Capítulo II
AHORA, al volver la vista
atrás después de casi sesenta inviernos, apenas puedo creer lo
blando que fui. Había de ver cosas peores junto a Robin, mucho
peores. Y aunque nunca disfruté con el dolor de otros, como algunos
de nuestra banda, aprendí a disimular la debilidad en ciertos
momentos, como corresponde a un proscrito o a cualquier hombre. Sin
embargo, aquella noche de primavera yo era joven, tenía tan sólo
trece años. Sabía muy poco del mundo y de sus crueldades, sabía muy
poco de cualquier cosa. Pero iba a aprender un montón.
Mientras apoyaba la cabeza contra el muro de
la iglesia y miraba el charco que formaban en el suelo los restos
de la empanada de buey, noté un remolino de actividad a mis
espaldas: un ir y venir repentino. Había gente que recogía los
tributos y los cargaba en carretas de bueyes, otros traían
caballos, unos proscritos armados apartaban a los aldeanos
curiosos, y allí estaba Robin, montado y repartiendo órdenes. Un
hombre desclavó la cabeza del lobo del dintel de la iglesia y la
arrojó entre los arbustos. Se apagaron las velas, se cerró con
llave la puerta de la iglesia y al cabo de pocos minutos estábamos
todos en camino. No hubo un caballo para mí, pero, de todos modos,
era un pésimo jinete. En cambio, Tuck caminaba a mi lado,
ayudándose con un largo bastón, y así nos unimos a la lenta
caravana de carros, jinetes y ganado que se internaba en los
bosques.
Empezó a amanecer mientras avanzábamos en
dirección noroeste, alejándonos de la aldea y siguiendo los
senderos de las granjas hasta llegar a la carretera que cruzaba en
dirección norte el bosque de Sherwood. Este gran bosque del condado
de Nottingham era un coto de caza real que se extendía a lo largo
de cientos de millas al norte de nuestro pueblo. Era una gran
extensión de territorio, que en algunos puntos alcanzaba una
anchura de cincuenta millas, y que abarcaba muchos pueblos, aldeas,
campos comunales y cultivos; pero la mayor parte del terreno era
arboleda, habitada por tejones, conejos, lobos y osos, y por
supuesto, ciervos reales. Cazar los ciervos del rey Enrique era un
delito capital, castigado con la horca si el hombre era sorprendido
con las «manos rojas», es decir, manchadas con la sangre del
ciervo. Incluso el hecho de cruzar el bosque con un perro de caza
podía acarrearle a uno el ser marcado a fuego o mutilado, y al
perro se le cortaban dos dedos de las patas delanteras para impedir
que en adelante pudiera correr ligero. Todo ello no disuadía en
absoluto a los compañeros de Robin, como supe muy pronto. De todas
maneras, si los capturaban eran hombres muertos, de modo que
parecían sentir un placer especial al ignorar las leyes del bosque,
matar a los guardas forestales del rey y comer tanta carne de
venado como se les antojaba. Aquello era casi una seña de identidad
de la banda. «Éramos hombres de Robin, comíamos carne roja de
ciervo y nos reíamos de la ley», me dijo un proscrito ya canoso,
con sencillez pero con un inmenso orgullo, años más tarde.
Mientras caminaba aquella mañana, bajo el
sol primaveral, entre los altos alisos, las gentiles hayas y los
gruesos troncos de antiguos robles, con las hojas aterciopeladas de
los helechos verdes acariciándome las piernas, los horrores de la
noche pasada quedaron atrás y Tuck, que caminaba a mi lado apoyado
en su bastón, empezó a hablar. Sobre nada al principio..., simple
charla de caminantes por aquel pacífico bosque.
—He conocido a hombres apasionados —dijo—,
individuos que pueden enfurecerse en un instante; hay quien dice
que es porque tienen demasiada bilis amarilla en el cuerpo; un
exceso del elemento del fuego. Son hombres violentos, agresivos,
que en un arrebato son capaces de golpear a otro hasta matarlo.
Nuestro rey Harry es uno de ellos; una persona incapaz de
controlarse. Cuando está rabioso se revuelca por el suelo, ¿sabes?
Se come las alfombras, literalmente. A mordiscos. Sus criados le
llaman el comeesteras, cuando vuelve la espalda, cuando se sienten
a salvo para reírse de su señor.
