Capítulo XVII

 

 

MIENTRAS la luz diurna se extinguía en el valle de Linden Lea, la gran hueste de sir Ralph acampó para pasar la noche, extendiéndose por aquellas tierras fértiles como la mancha de un tintero volcado. Instalaron su campamento a una milla de la mansión, y las hogueras en las que prepararon su cena eran docenas de puntos luminosos que guiñaban en la oscuridad como miríadas de ojos de un enorme animal que acechara para devorarnos.
Estaba claro que Robin se había equivocado, o le habían engañado, al estimar su fuerza: su número debía de ser por lo menos tres o cuatro veces superior al de los nuestros. Cuando se lo dije a Little John, que al anochecer vino a colocarse a mi lado en la empalizada para vigilar a la hueste enemiga, se limitó a encogerse de hombros y dijo:
—En ese caso tendremos que matar a unos cuantos más de esos bastardos.
Parecía no estar preocupado en absoluto, y aquello hizo que me sintiera mucho mejor. Al ver a aquel gigante en pie con las piernas separadas, jugueteando con su hacha de guerra de doble hoja en las manos grandes como jamones, con el antiguo casco cornudo encasquetado en la cabeza de pelo pajizo, no pude imaginarle derrotado por un enemigo, no importa cuál fuera su número. Parecía un dios sajón invencible, y verle me dio ánimos.
Cuando la oscuridad fue total, Robin nos convocó de nuevo a todos. Habló delante de un patio de armas abarrotado, pero sus palabras no tuvieron la retórica flameante del discurso anterior. Se limitó a decir:
—El plan sigue en pie. Es un buen plan. Sí, son algunos más de los que pensábamos, pero no os desaniméis, morirán todos con la misma facilidad. Limitaos a obedecer las órdenes, haced vuestro trabajo tan bien como soléis, y mañana a esta hora estaremos celebrando la victoria.
»Una cosa más —añadió—. Si la batalla se tuerce, y la verdad es que no creo que eso suceda, daré tres toques largos con mi cuerno. —Su mano bajó hasta tocar el cuerno de caza que colgaba de su cintura—. Si oís tocar por tres veces este cuerno, debéis retiraros todos de inmediato. Dejad de luchar enseguida, y poned vuestros harapientos culos proscritos a salvo, volviendo aquí —hubo alguna breve carcajada suelta— por el camino más corto y con toda la rapidez posible. La verdad es que no creo que vayamos a necesitar retirarnos. Creo que los derrotaremos ahí fuera. Pero si oís el cuerno, corred de vuelta al castillo. Una vez estemos aquí, si es necesario podemos resistir durante semanas.
Luego ordenó a los arqueros, sesenta hombres mandados por el feo y viejo Thomas, formar en silencio, para ir a ocupar su posición en el bosque. Cada hombre llevaba dos bolsas repletas de flechas a la espalda, cada una de ellas con treinta proyectiles con puntas aguzadas como el filo de una navaja, capaces de perforar una malla de acero. Salieron por un portillo lateral de la empalizada, cruzaron el foso por un puente de tablones, formaron en grupos de diez al otro lado, visibles apenas en la oscuridad, y cubrieron a la carrera el centenar de metros que les separaba de la cubierta protectora del bosque. No hubo ningún signo de movimiento en el enemigo mientras el pequeño grupo de arqueros se desvanecía en la negrura y entre los árboles. Confiado en su superioridad numérica, el campamento de Murdac parecía feliz y despreocupado de nosotros. Tal vez pensaran que huíamos.
Luego llegó el turno de la caballería de Hugh: cincuenta y dos hombres duros y disciplinados, vestidos con cotas de malla y armados con lanzas de doce pies, con caballos entrenados para piafar, patear y matar, salieron al trote por la puerta principal y se dirigieron a las colinas por la parte posterior de la mansión. Antes de marcharse, Will Scarlet vino a buscarme y me dio un apretón de manos:
—Si alguna vez te he hecho mal, Alan, te pido perdón ahora. Quiero que nos separemos como amigos para que, si la mala suerte hace que uno de los dos caiga mañana, no muramos con un sentimiento de rencor entre nosotros.
Me sentí conmovido, y con una lágrima temblando en el borde del ojo, lo abracé.
—Entre nosotros no hay más que amistad —dije, y él me sonrió otra vez antes de hacer girar a su caballo y desaparecer por la puerta. Sólo después de que se marchara pensé sobre lo que me había dicho. ¿Me había hecho daño? ¿A qué clase de mal se refería? ¿Era él el traidor? Aquella idea amargó los buenos sentimientos de nuestra despedida, como un chorro de vinagre en un cuenco de leche dulce.
