Capítulo XVII
MIENTRAS la luz diurna se
extinguía en el valle de Linden Lea, la gran hueste de sir Ralph
acampó para pasar la noche, extendiéndose por aquellas tierras
fértiles como la mancha de un tintero volcado. Instalaron su
campamento a una milla de la mansión, y las hogueras en las que
prepararon su cena eran docenas de puntos luminosos que guiñaban en
la oscuridad como miríadas de ojos de un enorme animal que acechara
para devorarnos.
Estaba claro que Robin se había equivocado,
o le habían engañado, al estimar su fuerza: su número debía de ser
por lo menos tres o cuatro veces superior al de los nuestros.
Cuando se lo dije a Little John, que al anochecer vino a colocarse
a mi lado en la empalizada para vigilar a la hueste enemiga, se
limitó a encogerse de hombros y dijo:
—En ese caso tendremos que matar a unos
cuantos más de esos bastardos.
Parecía no estar preocupado en absoluto, y
aquello hizo que me sintiera mucho mejor. Al ver a aquel gigante en
pie con las piernas separadas, jugueteando con su hacha de guerra
de doble hoja en las manos grandes como jamones, con el antiguo
casco cornudo encasquetado en la cabeza de pelo pajizo, no pude
imaginarle derrotado por un enemigo, no importa cuál fuera su
número. Parecía un dios sajón invencible, y verle me dio
ánimos.
Cuando la oscuridad fue total, Robin nos
convocó de nuevo a todos. Habló delante de un patio de armas
abarrotado, pero sus palabras no tuvieron la retórica flameante del
discurso anterior. Se limitó a decir:
—El plan sigue en pie. Es un buen plan. Sí,
son algunos más de los que pensábamos, pero no os desaniméis,
morirán todos con la misma facilidad. Limitaos a obedecer las
órdenes, haced vuestro trabajo tan bien como soléis, y mañana a
esta hora estaremos celebrando la victoria.
»Una cosa más —añadió—. Si la batalla se
tuerce, y la verdad es que no creo que eso suceda, daré tres toques
largos con mi cuerno. —Su mano bajó hasta tocar el cuerno de caza
que colgaba de su cintura—. Si oís tocar por tres veces este
cuerno, debéis retiraros todos de inmediato. Dejad de luchar
enseguida, y poned vuestros harapientos culos proscritos a salvo,
volviendo aquí —hubo alguna breve carcajada suelta— por el camino
más corto y con toda la rapidez posible. La verdad es que no creo
que vayamos a necesitar retirarnos. Creo que los derrotaremos ahí
fuera. Pero si oís el cuerno, corred de vuelta al castillo. Una vez
estemos aquí, si es necesario podemos resistir durante
semanas.
Luego ordenó a los arqueros, sesenta hombres
mandados por el feo y viejo Thomas, formar en silencio, para ir a
ocupar su posición en el bosque. Cada hombre llevaba dos bolsas
repletas de flechas a la espalda, cada una de ellas con treinta
proyectiles con puntas aguzadas como el filo de una navaja, capaces
de perforar una malla de acero. Salieron por un portillo lateral de
la empalizada, cruzaron el foso por un puente de tablones, formaron
en grupos de diez al otro lado, visibles apenas en la oscuridad, y
cubrieron a la carrera el centenar de metros que les separaba de la
cubierta protectora del bosque. No hubo ningún signo de movimiento
en el enemigo mientras el pequeño grupo de arqueros se desvanecía
en la negrura y entre los árboles. Confiado en su superioridad
numérica, el campamento de Murdac parecía feliz y despreocupado de
nosotros. Tal vez pensaran que huíamos.
Luego llegó el turno de la caballería de
Hugh: cincuenta y dos hombres duros y disciplinados, vestidos con
cotas de malla y armados con lanzas de doce pies, con caballos
entrenados para piafar, patear y matar, salieron al trote por la
puerta principal y se dirigieron a las colinas por la parte
posterior de la mansión. Antes de marcharse, Will Scarlet vino a
buscarme y me dio un apretón de manos:
—Si alguna vez te he hecho mal, Alan, te
pido perdón ahora. Quiero que nos separemos como amigos para que,
si la mala suerte hace que uno de los dos caiga mañana, no muramos
con un sentimiento de rencor entre nosotros.
