Capítulo XV
EL pánico es un gran enemigo.
Lo descubrí aquel día en Winchester. Me han dicho que la palabra
procede de un dios antiguo de los griegos llamado Pan, un demonio
aterrador que tocaba la flauta y tenía las patas traseras y los
cuernos de macho cabrío, y el cuerpo de un hombre desnudo. Pero
hasta el día de hoy, siempre que pienso en el terror irrazonable
que inspiraba aquel espíritu griego muerto hace muchos años, no
puedo dejar de recordar a Robin disfrazado de Cernunnos para aquel
atroz sacrificio, con el pecho ensangrentado y la cornamenta del
ciervo.
Esta primavera brotó en mi corazón un miedo
asfixiante que todo lo abarcaba, no exactamente pánico pero muy
próximo a él, cuando se agravó la fiebre de mi nieto Alan. Es el
último de mi linaje, lo último que queda de mí en este mundo. Al
pasar de los días adelgazó hasta tener el aspecto de un esqueleto,
incapaz de retener en su interior la comida ni la bebida,
silencioso e inmóvil, más y más al borde de la muerte. Admito que
bordeaba la locura mientras galopaba por el bosque con mi yegua,
con mis viejos Huesos crujiendo, en busca de una choza de troncos
en las profundidades de Sherwood que no había visitado durante casi
medio siglo.
Brigid me conoció al momento, a pesar de los
años pasados, de mi rostro gastado por el tiempo y de mis cabellos
cenicientos, y me pidió examinar mi brazo derecho. Pero yo le puse
un cordero recental en el regazo y, dejando a un lado los
cumplidos, le supliqué de rodillas que compusiera un hechizo para
salvar a mi chico. Ella posó una mano sobre mi cabeza y de
inmediato me sentí más tranquilo, aliviado por sus dedos que
recorrían mis rizos dispersos.
—Claro que voy a ayudarte, Alan —dijo—. La
Madre no consentirá que muera tu pequeño.
Su tono era tan confiado, mostraba tanta
seguridad en sus poderes, que sentí que un gran peso se desprendía
de mis hombros. Solté un largo suspiro y mis músculos contraídos se
aflojaron un poco mientras ella se afanaba junto a una mesa de
roble, sobre la que degolló el cordero y recogió su sangre en un
cuenco, molió raíces secas, mezcló polvos antiguos y musitó
ensalmos para sí misma. Yo miré a mi alrededor, en la choza. Apenas
había cambiado en cuarenta y tantos años: los mismos ramos de
hierbas secas colgaban del techo, las telarañas de los rincones
eran más espesas si cabe, e incluso el esqueleto colgaba aún de la
pared del fondo. Sin embargo, a pesar de toda aquella brujería, el
lugar me resultó acogedor. Era un sitio que irradiaba bondad, que
curaba. Empecé a relajarme mientras Brigid trajinaba. El poder del
antiguo demonio griego empezó a desvanecerse.
★ ★ ★
Sin embargo, en el castillo de Winchester
me encontré a la merced de las garras enloquecedoras de la deidad
griega.
Dejé caer la viola, algo que hizo que
Bernard estuviese furioso conmigo hasta pasado mucho tiempo, y
corrí hacia la puerta del salón. No había recorrido ni siquiera
cinco metros cuando media docena de hombres de armas me sujetaron.
Correr era a sus ojos una prueba de mi culpabilidad, ya veis. De
haberme quedado quieto sin decir nada y pensado un poco, podría
haber salido airoso del trance. Pero el instinto de echar a correr,
arraigado por años de ejercer de ladrón en Nottingham, fue
demasiado fuerte.
Los soldados me arrastraron hasta el lugar
desde donde había cantado, y a pesar de mis protestas de inocencia,
de mis súplicas a la reina y de mis forcejeos desesperados, me
maniataron con una cuerda y me taparon la boca con una mordaza. La
sala se había convertido en una babel de gritos. La reina se había
puesto en pie y pedía a voces el nombre del hombre que había
interrumpido su solaz. Guy gritaba que me había conocido en la
granja de Thangbrand y que yo era uno de los peores de aquella
banda de asesinos. Los demás invitados preguntaban quién era yo,
quién era Guy y qué demonios significaba todo aquello. Marian
seguía sentada, inmóvil, mirándome, y el color había desaparecido
de su rostro, de modo que el brillo rojo del rubí destacaba aún más
sobre la palidez del cuello. Fue sir Ralph Murdac quien restableció
el orden gritando «¡silencio!» una, y otra, y otra vez, hasta que
todo el mundo calló.
—¿Quién sois vos, señor? —preguntó la reina
con voz ronca y agitada, al restablecerse la calma.
—Soy Guy de Gisborne, alteza, un humilde
soldado al servicio de sir Ralph Murdac.
«Vaya —pensé—, a pesar de esa humildad que
proclamas, has arramblado con un título territorial en tus viajes,
escoria.» Yo había oído hablar de la mansión de Gisborne, una
granja moderadamente rica situada en las cercanías de Nottingham,
cuyo señor había muerto hacía pocos años. Al parecer, sir Ralph se
lo había regalado a Guy por los servicios prestados. Cuáles fueran
éstos, sólo podía adivinarlo, pero de seguro estaban relacionados
con la información que le había dado sobre Robin.
—¿Respondéis por este hombre, en tal caso?
—dijo la reina, volviéndose a sir Ralph. El hombrecillo sonrió y
ladeó su cabeza negra.
—Me ha sido de gran utilidad —dijo con su
ligero ceceo—. También es cierto que antes de entrar a mi servicio
fue miembro de la banda de forajidos de Robin Odo.
—En tal caso, continuad —dijo la reina a Guy
que, henchido por la importancia que se le daba, contó a los
reunidos que había crecido en la granja de su padre en Sherwood, y
que su padre se había visto forzado a dar cobijo a proscritos de la
banda de Robin. Alan Dale era uno de ellos, dijo a los presentes,
un ladrón particularmente depravado de Nottingham, muy dado al
asesinato y a la blasfemia.
—Bernard de Sezanne es también un proscrito
—añadió—, y..., y..., y la condesa de Locksley está prometida a
Robin Hood.
—Imposible —le interrumpió sir Ralph Murdac
con frialdad, mostrando a Guy un ceño gélido—. Estáis en un error.
La dama Marian es una mujer de la más elevada nobleza, y una amiga
íntima personal mía... Es del todo imposible que se relacione con
bandidos. Os equivocáis.
—Y Bernard de Sezanne es un noble caballero
de la Champaña —remachó la reina—, y mi sirviente, mi trouvère personal. Es evidente que también respecto
de él estáis equivocado.
—Pero... pero... —tartamudeó Guy. Fue
interrumpido por nuestro anfitrión, sir Ralph FitzStephen. Había
guardado silencio hasta ese momento, pero ahora quería imponer su
autoridad sobre los insólitos acontecimientos que estaban teniendo
lugar en el salón.