Una vez se hubieron ido los arqueros y la caballería, la mansión quedó convertida en un lugar semidesierto. Consumimos una cena ligera en la sala y yo extendí mis mantas cerca de los leños apilados junto al hogar e intenté dormir. Pero hacía calor, y no conseguí descansar. Los hombres hablaban en voz baja, formando corrillos de amigos; algunos bebían en silencio, otros rezaban o paseaban sin cesar por la sala. Y siempre, como música de fondo de aquel grupo cabizbajo de humanidad en tensión, sonaba el constante roce de las hojas de acero con la piedra de amolar —chis, chas, chis—, mientras los hombres afilaban obsesivamente sus espadas y las puntas de sus lanzas, para precaverse de los espantos de la imaginación. Pensé en Bernard y en Goody, a salvo en Winchester, con buena comida y vino abundante y la protección de la casa real, y para mi vergüenza les envidié. Cuando cerré los ojos, vi la gran hueste amenazadora de sir Ralph Murdac; e imaginé a aquel noble malvado encima de mí montado en su caballo, dirigiendo contra mí su espada reluciente y hendiendo con ella mi cuerpo.
Me dormí por fin, pero me despertaron antes del amanecer hombres que tosían, escupían, bostezaban y pasaban junto a mí de un lado para otro. Me levanté y busqué una jarra de agua y una palangana para asearme de forma apresurada. Palpé mis costillas chamuscadas y me pareció que se curaban bien: había líneas rosadas de cicatrices y restos de las quemaduras, de un color marrón oscuro. Por alguna razón, aquello me hizo sentir optimista. Cuando me hube lavado la cara y el cuerpo, salí a ver el comienzo de un hermoso día. Desde el camino de ronda de la empalizada, Robin y Little John observaban al enemigo, y cuando subí a reunirme con ellos vi que la hueste seguía allí —me pareció incluso más numerosa que la noche antes—, con los caballos atados en filas ordenadas y los hombres marchando como hormigas, en todas direcciones.
Robin señaló una gran construcción colocada en el centro de su campamento, y que era el foco de una intensa actividad; un armazón cuadrado hecho con gruesas vigas de madera, con un brazo vertical diseñado como una cuchara gigantesca que apuntaba al cielo y descansaba sobre un travesaño de aspecto sólido, forrado con lo que parecían dos grandes balas de lana. John estaba diciendo:
—... Los he visto antes dibujados, pero es la primera vez que veo uno de verdad. ¿Crees que nos hará daño?
—¿Qué es? —pregunté.
—Es un mangonel —dijo Robin—, una máquina de guerra que inventaron los romanos hace muchos cientos de años. Es una catapulta gigante, que puede arrojar grandes piedras a cientos de metros. Nunca he oído que se empleara una antes en Inglaterra, pero los franceses y los alemanes la utilizan para derribar los muros de los castillos. No es un arma muy precisa, y se tarda una eternidad en montarla y apuntarla de forma correcta. No pasará nada mientras nos mantengamos en movimiento. Y en movimiento vamos a estar. Pero Alan, sé prudente y no discutas con los hombres sobre esa máquina, ¿de acuerdo? Podrían encontrarla un poco desconcertante.
Asentí sin decir nada y seguí observando aquel extraño artilugio. Un pelotón de soldados ató unas cuerdas a la gran cuchara y muy despacio empezó a tirar de ella hacia abajo, en dirección contraria a nosotros, hasta que quedó paralela al suelo; entonces los hombres la sujetaron con sogas gruesas clavadas al suelo con grandes clavos metálicos. Cuando la cuchara estuvo bajada, vi que en el extremo del brazo móvil había un gran contrapeso de hierro y piedras. Luego, con muchos tropiezos y gritos, los hombres alzaron una gran piedra, del tamaño de un cerdo adulto, y la colocaron en la concavidad de la cuchara. Después de una breve consulta, todo el mundo se apartó y un hombre tiró de una palanca que, de alguna manera, soltó las cuerdas que mantenían bajada la cuchara. El enorme brazo saltó hacia arriba y, con un golpe seco que pudo oírse desde donde estábamos nosotros, a media milla de distancia, golpeó el travesaño, y la piedra salió despedida de la cuchara y trazó un arco bajo hasta estrellarse con un enorme estruendo en el arroyo que corría por el centro del valle, a mil pies de aquella máquina diabólica.
—Es demasiado grande para resultar manejable —dijo Robin.
John soltó un gruñido.
—Así es —confirmó—. Eso quiere decir que, si nos movemos, será bastante fácil evitar que nos aplaste.
—Intenta evitarlo, hazlo por mí —imploró Robin con voz burlona. John se echó a reír y, haciendo caso omiso de la escalera que subía al parapeto, saltó directamente los diez pies de altura que había entre el camino de ronda y el suelo del patio. Acto seguido, empezó a dar órdenes a sus hombres. Robin me miró.
—Será mejor que montes, Alan, vamos a tener un día muy atareado.