Me sentí conmovido, y con una lágrima
temblando en el borde del ojo, lo abracé.
—Entre nosotros no hay más que amistad
—dije, y él me sonrió otra vez antes de hacer girar a su caballo y
desaparecer por la puerta. Sólo después de que se marchara pensé
sobre lo que me había dicho. ¿Me había hecho daño? ¿A qué clase de
mal se refería? ¿Era él el traidor? Aquella idea amargó los buenos
sentimientos de nuestra despedida, como un chorro de vinagre en un
cuenco de leche dulce.
Una vez se hubieron ido los arqueros y la
caballería, la mansión quedó convertida en un lugar semidesierto.
Consumimos una cena ligera en la sala y yo extendí mis mantas cerca
de los leños apilados junto al hogar e intenté dormir. Pero hacía
calor, y no conseguí descansar. Los hombres hablaban en voz baja,
formando corrillos de amigos; algunos bebían en silencio, otros
rezaban o paseaban sin cesar por la sala. Y siempre, como música de
fondo de aquel grupo cabizbajo de humanidad en tensión, sonaba el
constante roce de las hojas de acero con la piedra de amolar
—chis, chas, chis—, mientras los hombres
afilaban obsesivamente sus espadas y las puntas de sus lanzas, para
precaverse de los espantos de la imaginación. Pensé en Bernard y en
Goody, a salvo en Winchester, con buena comida y vino abundante y
la protección de la casa real, y para mi vergüenza les envidié.
Cuando cerré los ojos, vi la gran hueste amenazadora de sir Ralph
Murdac; e imaginé a aquel noble malvado encima de mí montado en su
caballo, dirigiendo contra mí su espada reluciente y hendiendo con
ella mi cuerpo.
Me dormí por fin, pero me despertaron antes
del amanecer hombres que tosían, escupían, bostezaban y pasaban
junto a mí de un lado para otro. Me levanté y busqué una jarra de
agua y una palangana para asearme de forma apresurada. Palpé mis
costillas chamuscadas y me pareció que se curaban bien: había
líneas rosadas de cicatrices y restos de las quemaduras, de un
color marrón oscuro. Por alguna razón, aquello me hizo sentir
optimista. Cuando me hube lavado la cara y el cuerpo, salí a ver el
comienzo de un hermoso día. Desde el camino de ronda de la
empalizada, Robin y Little John observaban al enemigo, y cuando
subí a reunirme con ellos vi que la hueste seguía allí —me pareció
incluso más numerosa que la noche antes—, con los caballos atados
en filas ordenadas y los hombres marchando como hormigas, en todas
direcciones.
Robin señaló una gran construcción colocada
en el centro de su campamento, y que era el foco de una intensa
actividad; un armazón cuadrado hecho con gruesas vigas de madera,
con un brazo vertical diseñado como una cuchara gigantesca que
apuntaba al cielo y descansaba sobre un travesaño de aspecto
sólido, forrado con lo que parecían dos grandes balas de lana. John
estaba diciendo:
—... Los he visto antes dibujados, pero es
la primera vez que veo uno de verdad. ¿Crees que nos hará
daño?
—¿Qué es? —pregunté.
—Es un mangonel —dijo Robin—, una máquina de
guerra que inventaron los romanos hace muchos cientos de años. Es
una catapulta gigante, que puede arrojar grandes piedras a cientos
de metros. Nunca he oído que se empleara una antes en Inglaterra,
pero los franceses y los alemanes la utilizan para derribar los
muros de los castillos. No es un arma muy precisa, y se tarda una
eternidad en montarla y apuntarla de forma correcta. No pasará nada
mientras nos mantengamos en movimiento. Y en movimiento vamos a
estar. Pero Alan, sé prudente y no discutas con los hombres sobre
esa máquina, ¿de acuerdo? Podrían encontrarla un poco
desconcertante.