—Las acusaciones contra la condesa de
Locksley y... y Bernard de Sezanne son, por supuesto, ridículas, y
serán ignoradas. Pero las alegaciones sobre ese individuo Dale son
graves —dijo—, y deben ser objeto de investigación. Llevadlo al
calabozo y tenedlo encerrado hasta que se aclare el asunto.
De ese modo me vi arrastrado fuera de la
habitación y conducido por el interior del castillo, hacia abajo,
hasta el sótano más profundo, donde fui empujado a través de la
puerta de una mazmorra y fui a caer sobre un montón de paja
maloliente. La puerta se cerró a mi espalda con estrépito.
★ ★ ★
Tendido en la negrura de aquella apestosa
celda, con sus muros rezumantes de humedad y su suelo helado, oí
las carreras de las ratas. La mordaza que me tapaba la boca se
había aflojado, a Dios gracias, pero mis manos seguían atadas con
nudos prietos a mi espalda. Estos fueron motivo de una seria
incomodidad en las horas siguientes, aunque aquello no fue nada
comparado con lo que vino después. Para apartar la mente de mis
muñecas entumecidas, medité sobre mi situación: en el lado bueno,
contaba en Winchester con amigos poderosos. La reina Leonor estaba
enterada de la visita de Marian a Robin, y era de suponer que la
apoyaba; y también sabía que nosotros (Bernard y yo) formábamos
parte de la banda de Robin, y eso no la había impedido hacer entrar
a Bernard a su servicio. Marian, por su parte, estaba completamente
a salvo de las acusaciones de un soldado de fortuna, y yo sabía que
intentaría acudir en mi ayuda. En el lado malo, la propia Leonor
era una prisionera, aunque privilegiada, y podía verse
imposibilitada para ayudarme. Sir Ralph FitzStephen era quien
gobernaba el castillo y no podía cerrar los ojos a las acusaciones
de que por sus salones paseaban libremente proscritos. Pero lo peor
de todo era que Murdac sin duda querría sonsacarme información
sobre Robin, y eso significaba tortura, e inmensas cantidades de
dolor.
Para controlar mis miedos, representé
mentalmente una y otra vez la escena del gran salón: la cara
despechada de Guy y su dedo acusador extendido para denunciarme; la
mirada temerosa y la conmoción de Marian; la rabia de la reina; la
ostentosa galantería con la que Murdac se postuló como defensor de
Marian; la confusión de Guy cuando su amo rechazó sus
acusaciones.
Todos habíamos dado por supuesto en las
cuevas de Robin que Guy fue quien condujo a los hombres de Murdac a
la granja de Thangbrand; Guy había sido el traidor, y al parecer
había sido recompensado con la mansión de Gisborne. Pero mientras
estaba tendido allí sobre la paja húmeda, en la noche permanente de
aquella mazmorra, pensando en su traición e imaginando la venganza
sangrienta que había de tomarme, me di cuenta de que algo no
encajaba. Algo empezó a agitarse en el fondo de mi mente; una frase
de la carta que Murdac había escrito a la reina. La recordaba con
claridad: «... su suerte se le acaba. Conozco cada movimiento suyo
antes de que lo lleve a cabo, y pronto lo tendré en mis
manos...».
«Conozco cada movimiento suyo antes de que
lo lleve a cabo»; eso implicaba que Murdac tenía un espía en el
campamento, un traidor que le informaba de los planes de Robin.
¿Había sido Guy? Así lo parecía. Pero, ¿por qué? ¿Cuáles habían
sido los motivos de Guy? Hasta que yo lo enredé con el rubí, era un
joven satisfecho de sí mismo, por odioso que me resultara.
Entonces, como el chasquido repentino de una puerta al abrirse, me
llegó de pronto la certeza de que Guy no podía ser el traidor. La
carta estaba fechada el once de febrero, es decir dos meses después
de que Guy huyera de la granja de Thangbrand. Por lo tanto, la
conclusión forzosa era que, si no era Guy el traidor del
campamento, algún otro tenía que serlo.
Esa idea me provocó un estremecimiento de
horror; alguien, uno de mis amigos queridos, estaba informando de
todos nuestros movimientos a Murdac. Podía ser cualquiera: Much el
hijo del molinero, Owain el arquero, Will Scarlet, Hugh, Little
John, incluso el viejo y querido hermano Tuck. Cualquiera.
Pero me sentí satisfecho con mi conclusión;
tendría algo importante que comunicar a Thomas la próxima vez que
nos viésemos. Si volvíamos a vernos. De pronto mis ánimos se
derrumbaron de nuevo. ¿Me colgarían como un proscrito antes de
tener la oportunidad de hablar con el tuerto deforme? ¿Dónde
estaban mis amigos? Llevaba horas tendido en aquel agujero negro y
nadie había venido a visitarme. La vejiga me rebosaba, y me dolía.
Estaba decidido a no mojarme a mí mismo, pero la perspectiva de una
dulce liberación, aunque fuera al precio de unas calzas mojadas y
apestosas, casi era demasiado tentadora. Me mordí los labios y
aguanté.
Dormité durante un rato y lo siguiente que
supe es que la puerta del calabozo se abría, y la luz amarilla de
las antorchas me deslumbraba; allí estaban Murdac y su lacayo
olvidado de Dios, Guy. Quedaron silueteados en la puerta durante un
instante, Guy dominando con su estatura a sir Ralph, y luego
entraron en el calabozo apestoso, seguidos por dos soldados.
Estornudé con violencia; incluso por encima del hedor de la
mazmorra, distinguí el repulsivo perfume a lavanda de Murdac. Se
acercó y contempló en silencio mi cuerpo encogido sobre el suelo
inmundo. Volví a estornudar. Bajo la supervisión de Guy, los
soldados encendieron antorchas y las colocaron en los candeleras de
la pared. Uno de los hombres vino cargado ominosamente con un
brasero, lo llenó de cisco y de lana empapada en aceite, y le
prendió fuego con yesca y pedernal. Supe que no era para calentarme
en la larga y fría noche que se avecinaba. El otro soldado sujetó
con una cuerda mis brazos atados a un gancho clavado en el techo, y
ajustó la longitud de modo que yo quedara parcialmente colgado de
las muñecas, todavía sujetas a mi espalda. La tensión de mis brazos
era enorme, y sólo podía soportarla volcándome hacia adelante y
apoyando las puntas de los pies en el suelo. Luego el soldado rasgó
mis vestidos nuevos con la daga y me dejó desnudo como el día en
que nací. Sentí vergüenza por mi desnudez y bajé los ojos a la paja
esparcida por el suelo. Pero peor que la vergüenza era el miedo. Un
terror absoluto brotaba de mi piel y crecía hasta desbordarse como
un río en avenida. En algún rincón de aquel calabozo, el demonio
griego Pan iba tomando forma. Y reía en silencio. Yo intentaba
controlar mi terror, consciente de que Murdac me observaba atento
con sus ojos de un azul extraordinariamente pálido.
