermano mayor, y su cabello rojizo tenía un tono más oscuro. Mientras yo miraba al príncipe Juan, algo le irritó y le hizo llevarse la mano al pomo de la gran daga incrustada de joyas que llevaba al cinto, y su cara dibujó una mueca de petulancia infantil. La reina Leonor era el único miembro de la familia real que parecía alegrarse de verdad de la unión de Robin y Marian. Su hermoso rostro, respetado por la edad, resplandecía ante la visión de la feliz pareja mientras Tuck unía sus manos bajo una tira de seda blanca bendecida, y declaraba en voz alta ante la asamblea allí reunida que eran marido y mujer. También yo me sentía feliz, porque mis sentimientos hacia Marian habían sufrido un cambio sutil desde que Robin, Reuben y yo la rescatamos de la torre de la muralla. Seguía amándola, pero mi mentecata adoración se había transformado en el sentimiento cálido que había sentido por mis propias hermanas. Me sentía feliz porque ella lo era.
Goody, que parecía haber crecido seis pulgadas en las pocas semanas transcurridas desde la última vez que la vi en Winchester, tenía un aspecto angelical vestida de azul con una toca blanca a juego con la de Marian, y estaba colocada al lado de su señora portando un gran ramo de rosas blancas. Había tenido ocasión de verla antes, aquel día, y quise darle un fuerte abrazo, pero ella me rechazó y me dijo en tono severo que, como ahora era una auténtica dama, lo adecuado era saludarla con una profunda reverencia, y nada más. Me entraron ganas de ponerla boca abajo sobre mis rodillas y darle una azotaina, pero a fin de cuentas, tal vez teniendo prudentemente en cuenta lo que sabía que era capaz de hacerle a un hombre con un puñal, decidí seguirle el humor. De modo que le hice una reverencia profunda, aunque con una sonrisa irrespetuosa, y la llamé milady.
Fulcold, resplandeciente en su vestido de lana de color azul celeste, asistió a la ceremonia formando parte del séquito de Leonor. Se alegró mucho de verme con buena salud, y nos abrazamos como amigos. También sir Richard estaba presente, con una docena de caballeros de su orden, todos vestidos con sobrevestes de un blanco impoluto. Y Robert de Thurnham, mi salvador en el calabozo de Winchester, y ahora uno de los hombres de confianza del rey, me dirigió un saludo amistoso desde el nutrido grupo del séquito real, colocado a un lado de la sala.
Reuben envió una sustanciosa bolsa de oro como regalo de boda y una nota en la que decía sentirse desolado por el hecho de que sus negocios en York le impidieran asistir a la celebración. Era una conducta prudente. Por su condición de judío, no habría sido bien recibido por los nobles invitados a aquella ceremonia cristiana. El hermano de Robin, lord William, también envió excusas, pero no razones para su ausencia. Todos decidimos que se estaba comportando como una persona maleducada. Tal vez la razón auténtica de su ausencia era que, al ser un simple barón, su hermano menor (el conde Robert) tenía ahora un rango superior al suyo.
Bernard de Sezanne parecía en excelente forma: hacía chistes malos, tarareaba fragmentos de canciones y apenas bebía. Con permiso de su real protectora, él y yo actuamos juntos aquella noche, en la fiesta de la boda. Toda la mañana me estuvo repitiendo el gran honor que suponía actuar ante el rey. Me puso físicamente enfermo de los nervios, y no me ayudó al respecto el recuerdo de mi última representación en Winchester, ante Murdac y Guy.
Sir Ralph Murdac había huido de Nottingham. Después de la batalla de Linden Lea, fue perseguido hasta las puertas de la ciudad por los hombres de sir Richard, y allí se hizo fuerte en el torreón y desafió a los templarios durante más de un mes. Pero ante la noticia de que el rey Ricardo había desembarcado en Inglaterra y se dirigía al norte hacia Nottingham al frente de todo su ejército, Murdac juntó sus cofres repletos de dinero y a algunos hombres leales, y huyó hacia la protección de unos parientes en Escocia. Había sido informado, por los templarios naturalmente, de que el rey deseaba interrogarle sobre el paradero de los cuantiosos tributos que había recaudado en el Nottinghamshire y el Derbyshire el año anterior, alegando que habían de servir para financiar la gran expedición a Tierra Santa. Murdac, según habíamos de descubrir más tarde, se había gastado buena parte del dinero del rey en los mercenarios flamencos, que después de la marcha de Murdac cerraron un nuevo trato con el rey Ricardo y pasaron a entrar a su servicio sin un solo parpadeo. Los ministros del rey, según se informó al sheriff, pensaban que sir Ralph se había excedido en mucho en las cantidades exigidas para aquel tributo, y el rey pensaba escarmentarlo para dar ejemplo. Murdac hizo bien en escapar, por lo que averigüé más tarde; en efecto, Ricardo tenía intención de destituirlo, pero no porque estuviera particularmente furioso con el escamoteo de sus dineros por parte del sheriff. De hecho, los planes del rey incluían el cambio de más de la mitad de los funcionarios territoriales importantes de la Corona en Inglaterra, tan sólo como un medio para recaudar más dinero. Ricardo necesitaba con urgencia ese dinero para financiar su guerra santa, y un nuevo sheriff, condestable o arzobispo pagaría con gusto al rey una prima sustanciosa por su nombramiento. Un rico caballero llamado Roger de Lacy había empezado a negociar su nombramiento de sheriff del Nottinghamshire antes incluso de que Murdac empezara a hacer el equipaje.

