Capítulo XV

 

 

EL pánico es un gran enemigo. Lo descubrí aquel día en Winchester. Me han dicho que la palabra procede de un dios antiguo de los griegos llamado Pan, un demonio aterrador que tocaba la flauta y tenía las patas traseras y los cuernos de macho cabrío, y el cuerpo de un hombre desnudo. Pero hasta el día de hoy, siempre que pienso en el terror irrazonable que inspiraba aquel espíritu griego muerto hace muchos años, no puedo dejar de recordar a Robin disfrazado de Cernunnos para aquel atroz sacrificio, con el pecho ensangrentado y la cornamenta del ciervo.
Esta primavera brotó en mi corazón un miedo asfixiante que todo lo abarcaba, no exactamente pánico pero muy próximo a él, cuando se agravó la fiebre de mi nieto Alan. Es el último de mi linaje, lo último que queda de mí en este mundo. Al pasar de los días adelgazó hasta tener el aspecto de un esqueleto, incapaz de retener en su interior la comida ni la bebida, silencioso e inmóvil, más y más al borde de la muerte. Admito que bordeaba la locura mientras galopaba por el bosque con mi yegua, con mis viejos Huesos crujiendo, en busca de una choza de troncos en las profundidades de Sherwood que no había visitado durante casi medio siglo.
Brigid me conoció al momento, a pesar de los años pasados, de mi rostro gastado por el tiempo y de mis cabellos cenicientos, y me pidió examinar mi brazo derecho. Pero yo le puse un cordero recental en el regazo y, dejando a un lado los cumplidos, le supliqué de rodillas que compusiera un hechizo para salvar a mi chico. Ella posó una mano sobre mi cabeza y de inmediato me sentí más tranquilo, aliviado por sus dedos que recorrían mis rizos dispersos.
—Claro que voy a ayudarte, Alan —dijo—. La Madre no consentirá que muera tu pequeño.
Su tono era tan confiado, mostraba tanta seguridad en sus poderes, que sentí que un gran peso se desprendía de mis hombros. Solté un largo suspiro y mis músculos contraídos se aflojaron un poco mientras ella se afanaba junto a una mesa de roble, sobre la que degolló el cordero y recogió su sangre en un cuenco, molió raíces secas, mezcló polvos antiguos y musitó ensalmos para sí misma. Yo miré a mi alrededor, en la choza. Apenas había cambiado en cuarenta y tantos años: los mismos ramos de hierbas secas colgaban del techo, las telarañas de los rincones eran más espesas si cabe, e incluso el esqueleto colgaba aún de la pared del fondo. Sin embargo, a pesar de toda aquella brujería, el lugar me resultó acogedor. Era un sitio que irradiaba bondad, que curaba. Empecé a relajarme mientras Brigid trajinaba. El poder del antiguo demonio griego empezó a desvanecerse.

 

 

 

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Sin embargo, en el castillo de Winchester me encontré a la merced de las garras enloquecedoras de la deidad griega.
Dejé caer la viola, algo que hizo que Bernard estuviese furioso conmigo hasta pasado mucho tiempo, y corrí hacia la puerta del salón. No había recorrido ni siquiera cinco metros cuando media docena de hombres de armas me sujetaron. Correr era a sus ojos una prueba de mi culpabilidad, ya veis. De haberme quedado quieto sin decir nada y pensado un poco, podría haber salido airoso del trance. Pero el instinto de echar a correr, arraigado por años de ejercer de ladrón en Nottingham, fue demasiado fuerte.
Los soldados me arrastraron hasta el lugar desde donde había cantado, y a pesar de mis protestas de inocencia, de mis súplicas a la reina y de mis forcejeos desesperados, me maniataron con una cuerda y me taparon la boca con una mordaza. La sala se había convertido en una babel de gritos. La reina se había puesto en pie y pedía a voces el nombre del hombre que había interrumpido su solaz. Guy gritaba que me había conocido en la granja de Thangbrand y que yo era uno de los peores de aquella banda de asesinos. Los demás invitados preguntaban quién era yo, quién era Guy y qué demonios significaba todo aquello. Marian seguía sentada, inmóvil, mirándome, y el color había desaparecido de su rostro, de modo que el brillo rojo del rubí destacaba aún más sobre la palidez del cuello. Fue sir Ralph Murdac quien restableció el orden gritando «¡silencio!» una, y otra, y otra vez, hasta que todo el mundo calló.
—¿Quién sois vos, señor? —preguntó la reina con voz ronca y agitada, al restablecerse la calma.
—Soy Guy de Gisborne, alteza, un humilde soldado al servicio de sir Ralph Murdac.
«Vaya —pensé—, a pesar de esa humildad que proclamas, has arramblado con un título territorial en tus viajes, escoria.» Yo había oído hablar de la mansión de Gisborne, una granja moderadamente rica situada en las cercanías de Nottingham, cuyo señor había muerto hacía pocos años. Al parecer, sir Ralph se lo había regalado a Guy por los servicios prestados. Cuáles fueran éstos, sólo podía adivinarlo, pero de seguro estaban relacionados con la información que le había dado sobre Robin.
—¿Respondéis por este hombre, en tal caso? —dijo la reina, volviéndose a sir Ralph. El hombrecillo sonrió y ladeó su cabeza negra.
—Me ha sido de gran utilidad —dijo con su ligero ceceo—. También es cierto que antes de entrar a mi servicio fue miembro de la banda de forajidos de Robin Odo.
—En tal caso, continuad —dijo la reina a Guy que, henchido por la importancia que se le daba, contó a los reunidos que había crecido en la granja de su padre en Sherwood, y que su padre se había visto forzado a dar cobijo a proscritos de la banda de Robin. Alan Dale era uno de ellos, dijo a los presentes, un ladrón particularmente depravado de Nottingham, muy dado al asesinato y a la blasfemia.
—Bernard de Sezanne es también un proscrito —añadió—, y..., y..., y la condesa de Locksley está prometida a Robin Hood.
—Imposible —le interrumpió sir Ralph Murdac con frialdad, mostrando a Guy un ceño gélido—. Estáis en un error. La dama Marian es una mujer de la más elevada nobleza, y una amiga íntima personal mía... Es del todo imposible que se relacione con bandidos. Os equivocáis.
—Y Bernard de Sezanne es un noble caballero de la Champaña —remachó la reina—, y mi sirviente, mi trouvère personal. Es evidente que también respecto de él estáis equivocado.
—Pero... pero... —tartamudeó Guy. Fue interrumpido por nuestro anfitrión, sir Ralph FitzStephen. Había guardado silencio hasta ese momento, pero ahora quería imponer su autoridad sobre los insólitos acontecimientos que estaban teniendo lugar en el salón.
—Las acusaciones contra la condesa de Locksley y... y Bernard de Sezanne son, por supuesto, ridículas, y serán ignoradas. Pero las alegaciones sobre ese individuo Dale son graves —dijo—, y deben ser objeto de investigación. Llevadlo al calabozo y tenedlo encerrado hasta que se aclare el asunto.
De ese modo me vi arrastrado fuera de la habitación y conducido por el interior del castillo, hacia abajo, hasta el sótano más profundo, donde fui empujado a través de la puerta de una mazmorra y fui a caer sobre un montón de paja maloliente. La puerta se cerró a mi espalda con estrépito.