El brasero ardía alegremente ahora, y Guy
puso en contacto con la llama tres gruesos hurgones de hierro. Me
miró y sonrió con una mueca desagradable.
—¿Estás asustado, Alan? Yo creo que sí.
¡Siempre fuiste un cobarde! —se burló. Luego se puso un par de
gruesos guantes de piel. Yo aparté la mirada de los hierros al rojo
y volví a bajar la mirada a la paja esparcida en el suelo. Sabía lo
que iba a ocurrir, sabía que sería peor que cualquier cosa que
pudiera imaginar, y me di cuenta de que temblaba de miedo. Me mordí
la lengua y decidí que resistiría el dolor, me transportaría a un
lugar mejor con el pensamiento y me negaría a decir nada a Murdac.
Nada, y sobre todo nada acerca de mis sospechas de la presencia de
un traidor en el campamento. Eso era algo que había de enterrar
profundamente en mi cerebro; tan profundamente como para olvidarlo
por completo. Entonces habló Murdac, y su sibilante acento francés
resultó ofensivo incluso en aquel antro repugnante.
—Te recuerdo. Sí, de verdad. —Parecía
complacido y excitado por haberme hecho un lugar en su memoria—.
Eres el ladrón insolente del mercado de Nottingham. Estornudaste
encima de mí, sucia criatura. Y escapaste, ¿verdad? Creo recordar
que alguien me lo contó. Corriste al bosque para unirte a Robert
Odo y toda esa basura. Bien, bien, y ahora te tengo aquí de nuevo.
¡Qué placer, qué inmenso placer!
Soltó una breve carcajada seca, y Guy se
sumó de inmediato a su regocijo con una especie de cloqueo
demasiado alto. Murdac le dirigió una mirada severa y gritó:
—¡Cierra el pico!
Y a Guy se le atragantó su cloqueo.
Las articulaciones de mis hombros ardían,
pero apreté los dientes y no dije nada.
—De modo que has pasado este último año con
los proscritos de Robert Odo, ¿no? —dijo Murdac, como si
estuviéramos de conversación. Yo no dije nada. Murdac hizo una seña
a Guy, que vino hacia mí y me dio un puñetazo con toda su fuerza,
asestando su puño contra mi estómago desnudo y desprotegido. El
golpe me hizo doblarme, pero peor aún, mi vejiga no pudo resistir
más y un chorro de orina bajó por la cara interna de mis muslos. El
líquido salpicó y formó un charco a mis pies. Guy rió y volvió a
golpearme con toda su fuerza, adelantando el hombro, pero enseguida
se echó atrás con una maldición contrariada al darse cuenta de que
había pisado el charco de mi orina.
—Vas a contestar a
mis preguntas, carroña —dijo Murdac en el mismo tono desapasionado,
como si se limitara a constatar un hecho. Yo guardé silencio, pero
mi mente era un torbellino. El bastardo tenía razón. A su tiempo
hablaría, lo sabía; cuando los hierros al rojo hicieran
insoportable el dolor yo hablaría. Pero tenía que poner orden a mis
pensamientos, para dar primero la información menos importante.
Puede que se cansaran de interrogarme, y si era capaz de resistir
lo suficiente, tal vez el condestable o la reina intervendrían.
Podía suceder cualquier cosa, yo sólo tenía que resistir y guardar
silencio.
Guy se apartó de mi cuerpo desnudo y doblado
y se acercó al brasero. Mis ojos lo siguieron. Ahora las puntas de
los hurgones de hierro brillaban con una intensa luz anaranjada.
Empujó uno de ellos para meterlo más en el fuego y sacó el otro,
trazando pequeños círculos en el aire con la punta encendida.
Murdac repitió despacio:
—¿Te uniste a la banda de asesinos de Robert
Odo?
De nuevo guardé silencio, y Guy se adelantó
con el hierro al rojo en la mano.
—Esto hará que cantes, mi pequeño trouvère —dijo burlón, y aplicó el metal ardiente a
la piel desnuda de mi costillar izquierdo. Un latigazo blanco de
dolor atravesó todo mi ser. Retorcí el cuerpo para apartarlo de Guy
y grité: un largo aullido de agonía y de miedo, cuyos ecos
resonaron en aquella mazmorra de piedra mucho después de que yo
consiguiera controlarme y cerrar herméticamente la boca.
—¿Te uniste a la banda de Robert Odo?
—volvió a hablar Murdac—. Es una pregunta muy sencilla.
Yo sacudí la cabeza con los dientes clavados
en los labios para impedirme a mí mismo hablar. Guy volvió a
tocarme las costillas con el hierro, y se produjo un nuevo brote de
dolor indescriptible, y de nuevo grité hasta que los nervios de mis
mandíbulas crujieron.
Guy devolvió el primer hurgón a las llamas y
sacó otro del brasero crepitante. La punta tenía el color de una
cereza madura. Se colocó a mi lado, de modo que sentí en el pecho
el calor que desprendía el metal, y susurró a mí oído:
—Sigue callado, Alan. Podemos seguir así
toda la noche, si no hablas. Si es por mí, prefiero que no
hables.
Soltó una risita. Luego volvió a hablar
Murdac, y su voz ceceante se abrió paso por entre el dolor que
brotaba de mis costillas.
—¿Te uniste a la banda de Robert Odo?
No dije nada, pero tensé el cuerpo y traté
de apartarme de Guy, que seguía a mi lado empuñando en su mano
enguantada el hurgón de hierro al rojo. Hizo una pausa de algunos
segundos y yo retuve el aliento, y entonces, con toda deliberación,
pasó el hierro por mi costado derecho, arriba y abajo, rozando la
piel como un hombre que unta de mantequilla una rebanada de pan.
Aullé como un loco mientras en la piel quemada empezaban a formarse
pequeñas ampollas, y mi nariz se vio asaltada por una bocanada de
vapor y el olor acre de la carne chamuscada. Apretó con más fuerza
el hierro contra mi cuerpo rígido y yo aullé: —¡Que os jodan! ¡Que
os jodan a los dos...! Guy dio un paso atrás, y volvió a poner el
hierro al fuego. Miró a Murdac como pidiendo permiso para algo, y
éste le hizo una seña de asentimiento. Guy agarró un puñado de mi
pelo, me echó atrás la cabeza y acercó tanto la suya que nuestras
narices quedaron a tan sólo unas pulgadas de distancia.
—No, no, no, Alan —dijo, malicioso—. No es a
nosotros, es a ti a quien van a joder.