 

 

 

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El anuncio de Tuck de que Robin y Marian eran marido y mujer fue acogido con grandes vítores y felicitaciones por parte de los presentes, más algunas sugerencias groseras para la noche de bodas. Hugh, el piadoso obispo de Lincoln, sentado cerca de los invitados reales, frunció el entrecejo ante aquella increíble profanidad, y Robin hubo de contener a sus hombres con un ademán, para restaurar el orden. Entonces el venerable obispo se levantó de su asiento. Hugh era un hombre alto y flaco, apasionado e impávido, y después de una corta bendición a la unión de Robin y Marian, lanzó una vibrante arenga acerca de Tierra Santa, y exhortó a los presentes a tomar la cruz y acompañar al rey Ricardo a la gran expedición para rescatar Jerusalén de manos del infiel.
La mayoría de la gente acogió con bostezos el sermón —los curas llevaban ya dos años predicando lo mismo—, pero un hombre al menos pareció mostrar un interés inusitado. Robert, el conde de Locksley, estaba al parecer atentísimo a las palabras del clérigo. Cuando el viejo obispo terminó su discurso con las palabras: «¿Quién quiere tomar de mis manos este símbolo de la fe, y prometer que con la bendición de Dios no descansará hasta haber recuperado Jerusalén?», Robin saltó de su asiento.
—Por Dios, yo lo haré —dijo en voz alta y con acento sincero. Y arrodillado delante del obispo Hugh, recibió su bendición y una tira de tela roja cortada en la forma de la cruz.
—Lleva este símbolo del amor de Cristo en tu manto, hijo mío —dijo el obispo—, y recuerda que obtendrás el perdón por tus muchos pecados y un lugar en el paraíso si mueres en el curso de ese peligroso viaje en el nombre de Dios.
La mirada de Robin se cruzó con la mía mientras el prelado le hacía aquella promesa, y juraría que, a pesar de la solemnidad del momento, mi señor me guiñó un ojo.
Otros caballeros se adelantaron a recibir la cruz, pero de alguna forma el protocolo de la ceremonia quedó roto cuando el rey Ricardo se levantó de su sitial, cruzó la sala a largas zancadas y dio un fuerte abrazo a Robin, sonriendo como un saltimbanqui regio. De alguna manera, en los pocos días que ambos habían pasado en el castillo, el rey Ricardo y Robin se habían hecho rápidamente amigos. El príncipe Juan, que seguía sentado, observó cómo los dos se daban mutuamente cariñosas palmadas en la espalda, y su cara adoptó una expresión desdeñosa. La reina Leonor se acercó a dar la enhorabuena a Marian, que parecía más feliz de lo que nunca la había visto. Yo esperaba que se hubiese quedado sorprendida, e incluso contrariada, por la repentina decisión de Robin de ir a combatir a una guerra en la otra parte del mundo, tal vez para no volver nunca; pero no dio el menor signo de angustia. Y así me di cuenta, claro está, de que todo aquel asunto había sido una representación teatral.