Le miré fijamente. ¿El rey? ¿Quién se
atrevería a reírse del rey? Y Tuck continuó:
—También he conocido a hombres fríos, a los
que denominan flemáticos, con un exceso de agua en las venas.
Encajarían una bofetada en la cara del hombre que ha seducido a su
esposa, sin decir una palabra. Pero luego descuartizarían a la
esposa y enviarían al seductor la pierna cortada en un paquete
atado con las cintas de las ligas de ella. Oh sí, y sonreirían al
sentarse a cenar con él, y levantarían la copa para brindar por su
salud.
»Los dos tipos son peligrosos, desde luego,
pero los peores son los que parecen fríos por fuera y arden por
dentro. Poseen el poder hirviente de la ira, pero también el
control gélido del hombre tranquilo. A esos hombres
fríos-calientes, flemáticos y coléricos, es a quienes hay que temer
sobre todo.
—Y mi señor —pregunté—, ¿es un hombre
frío-caliente?
Tuck me dirigió una larga mirada de
reojo.
—Bravo, muchacho, veo que tienes una mente
despierta. Sí, Robin es uno de esos hombres, un frío-caliente.
Cuando más furioso está, más frío parece. Y entonces que Dios ayude
a sus enemigos, porque Robin no tendrá compasión con ellos.
—¿Es un buen hombre?
Cuarenta y pico años después, la pregunta
todavía me hace ruborizar. El fraile se echó a reír.
—¿Un buen hombre? —repitió—. Sí, supongo que
es un buen hombre. Es un pecador, desde luego. Todos lo somos. Pero
también es un buen hombre. Si me hubieras preguntado si es un
hombre piadoso, habría tenido que decirte que no. Tiene sus ideas
particulares acerca de Dios, pero no ama, no ama nada en absoluto a
la Santa Madre Iglesia. Oh, todo lo contrario. Se burla de ella y
se complace en robar y atormentar a sus servidores —Tuck hizo una
pausa para santiguarse—. Ruego sin cesar a Jesús Nuestro Señor que
permita que sus ojos se abran algún día.
Yo me persigné también, con unción, pero lo
que sentí por dentro fue una explosión incontenible de emoción.
¡Qué atrevimiento, burlarse de los representantes de Dios en la
tierra! ¡Cuánto desprecio por su alma inmortal, por el propio
infierno! Como la cabeza de lobo clavada en la puerta de la
iglesia, era algo sobrecogedor.
—Voy a contarte una historia —prosiguió
Tuck—. Hace pocos meses, Robin, Hugh y un puñado de sus hombres
sorprendieron en una emboscada al obispo de Hereford, que cruzaba
los bosques de Sherwood con una escolta considerable. Después de
una lucha breve y sangrienta, el obispo y sus hombres fueron
derrotados. Robin les quitó trescientas libras en peniques de
plata, y luego ordenó al obispo que celebrara una misa por sus
hombres. Yo estaba en el norte cumpliendo con otras obligaciones, y
los hombres llevaban cierto tiempo privados del consuelo de los
servicios religiosos.
»Pues bien, el obispo, que era un hombre
estúpido y arrogante, se negó a celebrar la misa en el bosque sólo
porque los proscritos se lo ordenaran. De modo que Robin ordenó
matar, uno por uno, a todos los sacerdotes y religiosos que habían
tenido la desgracia de acompañar al obispo ese día. No tocó a los
soldados capturados ni a las criadas, pero a los clérigos los mató
a todos, uno por uno, mientras el obispo miraba y rezaba por sus
almas. Cuando todos estuvieron muertos, apilados en un montón que
hedía a sangre derramada, arrancaron al obispo sus ropas hasta
dejarlo en paños menores, le pusieron una espada en la garganta y
sólo entonces consintió en celebrar misa para los proscritos,
tembloroso en sus sucintas bragas, en el corazón del bosque. Luego,
Robin dejó al obispo, solo y prácticamente desnudo, para que
caminase las veinte millas que le separaban de Nottingham. Por
supuesto, a los hombres de Robin les encantó, aunque sólo fuera por
la diversión. Y algunos sintieron más tranquila su conciencia
después de oír la misa.
—¿Y a pesar de todo le sirves? —pregunté—.
Tú, un monje, sirves a un hombre que se burla de la Madre Iglesia,
que asesina a clérigos...