 

 

 

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Con John al frente, más de doscientos proscritos armados con espada y escudo, casco y lanza, más los fragmentos de armadura que cada cual había podido conseguir, salieron por la puerta principal de la mansión de Linden Lea. Era ya plena mañana, el cielo era de un azul puro y el día prometía ser caluroso. La belleza del día levantó nuestros ánimos y los hombres empezaron a cantar un aire antiguo que hablaba de la batalla del monte Baddon en la que el rey Arturo derrotó a sus enemigos. Robin y yo mismo, los únicos hombres montados, cabalgábamos en el centro de la columna cantante. Detrás de nosotros marchaban veinticinco arqueros, los mejores con que contaba Robin, encabezados por Owain. Robin había dejado a los diez hombres de más edad en la mansión para proteger a Marian. Todos habían jurado morir antes que permitir que ella fuera capturada.
—Aseguraos de que sea así —fue la respuesta de Robin, con unos ojos duros como el granito.
Marchamos directamente hacia el enemigo pero nos detuvimos a unos cien metros de la piedra arrojada por el mangonel, que había quedado clavada en el suelo del valle como una gigantesca guinda en un pastel. Los hombres formaron en dos filas de unos cien soldados cada una, con la verde muralla del bosque a un centenar de metros a la izquierda y el frente en dirección sur, hacia el ejército de Murdac, distante poco más de trescientos metros. La primera fila hincó la rodilla, sujetando con firmeza en la mano derecha la lanza, cuya contera habían clavado en la hierba, y embrazado en la izquierda el escudo en forma de cometa; la segunda fila permaneció de pie, con las lanzas apuntando al cielo. Los arqueros de Owain se situaron detrás de la segunda fila, y en retaguardia permanecimos Robin y yo, mientras nuestros caballos, el gris mío y el corcel negro de Robin, ramoneaban la hierba verde como si no hubiera nada en el mundo de lo que preocuparse. Luego esperamos. Los rayos del sol caían verticales sobre nuestras cabezas, y seguíamos esperando aún, sudando en silencio, el ataque del enemigo.
Durante una hora, los hombres de Murdac y nosotros nos observamos. Se había formado frente a nuestras filas una masa de caballería formada más o menos en dos hileras: unos doscientos hombres en total. Fuerzas igualadas, me dije a mí mismo. Pero mentía. Un jinete vale por lo menos tanto como tres o cuatro infantes. Vi claramente las sobrevestes rojas y negras de los asesinos de sir Ralph. Los cascos planos de acero, y el parpadeo brillante del sol al reflejarse en las puntas de las lanzas cuando los jinetes del primer conroi se organizaron en una larga línea. Empezaba a lamentar haberme puesto el sobretodo; el forro acolchado podía ser útil para amortiguar el golpe de una espada, pero calentaba más que el infierno en aquel hermoso día de verano. El metal de nuestras armaduras empezaba también a estar demasiado caliente para tocarlo. Los hombres empezaron a agitarse. Miré arriba, al cielo de un azul perfecto: muy alto, un halcón sobrevolaba el campo en amplios círculos y observaba las evoluciones de los hombres con su desapasionada mirada de ave. John se volvió a Robin y dijo:
—¿Qué es lo que esperan? Aquí estamos, tan sólo doscientos hombres de a pie, la presa más apetitosa que se les ha presentado en mucho tiempo. ¿Por qué no atacan?
—Creen que es una trampa —dijo Robin.
—Entonces es que no son del todo idiotas —gruñó John.
Robin alzó la voz:
—Owain, adelántate y hazles cosquillas, por favor. —Luego rugió la orden—: ¡Abrid filas!