 

 

 

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Tendido en la negrura de aquella apestosa celda, con sus muros rezumantes de humedad y su suelo helado, oí las carreras de las ratas. La mordaza que me tapaba la boca se había aflojado, a Dios gracias, pero mis manos seguían atadas con nudos prietos a mi espalda. Estos fueron motivo de una seria incomodidad en las horas siguientes, aunque aquello no fue nada comparado con lo que vino después. Para apartar la mente de mis muñecas entumecidas, medité sobre mi situación: en el lado bueno, contaba en Winchester con amigos poderosos. La reina Leonor estaba enterada de la visita de Marian a Robin, y era de suponer que la apoyaba; y también sabía que nosotros (Bernard y yo) formábamos parte de la banda de Robin, y eso no la había impedido hacer entrar a Bernard a su servicio. Marian, por su parte, estaba completamente a salvo de las acusaciones de un soldado de fortuna, y yo sabía que intentaría acudir en mi ayuda. En el lado malo, la propia Leonor era una prisionera, aunque privilegiada, y podía verse imposibilitada para ayudarme. Sir Ralph FitzStephen era quien gobernaba el castillo y no podía cerrar los ojos a las acusaciones de que por sus salones paseaban libremente proscritos. Pero lo peor de todo era que Murdac sin duda querría sonsacarme información sobre Robin, y eso significaba tortura, e inmensas cantidades de dolor.
Para controlar mis miedos, representé mentalmente una y otra vez la escena del gran salón: la cara despechada de Guy y su dedo acusador extendido para denunciarme; la mirada temerosa y la conmoción de Marian; la rabia de la reina; la ostentosa galantería con la que Murdac se postuló como defensor de Marian; la confusión de Guy cuando su amo rechazó sus acusaciones.
Todos habíamos dado por supuesto en las cuevas de Robin que Guy fue quien condujo a los hombres de Murdac a la granja de Thangbrand; Guy había sido el traidor, y al parecer había sido recompensado con la mansión de Gisborne. Pero mientras estaba tendido allí sobre la paja húmeda, en la noche permanente de aquella mazmorra, pensando en su traición e imaginando la venganza sangrienta que había de tomarme, me di cuenta de que algo no encajaba. Algo empezó a agitarse en el fondo de mi mente; una frase de la carta que Murdac había escrito a la reina. La recordaba con claridad: «... su suerte se le acaba. Conozco cada movimiento suyo antes de que lo lleve a cabo, y pronto lo tendré en mis manos...».
«Conozco cada movimiento suyo antes de que lo lleve a cabo»; eso implicaba que Murdac tenía un espía en el campamento, un traidor que le informaba de los planes de Robin. ¿Había sido Guy? Así lo parecía. Pero, ¿por qué? ¿Cuáles habían sido los motivos de Guy? Hasta que yo lo enredé con el rubí, era un joven satisfecho de sí mismo, por odioso que me resultara. Entonces, como el chasquido repentino de una puerta al abrirse, me llegó de pronto la certeza de que Guy no podía ser el traidor. La carta estaba fechada el once de febrero, es decir dos meses después de que Guy huyera de la granja de Thangbrand. Por lo tanto, la conclusión forzosa era que, si no era Guy el traidor del campamento, algún otro tenía que serlo.
Esa idea me provocó un estremecimiento de horror; alguien, uno de mis amigos queridos, estaba informando de todos nuestros movimientos a Murdac. Podía ser cualquiera: Much el hijo del molinero, Owain el arquero, Will Scarlet, Hugh, Little John, incluso el viejo y querido hermano Tuck. Cualquiera.
Pero me sentí satisfecho con mi conclusión; tendría algo importante que comunicar a Thomas la próxima vez que nos viésemos. Si volvíamos a vernos. De pronto mis ánimos se derrumbaron de nuevo. ¿Me colgarían como un proscrito antes de tener la oportunidad de hablar con el tuerto deforme? ¿Dónde estaban mis amigos? Llevaba horas tendido en aquel agujero negro y nadie había venido a visitarme. La vejiga me rebosaba, y me dolía. Estaba decidido a no mojarme a mí mismo, pero la perspectiva de una dulce liberación, aunque fuera al precio de unas calzas mojadas y apestosas, casi era demasiado tentadora. Me mordí los labios y aguanté.
Dormité durante un rato y lo siguiente que supe es que la puerta del calabozo se abría, y la luz amarilla de las antorchas me deslumbraba; allí estaban Murdac y su lacayo olvidado de Dios, Guy. Quedaron silueteados en la puerta durante un instante, Guy dominando con su estatura a sir Ralph, y luego entraron en el calabozo apestoso, seguidos por dos soldados. Estornudé con violencia; incluso por encima del hedor de la mazmorra, distinguí el repulsivo perfume a lavanda de Murdac. Se acercó y contempló en silencio mi cuerpo encogido sobre el suelo inmundo. Volví a estornudar. Bajo la supervisión de Guy, los soldados encendieron antorchas y las colocaron en los candeleras de la pared. Uno de los hombres vino cargado ominosamente con un brasero, lo llenó de cisco y de lana empapada en aceite, y le prendió fuego con yesca y pedernal. Supe que no era para calentarme en la larga y fría noche que se avecinaba. El otro soldado sujetó con una cuerda mis brazos atados a un gancho clavado en el techo, y ajustó la longitud de modo que yo quedara parcialmente colgado de las muñecas, todavía sujetas a mi espalda. La tensión de mis brazos era enorme, y sólo podía soportarla volcándome hacia adelante y apoyando las puntas de los pies en el suelo. Luego el soldado rasgó mis vestidos nuevos con la daga y me dejó desnudo como el día en que nací. Sentí vergüenza por mi desnudez y bajé los ojos a la paja esparcida por el suelo. Pero peor que la vergüenza era el miedo. Un terror absoluto brotaba de mi piel y crecía hasta desbordarse como un río en avenida. En algún rincón de aquel calabozo, el demonio griego Pan iba tomando forma. Y reía en silencio. Yo intentaba controlar mi terror, consciente de que Murdac me observaba atento con sus ojos de un azul extraordinariamente pálido.