—Sí, bien, en realidad nunca le he servido,
y sólo sirvo a Dios. Pero soy su amigo, de modo que algunas veces
le presto ayuda. Los ayudo a él y a sus hombres. Dios me perdonará,
porque todos los hombres necesitan el amor de Jesús, incluso los
proscritos sin Dios. Considero los bosques incultos de Sherwood mi
parroquia. Estos hombres, por decirlo así, son mis feligreses, mi
rebaño. Recuerda, muchacho, que todos somos pecadores, en un grado
u otro. Robin no es un mal hombre; ha hecho muchas cosas malas, sin
duda, pero confío en que a su tiempo verá la luz de Nuestro Señor
Jesucristo. Tan seguro estoy de eso como de la salvación.
Calló y, mientras seguíamos caminando, pensé
en los hombres calientes, los fríos y los asesinos frío-calientes;
y en los hombres buenos y en los malos; y en los pecadores y en el
infierno.
Pasó la mañana y el sol hizo subir la
temperatura. Yo ardía en deseos de preguntar muchas cosas a Tuck.
Pero él empezó a canturrear un salmo para sí mismo en voz baja, y
no quise interrumpir sus pensamientos. Así pues, durante una hora o
tal vez más seguimos nuestro camino en un silencio amistoso, al
ritmo lento del avance de la caravana y sin gastar saliva.
Un jinete, bien montado pero vestido con
ropas andrajosas, recorrió la columna en busca de Hugh, que
cabalgaba una yegua gris a pocos casos delante de nosotros. El
jinete tenía bajada su capucha, de forma que su rostro quedaba
oculto a menos que lo miraras de frente. Incluso a la luz de una
soleada mañana de primavera, su aspecto seguía siendo sombrío y
siniestro, como si la noche aún lo rodeara. Acompasó el paso de su
caballo al de Hugh e, inclinándose hacia él, susurró algo al oído
del escribano. El hermano de Robin hizo una seña de asentimiento,
preguntó algo y escuchó la respuesta. Tendió al hombre sombrío una
pequeña bolsa de cuero, murmuró para sí algo inaudible y luego
espoleó su caballo y galopó hasta la cabeza de la columna, donde
cabalgaba Robin. El encapuchado hizo dar media vuelta a su caballo
y se alejó al trote hacia Nottingham por el mismo camino por donde
había venido. Tuck no le prestó atención. Continuó avanzando
despacio al mismo ritmo pesado, pero sin apenas hacer uso de su
bastón. Luego, de improviso, resonó un agudo toque de corneta desde
la cabeza de la columna. Me sobresalté y miré a un lado y a otro
alarmado, pero todo parecía en orden. La caravana hizo alto. La
gente charlaba despreocupada y los hombres de armas dejaron a un
lado sus arcos. El sol nos sonreía alegre desde lo alto: era
mediodía.
—Hora de almorzar —dijo Tuck con entusiasmo.
Empezó a revolver en el carro más cercano y sacó un saco blanco
sucio y un gran frasco de piedra—. Sentémonos aquí —propuso, y
tomamos asiento a la sombra de un gran castaño. A nuestro
alrededor, los hombres y mujeres de la columna desempaquetaban
provisiones de sacos y bolsas, y tendían mantas sobre la hierba. De
nuestro saco, tal como había visto hacer una vez a un mago
ambulante en las ferias de Nottingham, Tuck empezó a sacar cosas
maravillosas, lujos de una clase que yo casi nunca había visto
hasta entonces y jamás había comido: una hogaza de fino pan blanco,
un pollo entero cocido, anguila ahumada, fiambre de venado asado,
un redondo queso amarillo, huevos cocidos, bacalao en salazón,
manzanas puestas en conserva el otoño anterior...
Señaló con un gesto el frasco de piedra
invitándome a beber. Quité el tapón de madera y bebí un largo trago
de sidra. Aquello era un festín regio: mi almuerzo habitual, cuando
había algo que comer en mi casa, consistía en pan seco de centeno,
cerveza floja, potaje y, si había suerte, un poco de queso. Carne
apenas comíamos, salvo la caza furtiva de algún conejo en las
tierras del señor del lugar, de tanto en tanto. El fraile arrancó
una pata de aquel pollo bien cebado y me la tendió. Yo partí un
pedazo de pan blanco, le di un mordisco y me dediqué a llenar mi
estómago a toda velocidad.