Robin había hecho un trato con sir Richard en la noche terrible del primer día de la batalla, mientras nos cuidábamos nuestras heridas y esperábamos la muerte a manos de los soldados de Murdac para cuando amaneciera de nuevo. Y Bernard, por supuesto, había sido el emisario de sir Richard. También yo había desempeñado un papel, casi sin saberlo. La paloma que solté al amanecer, con su delgada cinta roja, había sido la señal para sir Richard de que Robin aceptaba su proposición. Bernard me lo explicó todo en los días que siguieron a la batalla, cuando hubimos recuperado nuestras fuerzas lo suficiente para limpiar el fétido campo de batalla de los cientos de muertos esparcidos en él y darles una sepultura decente.
—Todo ha sido una cuestión de palanca, en realidad —me dijo Bernard mientras yo cargaba sobre mi hombro el cadáver de un anciano flaco—. La aplicación de la cantidad justa de presión en el momento adecuado. Desde luego, los templarios son maestros en ese género de cosas y, de una manera o de otra, casi siempre consiguen lo que se proponen.
Bernard se comportaba aquel día con una presunción insufrible, y yo sospechaba que se debía a una nueva conquista entre las damas de la reina Leonor. No quiso arrimar el hombro en la ingente tarea de llevar los muertos a una fosa común, sino que anduvo revoloteando alrededor de mí y mi equipo de arqueros, charlando feliz sin parar y estorbándonos mientras arrastrábamos los cadáveres al lugar de su descanso definitivo. Cuando hicimos una pausa para echar un trago de vino, continuó:
—En este caso, sir Richard deseaba desde hace mucho que Robin le acompañara en su gran aventura sagrada. Sobre todo quería a sus arqueros, ya ves. Quería a los hombres capaces de hacer esto —señaló un cuerpo, el de un caballero vestido con cota de malla y con los colores de Murdac, atravesado por una docena de flechas—. Ese zorro astuto probablemente estuvo tramando la manera de hacer tomar la cruz a Robin desde que fue capturado.
Bernard soltó una risita y luego, con un gesto despreocupado, se echó al coleto una pinta de vino de Burdeos.
Después de despedirse de nosotros en Linden Lea antes de la batalla, me contó Bernard, sir Richard había ido a reunirse con sus hermanos templarios y con la reina Leonor y su séquito, en el castillo de Belvoir, más o menos a veinte millas al sudeste de Nottingham. Allí se enteró de que Murdac había reforzado su ejército con cuatrocientos mercenarios flamencos, tropas de caballería y ballesteros. Se dio cuenta de que, al ser el ejército de Murdac tan inesperadamente fuerte, Robin estaba condenado casi con toda seguridad a ser aniquilado en la inminente batalla, y eso, sin contar la amistad que le unía a Robin, no convenía en absoluto a los planes de sir Richard. De modo que despachó a Bernard con un caballo veloz para llevar un mensaje a Robin. Sir Richard acudiría con una tropa poderosa de caballeros templarios en ayuda de Robin, si a cambio Robin prometía contribuir con una banda de arqueros mercenarios y de caballería a la santa peregrinación a Ultramar, el año siguiente. Robin no tenía más opción que aceptar la oferta de sir Richard, y con la comedia de tomar la cruz de manos del obispo de Lincoln, hoy el conde de Locksley reafirmaba su intención de cumplir su parte del trato.