E hizo un gesto de mando a los soldados. Los
dos hombres me cogieron cada uno de un lado y me separaron las
piernas, y las sujetaron a unos grilletes de acero. Guy sacó otro
hurgón candente del brasero y se colocó detrás de mí. Murdac
dijo:
—Por última vez, Alan, ¿te uniste a la banda
de Robert Odo? Responde a mis preguntas y se acabará ese dolor, te
lo prometo. Depende únicamente de ti. Sólo tienes que contestar mi
pregunta; ¿qué daño le puede hacer a nadie que charlemos un poco?
Yo conozco ya las respuestas. Responde a mis preguntas y el dolor
cesará.
Me mordí el labio y sacudí la cabeza.
Entonces los soldados abrieron brutalmente mis nalgas y pude sentir
el calor inmenso del hierro junto a mi escroto encogido y la zona
de piel sensible situada entre aquél y el ano; no hubo contacto con
el hurgón al rojo, a Dios gracias, pero éste irradiaba un calor
ardiente hacia mis partes más íntimas con una intensidad malévola.
Luego la punta derretida del hurgón rozó apenas la piel fina de la
cara interna de mi muslo junto a la nalga derecha, y aunque el
dolor fue menor que el de las quemaduras de mis costillas, di un
grito tan largo y tan agudo como para despertar a los muertos: —Sí,
sí, por Dios, me uní a su banda. Sí, me uní. —Balbuceaba, temblaba
de terror y de dolor, perdido de repente todo mi autocontrol—.
Parad, por favor, parad. No lo hagáis. No me queméis ahí, os lo
suplico.
Murdac sonrió, Guy soltó una alegre
carcajada, y yo sentí un enorme alivio, feliz, cuando el calor del
hurgón se alejó de mis partes privadas. Mis nalgas se liberaron de
la terrible presa y las apreté con todas mis fuerzas, como si
aquello pudiera protegerme. De pronto se abatió sobre mí una ola
negra de vergüenza, una tristeza deprimente y fría por mi falta de
valor. Quise morir, que la tierra me tragara. Con aquel tratamiento
obsceno me habían despojado con toda facilidad de mis últimos
restos de dignidad. En verdad era un cobarde; era el traidor del
campamento de Robin, de existir uno. Entonces, tan deprisa como
había aparecido, expulsé de mí aquel pensamiento. Era un secreto
que nunca entregaría, aunque sufriera esta noche todos los
tormentos de la condenación. Murdac hizo una nueva pregunta:
—¿Dónde está ahora Robert Odo? No dije nada. Apreté los dientes. El
hombrecillo suspiró: parecía genuinamente decepcionado. Hizo una
seña a Guy, que sacó un hurgón del brasero y vino hacia mí. Cuando
los soldados volvieron a agarrarme por la espalda y a separar mis
nalgas, me oí a mí mismo balbucear:
—Está en las cuevas, en las cuevas, Dios del
cielo ten piedad...
Me detuve sorprendido porque la puerta del
calabozo se abrió con estruendo, y a través de mis lágrimas de
humillación vi a una figura imperiosa en el umbral. Era Robert de
Thurnham, revestido de malla gris y con la espada al cinto.
—Caballeros —dijo en voz alta—, os ruego que
excuséis mi intrusión. Pero los gritos de este individuo no dejan
descansar a la reina. Ordena que cese al instante el interrogatorio
y que se reanude mañana a una hora más adecuada.
Se adelantó, desenvainó la espada y cortó la
soga que sujetaba mis manos a la espalda. Yo me derrumbé sobre la
paja sucia esparcida en el suelo de la mazmorra, y sentí que mis
pobres costillas chamuscadas y la quemadura de la nalga entonaban
una melodía llena de angustia. Pero por el momento, todo había
acabado. Miré de reojo a sir Ralph y vi en sus ojos pálidos una
rabia monstruosa que intentaba reprimir. Guy tan sólo parecía
irritado por el curso que habían tomado los acontecimientos. Murdac
me miró, acurrucado en posición fetal en el suelo, y dijo:
—Hasta mañana, entonces.
Sir Robert le hizo salir de la celda, y
también a Guy y a los dos soldados.
—No te pongas demasiado cómodo, Alan,
volveremos pronto —dijo Guy con retintín al salir. El caballero se
detuvo en el umbral para dirigirme una última ojeada, y a la luz
temblorosa del brasero, mientras yo temblaba en aquel suelo
inmundo, hundido en el desprecio por mí mismo, me dirigió una
palabra claramente enunciada con los labios, pero en silencio:
«¡Animo!».
★ ★ ★
Debí de desmayarme, o tal vez mi mente
quiso aislarse en la oscuridad del horror vivido aquella noche,
porque cuando recuperé el sentido, Marian estaba a mi lado. Al
principio creí que soñaba. Había lágrimas en sus mejillas y,
mientras cortaba las ataduras de mis muñecas con un pequeño
cuchillo, murmuraba:
—Oh Alan, Alan, ¿qué te han hecho? Había
traído un hábito de monje raído para cubrir mi desnudez, y me
vistió y empezó a frotar mis muñecas hinchadas antes de que yo
recuperara del todo la conciencia. Mis manos habían perdido la
sensibilidad, y las punzadas de dolor cuando las masajeó para
devolverlas a la vida fueron casi tan malas como los hurgones.
Casi.
Cuando vio que había recuperado hasta cierto
punto la sensibilidad en manos y brazos, me dijo:
—Vamos, Alan, tenemos que darnos prisa.
Antes de que vuelvan los guardias. Les he sobornado para que me
dejen unos minutos a solas con el prisionero. Me temo que han
pensado que sentía alguna tendresse por
ti. —Marian se ruborizó al decirlo—. Ven, por aquí —añadió, y me
tomó del brazo y los dos salimos juntos, tambaleantes, de aquella
mazmorra apestosa a la penumbra del pasillo exterior.
Me llevó a una parte del castillo cuya
existencia yo desconocía. Recorrimos pasillos, subimos escaleras y
atravesamos un laberinto de caminos tortuosos, hasta detenernos
finalmente en un pequeño rellano frente a un pasadizo que
descendía. Me asomé a mirar y vi que al final del pasadizo había un
portillo de madera practicado en el muro del castillo.
—Thomas espera fuera, al otro lado de esa
puerta —susurró Marian. Esa era la buena noticia, pero vi que del
lado de acá me aguardaba un problema grave. Dos problemas, para ser
exactos.
Sentados en sendos taburetes y jugando a los
dados a la luz de una vela que goteaba cera, había dos fornidos
centinelas armados con espadas. Reconocí a uno de ellos como el
hombre que había llevado el brasero a la mazmorra donde me
torturaron, y separado mis nalgas arruinando al mismo tiempo mi
dignidad. Al otro no lo conocía, pero era muy probable que después
del revuelo organizado el día anterior, él sí me conociera a mí.
Marian susurró:
—Tal vez, si consigo distraerlos...