Tuck se cortó una gran loncha de queso, la
rodeó de pan, tomó un largo trago de sidra y suspiró feliz. Con la
boca llena, me hizo seña de que comiera y bebiera. Y aún azuzó más
mi glotonería al cortar un buen pedazo de anguila ahumada para mí.
La comida y la bebida tuvieron el efecto de desatar otra vez su
lengua, y entre bocado y bocado dijo:
—Preguntas por qué un hombre de Dios, como
yo, ha llegado a ayudar a Robin, un asesino sin Dios. Pues bien,
voy a contártelo —anunció—. He acompañado a Robin los últimos nueve
años; desde que era tan sólo un chico no mucho mayor que tú. Lo
habían mandado a vivir con el conde de Locksley para que hiciera su
aprendizaje y pudiera ser armado caballero, pero ya entonces era un
salvaje y siempre se escapaba al bosque de Barnsdale cuando tenía
que asistir a las lecciones. Entonces no era un proscrito ni el
Señor de los Bosques que ves ahora, al que todo el mundo debe
obedecer so pena de muerte. —Alzó la barbilla hacia un grupo de
hombres: Robin, su hermano Hugh y John estaban sentados en el
suelo; reían, comían y bromeaban entre ellos despreocupadamente,
pero estaban rodeados por un círculo de ceñudos hombres armados—.
Pero incluso a esa edad ya despreciaba a la Iglesia y la primera
vez que nos encontramos, yo no fui para él más que el símbolo de
una institución tiránica y corrupta. —Hizo una pausa y bebió otro
generoso trago de sidra—. Yo era un clérigo vagabundo, un pecador
que había sido expulsado de la abadía de Kirklees..., sí, ya sé que
es conocida como convento de monjas, pero en un edificio adjunto
vivíamos cierto número de hermanos... ¿qué te estaba diciendo? No
fue lo que estás pensando, truhán, salido, aunque frailes y monjas
viviéramos pared de por medio. Fue simple gula; no pude controlar
mi apetito en los días de ayuno. En aquel tiempo, con el viejo
prior William, casi todos los días se ayunaba en Kirklees: los
miércoles, los viernes, los sábados, y todos los interminables días
de las fiestas religiosas.
Tuck me sonrió para hacerme ver que
bromeaba, y se metió en la boca una pata de pollo entera para luego
separar la carne del hueso con sus fuertes dientes blancos.
—Siempre me he visto afligido por un enorme
apetito —dijo, con la boca llena—. De modo que por mis pecados fui
enviado a una ermita del bosque junto a la que había un embarcadero
propiedad del prior. Vivía solo, y mi misión era servir de barquero
a los viajeros que deseaban cruzar el río. Tenía que vivir de la
escasa comida que me daban como propina. El prior William creía que
de ese modo recibiría una lección y tal vez me curaría de mi
glotonería.
»Un día soleado, estaba tumbado debajo de un
árbol, con los ojos cerrados y en profunda meditación, cuando
apareció un joven a caballo. Era Robin. Sus gritos me arrancaron de
mis pensamientos. Estaba bien vestido y armado con una buena espada
enfundada en un tahalí con incrustaciones de oro. "Buenos días,
hermano", me gritó. Y entonces me di cuenta de que estaba muy
borracho y tenía la cara magullada por algún golpe. "¿Puedes
llevarme a salvo a la otra orilla del río?", me preguntó en tono
jovial, y a punto estuvo de caerse del caballo.
»Me puse en pie al instante y le dije que lo
haría si me daba algo de comer o de beber como limosna. Él dijo:
"Te daré lo que merezcas por el servicio". Entonces subió su
caballo a la balsa. Yo recelaba de él: los jóvenes bebidos y
armados suelen crear problemas a la gente. Lo sé porque no siempre
he sido un fraile. Antes de hacer mis votos fui soldado en Gales,
un arquero condenadamente bueno aunque me esté mal decirlo, al
servicio del príncipe Iorweth; y en aquellos días cumplí más que de
sobra con mi cuota de bravuconadas de borracho.
»La balsa era una simple plataforma flotante
sujeta a una cuerda tendida de una a otra orilla del río. El jinete
o el peatón subía a la plataforma y yo la empujaba con la ayuda de
una pértiga a lo largo de la docena de metros que, más o menos,
había entre ambas orillas. Robin no dijo nada mientras hacía
avanzar la balsa por aquellas aguas pardas, pero bebió un largo
trago de un frasco de vino que llevaba al cinto. Cuando llegamos a
un par de metros de la orilla, detuve la balsa. Flotó río abajo no
más de un metro y se detuvo, sujeta por la cuerda contra la mansa
corriente.