 

 

 

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Cuando acabó la ceremonia, Robin reunió a sus capitanes en una pequeña habitación que servía de despensa, algo aparte de la gran sala en la que pronto íbamos a cenar acompañados por todo el esplendor de nuestros reales invitados. Hugh, Tuck, Little John, Will Scarlet y yo nos apretujamos en aquel pequeño espacio, y nos servimos con toda libertad de los barriles de cerveza abiertos que había allí. Hugh alzó una jarra de madera rebosante de líquido y dijo en tono jovial:
—Creo que todos deseamos felicitar a mi hermano por su boda y desearles a él y a su encantadora esposa Marian largos años de felicidad. ¡Por Robin y Marian!
Todos bebimos menos Robin, que dejó su jarra sin probarla.
—Tenemos un asunto por concluir, antes de celebrar mi boda —dijo Robin con una voz tan fría como el hielo. Miraba directamente a Hugh. Me di cuenta entonces de que John y Tuck se habían colocado uno a cada lado del hermano mayor de Robin, casi como dos carceleros.
—¿Qué asunto es ése? —preguntó Hugh en tono alegre.
—Sé que fuiste tú, Hugh —dijo Robin con voz ronca—. Primero fue sólo una sospecha, y la rechacé. Me dije a mí mismo: mi propio hermano no me traicionaría, nunca. Mi propia carne y mi propia sangre, un hombre al que he ayudado, salvado, amado... El traidor no puede ser él. —Hizo una pausa y su mirada se clavó en su hermano, esperando que hablara. Hugh no dijo nada, pero la sangre se había ido retirando poco a poco de su semblante—. Pero luego, en Linden Lea, me engañaste sobre el número de enemigos que se enfrentaban a nosotros. Me dijiste que probablemente los flamencos no llegarían hasta al cabo de una semana.
—Fue un error —dijo Hugh—. El trabajo de espionaje nunca es exacto. Mis fuentes me dijeron...
Robin le interrumpió:
—Los hombres bajo el mando de Murdac eran casi el doble de lo que habíamos supuesto. El mangonel... —Robin parecía perfectamente tranquilo, pero hubo de hacer una pausa y respirar—. No estábamos engañando a Murdac para hacerle caer en una trampa mortal; era él quien nos engañaba a nosotros. Sir Ralph sabía lo que planeábamos desde el principio..., porque tú se lo habías contado.
Huh sacudía frenéticamente la cabeza.
—No fui yo, Robin, lo juro. Tiene que haber sido otro...
—Sé que fuiste tú. No me insultes aún más con simulaciones. Admite la verdad. Por una vez, Hugh, admite la verdad.
—Juro..., juro en nombre de Jesucristo nuestro Salvador...
—¡Basta! —La voz de Robin restalló en la pequeña despensa. Arrimó un banco que estaba junto a la pared, pasó el brazo por los hombros de Hugh, le hizo sentarse y tomó asiento a su lado—, Hugh —dijo en tono cansado y amable, como un padre que se dirigiera a un hijo testarudo—, eres mi hermano y te quiero, pero sé que has sido tú. Dime sólo por qué lo has hecho, y juro que no te haré ningún daño. Lo juro por todo lo que más quiero.
—Pero Robin... —empezó a decir Hugh, y en su voz había un temblor de súplica. Robin le hizo callar llevándose un dedo a los labios.
—Dime sólo por qué lo has hecho, y no te haré ningún daño. Sólo dime por qué. Por favor. Por favor, Hugh. ¿No fui amable contigo, no te ayudé cuando estabas hundido, no te levanté...?
De pronto Hugh se irguió en su banco, y rechazó el brazo que Robin había pasado sobre su hombro.
—Yo soy el hermano mayor —gritó—. Soy mayor que tú. Primero William, luego yo, y luego tú. Ése es el orden correcto. Así lo dispuso Dios. Y mírate ahora, mi hermano pequeño es un conde y cuenta con la amistad del rey. —Su voz tenía un tono sarcástico—. Aún recuerdo cuando ensuciabas los pañales y mamabas de la teta de la nodriza. Y ahora..., ahora... —Las palabras parecían faltarle a Hugh—. Tú lo tienes todo y yo no tengo nada. Ni casa, ni fortuna, ni mujer, ni hijos. Soy un lacayo, un criado... ¡tuyo!
—¿Cuándo se puso Murdac en contacto contigo? —preguntó Robin en voz baja. En la habitación todos estábamos conmocionados por las palabras de Hugh. El hombre dejó caer entre las manos su cabeza medio calva. Robin no dijo nada. El silencio se alargó más y más, y se hizo delgado y tenso hasta un punto insoportable.
—No lo entiendes —dijo Hugh con esfuerzo, levantando la cabeza de golpe—. Lo hice por ti, para salvar tu alma. Tu alma inmortal se encuentra en un peligro terrible con toda esa turbia brujería que practicas, esa diabólica adoración pagana. Tú piensas que no es más que fingimiento, pero estás equivocado..., estás muy equivocado. Es abominación. Estás condenando tu alma al infierno por toda la eternidad con esas prácticas inmundas. También das mal ejemplo a otros, a simples campesinos, que así echan a perder sus posibilidades de salvación. Dijeron, Murdac lo dijo, que la Iglesia te acogería con júbilo, que Cristo te abriría los brazos. Te absolverían de todos tus pecados antes de morir y te garantizarían la vida eterna. En el paraíso, en compañía de los santos. ¡Eso es lo que yo he querido para ti! He querido salvarte.