Con una espléndida precisión, todos los hombres se movieron al unísono y dieron uno o dos pasos a la derecha o a la izquierda, para permitir a los arqueros adelantarse hasta la primera línea. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo bien entrenada que estaba la infantería de Robin. Les había visto practicar en el patio de Thangbrand y en las cuevas de Robin, marchar al paso, evolucionar y realizar distintas maniobras, pero no había comprobado lo parecidos que habían llegado a ser aquellos bandidos harapientos a unos soldados de verdad. Los arqueros de Owain se adelantaron unos cincuenta pasos, se alinearon, tensaron las cuerdas de sus grandes arcos, y a la voz de «¡soltad!» mandaron una lluvia de flechas que ascendieron en el aire y fueron a caer sobre la línea de jinetes enemigos. Ésta se encontraba en el límite del alcance de los arcos, a unos doscientos cincuenta metros, y los daños fueron escasos: un caballo, herido en el anca por una flecha, se echó atrás y desestabilizó a su jinete, haciendo que tropezara con el vecino de la línea y provocando un reajuste de las posiciones de todo el conroi. Otro jinete cayó hacia atrás en la suya, con una flecha clavada en el costado. Ese fue todo el daño causado por aquella primera descarga. La caballería estaba demasiado bien acorazada, y la distancia era excesiva para que las flechas pudieran hacer estragos. Owain gritó de nuevo «¡soltad!», y otra leve cortina de flechas de punta de acero se abatió sobre la línea de hombres y caballos a la expectativa. De nuevo el resultado fue más bien escaso. Otro pobre animal empezó a corcovear y patear por una herida que no alcancé a ver. Pero la provocación de los arqueros tuvo el resultado deseado. Un jinete se adelantó unos pasos y exhortó a los hombres a atacar. La primera línea de la caballería se reorganizó y empezó a avanzar al paso.
—¡Owain! —voceó Robin, y los arqueros retrocedieron y volvieron a la seguridad de sus posiciones detrás de nuestra delgada línea de lanceros. Cuando hubieron pasado los arqueros, de nuevo las filas de los infantes se cerraron con precisión.
—¡Preparados para recibir a la caballería! —gritó John.
Al instante, los hombres de los extremos de la línea empezaron a cerrarse hacia atrás hasta que, en menos tiempo del que se tarda en calzarse un par de botas, formaron un círculo rígido, de tres filas de profundidad, con Robin, yo mismo y los arqueros en el centro de un anillo de hierro de unos quince metros de diámetro, con las lanzas apuntando hacia fuera y los escudos levantados, la línea exterior de lanceros colocados rodilla en tierra, y la segunda y tercera en pie detrás de ellos con las lanzas alzadas y dispuestas a ensartar a cualquier jinete que se pusiera a su alcance. Era el erizo, la formación que había visto por última vez en la granja de Thangbrand..., con los hombres desbaratados y moribundos sobre la nieve manchada de sangre. Se suponía que era invulnerable frente a la caballería; los caballos no podían atravesar aquel anillo de relucientes puntas erizadas. Pero en la granja de Thangbrand, la caballería de Murdac había desbaratado el erizo y arrollado a sus componentes. ¿Ocurriría hoy lo mismo?
La primera fila de jinetes de Murdac avanzaba al paso, y he de admitir que el espectáculo era impresionante: cada caballo iba recubierto con una gualdrapa negra que le cubría por entero el cuerpo, acolchada para proteger al animal, y la cabeza se adornaba con una pluma roja; el jinete lucía la sobreveste negra con tres cheurones rojos en el pecho. Buen Dios, debían de pasar calor pero su aspecto era magnífico. Cada hombre empuñaba una lanza de doce pies en posición vertical, con un gallardete rojo ondeando justo debajo de la afilada punta de acero. Los caballos del conroi avanzaban al paso y cada jinete tocaba las rodillas de los vecinos, en una línea perfectamente recta, acercándose a nosotros como una lenta barra oscura. Detrás de la primera fila de soldados a caballo, todos ellos, según me habían dicho, jóvenes de familias nobles al servicio de sir Ralph, venía la segunda, la de los sargentos, igual de bien entrenada y también letal en el campo de batalla, pero sin ser de sangre noble. Sólo lucían dos cheurones en el pecho y no llevaban lanzas; iban armados con espada y maza.
La táctica del conroi era brutalmente sencilla. La primera línea de jinetes cargaría contra nuestra infantería, golpeándola con una masa prieta de carne de caballo y acero que desbarataría nuestra formación gracias a su peso y a la fuerza del impacto. Cuando estuviéramos dispersos, la segunda fila de sargentos irrumpiría al galope y masacraría a nuestros infantes en fuga. Era un método devastador de combatir, cultivado durante décadas por los nobles de Europa hasta convertirlo en un arte excelso y mortífero.