El brasero ardía alegremente ahora, y Guy puso en contacto con la llama tres gruesos hurgones de hierro. Me miró y sonrió con una mueca desagradable.
—¿Estás asustado, Alan? Yo creo que sí. ¡Siempre fuiste un cobarde! —se burló. Luego se puso un par de gruesos guantes de piel. Yo aparté la mirada de los hierros al rojo y volví a bajar la mirada a la paja esparcida en el suelo. Sabía lo que iba a ocurrir, sabía que sería peor que cualquier cosa que pudiera imaginar, y me di cuenta de que temblaba de miedo. Me mordí la lengua y decidí que resistiría el dolor, me transportaría a un lugar mejor con el pensamiento y me negaría a decir nada a Murdac. Nada, y sobre todo nada acerca de mis sospechas de la presencia de un traidor en el campamento. Eso era algo que había de enterrar profundamente en mi cerebro; tan profundamente como para olvidarlo por completo. Entonces habló Murdac, y su sibilante acento francés resultó ofensivo incluso en aquel antro repugnante.
—Te recuerdo. Sí, de verdad. —Parecía complacido y excitado por haberme hecho un lugar en su memoria—. Eres el ladrón insolente del mercado de Nottingham. Estornudaste encima de mí, sucia criatura. Y escapaste, ¿verdad? Creo recordar que alguien me lo contó. Corriste al bosque para unirte a Robert Odo y toda esa basura. Bien, bien, y ahora te tengo aquí de nuevo. ¡Qué placer, qué inmenso placer!
Soltó una breve carcajada seca, y Guy se sumó de inmediato a su regocijo con una especie de cloqueo demasiado alto. Murdac le dirigió una mirada severa y gritó:
—¡Cierra el pico!
Y a Guy se le atragantó su cloqueo.
Las articulaciones de mis hombros ardían, pero apreté los dientes y no dije nada.
—De modo que has pasado este último año con los proscritos de Robert Odo, ¿no? —dijo Murdac, como si estuviéramos de conversación. Yo no dije nada. Murdac hizo una seña a Guy, que vino hacia mí y me dio un puñetazo con toda su fuerza, asestando su puño contra mi estómago desnudo y desprotegido. El golpe me hizo doblarme, pero peor aún, mi vejiga no pudo resistir más y un chorro de orina bajó por la cara interna de mis muslos. El líquido salpicó y formó un charco a mis pies. Guy rió y volvió a golpearme con toda su fuerza, adelantando el hombro, pero enseguida se echó atrás con una maldición contrariada al darse cuenta de que había pisado el charco de mi orina.
—Vas a contestar a mis preguntas, carroña —dijo Murdac en el mismo tono desapasionado, como si se limitara a constatar un hecho. Yo guardé silencio, pero mi mente era un torbellino. El bastardo tenía razón. A su tiempo hablaría, lo sabía; cuando los hierros al rojo hicieran insoportable el dolor yo hablaría. Pero tenía que poner orden a mis pensamientos, para dar primero la información menos importante. Puede que se cansaran de interrogarme, y si era capaz de resistir lo suficiente, tal vez el condestable o la reina intervendrían. Podía suceder cualquier cosa, yo sólo tenía que resistir y guardar silencio.
Guy se apartó de mi cuerpo desnudo y doblado y se acercó al brasero. Mis ojos lo siguieron. Ahora las puntas de los hurgones de hierro brillaban con una intensa luz anaranjada. Empujó uno de ellos para meterlo más en el fuego y sacó el otro, trazando pequeños círculos en el aire con la punta encendida.
Murdac repitió despacio:
—¿Te uniste a la banda de asesinos de Robert Odo?
De nuevo guardé silencio, y Guy se adelantó con el hierro al rojo en la mano.
—Esto hará que cantes, mi pequeño trouvère —dijo burlón, y aplicó el metal ardiente a la piel desnuda de mi costillar izquierdo. Un latigazo blanco de dolor atravesó todo mi ser. Retorcí el cuerpo para apartarlo de Guy y grité: un largo aullido de agonía y de miedo, cuyos ecos resonaron en aquella mazmorra de piedra mucho después de que yo consiguiera controlarme y cerrar herméticamente la boca.
—¿Te uniste a la banda de Robert Odo? —volvió a hablar Murdac—. Es una pregunta muy sencilla.
Yo sacudí la cabeza con los dientes clavados en los labios para impedirme a mí mismo hablar. Guy volvió a tocarme las costillas con el hierro, y se produjo un nuevo brote de dolor indescriptible, y de nuevo grité hasta que los nervios de mis mandíbulas crujieron.
Guy devolvió el primer hurgón a las llamas y sacó otro del brasero crepitante. La punta tenía el color de una cereza madura. Se colocó a mi lado, de modo que sentí en el pecho el calor que desprendía el metal, y susurró a mí oído:
—Sigue callado, Alan. Podemos seguir así toda la noche, si no hablas. Si es por mí, prefiero que no hables.