»"Si os place, señor, recibiré ahora mi
paga", dije. Robin me miró, y de pronto su rostro joven y agraciado
se deformó por la ira y gritó: "Te pagaré lo que mereces, fraile;
es decir, nada, parásito pardo. Tú y tus asquerosos hermanos habéis
estado chupando la sangre de hombres buenos desde hace demasiado
tiempo, amenazándoles con la condenación a menos que os den su
dinero, su comida, su trabajo e incluso sus cuerpos. Yo digo que
sois todos chupadores de sangre, y no dejaré que te lleves ni una
sola gota de la mía. Déjame en la orilla y vete luego al
infierno".
»No contesté nada; me limité a hundir la
pértiga en el barro del fondo y empecé a llevar de nuevo la balsa
hacia la orilla de partida. "¿Qué estás haciendo, saco de mierda
maldito de Dios?", me escupió Robin lleno de ira. Pero con dos o
tres buenos empujones a la pértiga, nos encontramos en el
embarcadero, con la balsa pegada a la orilla. "Si no hay pago, le
dije, no hay cruce."»Al oírlo, Robin sacó su espada. Era una
hermosa espada, recuerdo haber pensado, demasiado buena para el
patán borracho que la empuñaba. "O me llevas al otro lado o te
mato, sanguijuela corrupta", dijo Robin, y me puso la punta de la
espada en la garganta. Miré sus ojos grises y supe que, borracho o
no, haría lo que decía. Mi vida pendía de un hilo. De modo que
clavé de nuevo la pértiga en el lecho del río y empezamos a cruzar
de nuevo. Robin se relajó; seguía empuñando la espada, pero ya no
apuntaba con ella a mi garganta.
Tuck hizo una pausa en ese punto y dio un
mordisco a una manzana arrugada.
—Ahora, Alan, cuida de no contar por ahí lo
que voy a decirte. Es un tema delicado para Robin. Él es un hombre
orgulloso, y puede ser muy peligroso si se empeña en defender su
reputación. —Hice un gesto de asentimiento, y continuó—: Más o
menos en la mitad del río, estando él con la espada en la mano y de
espaldas a la otra orilla, grité de pronto: «¡Dulce nombre de
Cristo!», y señalé por encima de su hombro un punto incierto del
bosque que se extendía frente a mí. Robin se dio la vuelta,
alarmado, con un movimiento torpe de borracho, para ver lo que yo
señalaba..., y utilizando la pértiga como una lanza, le golpeé con
la punta roma en un lado de la cabeza, precisamente en la sien. Se
derrumbó como un saco de patatas y cayó por el extremo de la balsa
a las lentas aguas pardas del río.
Me quedé mirando a Tuck con la boca abierta.
Luego me eché a reír.
—¿Lo dices en serio? —Pregunté, entre
bufidos de risa—. ¿Robin Hood se tragó ese viejo truco? «Oye, ¿qué
es eso que tienes a la espalda?» ¿Una treta que ya era vieja cuando
Caín mató a Abel?
El hermano Tuck asintió.
—Se lo tragó. Pero procura no comentárselo a
nadie. El pobre muchacho sigue siendo muy sensible en ese tema. Era
muy joven, recuérdalo, y estaba borracho como una cuba.
Apagué mis resoplidos de risa con un trago
de sidra.
—¿Qué ocurrió luego?
—Bueno, lo pesqué, desde luego —dijo Tuck—.
Estaba totalmente inconsciente, de modo que lo arropé con unas
mantas y le dejé dormir en mi celda el resto del día y toda la
noche.
»Por la mañana despertó con dolor de cabeza
y se disculpó, y yo le serví un caldo caliente, y hablamos e
hicimos las paces. Desde entonces hemos sido amigos. Años más
tarde, cuando fue declarado proscrito (pero esa es una historia
para otro día), venía a visitarme a menudo. De vez en cuando dejaba
a compañeros heridos en la celda para que los cuidara, hasta que
encontró a alguien que sabía curarlos mejor que yo. Pero esa
también es otra historia. En todo caso, nunca he vuelto a ver
borracho a Robin desde aquel día. Tampoco le he visto dejarse
llevar en público por la ira. No obstante, está furioso por dentro,
el porqué no lo sé, pero por dentro hierve y por fuera, por lo
menos hasta ahora, es de hielo. Es la quintaesencia del hombre
frío-caliente.