Negué con la cabeza. Sentía una marea de
roja ira que ascendía de mis tripas hacia el pecho. Había sido
atado, desnudado, quemado y humillado; torturado y forzado a hablar
contra mi voluntad. Pero ahora tenía las manos libres. La cabeza
empezó a darme vueltas cuando supe lo que iba a hacer, pero al
mismo tiempo el júbilo inundó mi pecho.
—Gracias, Marian —susurré—. Gracias de todo
corazón por lo que has hecho, pero ahora me corresponde a mí solo
hacer lo que falta.
Me bajé sobre los ojos la capucha de mi
hábito de monje y me adentré en el pasadizo, caminando con pasos
confiados hacia los soldados, con las manos juntas sobre el pecho
en actitud de orar.
Mis pasos eran ligeros, pero sentía el
corazón pesado en mi pecho y era consciente de cada pulgada de mi
cuerpo, desde mis pobres costillas chamuscadas y la punzada
ardiente de la quemadura en la nalga, hasta el sudor de la punta de
mis dedos. Me sentía como si en mi interior zumbara un enjambre de
abejas, con una furia oscura y jubilosa.
Al acercarme a los dos soldados, los dos se
levantaron de sus asientos; uno de ellos agarró los dados y los
guardó apresuradamente en su bolsa, para que un hombre de Dios, que
es lo que suponían que yo era, no se diera cuenta de que habían
estado jugando.
—¿Podemos ayudarte en algo, hermano?
—preguntó el hombre que estaba a la izquierda, el más alto de los
dos, el que había estado en la celda de la tortura. Yo fui
directamente hacia él, eché atrás la cabeza como para verle mejor
la cara con mi capucha bajada, y luego, rápido como una serpiente,
me impulsé con los pies, lancé la cabeza hacia adelante
describiendo un arco y le golpeé en el puente de la nariz. Fue un
golpe colosal, en el que puse toda la rabia de mi reciente
humillación, y al venir de quien parecía ser un monje, resultó por
completo inesperado. Pude sentir el crujido del hueso y el
cartílago cuando mi frente impactó en su rostro, y cayó a mis pies
como una piedra. Entonces me volví con la sangre rugiendo en mis
venas, y me abalancé sobre el segundo hombre, sujetándolo por los
hombros e intentando un segundo cabezazo tan eficaz como el
primero. Él tenía la boca abierta de par en par por la sorpresa,
pero ladeó la cabeza a tiempo de evitar mi golpe, y todo lo que
conseguí fue alcanzarle de refilón en el pómulo. Entonces nos
encontramos los dos enzarzados en el suelo, forcejeando como dos
energúmenos. Mi rabia había encontrado una vía de escape y me di
cuenta de que daba gritos incoherentes mientras le golpeaba una y
otra vez en la cabeza con los dos puños. Pero era más fuerte que
yo, y estaba tan habituado como yo mismo a la lucha callejera.
Mientras rodábamos por el duro suelo me agarró por los antebrazos,
los apretó entre sus fuertes manos, y acabó así con la lluvia de
golpes que le habían dejado la cara magullada y cubierta de sangre.
De modo que levanté la rodilla hacia la horcajadura de sus piernas,
mi rótula impactó en su hueso pélvico, y aprovechando la sorpresa
le machaqué las pelotas con aquella improvisada mano de mortero.
Gritó de dolor, doblado en dos, e intentó protegerse su intimidad
herida con las manos, soltando al hacerlo mis brazos. De modo que
aferré un mechón de su cabello largo y grasiento y golpeé su cabeza
contra el suelo de piedra con toda la fuerza que pude reunir. Quedó
sólo ligeramente atontado pero fue suficiente; agarré su cabeza por
las orejas con las dos manos, y la golpeé dos veces más contra las
losas. Sus ojos rodaron en las órbitas y de pronto me encontré
avanzando a gatas, jadeante, con mis costillas quemadas sangrando,
mirando a los dos hombres tendidos e inconscientes. Ninguno de los
dos había tenido tiempo de desenvainar la espada. Me puse en pie
tambaleante, agité una mano para despedirme de Marian, que me
miraba espantada con su bonita boca abierta de par en par, descorrí
el cerrojo, abrí la puerta y salí a la noche fría para caer de
inmediato en los brazos de Thomas.
Él echó una mirada de incredulidad a los
cuerpos inmóviles de los dos soldados, cerró la puerta de madera a
mi espalda y me preguntó:
—¿Puedes caminar?
Y ayudado por él, bajé por el estrecho
sendero que descendía del castillo hacia las estrechas callejuelas
oscuras de la ciudad de Winchester.
★ ★ ★
Durante dos días estuve oculto en una
habitación trasera de La Cabeza del Sarraceno, curando mis heridas
con un cocimiento de grasa de oca y hierbas, y esperando el regreso
del hombre tuerto. Thomas había recogido mi puñal y mi espada del
castillo y me los devolvió antes de desaparecer en busca de
información de sus contactos. Yo tenía mis armas al alcance de la
mano noche y día, incluso mientras dormía. Algo había cambiado en
mí después de aquella noche terrible de fuego y de dolor. Era más
duro; el fuego había hecho desaparecer los residuos de mi niñez.
Pero también me conocía mejor a mí mismo. Sabía que les habría
dicho cualquier cosa de no haber intervenido Robert de Thurnham en
el momento en que lo hizo. De modo que me juré que no volverían a
cogerme vivo para someterme de nuevo a aquel tratamiento. Antes
moriría. A la mañana del tercer día, apareció Thomas con
noticias.
Nos sentamos a la tosca mesa de la sala
común de la taberna, y comimos pan y queso. El guardó silencio
durante unos instantes, y luego suspiró y dijo:
—Lo primero es lo primero: el rey ha muerto.
Dios conceda la paz a su alma. Murió hace diez días en Chinon y sus
restos están siendo transportados hacia su reposo final en la
abadía de Fontevraud. El duque Ricardo ocupará ahora el trono,
cuando decida regresar a Inglaterra. Pero hasta entonces pueden
pasar meses.
Me sentí trastornado. Sabía que el rey
estaba enfermo, pero durante toda mi vida Enrique, el gobernante
ungido por Dios, había sido una de las columnas que sustentaban mi
mundo. Me costaba entender que no iba a estar ahí nunca más.
—El castillo es como un hormiguero
desbaratado —dijo Thomas—, no paran de ir y venir mensajeros.
Leonor ha sido formalmente liberada por FitzStephen, pero va a
seguir en Winchester todavía algunos días. —Hizo una pausa, suspiró
y continuó—: Pero hay noticias peores que la muerte del rey.
—Exhaló otro gran suspiro—. Lady Marian ha sido raptada. Sir Ralph
Murdac y sus hombres se la llevaron cuando estaba cazando con
halcón acompañada por sus damas, ayer por la mañana. Creemos que
esa sucia comadreja de pelo negro galopa, mientras hablamos, hacia
Nottingham con la dama de nuestro señor. Y cuando llegue allí, se
casará con ella.