Soltó una risita. Luego volvió a hablar Murdac, y su voz ceceante se abrió paso por entre el dolor que brotaba de mis costillas.
—¿Te uniste a la banda de Robert Odo?
No dije nada, pero tensé el cuerpo y traté de apartarme de Guy, que seguía a mi lado empuñando en su mano enguantada el hurgón de hierro al rojo. Hizo una pausa de algunos segundos y yo retuve el aliento, y entonces, con toda deliberación, pasó el hierro por mi costado derecho, arriba y abajo, rozando la piel como un hombre que unta de mantequilla una rebanada de pan. Aullé como un loco mientras en la piel quemada empezaban a formarse pequeñas ampollas, y mi nariz se vio asaltada por una bocanada de vapor y el olor acre de la carne chamuscada. Apretó con más fuerza el hierro contra mi cuerpo rígido y yo aullé: —¡Que os jodan! ¡Que os jodan a los dos...! Guy dio un paso atrás, y volvió a poner el hierro al fuego. Miró a Murdac como pidiendo permiso para algo, y éste le hizo una seña de asentimiento. Guy agarró un puñado de mi pelo, me echó atrás la cabeza y acercó tanto la suya que nuestras narices quedaron a tan sólo unas pulgadas de distancia.
—No, no, no, Alan —dijo, malicioso—. No es a nosotros, es a ti a quien van a joder.
E hizo un gesto de mando a los soldados. Los dos hombres me cogieron cada uno de un lado y me separaron las piernas, y las sujetaron a unos grilletes de acero. Guy sacó otro hurgón candente del brasero y se colocó detrás de mí. Murdac dijo:
—Por última vez, Alan, ¿te uniste a la banda de Robert Odo? Responde a mis preguntas y se acabará ese dolor, te lo prometo. Depende únicamente de ti. Sólo tienes que contestar mi pregunta; ¿qué daño le puede hacer a nadie que charlemos un poco? Yo conozco ya las respuestas. Responde a mis preguntas y el dolor cesará.
Me mordí el labio y sacudí la cabeza. Entonces los soldados abrieron brutalmente mis nalgas y pude sentir el calor inmenso del hierro junto a mi escroto encogido y la zona de piel sensible situada entre aquél y el ano; no hubo contacto con el hurgón al rojo, a Dios gracias, pero éste irradiaba un calor ardiente hacia mis partes más íntimas con una intensidad malévola. Luego la punta derretida del hurgón rozó apenas la piel fina de la cara interna de mi muslo junto a la nalga derecha, y aunque el dolor fue menor que el de las quemaduras de mis costillas, di un grito tan largo y tan agudo como para despertar a los muertos: —Sí, sí, por Dios, me uní a su banda. Sí, me uní. —Balbuceaba, temblaba de terror y de dolor, perdido de repente todo mi autocontrol—. Parad, por favor, parad. No lo hagáis. No me queméis ahí, os lo suplico.
Murdac sonrió, Guy soltó una alegre carcajada, y yo sentí un enorme alivio, feliz, cuando el calor del hurgón se alejó de mis partes privadas. Mis nalgas se liberaron de la terrible presa y las apreté con todas mis fuerzas, como si aquello pudiera protegerme. De pronto se abatió sobre mí una ola negra de vergüenza, una tristeza deprimente y fría por mi falta de valor. Quise morir, que la tierra me tragara. Con aquel tratamiento obsceno me habían despojado con toda facilidad de mis últimos restos de dignidad. En verdad era un cobarde; era el traidor del campamento de Robin, de existir uno. Entonces, tan deprisa como había aparecido, expulsé de mí aquel pensamiento. Era un secreto que nunca entregaría, aunque sufriera esta noche todos los tormentos de la condenación. Murdac hizo una nueva pregunta: —¿Dónde está ahora Robert Odo? No dije nada. Apreté los dientes. El hombrecillo suspiró: parecía genuinamente decepcionado. Hizo una seña a Guy, que sacó un hurgón del brasero y vino hacia mí. Cuando los soldados volvieron a agarrarme por la espalda y a separar mis nalgas, me oí a mí mismo balbucear:
—Está en las cuevas, en las cuevas, Dios del cielo ten piedad...
Me detuve sorprendido porque la puerta del calabozo se abrió con estruendo, y a través de mis lágrimas de humillación vi a una figura imperiosa en el umbral. Era Robert de Thurnham, revestido de malla gris y con la espada al cinto.
—Caballeros —dijo en voz alta—, os ruego que excuséis mi intrusión. Pero los gritos de este individuo no dejan descansar a la reina. Ordena que cese al instante el interrogatorio y que se reanude mañana a una hora más adecuada.
Se adelantó, desenvainó la espada y cortó la soga que sujetaba mis manos a la espalda. Yo me derrumbé sobre la paja sucia esparcida en el suelo de la mazmorra, y sentí que mis pobres costillas chamuscadas y la quemadura de la nalga entonaban una melodía llena de angustia. Pero por el momento, todo había acabado. Miré de reojo a sir Ralph y vi en sus ojos pálidos una rabia monstruosa que intentaba reprimir. Guy tan sólo parecía irritado por el curso que habían tomado los acontecimientos. Murdac me miró, acurrucado en posición fetal en el suelo, y dijo:
—Hasta mañana, entonces.
Sir Robert le hizo salir de la celda, y también a Guy y a los dos soldados.
—No te pongas demasiado cómodo, Alan, volveremos pronto —dijo Guy con retintín al salir. El caballero se detuvo en el umbral para dirigirme una última ojeada, y a la luz temblorosa del brasero, mientras yo temblaba en aquel suelo inmundo, hundido en el desprecio por mí mismo, me dirigió una palabra claramente enunciada con los labios, pero en silencio: «¡Animo!».