Asentí sin decir nada y seguí observando
aquel extraño artilugio. Un pelotón de soldados ató unas cuerdas a
la gran cuchara y muy despacio empezó a tirar de ella hacia abajo,
en dirección contraria a nosotros, hasta que quedó paralela al
suelo; entonces los hombres la sujetaron con sogas gruesas clavadas
al suelo con grandes clavos metálicos. Cuando la cuchara estuvo
bajada, vi que en el extremo del brazo móvil había un gran
contrapeso de hierro y piedras. Luego, con muchos tropiezos y
gritos, los hombres alzaron una gran piedra, del tamaño de un cerdo
adulto, y la colocaron en la concavidad de la cuchara. Después de
una breve consulta, todo el mundo se apartó y un hombre tiró de una
palanca que, de alguna manera, soltó las cuerdas que mantenían
bajada la cuchara. El enorme brazo saltó hacia arriba y, con un
golpe seco que pudo oírse desde donde estábamos nosotros, a media
milla de distancia, golpeó el travesaño, y la piedra salió
despedida de la cuchara y trazó un arco bajo hasta estrellarse con
un enorme estruendo en el arroyo que corría por el centro del
valle, a mil pies de aquella máquina diabólica.
—Es demasiado grande para resultar manejable
—dijo Robin.
John soltó un gruñido.
—Así es —confirmó—. Eso quiere decir que, si
nos movemos, será bastante fácil evitar que nos aplaste.
—Intenta evitarlo, hazlo por mí —imploró
Robin con voz burlona. John se echó a reír y, haciendo caso omiso
de la escalera que subía al parapeto, saltó directamente los diez
pies de altura que había entre el camino de ronda y el suelo del
patio. Acto seguido, empezó a dar órdenes a sus hombres. Robin me
miró.
—Será mejor que montes, Alan, vamos a tener
un día muy atareado.
★ ★ ★
Con John al frente, más de doscientos
proscritos armados con espada y escudo, casco y lanza, más los
fragmentos de armadura que cada cual había podido conseguir,
salieron por la puerta principal de la mansión de Linden Lea. Era
ya plena mañana, el cielo era de un azul puro y el día prometía ser
caluroso. La belleza del día levantó nuestros ánimos y los hombres
empezaron a cantar un aire antiguo que hablaba de la batalla del
monte Baddon en la que el rey Arturo derrotó a sus enemigos. Robin
y yo mismo, los únicos hombres montados, cabalgábamos en el centro
de la columna cantante. Detrás de nosotros marchaban veinticinco
arqueros, los mejores con que contaba Robin, encabezados por Owain.
Robin había dejado a los diez hombres de más edad en la mansión
para proteger a Marian. Todos habían jurado morir antes que
permitir que ella fuera capturada.
—Aseguraos de que sea así —fue la respuesta
de Robin, con unos ojos duros como el granito.
Marchamos directamente hacia el enemigo pero
nos detuvimos a unos cien metros de la piedra arrojada por el
mangonel, que había quedado clavada en el suelo del valle como una
gigantesca guinda en un pastel. Los hombres formaron en dos filas
de unos cien soldados cada una, con la verde muralla del bosque a
un centenar de metros a la izquierda y el frente en dirección sur,
hacia el ejército de Murdac, distante poco más de trescientos
metros. La primera fila hincó la rodilla, sujetando con firmeza en
la mano derecha la lanza, cuya contera habían clavado en la hierba,
y embrazado en la izquierda el escudo en forma de cometa; la
segunda fila permaneció de pie, con las lanzas apuntando al cielo.
Los arqueros de Owain se situaron detrás de la segunda fila, y en
retaguardia permanecimos Robin y yo, mientras nuestros caballos, el
gris mío y el corcel negro de Robin, ramoneaban la hierba verde
como si no hubiera nada en el mundo de lo que preocuparse. Luego
esperamos. Los rayos del sol caían verticales sobre nuestras
cabezas, y seguíamos esperando aún, sudando en silencio, el ataque
del enemigo.