El almuerzo de mediodía había acabado. A lo
largo de toda la columna los secuaces de Robin guardaban los sacos
de comida en los carros, se sacudían las migas de la ropa y
arrojaban las sobras entre los arbustos. Yo me sentía saciado y
bastante soñoliento después de la comilona. No había dormido la
noche anterior, aunque las horribles escenas del hombre al que
arrancaron la lengua no parecían más que una pesadilla a la luz
dorada del sol de aquella tarde gloriosa. Tuck se dio cuenta de mi
cansancio y sugirió que hiciera un trecho del viaje subido a uno de
los carros. De modo que me hice un hueco entre los sacos de trigo y
las balas de heno en el carro más grande de todos, y me tendí allí
mientras la caravana seguía su camino. Pensé en la historia de
Tuck, e intenté imaginar a Robin, el hombre tranquilo y controlado
que había conocido la noche anterior, como un jovenzuelo borracho y
furioso, pero me resultó increíble, de modo que lo aparté de mi
mente y muy pronto el traqueteo del carro y los apagados ruidos
familiares de la caravana mecieron mi sueño.
★ ★ ★
Cuando desperté era de noche, una luna en
cuarto creciente brillaba alta en el cielo y el carro estaba en el
patio de lo que parecía una granja de grandes dimensiones: una
amplia explanada con establos y otras dependencias. Debí de dormir
toda la tarde y la primera parte de la noche. No había nadie a mi
alrededor, pero los caballos estaban recogidos en un alpende junto
a un palomar, una de las muchas construcciones que flanqueaban el
patio. Uno de los caballos destacaba entre todos: enteramente
blanco, iba revestido con la gualdrapa más lujosa que había visto
durante todo el viaje, o nunca, para el caso. Era la montura de una
dama, no de la esposa de un granjero acomodado, sino de una mujer
de noble cuna. Contemplé durante un rato el caballo pensando que
tan sólo la brida podía costar cinco marcos, y durante un breve
instante consideré la posibilidad de robarla. Tenía hambre otra
vez, se oían ruidos de jolgorio —grandes carcajadas broncas y
música—, y un fuerte olor a carne asada y cerveza derramada
provenía de una puerta entreabierta a un costado de la casa. Nunca
podría escapar con la brida, pensé. Ni siquiera sabía dónde me
encontraba exactamente y en qué dirección había de escapar, ni
dónde vender el botín. De manera que me apeé del carro, me sacudí
la paja y me dirigí hacia la puerta entreabierta en busca de algo
que comer.
La escena que vi en el interior haría
enrojecer al diablo: una gran sala comunal cálida y ruidosa con una
chimenea enorme en un extremo; una pata de venado asándose al fuego
en un espetón que hacía girar un muchacho sudoroso, sucio y
semidesnudo; los hombres y mujeres de Robin, esparcidos por la sala
o recostados, medio beodos, sobre una mesa en la que aparecían los
restos del festín: pan desmigajado, un charco de cerveza derramada,
grasientas bandejas de madera apiladas, restos de comida y huesos
de animales. En un rincón de la sala una pareja se acoplaba como
animales: la muchacha, una pelirroja de no mucha más edad que yo
mismo, estaba vuelta hacia la pared y apoyaba en ella las palmas de
las manos, con la falda arremangada hasta la cintura, mientras su
amante la penetraba desde atrás entre empujones y gruñidos. El
ruido era ensordecedor, hombres de caras sofocadas se cruzaban
pullas de un lado a otro de la mesa; tres mujeres peleaban entre
ellas, gritando y agitando los puños; un patán borracho soplaba con
todas sus fuerzas para arrancar unos gemidos quejumbrosos de una
gaita. La pelirroja ocupada en el rincón volvió de pronto la cabeza
y miró directamente en mi dirección, mientras yo seguía vacilante
en el umbral. Tenía unos ojos grandes y espléndidos, del color de
la hierba en primavera, y sostuvo mi mirada durante un instante
antes de sonreír y alzar una ceja cargada de sugerencias. Su mirada
fue como un golpe físico: aquellos ojos hipnóticos, de un verde
brillante, y el aire de cínico desdén hacia la bestia jadeante que
estaba detrás de ella y dentro de ella. Aparté la vista a toda
prisa, pero no sin sentir un hormigueo inquieto y claramente
placentero en mis ingles vírgenes.