 

 

 

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Debí de desmayarme, o tal vez mi mente quiso aislarse en la oscuridad del horror vivido aquella noche, porque cuando recuperé el sentido, Marian estaba a mi lado. Al principio creí que soñaba. Había lágrimas en sus mejillas y, mientras cortaba las ataduras de mis muñecas con un pequeño cuchillo, murmuraba:
—Oh Alan, Alan, ¿qué te han hecho? Había traído un hábito de monje raído para cubrir mi desnudez, y me vistió y empezó a frotar mis muñecas hinchadas antes de que yo recuperara del todo la conciencia. Mis manos habían perdido la sensibilidad, y las punzadas de dolor cuando las masajeó para devolverlas a la vida fueron casi tan malas como los hurgones. Casi.
Cuando vio que había recuperado hasta cierto punto la sensibilidad en manos y brazos, me dijo:
—Vamos, Alan, tenemos que darnos prisa. Antes de que vuelvan los guardias. Les he sobornado para que me dejen unos minutos a solas con el prisionero. Me temo que han pensado que sentía alguna tendresse por ti. —Marian se ruborizó al decirlo—. Ven, por aquí —añadió, y me tomó del brazo y los dos salimos juntos, tambaleantes, de aquella mazmorra apestosa a la penumbra del pasillo exterior.
Me llevó a una parte del castillo cuya existencia yo desconocía. Recorrimos pasillos, subimos escaleras y atravesamos un laberinto de caminos tortuosos, hasta detenernos finalmente en un pequeño rellano frente a un pasadizo que descendía. Me asomé a mirar y vi que al final del pasadizo había un portillo de madera practicado en el muro del castillo.
—Thomas espera fuera, al otro lado de esa puerta —susurró Marian. Esa era la buena noticia, pero vi que del lado de acá me aguardaba un problema grave. Dos problemas, para ser exactos.
Sentados en sendos taburetes y jugando a los dados a la luz de una vela que goteaba cera, había dos fornidos centinelas armados con espadas. Reconocí a uno de ellos como el hombre que había llevado el brasero a la mazmorra donde me torturaron, y separado mis nalgas arruinando al mismo tiempo mi dignidad. Al otro no lo conocía, pero era muy probable que después del revuelo organizado el día anterior, él sí me conociera a mí. Marian susurró:
—Tal vez, si consigo distraerlos...
Negué con la cabeza. Sentía una marea de roja ira que ascendía de mis tripas hacia el pecho. Había sido atado, desnudado, quemado y humillado; torturado y forzado a hablar contra mi voluntad. Pero ahora tenía las manos libres. La cabeza empezó a darme vueltas cuando supe lo que iba a hacer, pero al mismo tiempo el júbilo inundó mi pecho.
—Gracias, Marian —susurré—. Gracias de todo corazón por lo que has hecho, pero ahora me corresponde a mí solo hacer lo que falta.
Me bajé sobre los ojos la capucha de mi hábito de monje y me adentré en el pasadizo, caminando con pasos confiados hacia los soldados, con las manos juntas sobre el pecho en actitud de orar.
Mis pasos eran ligeros, pero sentía el corazón pesado en mi pecho y era consciente de cada pulgada de mi cuerpo, desde mis pobres costillas chamuscadas y la punzada ardiente de la quemadura en la nalga, hasta el sudor de la punta de mis dedos. Me sentía como si en mi interior zumbara un enjambre de abejas, con una furia oscura y jubilosa.
Al acercarme a los dos soldados, los dos se levantaron de sus asientos; uno de ellos agarró los dados y los guardó apresuradamente en su bolsa, para que un hombre de Dios, que es lo que suponían que yo era, no se diera cuenta de que habían estado jugando.
—¿Podemos ayudarte en algo, hermano? —preguntó el hombre que estaba a la izquierda, el más alto de los dos, el que había estado en la celda de la tortura. Yo fui directamente hacia él, eché atrás la cabeza como para verle mejor la cara con mi capucha bajada, y luego, rápido como una serpiente, me impulsé con los pies, lancé la cabeza hacia adelante describiendo un arco y le golpeé en el puente de la nariz. Fue un golpe colosal, en el que puse toda la rabia de mi reciente humillación, y al venir de quien parecía ser un monje, resultó por completo inesperado. Pude sentir el crujido del hueso y el cartílago cuando mi frente impactó en su rostro, y cayó a mis pies como una piedra. Entonces me volví con la sangre rugiendo en mis venas, y me abalancé sobre el segundo hombre, sujetándolo por los hombros e intentando un segundo cabezazo tan eficaz como el primero. Él tenía la boca abierta de par en par por la sorpresa, pero ladeó la cabeza a tiempo de evitar mi golpe, y todo lo que conseguí fue alcanzarle de refilón en el pómulo. Entonces nos encontramos los dos enzarzados en el suelo, forcejeando como dos energúmenos. Mi rabia había encontrado una vía de escape y me di cuenta de que daba gritos incoherentes mientras le golpeaba una y otra vez en la cabeza con los dos puños. Pero era más fuerte que yo, y estaba tan habituado como yo mismo a la lucha callejera. Mientras rodábamos por el duro suelo me agarró por los antebrazos, los apretó entre sus fuertes manos, y acabó así con la lluvia de golpes que le habían dejado la cara magullada y cubierta de sangre. De modo que levanté la rodilla hacia la horcajadura de sus piernas, mi rótula impactó en su hueso pélvico, y aprovechando la sorpresa le machaqué las pelotas con aquella improvisada mano de mortero. Gritó de dolor, doblado en dos, e intentó protegerse su intimidad herida con las manos, soltando al hacerlo mis brazos. De modo que aferré un mechón de su cabello largo y grasiento y golpeé su cabeza contra el suelo de piedra con toda la fuerza que pude reunir. Quedó sólo ligeramente atontado pero fue suficiente; agarré su cabeza por las orejas con las dos manos, y la golpeé dos veces más contra las losas. Sus ojos rodaron en las órbitas y de pronto me encontré avanzando a gatas, jadeante, con mis costillas quemadas sangrando, mirando a los dos hombres tendidos e inconscientes. Ninguno de los dos había tenido tiempo de desenvainar la espada. Me puse en pie tambaleante, agité una mano para despedirme de Marian, que me miraba espantada con su bonita boca abierta de par en par, descorrí el cerrojo, abrí la puerta y salí a la noche fría para caer de inmediato en los brazos de Thomas.
Él echó una mirada de incredulidad a los cuerpos inmóviles de los dos soldados, cerró la puerta de madera a mi espalda y me preguntó:
—¿Puedes caminar?
Y ayudado por él, bajé por el estrecho sendero que descendía del castillo hacia las estrechas callejuelas oscuras de la ciudad de Winchester.

 

 

 