—¿Cómo entró Murdac en contacto contigo? ¿Cuándo? —repitió Robin en voz baja.
—No lo entiendes. —Hugh casi se había puesto a gritar ahora—. No lo entiendes; fui yo quien se puso en contacto con él. Alguien tenía que detenerte. Después de que humillases a su gracia el obispo de Hereford, un hombre santo, y dieses muerte a sus sacerdotes, supe que estabas en peligro de condenarte. Tenía que actuar. Tenía que hacerlo. Me prometieron que te salvarías; que cuando fueras capturado recibirías la bendición de la Santa Madre Iglesia y tu alma estaría en compañía de Cristo para la eternidad. —De pronto, Hugh empezó a sollozar—. En compañía de Cristo —repitió.
—¿Y Thangbrand? ¿Y Freya? ¿Y todos esos hombres y mujeres acuchillados en la nieve? ¿Querías salvar sus almas, también? —preguntó Robin, con una calma helada.
—Estaban ya condenados; eran proscritos sin Dios, paganos, asesinos de sacerdotes...
—Eran tus amigos —estalló Robin. Se levantó del banco. Su actitud amistosa había desaparecido—. Ya he oído bastante —dijo con una voz vacía como una tumba. Hizo ponerse en pie a Hugh de un tirón—. Aléjate de mi vista —ordenó, y lo empujó hacia la puerta de la despensa—. Si vuelvo a verte otra vez, juro que te mataré al instante. Ahora, lárgate.
Hugh miró a su alrededor con ojos inexpresivos, húmedos de lágrimas. Robin se dio la vuelta, y sólo por un instante pude ver en su rostro una expresión de inmensa tristeza, antes de que de nuevo la cubriera una máscara de frialdad. Entonces, dando la espalda a su hermano, repitió:
—¡Lárgate!
Hugh se volvió con el cuerpo flácido, derrotado, y se dirigió muy despacio a la puerta.
Todos nos apartamos para dejarle paso, como si nadie deseara tocarlo. Pero, de golpe, noté que algo se movía a mi izquierda, y John pasó a mi lado como un vendaval de furia musculosa. Dio dos pasos, extendió sus grandes manos y atenazó con ellas el cuello de Hugh, en el momento en que el hermano de Robin llegaba ya a la puerta. Y apretó. Cada onza de fuerza de su poderoso cuerpo se concentró en la doble tenaza que cubría todo el espacio existente entre la barbilla y los hombros de Hugh. Nadie se movió; tocios nos quedamos paralizados por la sorpresa. El rostro de Hugh empezó a hincharse y colorearse, primero de un tono rojo subido, luego púrpura, y luego aún, de un gris azulado. Sus manos se aferraron a los grandes puños de John, y arañaron y forcejearon en un intento de liberarse de la presión que no le permitía respirar. De pronto hubo un horrible crujido, la cabeza de Hugh se venció hacia un lado y al mismo tiempo oímos el rumor de un flujo apestoso y toda la despensa quedó invadida por el hedor del contenido de sus intestinos al vaciarse. La orina goteaba por sus tobillos y formó un charco amarillo a sus pies. John sacudió el cuerpo una vez, haciendo oscilar la cabeza inerte, y luego lo soltó sobre el charco del suelo.
—John..., ¿qué has hecho? —preguntó Robin. Su voz era débil, insegura, temblorosa. Parecía la de un anciano. Nadie se movió aún. Luego John se inclinó un momento sobre el cadáver. Tenía un cuchillo en la mano y le vi abrir la boca del muerto, tirarle de la lengua y cortarla de raíz de un tajo. Luego soltó la cabeza, que fue a dar en el suelo de piedra con un golpe sordo.
—Le di mi palabra de que no le haría ningún daño —dijo Robin. Su voz tenía un tono incrédulo; parecía espantado por lo que había hecho John.
—Por los testículos colgantes de Dios, yo no se la di —dijo John, al tiempo que metía la lengua cortada en la bolsa de su cinturón— Tenía que morir, lo merecía más que nadie. ¿Y tú le habrías perdonado? ¿Tú? Merecía morir, si no por ti, por toda la buena gente, tu gente, que murió en Linden Lea. He hecho justicia.
Robin todavía parecía trastornado por la muerte de su hermano. Miraba fijamente el cuerpo. Por primera vez desde que lo conocía, mostraba signos de debilidad.
—Soy conde ahora —dijo despacio—, un compañero del rey, un caballero que ha tomado la cruz. Ya no soy un proscrito común, un asesino. He luchado mucho, y muy duro, para llegar a este punto... ¿Puede un conde faltar a su promesa, asesinar a su hermano, mutilar a hombres?
—Según mi experiencia, eso es exactamente lo que hacen los condes —aseguró John.