—Pero ella nunca dará su consentimiento
—dije. Thomas rió, pero su carcajada no expresaba la menor
alegría.
—¿Consentimiento? No le darán ninguna
opción. Murdac tiene en el bolsillo suficientes curas para que los
casen, con o sin consentimiento. Quiere las tierras de Locksley, y
con el rey muerto, no hay ningún poder capaz de detenerlo. Si
cuando Ricardo sea coronado ya están casados, no los separará.
Murdac será un hombre poderoso y Ricardo necesitará su apoyo. Si
ella insiste en rechazar el matrimonio, él la forzará, puede que
incluso sus hombres la violen también. Entonces su honor quedará
por los suelos y nadie la querrá. Incluso Robin podría cambiar de
idea de saber que no sólo sir Ralph, sino media docena de sus
rijosos camaradas de armas han pasado por su cama, lo quisiera ella
o no.
—Mataré a ese bastardo. —Sentí que las
cicatrices de mis costillas se abrían de nuevo—. Le cortaré su
jodida cabeza. —Jadeaba pesadamente, inclinado hacia Thomas, y
había empuñado mi espada—, ¡Tengo que ir a ver a Robin ahora mismo,
y habremos de cabalgar a Nottingham de inmediato!
Thomas estaba tranquilo hasta un punto
desesperante:
—Sí, tenemos que ir a ver a Robin. Pero
primero hemos de pensar un poco. Murdac preferirá tener una esposa
complaciente a una forzada. De modo que probablemente disponemos de
un poco de tiempo. Siéntate, o recaerás de tus heridas. Hemos de
pensar en tu traidor. Mis amigos están preparando caballos y
provisiones para el viaje, pero hasta que lleguen, tranquilízate y
dime quién crees que puede ser. ¡Piensa! ¿Quién es, Alan? Empieza
por el principio.
Me obligué a mí mismo a sentarme y respirar
hondo durante unos instantes; podía sentir circular por mis flancos
torrentes de sangre caliente. Empecé a pensar.
—Después de la matanza de la granja de
Thangbrand, pensamos que el traidor tenía que ser Guy. Pero la
carta de Murdac a la reina en la que presume de contar con un
informador está fechada en febrero, de modo que no puede ser él.
Guy se fue de Thangbrand en diciembre.
«Además, creo que la matanza fue pensada y
ejecutada con la intención de matar o capturar a Robin, que se
suponía que iba a pasar allí la Navidad, pero cuya llegada se
retrasó a última hora, y por tanto el informador tiene que ser una
persona que creía que Robin estaría allí por Navidad. ¿Quién estaba
tan enterado de los movimientos de Robin?
—Alguien muy próximo a él —dijo
Thomas.
—Creo que ha de ser una de las siguientes
cuatro personas, sus lugartenientes, el círculo de los más íntimos
—dije—: Little John, Hugh, Will Scarlet o... Tuck. Pero, ¿quién de
ellos querría destruir a Robin? Little John... bueno, fue culpa de
Robin que se convirtiera en un proscrito. Tenía una colocación
cómoda en Edwinstowe como maestro de armas, y Robin la echó a
perder cuando mató al cura.
—No lo veo claro —me interrumpió Thomas—.
John moriría por Robin. Lo quiere como a un hermano.
—Lo mismo cabe decir de Hugh. No creo que
haya traicionado a su propio hermano. Robin lo rescató de una vida
ignominiosa de caballero segundón sin un penique. Ahora posee poder
y dinero, y además adora a Robin. Basta con verlos a los dos
juntos. De modo que tampoco creo que sea él.
—¿Will Scarlet, entonces? —dijo Thomas.
Pensé por unos momentos.
—Era un buen amigo de Guy, y además primo
suyo —dije—. Guy podría haber seguido en contacto con él después de
unirse a Murdac. También podía haber pasado mensajes, a cambio de
dinero o por la esperanza de un perdón. Pero no puedo creerlo. Will
no es..., bueno, lo bastante astuto para ser un agente del enemigo,
para ganarse la confianza de Robin y traicionarla.
—Sólo nos queda Tuck —dijo Thomas, en tono
enteramente desapasionado. Yo hice una mueca.
—No quiero que sea Tuck —dije—. Quiero a ese
hombre; ha sido muy bueno conmigo. Pero para ser del todo honesto,
se me ocurre una razón por la que podría desear el mal a
Robin.
No supe muy bien cómo expresarlo, de modo
que le pregunté a Thomas:
—¿Eres un buen cristiano?
En aquella fea carota apareció una
sonrisa.
—Cristiano sí, pero no muy bueno. Ah, ya veo
adonde quieres ir a parar. Robin y sus travesuras nocturnas en el
bosque: «¡Alzad a Cernunnos!» y todas esas chorradas paganas. Sé
que Robin ha estado haciendo experimentos con la vieja religión.
Algunos lo llaman brujería. He oído que incluso sacrificaron a un
pobre diablo, que le rebanaron el gaznate. Pero no me parece que él
crea de verdad en todas esas memeces. Lo hace sólo para reforzar su
mística entre la gente del pueblo. ¿Crees que es motivo suficiente
para que Tuck le traicione?
—Les oí discutir sobre el asunto. Por poco
no llegó la sangre al río —contesté. Los dos nos quedamos
silenciosos un rato, hasta que nuestras meditaciones fueron
interrumpidas por un fuerte golpe en la puerta. Me levanté
sobresaltado y eché la mano a la empuñadura de mi espada.
—Tranquilo, Josué, sólo es Simon con los
caballos —me dijo Thomas.
★ ★ ★
Simon venía con cuatro caballos para mí y
para Thomas, cargados con grano para los animales y provisiones y
agua para nosotros. Nuestro plan era cabalgar sin parar hasta las
cuevas de Robin, pero tuvimos un tiempo tan malo, con lluvia y
vendavales continuos, y el avance por los caminos embarrados era
tan lento, que nos vimos obligados a detenernos a mitad de camino
en una abadía vecina a Lichfield, al borde del agotamiento total.
Aquel día, el viaje se había convertido para mí en una pesadilla.
Las llagas de los costados y la quemadura en la nalga me daban cada
vez más problemas, y me tambaleaba a lomos de mi caballo intentando
seguir el ritmo incansable marcado por Thomas. Al final, a pesar de
mi deseo de ver a Robin lo antes posible, sentí un inmenso alivio
cuando hicimos nuestra entrada al trote por las puertas de la
abadía, doloridos, hambrientos y empapados. Los monjes no nos
hicieron preguntas. Comimos un cuenco de potaje de alubias,
nuestros caballos fueron almohazados, y después del breve y apenas
atendido rezo de las Completas en la penumbra de la iglesia de la
abadía, me sumí en un sueño exhausto en un jergón estrecho, en el
dormitorio de los viajeros. A la mañana siguiente, todavía mojados
pero mucho más descansados a pesar de que mis costillas me dolían
más que nunca, montamos nuestros caballos frescos decididos a
reunimos con Robin aquella misma tarde. Y atardecía ya cuando, con
nuestras monturas a punto de reventar por el agotamiento,
tropezamos con una de las patrullas de Robin a unas diez millas al
sur de las cuevas, y fuimos llevados de inmediato a su
presencia.