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Durante dos días estuve oculto en una habitación trasera de La Cabeza del Sarraceno, curando mis heridas con un cocimiento de grasa de oca y hierbas, y esperando el regreso del hombre tuerto. Thomas había recogido mi puñal y mi espada del castillo y me los devolvió antes de desaparecer en busca de información de sus contactos. Yo tenía mis armas al alcance de la mano noche y día, incluso mientras dormía. Algo había cambiado en mí después de aquella noche terrible de fuego y de dolor. Era más duro; el fuego había hecho desaparecer los residuos de mi niñez. Pero también me conocía mejor a mí mismo. Sabía que les habría dicho cualquier cosa de no haber intervenido Robert de Thurnham en el momento en que lo hizo. De modo que me juré que no volverían a cogerme vivo para someterme de nuevo a aquel tratamiento. Antes moriría. A la mañana del tercer día, apareció Thomas con noticias.
Nos sentamos a la tosca mesa de la sala común de la taberna, y comimos pan y queso. El guardó silencio durante unos instantes, y luego suspiró y dijo:
—Lo primero es lo primero: el rey ha muerto. Dios conceda la paz a su alma. Murió hace diez días en Chinon y sus restos están siendo transportados hacia su reposo final en la abadía de Fontevraud. El duque Ricardo ocupará ahora el trono, cuando decida regresar a Inglaterra. Pero hasta entonces pueden pasar meses.
Me sentí trastornado. Sabía que el rey estaba enfermo, pero durante toda mi vida Enrique, el gobernante ungido por Dios, había sido una de las columnas que sustentaban mi mundo. Me costaba entender que no iba a estar ahí nunca más.
—El castillo es como un hormiguero desbaratado —dijo Thomas—, no paran de ir y venir mensajeros. Leonor ha sido formalmente liberada por FitzStephen, pero va a seguir en Winchester todavía algunos días. —Hizo una pausa, suspiró y continuó—: Pero hay noticias peores que la muerte del rey. —Exhaló otro gran suspiro—. Lady Marian ha sido raptada. Sir Ralph Murdac y sus hombres se la llevaron cuando estaba cazando con halcón acompañada por sus damas, ayer por la mañana. Creemos que esa sucia comadreja de pelo negro galopa, mientras hablamos, hacia Nottingham con la dama de nuestro señor. Y cuando llegue allí, se casará con ella.
—Pero ella nunca dará su consentimiento —dije. Thomas rió, pero su carcajada no expresaba la menor alegría.
—¿Consentimiento? No le darán ninguna opción. Murdac tiene en el bolsillo suficientes curas para que los casen, con o sin consentimiento. Quiere las tierras de Locksley, y con el rey muerto, no hay ningún poder capaz de detenerlo. Si cuando Ricardo sea coronado ya están casados, no los separará. Murdac será un hombre poderoso y Ricardo necesitará su apoyo. Si ella insiste en rechazar el matrimonio, él la forzará, puede que incluso sus hombres la violen también. Entonces su honor quedará por los suelos y nadie la querrá. Incluso Robin podría cambiar de idea de saber que no sólo sir Ralph, sino media docena de sus rijosos camaradas de armas han pasado por su cama, lo quisiera ella o no.
—Mataré a ese bastardo. —Sentí que las cicatrices de mis costillas se abrían de nuevo—. Le cortaré su jodida cabeza. —Jadeaba pesadamente, inclinado hacia Thomas, y había empuñado mi espada—, ¡Tengo que ir a ver a Robin ahora mismo, y habremos de cabalgar a Nottingham de inmediato!
Thomas estaba tranquilo hasta un punto desesperante:
—Sí, tenemos que ir a ver a Robin. Pero primero hemos de pensar un poco. Murdac preferirá tener una esposa complaciente a una forzada. De modo que probablemente disponemos de un poco de tiempo. Siéntate, o recaerás de tus heridas. Hemos de pensar en tu traidor. Mis amigos están preparando caballos y provisiones para el viaje, pero hasta que lleguen, tranquilízate y dime quién crees que puede ser. ¡Piensa! ¿Quién es, Alan? Empieza por el principio.
Me obligué a mí mismo a sentarme y respirar hondo durante unos instantes; podía sentir circular por mis flancos torrentes de sangre caliente. Empecé a pensar.
—Después de la matanza de la granja de Thangbrand, pensamos que el traidor tenía que ser Guy. Pero la carta de Murdac a la reina en la que presume de contar con un informador está fechada en febrero, de modo que no puede ser él. Guy se fue de Thangbrand en diciembre.
«Además, creo que la matanza fue pensada y ejecutada con la intención de matar o capturar a Robin, que se suponía que iba a pasar allí la Navidad, pero cuya llegada se retrasó a última hora, y por tanto el informador tiene que ser una persona que creía que Robin estaría allí por Navidad. ¿Quién estaba tan enterado de los movimientos de Robin?
—Alguien muy próximo a él —dijo Thomas.
—Creo que ha de ser una de las siguientes cuatro personas, sus lugartenientes, el círculo de los más íntimos —dije—: Little John, Hugh, Will Scarlet o... Tuck. Pero, ¿quién de ellos querría destruir a Robin? Little John... bueno, fue culpa de Robin que se convirtiera en un proscrito. Tenía una colocación cómoda en Edwinstowe como maestro de armas, y Robin la echó a perder cuando mató al cura.
—No lo veo claro —me interrumpió Thomas—. John moriría por Robin. Lo quiere como a un hermano.
—Lo mismo cabe decir de Hugh. No creo que haya traicionado a su propio hermano. Robin lo rescató de una vida ignominiosa de caballero segundón sin un penique. Ahora posee poder y dinero, y además adora a Robin. Basta con verlos a los dos juntos. De modo que tampoco creo que sea él.
—¿Will Scarlet, entonces? —dijo Thomas. Pensé por unos momentos.
—Era un buen amigo de Guy, y además primo suyo —dije—. Guy podría haber seguido en contacto con él después de unirse a Murdac. También podía haber pasado mensajes, a cambio de dinero o por la esperanza de un perdón. Pero no puedo creerlo. Will no es..., bueno, lo bastante astuto para ser un agente del enemigo, para ganarse la confianza de Robin y traicionarla.
—Sólo nos queda Tuck —dijo Thomas, en tono enteramente desapasionado. Yo hice una mueca.
—No quiero que sea Tuck —dije—. Quiero a ese hombre; ha sido muy bueno conmigo. Pero para ser del todo honesto, se me ocurre una razón por la que podría desear el mal a Robin.
No supe muy bien cómo expresarlo, de modo que le pregunté a Thomas:
—¿Eres un buen cristiano?
En aquella fea carota apareció una sonrisa.
—Cristiano sí, pero no muy bueno. Ah, ya veo adonde quieres ir a parar. Robin y sus travesuras nocturnas en el bosque: «¡Alzad a Cernunnos!» y todas esas chorradas paganas. Sé que Robin ha estado haciendo experimentos con la vieja religión. Algunos lo llaman brujería. He oído que incluso sacrificaron a un pobre diablo, que le rebanaron el gaznate. Pero no me parece que él crea de verdad en todas esas memeces. Lo hace sólo para reforzar su mística entre la gente del pueblo. ¿Crees que es motivo suficiente para que Tuck le traicione?
—Les oí discutir sobre el asunto. Por poco no llegó la sangre al río —contesté. Los dos nos quedamos silenciosos un rato, hasta que nuestras meditaciones fueron interrumpidas por un fuerte golpe en la puerta. Me levanté sobresaltado y eché la mano a la empuñadura de mi espada.
—Tranquilo, Josué, sólo es Simon con los caballos —me dijo Thomas.

 

 

 

★ ★ ★

 

 

 