 

NOTA HISTÓRICA

 

El domingo 13 de septiembre de 1189, Ricardo, duque de Aquitania, fue coronado rey de Inglaterra en la abadía de Westminster en medio de una inmensa aclamación popular. De inmediato comenzaron los preparativos para embarcarse en lo que las generaciones posteriores iban a llamar la Tercera Cruzada. Al morir Enrique II había dejado un tesoro considerable en Inglaterra, pero Ricardo, su belicoso hijo, necesitaba mucho más dinero para la gloriosa aventura que se disponía a emprender.
A pesar de ser el nuevo rey de Inglaterra, el corazón de Ricardo siempre estuvo situado más al sur, en la tierra natal de su madre, Aquitania, y durante sus diez años de reinado no pasó más de diez meses en su reino del norte. Es más, parece haber considerado a Inglaterra como una especie de enorme hucha, valiosa sólo por el dinero que se podía sacar de ella. Sin embargo, para financiar su cruzada Ricardo no pudo aumentar los impuestos sobre el pueblo inglés: el diezmo de Saladino, creado por su padre en 1187 para costear una futura expedición para rescatar Jerusalén, había dejado prácticamente exhausto al país. De modo que Ricardo decidió vender al mejor postor todos los títulos, derechos y prebendas que dependían de su elección: una práctica regia perfectamente normal en el siglo XII. Roger de Howden, un cronista contemporáneo, escribió de Ricardo: «Puso en venta todo lo que tenía: oficios, señoríos, condados, cargos de sheriff, castillos, ciudades, tierras...». De hecho, el mismo Ricardo llegó a decir, medio en broma: «Vendería Londres, si pudiera encontrarle un comprador».
El resultado fue un masivo ingreso de dinero y un reajuste político general en todo el país: desaparecieron los hombres de Enrique y entraron en su lugar los de Ricardo. De los veintisiete hombres que habían sido sheriffs de condado en los años finales del reinado de Enrique, sólo cinco conservaron su puesto, y los nuevos pagaron bonitas sumas por su nombramiento. Una de las bajas debidas a las necesidades urgentes de dinero de Ricardo fue sir Ralph Murdac, el sheriff del Nottinghamshire, el Derbyshire y los Bosques Reales (el cargo de sheriff de Nottingham no se creó hasta mediado el siglo XV). Fue destituido de su cargo y sustituido por Roger de Lacy en 1190. Ralph Murdac fue una persona real, pero los datos históricos sobre personajes del siglo XII son muy escasos, de modo que he inventado casi todo lo relacionado con él, excepto su nombre. Lo mismo ocurre con otros personajes históricos que aparecen en mi novela, como Ralph FitzStephen, condestable de Winchester; Robert de Thurnham, un hombre leal al rey que poseyó un castillo en Kent; su hermano Stephen, y Fulcold, el chambelán de Leonor.
Piers, la infortunada víctima del sacrificio, es por supuesto una invención, pero la forma en que murió está basada en pruebas arqueológicas de sacrificios humanos celtas, en concreto el del Hombre de Lindow, un cadáver momificado del siglo I d. C., encontrado en Cheshire en 1984. El Hombre de Lindow fue un individuo de alto rango, muy posiblemente un druida, y fue golpeado en la cabeza, estrangulado, y posteriormente se le degolló como parte de un ritual precristiano, antes de que su cuerpo fuera arrojado a un depósito pantanoso de turba donde quedó perfectamente conservado durante cientos de años.