 

 

 

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Los jinetes negros se pusieron al trote y, a una señal, las lanzas se abatieron en una oleada que cruzó de izquierda a derecha la línea de la carga; cada lanza quedó horizontal, sostenida bajo la axila del jinete, apuntada directamente al frente. En ese momento gritó uno de los nuestros, arrodillado en la primera fila, y miré a la izquierda, hacia el bosque. Por entre los gruesos árboles asomaban nuestros arqueros, con Thomas al frente: sesenta hombres inmensamente fuertes, vestidos todos con idénticas túnicas de lana verde y empuñando cada uno de ellos un gran arco de tejo de seis pies de alto, provisto de una cuerda de cáñamo y listo para disparar. Se colocaron algo más adelantados respecto de nuestra posición, en un grupo laxo protegido por la línea de árboles, a unos doscientos metros de la primera oleada de jinetes al trote.
—Vamos, vamos, bastardos, disparad —oí murmurar a John, y como si la suya hubiera sido una voz de mando, en el mismo instante las flechas empezaron a volar.
La primera nube de trazos grises cayó sobre la línea negra de la caballería como una rociada de granizo contra la puerta de un establo; los palos de un metro de largo provistos de puntas de acero mordieron en la carne de la línea que avanzaba y de pronto, como por arte de magia, aparecieron vacías unas cuantas sillas de montar de la fila de jinetes a la carga. Una segunda descarga de flechas alcanzó su objetivo y la fila se adelgazó de nuevo; llegó la tercera andanada, y los huecos en la línea atacante se hicieron visibles; con la cuarta, desapareció toda cohesión. En lugar de una fila nítida de guerreros vestidos de negro galopando hacia nuestra destrucción, lo que quedó eran varios grupos de jinetes intentando desesperadamente controlar a sus caballos, que caracoleaban enloquecidos y chocaban unos con otros, de modo que las lanzas se quebraban contra los cuerpos de los caballos como los alfileres de un acerico.
Otra oleada gris de flechas, y otra más, y ya no hubo línea de ninguna clase, sino sólo hombres y bestias que escupían sangre y se arrastraban como podían, doloridos, esparcidos a lo largo de una franja de unos cien metros en el centro del valle. Los cadáveres moteaban el suelo verde, caballos sueltos relinchaban y galopaban sin rumbo, hombres descabalgados se tambaleaban, vomitaban, forcejeaban para arrancarse flechas clavadas en la carne, e intenta— ban taponar la sangre de sus heridas con manos tintas en sangre. Algunos jinetes montados habían vuelto grupas, y cruzaron al galope por entre la segunda línea de los sargentos, en su pánico por escapar de aquella lluvia mortal.
Sin embargo, las flechas despiadadas les siguieron, perforaron las espaldas de sus cotas de malla, sus hombros y sus cuellos, y llevaron un caos sangriento también a la segunda línea. Muy pronto todo el cuerpo de caballería estaba en retirada, y soldados y caballos aterrorizados corrían para escapar de aquel campo de sangre. Mientras, las flechas seguían cayendo, como rayos de la venganza de Dios, abatiéndose por igual sobre animales y hombres, sin ninguna discriminación. Dos bravos jinetes ensangrentados consiguieron llegar hasta la formación de nuestro erizo, pero los caballos se detuvieron bruscamente delante de la fila invulnerable de lanzas de acero, y entonces vi a Owain hundir un metro de astil en el pecho del caballero que venía delante, mientras luchaba por recuperar el control de su montura espantada. El segundo jinete, al darse cuenta de que estaba solo, hizo girar a su caballo y galopó en zigzag para dificultar la puntería de los arqueros de nuestra formación, que empezaron a hacer apuestas, con gritos excitados, sobre quién sería el primero en derribarlo. Las flechas pasaban silbando a derecha e izquierda del jinete, pero milagrosamente consiguió llegar ileso detrás de sus líneas. Yo suspiré aliviado, porque me pareció que ya había visto bastantes muertes para el resto de mi vida. No obstante, aquel día sangriento no había hecho más que empezar.