Robin, con un aspecto casi tan ojeroso como
el de Thomas o el mío, estaba sentado a una mesa con un hombre muy
flaco vestido de negro, un judío, y al reconocerlo la impresión que
sentí fue como si me hubieran arrojado un jarro de agua helada por
la cabeza. Era el mismo hombre que había visto en La Peregrinación
a Jerusalén, el hombre que nos señaló a David el armero para que
Robin y yo le robáramos la llave. Los pocos judíos de Nottingham
eran despreciados por todos. Les llamábamos asesinos de Cristo y
les acusábamos de secuestrar niños en secreto y sacrificarlos en
ceremonias horrendas. Durante un segundo, me pregunté si Robin
estaba tratando algún negocio satánico con aquel hombre: le creía
capaz de cualquier cosa después de haber sido testigo del
sangriento rito pagano de la Pascua. Pero luego me di cuenta de que
su entrevista era de una naturaleza mucho más mercantil. Al
acercarnos a la mesa, Robin empujó dos pesadas bolsas de dinero
hacia el judío flaco y anotó algo en un rollo de pergamino. Todo
quedó aclarado. Era una parte de las actividades de Robin que nunca
antes había presenciado: la usura. Prestaba dinero, las ganancias
ilícitas de sus robos, a los judíos de Nottingham, y ellos lo daban
a su vez en préstamo a cristianos, con un interés muy alto. Robin
proporcionaba los fondos iniciales para aquel negocio pero, por lo
que me contaron, también ofrecía a los judíos cierta protección. Si
un hombre no pagaba, Robin enviaba a algunos de sus hombres más
robustos a visitarle con el fin de aclararle, si hacía falta por la
fuerza, que una deuda debía pagarse siempre, incluso a un
judío.
Robin levantó la vista y nos vio por primera
vez. Sonrió con desánimo. Parecía no haber dormido en varios
días.
—Thomas, Alan —dijo—. Bienvenidos. Ya
conocéis a Reuben, ¿verdad?
Los dos nos inclinamos rígidamente ante el
judío, que nos sonrió a su vez. Su cara era oscura, angulosa,
apergaminada, pero irradiaba simpatía; tenía el pelo negro y una
barba corta, cuidadosamente recortada. Sus ojos castaños, muy
vivos, reflejaban bondad, y Dios sabrá por qué, pero desde el
primer momento confié en él.
—¿Estoy en lo cierto al suponer que sois
Alan Dale, el famoso trouvère?—preguntó
Reuben, al tiempo que se ponía en pie y hacía una reverencia en
respuesta a las nuestras. Enrojecí; sabía que se estaba burlando de
mí, pero lo hacía de tan buen humor que no me importó.
—Famoso no lo soy aún —contesté—, pero
espero algún día ser, por lo menos, competente.
—Tanta modestia —dijo Reuben con otra
sonrisa— es una cualidad rara y valiosa en nuestros días entre la
juventud. —Hizo una reverencia a Thomas, que gruñó algo
ininteligible—. Por desgracia, amigos míos, he de despedirme ya
—dijo Reuben, y levantó las pesadas bolsas que había encima de la
mesa con tanta facilidad como si estuvieran llenas de aire. Hizo
una profunda reverencia a Robin, que se puso en pie y se la
devolvió como si fuera una persona de su mismo rango, y luego salió
de la cueva, guardó las bolsas en las alforjas de su silla de
montar, y desapareció al trote en la noche lluviosa.
Robin nos invitó a sentarnos a la mesa. Miró
nuestras caras agotadas y salpicadas de barro, y dijo:
—Habéis venido a contarme lo de Marian. —La
voz era tensa, y todo su cuerpo parecía retorcerse de dolor.
Asentimos—. Ya lo sé —dijo—, Reuben me lo ha contado. Iremos a
Nottingham en cuanto amanezca. Pero..., hay algo más, ¿no es
así?
Yo asentí y, titubeando, expuse mi teoría de
que había un traidor en el campamento. Robin escuchaba en silencio.
Cuando por fin acabé mi explicación, dio un largo suspiro que
estremeció todo su cuerpo.
—Ya veo —dijo—. Bien, gracias por decírmelo,
Alan. Es algo que sospechaba desde hacía algún tiempo, desde la
matanza de la granja de Thangbrand, en realidad. Y creo saber quién
es nuestro hombre. —Suspiró de nuevo—. Tengo que pediros a los dos,
por vuestro honor, que no habléis a nadie de esto. —Miró con fijeza
a Thomas y luego a mí, y sus ojos de plata parecieron taladrar mi
cabeza—. No digáis nada de esto a nadie —repitió, y los dos
asentimos. Luego continuó—: Pero primero hemos de recuperar a
Marian; de modo que comed algo, dormid un rato y estad preparados
cuando amanezca. Me alegro de tenerte de regreso, Alan.
Me sonrió, y sus ojos de plata brillaron a
la luz de las velas. Fue un breve atisbo de la sonrisa dorada,
despreocupada, de otros tiempos, y destelló como la luz de un faro
en medio de su desesperación. De nuevo sentí la familiar oleada de
afecto hacia él.
—Me alegro de estar de regreso —dije, y
sonreí a mi vez.
Luego Robin me observó con más
atención.
—Estás herido —dijo, y había un gran pesar
en su voz. Le miré. ¿Cómo lo había sabido? Creí haber disimulado a
la perfección la agonía de aquellas heridas que me
torturaban.
—Mandaré a alguien a buscar a Brigid —dijo—,
Y no te preocupes demasiado por ese asunto del traidor, Alan. Todo
saldrá bien.
★ ★ ★
Más o menos una hora más tarde, Brigid me
llevó a una cueva pequeña apartada del campamento principal y, a la
luz de una única vela, me hizo desnudarme para poder examinar mis
heridas. Después de untarlas con un ungüento oscuro que olía a
rancio, y de cubrir la peor herida en el costillar derecho con un
emplasto frío de musgo, me hizo tenderme boca abajo para examinar
la quemadura de la parte interna de mi nalga. Yo no quería, pero me
dijo que no fuera niño y, a regañadientes, la obedecí. Al
inclinarme hacia adelante con las manos en las rodillas, me vino a
la memoria la imagen de su cuerpo desnudo y pintado en la ceremonia
del sacrificio pagano. Oh Dios, como si mi humillación no fuera ya
suficiente, sentí una erección incontrolable cuando sus largos
dedos esparcían con suavidad una sustancia fresca en la pequeña
herida entre mis nalgas.