Hay muy escasos indicios de que el paganismo se mantuviera vivo en la Inglaterra del siglo XII; por el contrario, la mayoría de los estudiosos coinciden en que prácticamente todo el país era cristiano. Pero a mí me gusta creer, tal vez caprichosamente, que existieron grupos de sociedades primitivas que, en lugares salvajes y casi inaccesibles, siguieron aún apegados a los dioses antiguos, practicaron la brujería y la magia, y se resistieron con fiereza a la autoridad espiritual de una Iglesia omnipresente. A mi modo de ver, el propio Robin Hood es una encarnación de un espíritu salvaje del bosque; una manifestación de todo lo no urbano, incivilizado y no cristiano. También creo que, en parte, su persistente atractivo reside en esa excitante «otredad».
Así pues, ¿existió Robin Hood en realidad? Es difícil decirlo. ¿Hubo una vez un proscrito llamado Robert que se ocultó en el bosque de Sherwood, o tal vez en el de Barnsdale, durante la alta Edad Media, y se hizo famoso por robar a los viajeros? Casi seguro que sí. De hecho, al ser Robert un nombre corriente, y al ser el robo el último recurso de muchos campesinos famélicos —y una opción adoptada por no pocos caballeros escasos de recursos—, probablemente hubo varios hombres que encajaron en esa descripción. Tal vez varias docenas. ¿Reconoceríamos a alguno de esos pretendientes como el auténtico Robin Hood de nuestras leyendas modernas, que robaba a los ricos para repartir el dinero a los pobres e intercambiaba agudezas con sus alegres camaradas mientras se daba palmadas en un muslo enfundado en unas calzas verdes? Casi seguro que no.
En la literatura, Robin Hood hizo su primera aparición en un poema de William Langland fechado en 1370, llamado Visión de Piers el, Labrador. En él aparece un clérigo perezoso que conoce las historias populares sobre Robin Hood mejor que a sus propios feligreses. De modo que sabemos que las historias tipo culebrón sobre Robin eran un lugar común en el siglo XIV, cuando Langland escribió su poema. Pero hay eruditos que aseguran incluso haber encontrado rastros del hombre mismo. Las primeras referencias a una posible personificación de Robin Hood se encuentran en documentos legales de la primera mitad del siglo XIII. En 1230, el sheriff de Yorkshire redactó una lista de mercancías requisadas a un fugitivo llamado Robin Hood. Otro Robert Hod de Burntoft, del condado de Durham, es mencionado como propietario de unos terrenos en un documento legal de 1244. Más tarde perdió sus propiedades, de modo que es posible que se convirtiera en un proscrito. La cuestión se hace todavía más confusa por el hecho de que en la segunda mitad del siglo XIII los nombres «Robinhood» y «Robehod» aparecen con frecuencia en las actas de tribunales de varios condados del norte. ¿Eran nombres reales, o bien una forma genérica de referirse a un salteador de caminos, o apodos dados a criminales para adornarlos con un poco de glamour por asociación de ideas con un proscrito famoso? No creo que nunca lleguemos a saberlo. Pero lo que sí podemos afirmar es que Robin Hood, si existió, desplegó su actividad a principios del siglo XIII o antes. Si he escogido como época de mi historia los años finales del siglo XII y los inicios del XIII, es únicamente porque las películas y los programas de televisión que vi en mi época de adolescente situaban las hazañas de Robin en ese período.
Tanto si Robin Hood fue una persona real, como la personificación de un espíritu pagano de los bosques, o una «franquicia» compartida por varios criminales fanfarrones, o una amalgama de varios proscritos distintos, sigo encontrando extrañamente apasionantes las historias de sus aventuras. Espero que lo mismo les ocurra a ustedes, y que disfruten del siguiente libro de la serie, que narrará las aventuras de Robin y Alan en el largo y polvoriento camino a Tierra Santa.