 

 

 

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Ovacionamos a los arqueros del bosque hasta enronquecer; no habíamos perdido ni un solo hombre, y en el primer asalto el enemigo había quedado diezmado. Los arqueros respondieron con exageradas reverencias, quitándose sombreros y gorras y doblándose hasta la altura de la cintura, de modo que sus largos cabellos barrían el suelo. A gritos, nos echaron en cara con rudas bromas la poca cantidad de caballeros que habíamos matado, hasta que finalmente Thomas pudo controlarlos y hacerlos retroceder hasta la seguridad del bosque. Justo a tiempo. Fuera del alcance de los arcos, un grupo de sargentos montados se reorganizaba con la intención de lanzar una carga más veloz y letal contra nuestros arqueros, en un intento de vengar a sus camaradas caídos.
Pero había novedades peores que un puñado de jinetes furiosos. Junto a aquellos caballos que caracoleaban apareció, detrás de un pliegue del terreno situado detrás del campamento de Murdac, un nutrido cuerpo de hombres de a pie, que empezaron a formar a la izquierda de nuestro frente. Iban vestidos con sobrevestes verdes y rojas sin mangas, con un dibujo ajedrezado de cuadros grandes, y debajo llevaban sobretodos acolchados. Cada hombre llevaba casco y una espada corta ceñida al costado. Además, todos llevaban un gran instrumento de madera negra en forma de cruz.
—Por el culo pringoso de Dios —susurró John incrédulo, y parecía preocupado de verdad—, son los flamencos. Los condenados ballesteros.
Robin observaba aquel nuevo cuerpo de hombres, unos doscientos, ladeando la cabeza y con una expresión extraña en el rostro.
—Esto va a hacer que las cosas se pongan mucho más interesantes —dijo con voz tranquila, meditativa. Pero cuando mi mirada se cruzó con la suya, vi un relámpago de ira helada, un atisbo de una furia tan terrible que me dio un escalofrío de miedo.
Cuando los ballesteros estuvieron formados, para mi sorpresa en lugar de marchar contra nosotros, hacia el erizo, dieron la vuelta y empezaron a avanzar en dirección al murallón del bosque. Cada hombre hizo una pausa de medio minuto en la linde del bosque. Antes de adentrarse en aquella extensión verde, cada hombre sujetó la cuerda de su ballesta a un gancho que llevaba al cinto y, colocando el pie en un estribo practicado en el extremo del arma, estiró la pierna y tensó la cuerda de su poderosa máquina hasta afianzarla en un trinquete y dejarla montada. Luego cargó un proyectil de madera de un pie de largo, un virote, en la acanaladura de la parte frontal del arma, y se adentró en el bosque dispuesto para la lucha. Al cabo de un cuarto de hora, toda la compañía había desaparecido entre el follaje y se había perdido de vista por completo. Yo sabía lo que estaban haciendo: perseguir a nuestros arqueros. Flechas contra virotes, iban a luchar cuerpo a cuerpo en el interior del bosque; y eran por lo menos doscientos mercenarios bien entrenados contra nuestros sesenta hombres.
—Alan —dijo Robin con voz urgente—, ve al bosque, busca a Thomas y dile que retroceda, que se retire luchando, pero que lo haga despacio. Necesito a esos flamencos entretenidos el mayor tiempo posible. Debe retirarse hacia el norte, hacia nosotros, y cuando no pueda resistir más, que ordene a todos correr para refugiarse en la casa. Dale el mensaje y vuelve aquí a toda prisa. Voy a necesitarte. ¿Entendido?
Sentí una punzada de miedo en la garganta, pero conseguí decir en tono bastante tranquilo:
—Retirada, pero despacio. Luego, correr a la casa. Yo vuelvo aquí.
—Buen chico, ¡en marcha!
Crucé en mi caballo gris las filas del erizo y galopé a rienda suelta hacia los árboles, siguiendo una línea oblicua hacia el norte que me aproximaba a la mansión, para apartarme del punto por el que habían entrado en el bosque los ballesteros. En cuanto estuve bajo la protección de los árboles, me apeé y dejé al caballo gris atado a un arbusto. Después de recuperar el aliento miré a mi alrededor, pero no vi a nadie. No había otro ruido que el de los latidos de mi corazón. Me pareció estar solo en el mundo, lejos de la ruda compañía de los lanceros y de la tranquilizadora presencia de Robin y John. Me di cuenta de que tenía miedo. Me santigüé, desenvainé la espada y empecé a abrirme paso entre el frondoso sotobosque, hacia el