Durante una hora, los hombres de Murdac y
nosotros nos observamos. Se había formado frente a nuestras filas
una masa de caballería formada más o menos en dos hileras: unos
doscientos hombres en total. Fuerzas igualadas, me dije a mí mismo.
Pero mentía. Un jinete vale por lo menos tanto como tres o cuatro
infantes. Vi claramente las sobrevestes rojas y negras de los
asesinos de sir Ralph. Los cascos planos de acero, y el parpadeo
brillante del sol al reflejarse en las puntas de las lanzas cuando
los jinetes del primer conroi se
organizaron en una larga línea. Empezaba a lamentar haberme puesto
el sobretodo; el forro acolchado podía ser útil para amortiguar el
golpe de una espada, pero calentaba más que el infierno en aquel
hermoso día de verano. El metal de nuestras armaduras empezaba
también a estar demasiado caliente para tocarlo. Los hombres
empezaron a agitarse. Miré arriba, al cielo de un azul perfecto:
muy alto, un halcón sobrevolaba el campo en amplios círculos y
observaba las evoluciones de los hombres con su desapasionada
mirada de ave. John se volvió a Robin y dijo:
—¿Qué es lo que esperan? Aquí estamos, tan
sólo doscientos hombres de a pie, la presa más apetitosa que se les
ha presentado en mucho tiempo. ¿Por qué no atacan?
—Creen que es una trampa —dijo Robin.
—Entonces es que no son del todo idiotas
—gruñó John.
Robin alzó la voz:
—Owain, adelántate y hazles cosquillas, por
favor. —Luego rugió la orden—: ¡Abrid filas!
Con una espléndida precisión, todos los
hombres se movieron al unísono y dieron uno o dos pasos a la
derecha o a la izquierda, para permitir a los arqueros adelantarse
hasta la primera línea. Hasta entonces no me había dado cuenta de
lo bien entrenada que estaba la infantería de Robin. Les había
visto practicar en el patio de Thangbrand y en las cuevas de Robin,
marchar al paso, evolucionar y realizar distintas maniobras, pero
no había comprobado lo parecidos que habían llegado a ser aquellos
bandidos harapientos a unos soldados de verdad. Los arqueros de
Owain se adelantaron unos cincuenta pasos, se alinearon, tensaron
las cuerdas de sus grandes arcos, y a la voz de «¡soltad!» mandaron
una lluvia de flechas que ascendieron en el aire y fueron a caer
sobre la línea de jinetes enemigos. Ésta se encontraba en el límite
del alcance de los arcos, a unos doscientos cincuenta metros, y los
daños fueron escasos: un caballo, herido en el anca por una flecha,
se echó atrás y desestabilizó a su jinete, haciendo que tropezara
con el vecino de la línea y provocando un reajuste de las
posiciones de todo el conroi. Otro jinete
cayó hacia atrás en la suya, con una flecha clavada en el costado.
Ese fue todo el daño causado por aquella primera descarga. La
caballería estaba demasiado bien acorazada, y la distancia era
excesiva para que las flechas pudieran hacer estragos. Owain gritó
de nuevo «¡soltad!», y otra leve cortina de flechas de punta de
acero se abatió sobre la línea de hombres y caballos a la
expectativa. De nuevo el resultado fue más bien escaso. Otro pobre
animal empezó a corcovear y patear por una herida que no alcancé a
ver. Pero la provocación de los arqueros tuvo el resultado deseado.
Un jinete se adelantó unos pasos y exhortó a los hombres a atacar.
La primera línea de la caballería se reorganizó y empezó a avanzar
al paso.
—¡Owain! —voceó Robin, y los arqueros
retrocedieron y volvieron a la seguridad de sus posiciones detrás
de nuestra delgada línea de lanceros. Cuando hubieron pasado los
arqueros, de nuevo las filas de los infantes se cerraron con
precisión.
—¡Preparados para recibir a la caballería!
—gritó John.