 

Angus Donald Kent, enero de 2009

 

AGRADECIMIENTOS

 

Han pasado casi siete años entre el nacimiento de este relato en una apacible charla de bar y la aparición del volumen impreso, y durante ese tiempo ha habido un gran número de personas que me han ayudado enormemente: profesionales de la edición, libreros, periodistas e historiadores, amigos y familiares. Me gustaría, para empezar, dar las gracias a mi agente Ian Drury, de Sheil Land Associates, que intuyó las posibilidades de la obra a partir del borrador de los pocos capítulos que le envié; también quiero agradecer a David Shelley, de Sphere, que accediera a publicar este libro, y a su colega Thalia Proctor por su excelente trabajo de edición. El personal de la British Library me ha prestado una ayuda espléndida a lo largo de estos años, como asimismo los amables amigos de la Tonbridge Library. También me gustaría dar las gracias a Rieron Toole por su paciencia al enseñarme a perseguir ciervos al acecho.
A mis sufridos amigos y a mis antiguos compañeros de trabajo en The Times, les agradezco su participación en las interminables conversaciones en The Caxton sobre mí mismo y mis ambiciones literarias, cuando podíamos haber estado hablando de temas mucho más interesantes (como por ejemplo, ellos mismos y sus propias ambiciones literarias). Mis hermanos Jamie, John y Alex merecen una mención especial, porque hemos planeado juntos muchos puntos importantes de la trama mientras caminábamos por los campos de Kent algún domingo por la mañana, o mientras nos bebíamos después una pinta, o tres, para refrescarnos. Mis padres, Alan y Janet, también me han ayudado mucho, aportando libros viejos y artículos de periódico importantes, y ofreciéndome sugerencias, además, por supuesto, de darme durante más de cuarenta años su amor y su apoyo.
Otras personas que me han ayudado mucho, pero a las que no he tenido el placer de conocer, son los historiadores profesionales de cuyas obras he disfrutado: deseo dar las gracias en particular a John Gillingham por su obra magistral Richard I, a Alison Weir por Leonor of Aquitaine, a A.J. Pollard por Imagining Robin Hood, a Mike Dixon Kennedy por The Robin Hood Handbook, que tengo siempre sobre mi mesa de trabajo, a Robert Hardy y Matthew Strickland por The Great Warbow, y a David Boyle por Blondel's Song.
Pido disculpas por adelantado por cualquier error histórico en que haya incurrido; a pesar de la inmensa cantidad de ayuda de que he gozado al escribir este libro, los errores serán atribuibles en exclusiva a mí.