lugar donde había visto por última vez a nuestros arqueros. No se oía el menor ruido, salvo el del roce de las hojas al avanzar y el susurro de las ramas agitadas encima de mi cabeza por una brisa ligera. Tuve la extraña sensación de moverme bajo el agua, en aquel mundo verde y casi silencioso. ¿Dónde estaban nuestros hombres? ¿Dónde estaba el enemigo? Me detuve un instante a escuchar. Nada. El bosque era tan cerrado a mi alrededor que no veía nada a una distancia de diez metros a la redonda. Aquello me recordó días más felices, cuando cazaba ciervos rojos con Robin, y sin darme cuenta empecé a imitar las técnicas de acecho que había aprendido a su lado. Colocaba cada pie delante del otro con todo cuidado y deliberación, para no romper ninguna rama ni hacer el menor ruido. Un paso, otro, otro más, pararme con una inmovilidad absoluta y escuchar. Luego un paso, otro, otro más, pararme y escuchar de nuevo. No había nadie allí, estaba seguro. ¿Dónde estaba todo el mundo? Me sentí como un alma errante en un más allá encantado, lejos de la sangre y el dolor del campo de batalla, situado por lo que sabía apenas a una docena de metros a mi derecha. Los viejos troncos, tan apretados que sus ramas se entrecruzaban, se alzaban por encima de mí como el techo de una gigantesca jaula de madera, pero el sotobosque era ligero, tan sólo helechos y algunos arbustos ramosos. Aparté a un lado una fronda colgante de hiedra y seguí adentrándome en la penumbra. Un paso, otro, otro más, parar y escuchar.
Entonces casi di un salto: sonó un grito ahogado por un borbotón de sangre, un aullido de agonía increíblemente profundo, y apenas a una docena de metros delante de mí apareció de pronto un hombre de detrás de un árbol, tambaleándose, con un grueso palo negro asomando obscenamente de su cuello; y aquel silencioso mundo verde estalló de pronto en una ruidosa agitación. Desde detrás de mí y a mi izquierda llegó un silbido que conocía bien, el uiss, uiss, uiss de las flechas que zumbaban al pasar cerca, y luego otro aullido de dolor, al frente. Pude ver siluetas oscuras que se deslizaban de un árbol a otro delante de mí, que se acercaban más y más, y luego el zumbido y el golpe del impacto de virotes en la madera, cerca de donde yo estaba. A mi derecha sonó un gemido ahogado y el cuerpo de un arquero cayó de las ramas de una venerable haya, como una ciruela madura, y fue a dar en el suelo del bosque con un golpe sordo. Entonces me vi empujado a tierra por una fuerza terrible, casi clavado en el lecho de hojas por un gran peso, porque alguien había saltado sobre mi espalda; me retorcí aterrorizado, busqué la espada perdida y solté los puños presa de un pánico ciego, pero el hombre me sujetó los brazos y forcejeó hasta inmovilizarme, y así me encontré tendido sobre la espalda y mirando el único ojo bueno de mi amigo Thomas.
—Silencio —susurró, y yo me esforcé por controlar mi respiración jadeante. Luego me arrastró detrás de un gran roble y los dos descansamos un momento nuestras espaldas en la confortante solidez del árbol. El bosque había vuelto a un silencio absoluto después del anterior frenesí de violencia. Thomas se llevó un dedo a los labios.
Cuando mi aliento se hizo más acompasado, me incliné y le susurré al oído el mensaje de Robin. Él arrimó la cara a mi oído y musitó:
—¿Retirarnos? Como si tuviéramos otra opción. Aquí nos están matando como a puercos.
Asomé la cabeza con prudencia desde el tronco redondo del árbol y atisbé en la penumbra del bosque. No pude ver nada. A pocos pasos, medio enterrada en el lecho de hojas en el lugar en el que habíamos forcejeado Thomas y yo, estaba mi espada. Me agaché tanto como pude y di un paso con la intención de recogerla, pero Thomas me hizo retroceder de un tirón detrás del árbol. Justo a tiempo. Dos virotes fueron a clavarse en la corteza del árbol, en el lugar exacto donde había estado mi cabeza un segundo antes.
—Ten cuidado, Josué —susurró Thomas, riendo a medias del susto que expresaba mi cara—. Ahora no estás en el castillo de Winchester. Hay uno de esos bastardos detrás de aquel olmo. Cuando vuelva a asomar la cabeza lo ensartaré, tú podrás ir a recoger tu espada y nos iremos una pizca más atrás. Tú lo vigilas por mí y me haces una seña. ¿De acuerdo?