Simon venía con cuatro caballos para mí y para Thomas, cargados con grano para los animales y provisiones y agua para nosotros. Nuestro plan era cabalgar sin parar hasta las cuevas de Robin, pero tuvimos un tiempo tan malo, con lluvia y vendavales continuos, y el avance por los caminos embarrados era tan lento, que nos vimos obligados a detenernos a mitad de camino en una abadía vecina a Lichfield, al borde del agotamiento total. Aquel día, el viaje se había convertido para mí en una pesadilla. Las llagas de los costados y la quemadura en la nalga me daban cada vez más problemas, y me tambaleaba a lomos de mi caballo intentando seguir el ritmo incansable marcado por Thomas. Al final, a pesar de mi deseo de ver a Robin lo antes posible, sentí un inmenso alivio cuando hicimos nuestra entrada al trote por las puertas de la abadía, doloridos, hambrientos y empapados. Los monjes no nos hicieron preguntas. Comimos un cuenco de potaje de alubias, nuestros caballos fueron almohazados, y después del breve y apenas atendido rezo de las Completas en la penumbra de la iglesia de la abadía, me sumí en un sueño exhausto en un jergón estrecho, en el dormitorio de los viajeros. A la mañana siguiente, todavía mojados pero mucho más descansados a pesar de que mis costillas me dolían más que nunca, montamos nuestros caballos frescos decididos a reunimos con Robin aquella misma tarde. Y atardecía ya cuando, con nuestras monturas a punto de reventar por el agotamiento, tropezamos con una de las patrullas de Robin a unas diez millas al sur de las cuevas, y fuimos llevados de inmediato a su presencia.
Robin, con un aspecto casi tan ojeroso como el de Thomas o el mío, estaba sentado a una mesa con un hombre muy flaco vestido de negro, un judío, y al reconocerlo la impresión que sentí fue como si me hubieran arrojado un jarro de agua helada por la cabeza. Era el mismo hombre que había visto en La Peregrinación a Jerusalén, el hombre que nos señaló a David el armero para que Robin y yo le robáramos la llave. Los pocos judíos de Nottingham eran despreciados por todos. Les llamábamos asesinos de Cristo y les acusábamos de secuestrar niños en secreto y sacrificarlos en ceremonias horrendas. Durante un segundo, me pregunté si Robin estaba tratando algún negocio satánico con aquel hombre: le creía capaz de cualquier cosa después de haber sido testigo del sangriento rito pagano de la Pascua. Pero luego me di cuenta de que su entrevista era de una naturaleza mucho más mercantil. Al acercarnos a la mesa, Robin empujó dos pesadas bolsas de dinero hacia el judío flaco y anotó algo en un rollo de pergamino. Todo quedó aclarado. Era una parte de las actividades de Robin que nunca antes había presenciado: la usura. Prestaba dinero, las ganancias ilícitas de sus robos, a los judíos de Nottingham, y ellos lo daban a su vez en préstamo a cristianos, con un interés muy alto. Robin proporcionaba los fondos iniciales para aquel negocio pero, por lo que me contaron, también ofrecía a los judíos cierta protección. Si un hombre no pagaba, Robin enviaba a algunos de sus hombres más robustos a visitarle con el fin de aclararle, si hacía falta por la fuerza, que una deuda debía pagarse siempre, incluso a un judío.
Robin levantó la vista y nos vio por primera vez. Sonrió con desánimo. Parecía no haber dormido en varios días.
—Thomas, Alan —dijo—. Bienvenidos. Ya conocéis a Reuben, ¿verdad?
Los dos nos inclinamos rígidamente ante el judío, que nos sonrió a su vez. Su cara era oscura, angulosa, apergaminada, pero irradiaba simpatía; tenía el pelo negro y una barba corta, cuidadosamente recortada. Sus ojos castaños, muy vivos, reflejaban bondad, y Dios sabrá por qué, pero desde el primer momento confié en él.
—¿Estoy en lo cierto al suponer que sois Alan Dale, el famoso trouvère?—preguntó Reuben, al tiempo que se ponía en pie y hacía una reverencia en respuesta a las nuestras. Enrojecí; sabía que se estaba burlando de mí, pero lo hacía de tan buen humor que no me importó.
—Famoso no lo soy aún —contesté—, pero espero algún día ser, por lo menos, competente.
—Tanta modestia —dijo Reuben con otra sonrisa— es una cualidad rara y valiosa en nuestros días entre la juventud. —Hizo una reverencia a Thomas, que gruñó algo ininteligible—. Por desgracia, amigos míos, he de despedirme ya —dijo Reuben, y levantó las pesadas bolsas que había encima de la mesa con tanta facilidad como si estuvieran llenas de aire. Hizo una profunda reverencia a Robin, que se puso en pie y se la devolvió como si fuera una persona de su mismo rango, y luego salió de la cueva, guardó las bolsas en las alforjas de su silla de montar, y desapareció al trote en la noche lluviosa.
Robin nos invitó a sentarnos a la mesa. Miró nuestras caras agotadas y salpicadas de barro, y dijo:
—Habéis venido a contarme lo de Marian. —La voz era tensa, y todo su cuerpo parecía retorcerse de dolor. Asentimos—. Ya lo sé —dijo—, Reuben me lo ha contado. Iremos a Nottingham en cuanto amanezca. Pero..., hay algo más, ¿no es así?
Yo asentí y, titubeando, expuse mi teoría de que había un traidor en el campamento. Robin escuchaba en silencio. Cuando por fin acabé mi explicación, dio un largo suspiro que estremeció todo su cuerpo.
—Ya veo —dijo—. Bien, gracias por decírmelo, Alan. Es algo que sospechaba desde hacía algún tiempo, desde la matanza de la granja de Thangbrand, en realidad. Y creo saber quién es nuestro hombre. —Suspiró de nuevo—. Tengo que pediros a los dos, por vuestro honor, que no habléis a nadie de esto. —Miró con fijeza a Thomas y luego a mí, y sus ojos de plata parecieron taladrar mi cabeza—. No digáis nada de esto a nadie —repitió, y los dos asentimos. Luego continuó—: Pero primero hemos de recuperar a Marian; de modo que comed algo, dormid un rato y estad preparados cuando amanezca. Me alegro de tenerte de regreso, Alan.
Me sonrió, y sus ojos de plata brillaron a la luz de las velas. Fue un breve atisbo de la sonrisa dorada, despreocupada, de otros tiempos, y destelló como la luz de un faro en medio de su desesperación. De nuevo sentí la familiar oleada de afecto hacia él.
—Me alegro de estar de regreso —dije, y sonreí a mi vez.
Luego Robin me observó con más atención.
—Estás herido —dijo, y había un gran pesar en su voz. Le miré. ¿Cómo lo había sabido? Creí haber disimulado a la perfección la agonía de aquellas heridas que me torturaban.
—Mandaré a alguien a buscar a Brigid —dijo—, Y no te preocupes demasiado por ese asunto del traidor, Alan. Todo saldrá bien.