Al instante, los hombres de los extremos de
la línea empezaron a cerrarse hacia atrás hasta que, en menos
tiempo del que se tarda en calzarse un par de botas, formaron un
círculo rígido, de tres filas de profundidad, con Robin, yo mismo y
los arqueros en el centro de un anillo de hierro de unos quince
metros de diámetro, con las lanzas apuntando hacia fuera y los
escudos levantados, la línea exterior de lanceros colocados rodilla
en tierra, y la segunda y tercera en pie detrás de ellos con las
lanzas alzadas y dispuestas a ensartar a cualquier jinete que se
pusiera a su alcance. Era el erizo, la formación que había visto
por última vez en la granja de Thangbrand..., con los hombres
desbaratados y moribundos sobre la nieve manchada de sangre. Se
suponía que era invulnerable frente a la caballería; los caballos
no podían atravesar aquel anillo de relucientes puntas erizadas.
Pero en la granja de Thangbrand, la caballería de Murdac había
desbaratado el erizo y arrollado a sus componentes. ¿Ocurriría hoy
lo mismo?
La primera fila de jinetes de Murdac
avanzaba al paso, y he de admitir que el espectáculo era
impresionante: cada caballo iba recubierto con una gualdrapa negra
que le cubría por entero el cuerpo, acolchada para proteger al
animal, y la cabeza se adornaba con una pluma roja; el jinete lucía
la sobreveste negra con tres cheurones rojos en el pecho. Buen
Dios, debían de pasar calor pero su aspecto era magnífico. Cada
hombre empuñaba una lanza de doce pies en posición vertical, con un
gallardete rojo ondeando justo debajo de la afilada punta de acero.
Los caballos del conroi avanzaban al paso
y cada jinete tocaba las rodillas de los vecinos, en una línea
perfectamente recta, acercándose a nosotros como una lenta barra
oscura. Detrás de la primera fila de soldados a caballo, todos
ellos, según me habían dicho, jóvenes de familias nobles al
servicio de sir Ralph, venía la segunda, la de los sargentos, igual
de bien entrenada y también letal en el campo de batalla, pero sin
ser de sangre noble. Sólo lucían dos cheurones en el pecho y no
llevaban lanzas; iban armados con espada y maza.
La táctica del conroi era brutalmente sencilla. La primera línea
de jinetes cargaría contra nuestra infantería, golpeándola con una
masa prieta de carne de caballo y acero que desbarataría nuestra
formación gracias a su peso y a la fuerza del impacto. Cuando
estuviéramos dispersos, la segunda fila de sargentos irrumpiría al
galope y masacraría a nuestros infantes en fuga. Era un método
devastador de combatir, cultivado durante décadas por los nobles de
Europa hasta convertirlo en un arte excelso y mortífero.
★ ★ ★
Los jinetes negros se pusieron al trote y,
a una señal, las lanzas se abatieron en una oleada que cruzó de
izquierda a derecha la línea de la carga; cada lanza quedó
horizontal, sostenida bajo la axila del jinete, apuntada
directamente al frente. En ese momento gritó uno de los nuestros,
arrodillado en la primera fila, y miré a la izquierda, hacia el
bosque. Por entre los gruesos árboles asomaban nuestros arqueros,
con Thomas al frente: sesenta hombres inmensamente fuertes,
vestidos todos con idénticas túnicas de lana verde y empuñando cada
uno de ellos un gran arco de tejo de seis pies de alto, provisto de
una cuerda de cáñamo y listo para disparar. Se colocaron algo más
adelantados respecto de nuestra posición, en un grupo laxo
protegido por la línea de árboles, a unos doscientos metros de la
primera oleada de jinetes al trote.
—Vamos, vamos, bastardos, disparad —oí
murmurar a John, y como si la suya hubiera sido una voz de mando,
en el mismo instante las flechas empezaron a volar.