Thomas se puso en pie, empuñó su arco y extrajo una flecha de su bolsa de tela. Tensó a medias la cuerda y recostó sus anchos hombros en la corteza del árbol, a cubierto pero mirando en dirección contraria al enemigo. Desde la altura de sus pies, yo atisbé por un lado del tronco a través de las ramas verdes de un helecho, de modo que mi cara quedara lo más oculta posible. No había nada que ver. El bosque estaba fantasmalmente desierto y silencioso, pero forzando al máximo mi oído, de vez en cuando podía oír el roce ligero, como el de un ratón en un granero, de un hombre que se movía con rapidez por el sotobosque. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca, pero seguí inmóvil como una roca y miré con mayor atención el gran olmo que me había indicado Thomas. Ahora vi moverse una sombra pegada a la silueta del árbol. Fue sólo una vislumbre, pero de inmediato atrajo mi mirada. Esperé un poco más. Luego, de pronto, más lejana y oculta a la vista, una voz ronca gritó algo en una lengua parecida al inglés, pero que no pude entender. Era claramente una orden del capitán flamenco a sus hombres para que avanzaran, porque mientras miraba, de algunos de los árboles que tenía enfrente se destacaron figuras humanas. Los hombres se apartaron de la cubierta del bosque y empezaron a avanzar con cautela. Miré a Thomas y le hice una seña. Con un solo movimiento rápido, tensó la cuerda hasta llevarla junto a la oreja, se dio media vuelta hacia el lado del árbol y lanzó una flecha que fue impactar en el cuerpo del flamenco que estaba a una docena de metros. El proyectil lo atravesó de parte a parte, le salió por la espalda y fue a perderse entre el sotobosque. El hombre dio un leve gemido y dobló las rodillas, pero antes de que se derrumbara de bruces en el suelo yo ya había saltado hacia delante, ricoguido mi espada y buscado refugio detrás del tronco caído de una haya. Los demás arqueros también lanzaron sus flechas. Y media docena de ballesteros aullaron de dolor, se tambalearon o cayeron al suelo. Aun así, las siluetas oscuras siguieron avanzando; pude ver figuras borrosas dando cortas carreras de un árbol a otro. Asomé un poco más la nariz para ver si había cerca alguno de nuestros hombres, pero una docena de letales virotes negros pasaron silbando sobre mi cabeza y resonaron al chocar contra el ramaje. Ellos eran más, y nosotros perdíamos. Había llegado el momento de largarse.
Desde la seguridad de mi haya caída, hice un gesto de retirada con la mano a Thomas, y él me dedicó una sonrisa y un saludo alegre. Luego, sujetando su arco y su bolsa de flechas, dio una repentina carrera de pocos pasos, alejándose del viejo roble y de los flamencos que se aproximaban, hasta el refugio de otro árbol. Le vi hablar con otro hombre vestido de verde, que a su vez retrocedió corriendo agachado hasta otro árbol y otro arquero, para pasar la consigna. Yo también empecé a retroceder, reptando. Como no me atrevía a levantar la cabeza ni a correr de pie, me abrí paso entre el sotobosque ayudándome con los codos y los pies, en busca de mi caballo. En parte me sentí culpable por abandonar a los arqueros empeñados en aquella lucha desigual, pero me dije a mí mismo que mi deber estaba al lado de Robin. Tampoco pude reprimir una sensación de alivio al escapar de aquella matanza silenciosa en la traicionera penumbra del bosque.

 

 

 

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Algo en la terrible atmósfera de aquel bosque mortal había afectado a mi caballo. Temblaba de miedo, y relinchó de contento a mi regreso. Aquel ruido amistoso por poco fue la causa de mi muerte.
Había empuñado las riendas del caballo gris después de envainar la espada, y le acariciaba el cuello con la mano libre, cuando instintivamente, como por una advertencia de Dios, volví la cabeza y en ese momento por entre las ramas bajas apareció una figura alta con la librea a cuadros verdes y rojos de los ballesteros flamencos. Era un hombre robusto de unos treinta años, de cabeza redonda y cabello grasiento de un color castaño claro. Apuntaba su arma directamente contra mí, con la culata arrimada al hombro derecho, la cuerda tensa y el virote descansando inocentemente en la acanaladura del frontal del arma. Yo estaba mirando mi propia muerte, y el hombre sonreía mostrando unos podridos dientes amarillos, con una fea mueca de triunfo.