 

 

 

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Más o menos una hora más tarde, Brigid me llevó a una cueva pequeña apartada del campamento principal y, a la luz de una única vela, me hizo desnudarme para poder examinar mis heridas. Después de untarlas con un ungüento oscuro que olía a rancio, y de cubrir la peor herida en el costillar derecho con un emplasto frío de musgo, me hizo tenderme boca abajo para examinar la quemadura de la parte interna de mi nalga. Yo no quería, pero me dijo que no fuera niño y, a regañadientes, la obedecí. Al inclinarme hacia adelante con las manos en las rodillas, me vino a la memoria la imagen de su cuerpo desnudo y pintado en la ceremonia del sacrificio pagano. Oh Dios, como si mi humillación no fuera ya suficiente, sentí una erección incontrolable cuando sus largos dedos esparcían con suavidad una sustancia fresca en la pequeña herida entre mis nalgas.
—Ya he acabado —dijo Brigid con brusquedad, y se puso en pie. Yo me enderecé y a toda prisa empecé a colocarme bragas y calzas, con la esperanza de ocultar mi miembro erecto. Hoy me sentiría contento, eufórico incluso, si enarbolara un órgano de aquel tamaño; pero en los tiempos de mi juventud, me parecía tener la mitad del tiempo un bulto enorme en mi bajo vientre, y me daba vergüenza. Brigid se echó a reír y, mirando directamente mi órgano ufano mientras yo intentaba desesperadamente taparlo, dijo:
—Tendrías que haberte quedado un poco más esta primavera en la ceremonia de la Diosa, en lugar de marcharte a hurtadillas como un ladrón en la noche. En lugar de malgastar tu savia soñando con Marian, habrías hecho muy feliz a alguna joven bonita.
Me quedé mudo por la sorpresa. Pensaba que nadie sabía que había estado en aquel cruento festival pagano, porque en todo momento llevé la capucha bajada y había evitado acercarme a la luz de la hoguera. Me sentí humillado; por dos veces en pocos días me había visto desnudo y desprovisto de mi tierna dignidad como un conejo muerto de su piel, de modo que reaccioné diciéndole:
—Estaba harto de ver morir inocentes y no tenía intención de oír más blasfemias teñidas de sangre.
—Morir inocentes, dices —respondió Brigid con toda tranquilidad—. Blasfemias, además. —Me miró, y sus ojos amables parecían ahora duros como el roble—. Ese hombre que fue sacrificado...
—Se llamaba Piers —la interrumpí en tono brusco.
—El sacrificado —siguió, poniendo énfasis en la palabra para indicar que se negaba a reconocer su humanidad dándole un nombre— había sido condenado a muerte por tu señor. Robert de Sherwood le habría matado por su deslealtad. En lugar de hacerlo, me lo entregó a mí. Y ahora está con la Madre Tierra, cuidado por ella con el mismo cariño con que cuida de todas sus criaturas, vivas o muertas.
—Robin nunca habría tomado parte en esa brujería infame, en esa adoración diabólica, de no ser por ti. —Yo casi gritaba ahora—. Habría dado a ese hombre una muerte limpia y un entierro cristiano.
Mientras hablaba, era consciente de que sólo en parte estaba diciendo la verdad.
—El Señor del Bosque no es un seguidor de tu Dios de los clavos, Alan. No es cristiano —dijo Brigid—. Lleva en su interior el espíritu de Cernunnos, tanto si lo cree como si no.
Me chocaron sus palabras al escucharlas así, en voz alta. Pero lo que decía era cierto: Robin no era cristiano.
—Tampoco es un pagano maldito de Dios —aullé. Brigid se mostraba tan fría como una madrugada de enero, mientras que yo sabía que me estaba comportando como un niño furioso e impotente. Aparté los ojos de su mirada recta y aspiré una gran bocanada de aire.
Ella posó una mano sobre mi brazo desnudo, y cuando volví a mirarla, me sonrió. Sentí que mi ira empezaba a desvanecerse.
—Creo que ninguno de nosotros puede saber de verdad lo que piensa otra persona —dijo—. Además, Robin es más complicado aún que la mayoría, en ese aspecto. Yo diría que busca constantemente lo divino, que busca a Dios en cualquier forma que él..., o ella... —Me sonrió de nuevo, y yo le devolví la sonrisa, pesaroso—, adopte. En fin, espero que algún día tenga éxito en su búsqueda y encuentre la verdadera felicidad.
—Amén —dije.

 

 

 

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Dormí mal, y soñé que Marian era violada por una larga hilera de soldados burlones. La cola daba la vuelta a las murallas de Nottingham, como una larga serpiente. Luego se convirtió realmente en una serpiente, un enorme reptil rojo y negro que ceñía con sus anillos los muros del castillo y apretaba y apretaba hasta que la fortaleza de piedra se erguía como un pene cargado de lujuria, y eyaculaba hacia el cielo un chorro de hombres y mujeres mezclados en un ardiente espasmo...
Thomas me despertó una hora antes del amanecer. Abrí los ojos, me encontré delante su fea carota tuerta y no pude reprimir un escalofrío de miedo. El dolor de mis costillas casi había desaparecido, sólo una tirantez sorda me recordaba mi humillación.
—Será mejor que te prepares —dijo Thomas—. Nos espera un largo camino.
Yo empecé a tantear en la semioscuridad, mordisqueando un mendrugo de pan mientras desempolvaba mi sobretodo. Sabía que el forro acolchado me daría demasiado calor a medida que avanzara aquel día de julio, pero estimé aceptable la incomodidad de un calor excesivo a cambio de la mayor protección que me concedía. Sobre el gabán me ceñí la espada y la daga. Me cubrí la cabeza con la capucha y encima me coloqué un casco de acero semiesférico, que me abroché bajo la barbilla. Luego fui a buscar los caballos.
Las tormentas de los días pasados habían dejado un cielo limpio de nubes y el sol empezaba a asomar sobre las copas de los árboles cuando partimos a caballo de las cuevas de Robin y nos dirigimos hacia el sur, a Nottingham. Éramos unos cincuenta jinetes, con buenas monturas la mayoría, aunque yo no, y armados con lanzas de doce pies de alto de madera de fresno con la divisa de Robin, la cabeza del lobo, ondeando justo debajo de la afilada punta de acero. Robin cabalgaba al frente, con Hugh situado detrás de él. A retaguardia de la columna se había colocado Little John, con un casco abollado provisto de un par de cuernos sobre el cabello pajizo y con la gran hacha de batalla colgada a la espalda, llevando de las riendas a una reata de muías cargadas con el equipaje: provisiones, barriles de cerveza, armas de repuesto, y también varios cestos con palomas mensajeras. Vi a Will Scarlet, que cabalgaba en el centro del pelotón de jinetes. Me dirigió una sonrisa nerviosa. ¿Era la culpa de la traición lo que vi en sus ojos? ¿O fueron sólo imaginaciones mías? ¿Acaso quería que fuese él el traidor? Tuck llevaba muchas semanas sin aparecer; desde su discusión con Robin, por la Pascua. Recé porque el fraile gordo no fuera el culpable de traición. No, no podía ser Tuck. Mientras avanzábamos a través del bosque, con el cálido sol amarillo ascendiendo a nuestra izquierda, volví a preguntarme si el traidor cabalgaba con nosotros, y si no nos estábamos metiendo a ciegas en una trampa.