Di un paso atrás y mis ojos alucinados
tropezaron con dos hombres sentados a una mesa pequeña junto a la
puerta, que hablaban en voz baja: un oasis de calma y sobriedad en
el ojo del huracán de aquella baraúnda de borrachos. Eran John el
gigante, que me daba la espalda, y el escribano Hugh, enfrascados
los dos en una conversación particular. Un hombre se dirigió
tambaleándose hacia su mesa, con el cuerpo ondulante como un abedul
plateado en medio de la tormenta, empuñando una jarra llena de
cerveza. Se inclinó hacia la mesa, colocó la cabeza entre John y
Hugh y gritó algo que no pude oír bien. El escribano se limitó a
echarse un poco atrás, y John, sin siquiera levantarse de su
asiento, plantó su enorme puño izquierdo en la cara del borracho,
que salió despedido hacia el centro de la sala. El hombre cayó
sentado en el suelo, y se deslizó hacia el olvido. John ni siquiera
volvió la cabeza para comprobar el resultado de su acción.
Oí que el gigante decía:
—Entonces, ¿qué es lo que quiere tu hermano
con todo esto? En el fondo de su alma, quiero decir.
E indicó con un amplio gesto de su enorme
brazo la masa aullante de proscritos borrachos. Hugh se encogió de
hombros.
—Muy sencillo. Quiere lo mismo que todos los
hombres: ser más grande que su padre.
Entonces me vio pivotar nervioso el peso de
mi cuerpo de una pierna a la otra, y se levantó de su silla:
—Bienvenido, Alan —me dijo—. Ven con
nosotros.
Arrimó un taburete para mí y me sentó a la
mesa, al lado de John. Yo apenas me atreví a mirar al gigante por
miedo de que me golpeara por mi atrevimiento como al borracho
impertinente, y cuando una camarera me puso delante una jarra de
cerveza y una loncha de carne de venado —¡carne dos veces el mismo
día!—, enterré la cara en mi plato y no despegué la lengua.
Hugh y John me miraron comer un rato en
silencio y luego, cuando ya casi había acabado la comida, el
escribano preguntó:
—Y bien, ¿qué te parece nuestra pequeña
compañía?
Lo miré, con la boca llena de carne de
venado y la grasa y la sangre escurriéndose por mi barbilla, y
asentí, queriendo indicar que la encontraba agradable.
—En cualquier caso, la vianda por lo menos
le gusta —comentó John, y soltó una carchada que retumbó de tal
modo que toda la habitación pareció temblar. Yo asentí de nuevo con
más vigor, y bebí un largo trago de cerveza para bajar la
carne.
—Bueno, tus modales en la mesa necesitan
pulirse un poco —dijo Hugh—, pero en cambio pareces saber cómo
tener la boca cerrada. Es la lección más importante que todos han
de aprender: mantener bien cerrada la boca, y no decir nunca nada
ni siquiera a los amigos. ¿Te ha dicho alguien cuál va a ser tu
trabajo?
Me limité a mirarlo fijamente mientras me
limpiaba la barbilla, sin despegar los labios. Él continuó:
—Pues has sido asignado a Robert, tu señor;
y él mismo se encargará de tu aprendizaje y educación. También te
proporcionará ropa, armas y alimento. Hasta que decidamos lo que
vamos a hacer contigo, serás su asistente personal; tu tarea
consistirá en protegerlo, servirle las comidas, hacer recados para
él..., e intentar no molestarlo demasiado. Tener la boca cerrada en
todo momento será una excelente norma —añadió, pero sin
aspereza.
—Puedes empezar por llevarle la cena —siguió
diciendo—. Hay una bandeja preparada en el mostrador para él, que
espera en la habitación de atrás. En marcha —ordenó, y señaló con
el pulgar extendido la boca oscura de un pasillo.
Cuando me levanté para obedecerle, añadió:
—Oh, y llama a la puerta antes de entrar en la habitación. Podría
estar... ocupado.
Al oír aquello, John dio una palmada en la
mesa y lanzó otra carcajada tonante. Hugh frunció el entrecejo: —Y
no olvides lo que te he dicho de tener la boca cerrada.