—Ya he acabado —dijo Brigid con brusquedad,
y se puso en pie. Yo me enderecé y a toda prisa empecé a colocarme
bragas y calzas, con la esperanza de ocultar mi miembro erecto. Hoy
me sentiría contento, eufórico incluso, si enarbolara un órgano de
aquel tamaño; pero en los tiempos de mi juventud, me parecía tener
la mitad del tiempo un bulto enorme en mi bajo vientre, y me daba
vergüenza. Brigid se echó a reír y, mirando directamente mi órgano
ufano mientras yo intentaba desesperadamente taparlo, dijo:
—Tendrías que haberte quedado un poco más
esta primavera en la ceremonia de la Diosa, en lugar de marcharte a
hurtadillas como un ladrón en la noche. En lugar de malgastar tu
savia soñando con Marian, habrías hecho muy feliz a alguna joven
bonita.
Me quedé mudo por la sorpresa. Pensaba que
nadie sabía que había estado en aquel cruento festival pagano,
porque en todo momento llevé la capucha bajada y había evitado
acercarme a la luz de la hoguera. Me sentí humillado; por dos veces
en pocos días me había visto desnudo y desprovisto de mi tierna
dignidad como un conejo muerto de su piel, de modo que reaccioné
diciéndole:
—Estaba harto de ver morir inocentes y no
tenía intención de oír más blasfemias teñidas de sangre.
—Morir inocentes, dices —respondió Brigid
con toda tranquilidad—. Blasfemias, además. —Me miró, y sus ojos
amables parecían ahora duros como el roble—. Ese hombre que fue
sacrificado...
—Se llamaba Piers —la interrumpí en tono
brusco.
—El sacrificado —siguió, poniendo énfasis en
la palabra para indicar que se negaba a reconocer su humanidad
dándole un nombre— había sido condenado a muerte por tu señor.
Robert de Sherwood le habría matado por su deslealtad. En lugar de
hacerlo, me lo entregó a mí. Y ahora está con la Madre Tierra,
cuidado por ella con el mismo cariño con que cuida de todas sus
criaturas, vivas o muertas.
—Robin nunca habría tomado parte en esa
brujería infame, en esa adoración diabólica, de no ser por ti. —Yo
casi gritaba ahora—. Habría dado a ese hombre una muerte limpia y
un entierro cristiano.
Mientras hablaba, era consciente de que sólo
en parte estaba diciendo la verdad.
—El Señor del Bosque no es un seguidor de tu
Dios de los clavos, Alan. No es cristiano —dijo Brigid—. Lleva en
su interior el espíritu de Cernunnos, tanto si lo cree como si
no.
Me chocaron sus palabras al escucharlas así,
en voz alta. Pero lo que decía era cierto: Robin no era
cristiano.
—Tampoco es un pagano maldito de Dios
—aullé. Brigid se mostraba tan fría como una madrugada de enero,
mientras que yo sabía que me estaba comportando como un niño
furioso e impotente. Aparté los ojos de su mirada recta y aspiré
una gran bocanada de aire.
Ella posó una mano sobre mi brazo desnudo, y
cuando volví a mirarla, me sonrió. Sentí que mi ira empezaba a
desvanecerse.
—Creo que ninguno de nosotros puede saber de
verdad lo que piensa otra persona —dijo—. Además, Robin es más
complicado aún que la mayoría, en ese aspecto. Yo diría que busca
constantemente lo divino, que busca a Dios en cualquier forma que
él..., o ella... —Me sonrió de nuevo, y yo le devolví la sonrisa,
pesaroso—, adopte. En fin, espero que algún día tenga éxito en su
búsqueda y encuentre la verdadera felicidad.
—Amén —dije.
★ ★ ★
Dormí mal, y soñé que Marian era violada
por una larga hilera de soldados burlones. La cola daba la vuelta a
las murallas de Nottingham, como una larga serpiente. Luego se
convirtió realmente en una serpiente, un enorme reptil rojo y negro
que ceñía con sus anillos los muros del castillo y apretaba y
apretaba hasta que la fortaleza de piedra se erguía como un pene
cargado de lujuria, y eyaculaba hacia el cielo un chorro de hombres
y mujeres mezclados en un ardiente espasmo...
Thomas me despertó una hora antes del
amanecer. Abrí los ojos, me encontré delante su fea carota tuerta y
no pude reprimir un escalofrío de miedo. El dolor de mis costillas
casi había desaparecido, sólo una tirantez sorda me recordaba mi
humillación.
—Será mejor que te prepares —dijo Thomas—.
Nos espera un largo camino.
Yo empecé a tantear en la semioscuridad,
mordisqueando un mendrugo de pan mientras desempolvaba mi
sobretodo. Sabía que el forro acolchado me daría demasiado calor a
medida que avanzara aquel día de julio, pero estimé aceptable la
incomodidad de un calor excesivo a cambio de la mayor protección
que me concedía. Sobre el gabán me ceñí la espada y la daga. Me
cubrí la cabeza con la capucha y encima me coloqué un casco de
acero semiesférico, que me abroché bajo la barbilla. Luego fui a
buscar los caballos.
Las tormentas de los días pasados habían
dejado un cielo limpio de nubes y el sol empezaba a asomar sobre
las copas de los árboles cuando partimos a caballo de las cuevas de
Robin y nos dirigimos hacia el sur, a Nottingham. Éramos unos
cincuenta jinetes, con buenas monturas la mayoría, aunque yo no, y
armados con lanzas de doce pies de alto de madera de fresno con la
divisa de Robin, la cabeza del lobo, ondeando justo debajo de la
afilada punta de acero. Robin cabalgaba al frente, con Hugh situado
detrás de él. A retaguardia de la columna se había colocado Little
John, con un casco abollado provisto de un par de cuernos sobre el
cabello pajizo y con la gran hacha de batalla colgada a la espalda,
llevando de las riendas a una reata de muías cargadas con el
equipaje: provisiones, barriles de cerveza, armas de repuesto, y
también varios cestos con palomas mensajeras. Vi a Will Scarlet,
que cabalgaba en el centro del pelotón de jinetes. Me dirigió una
sonrisa nerviosa. ¿Era la culpa de la traición lo que vi en sus
ojos? ¿O fueron sólo imaginaciones mías? ¿Acaso quería que fuese él
el traidor? Tuck llevaba muchas semanas sin aparecer; desde su
discusión con Robin, por la Pascua. Recé porque el fraile gordo no
fuera el culpable de traición. No, no podía ser Tuck. Mientras
avanzábamos a través del bosque, con el cálido sol amarillo
ascendiendo a nuestra izquierda, volví a preguntarme si el traidor
cabalgaba con nosotros, y si no nos estábamos metiendo a ciegas en
una trampa.