Yo estaba molesto por sus últimas
observaciones. ¿Creía que yo era un patán capaz de presentarse
delante del señor sin pedir antes permiso? ¿Que no podía entender a
la primera una simple orden de guardar silencio? ¿Y qué era lo que
les hacía tanta gracia, de todos modos?
Recogí la pesada bandeja —venado, queso,
pan, fruta y una jarra de vino— en un mostrador colocado a un lado
de la sala, repleto de comestibles apetitosos, y de paso me metí en
la bolsa un par de manzanas por puro hábito. Luego me adentré en el
pasillo que me había indicado Hugh.
Era bastante largo, y a medida que me
alejaba del barullo del salón, pude oír con claridad una voz de
mujer que cantaba. Se hizo más fuerte a medida que me acercaba. Era
una voz hermosa, aguda y muy pura, que resbalaba sobre la melodía
como una cascada gélida y cristalina en invierno cae espumeante
entre las rocas; las palabras salpicaban la canción como gotas de
agua relucientes al sol, para aquietarse luego en un remanso
musgoso y acelerar después, de pronto, justo antes de deslizarse de
nuevo con elegancia al ritmo de la melodía...
Me detuve, dejé la bandeja en el suelo y me
arrimé a la puerta para escuchar. Era una tonada que conocía bien,
la Canción de la doncella, que mi madre
solía cantar mientras se afanaba junto al fuego de nuestro hogar en
los días felices, antes de que nos arrebataran a mi padre. Mi padre
nos había enseñado a todos a cantar en el estilo de los monjes de
Notre Dame de París, no todos la misma nota, sino con ligeras
variaciones de notas que se fundían en un conjunto agradable. Nadie
más en la aldea sabía hacerlo, y nos sentíamos orgullosos de la
manera en que nuestra familia podía ejecutar ese nuevo tipo de
música coral.
Sentí un nudo en la garganta cuando acabó la
Canción de la doncella. Me sentí muy
lejos del hogar. «Canta otra, cántala otra vez», quise gritar, pero
contuve mi lengua. La emoción se agitaba en mi pecho. Me sentía a
punto de romper a llorar. Al otro lado de la puerta oí el murmullo
de una breve conversación y luego otra voz, de hombre, entonó una
nueva canción: la vieja balada Mi amor es
hermoso como una rosa en flor.
La versión antigua de la canción no suele
cantarse mucho en estos días. De vez en cuando aparece un bardo de
cara lampiña con una nueva versión a la moda, pero la original se
oye muy pocas veces. Un hombre y una mujer cantan alternadamente
las estrofas, y la letra habla de un hombre que galantea a su
amante comparando su belleza con la de distintas maravillas del
mundo natural. Estoy seguro de que la han oído ustedes. La habíamos
cantado en mi familia: mi padre cantaba la parte del hombre, mi
madre la de la mujer, y a los niños nos habían enseñado a cantar
variaciones armónicas de las dos partes. Oír al hombre cantar la
primera estrofa en alabanza de la belleza de la mujer me hizo darme
cuenta, por primera vez, de que probablemente nunca volvería a ver
a mi madre, y a punto estaba de romper a llorar en voz alta cuando
la mujer empezó a cantar su estrofa.
Antes de saber lo que estaba haciendo, me
uní a ella y entoné las variaciones que acompañaban la melodía
femenina tan bien como supe, e incluso con la puerta cerrada entre
los dos, nuestras voces se mezclaron y se fundieron tan solemnes,
brillantes y hermosas como en el coro de una catedral. Hubo una
ligera pausa al concluir la estrofa de la mujer, tan sólo un par de
compases más larga de lo habitual, y luego el hombre empezó a
cantar su parte y yo también lo acompañé. Así cantamos las ocho
estrofas completas, en un coro armonioso, hasta el final agridulce
de la balada, con media pulgada de roble inglés entre la pareja y
yo. Cuando se desvanecieron las angelicales notas del final,
quedamos por un instante en un silencio lleno de paz, y luego la
puerta se abrió de golpe y apareció Robin, con sus ojos plateados
brillantes a la luz de las velas. No dijo nada, pero me miraba como
si yo fuera un fantasma.
—Le traigo su cena, señor —dije, y me
incliné para recoger la bandeja. Y entonces, de pronto, rompí a
llorar.