La primera nube de trazos grises cayó sobre
la línea negra de la caballería como una rociada de granizo contra
la puerta de un establo; los palos de un metro de largo provistos
de puntas de acero mordieron en la carne de la línea que avanzaba y
de pronto, como por arte de magia, aparecieron vacías unas cuantas
sillas de montar de la fila de jinetes a la carga. Una segunda
descarga de flechas alcanzó su objetivo y la fila se adelgazó de
nuevo; llegó la tercera andanada, y los huecos en la línea atacante
se hicieron visibles; con la cuarta, desapareció toda cohesión. En
lugar de una fila nítida de guerreros vestidos de negro galopando
hacia nuestra destrucción, lo que quedó eran varios grupos de
jinetes intentando desesperadamente controlar a sus caballos, que
caracoleaban enloquecidos y chocaban unos con otros, de modo que
las lanzas se quebraban contra los cuerpos de los caballos como los
alfileres de un acerico.
Otra oleada gris de flechas, y otra más, y
ya no hubo línea de ninguna clase, sino sólo hombres y bestias que
escupían sangre y se arrastraban como podían, doloridos, esparcidos
a lo largo de una franja de unos cien metros en el centro del
valle. Los cadáveres moteaban el suelo verde, caballos sueltos
relinchaban y galopaban sin rumbo, hombres descabalgados se
tambaleaban, vomitaban, forcejeaban para arrancarse flechas
clavadas en la carne, e intenta— ban taponar la sangre de sus
heridas con manos tintas en sangre. Algunos jinetes montados habían
vuelto grupas, y cruzaron al galope por entre la segunda línea de
los sargentos, en su pánico por escapar de aquella lluvia
mortal.
Sin embargo, las flechas despiadadas les
siguieron, perforaron las espaldas de sus cotas de malla, sus
hombros y sus cuellos, y llevaron un caos sangriento también a la
segunda línea. Muy pronto todo el cuerpo de caballería estaba en
retirada, y soldados y caballos aterrorizados corrían para escapar
de aquel campo de sangre. Mientras, las flechas seguían cayendo,
como rayos de la venganza de Dios, abatiéndose por igual sobre
animales y hombres, sin ninguna discriminación. Dos bravos jinetes
ensangrentados consiguieron llegar hasta la formación de nuestro
erizo, pero los caballos se detuvieron bruscamente delante de la
fila invulnerable de lanzas de acero, y entonces vi a Owain hundir
un metro de astil en el pecho del caballero que venía delante,
mientras luchaba por recuperar el control de su montura espantada.
El segundo jinete, al darse cuenta de que estaba solo, hizo girar a
su caballo y galopó en zigzag para dificultar la puntería de los
arqueros de nuestra formación, que empezaron a hacer apuestas, con
gritos excitados, sobre quién sería el primero en derribarlo. Las
flechas pasaban silbando a derecha e izquierda del jinete, pero
milagrosamente consiguió llegar ileso detrás de sus líneas. Yo
suspiré aliviado, porque me pareció que ya había visto bastantes
muertes para el resto de mi vida. No obstante, aquel día sangriento
no había hecho más que empezar.
★ ★ ★
Ovacionamos a los arqueros del bosque
hasta enronquecer; no habíamos perdido ni un solo hombre, y en el
primer asalto el enemigo había quedado diezmado. Los arqueros
respondieron con exageradas reverencias, quitándose sombreros y
gorras y doblándose hasta la altura de la cintura, de modo que sus
largos cabellos barrían el suelo. A gritos, nos echaron en cara con
rudas bromas la poca cantidad de caballeros que habíamos matado,
hasta que finalmente Thomas pudo controlarlos y hacerlos retroceder
hasta la seguridad del bosque. Justo a tiempo. Fuera del alcance de
los arcos, un grupo de sargentos montados se reorganizaba con la
intención de lanzar una carga más veloz y letal contra nuestros
arqueros, en un intento de vengar a sus camaradas caídos.
Pero había novedades peores que un puñado de
jinetes furiosos. Junto a aquellos caballos que caracoleaban
apareció, detrás de un pliegue del terreno situado detrás del
campamento de Murdac, un nutrido cuerpo de hombres de a pie, que
empezaron a formar a la izquierda de nuestro frente. Iban vestidos
con sobrevestes verdes y rojas sin mangas, con un dibujo ajedrezado
de cuadros grandes, y debajo llevaban sobretodos acolchados. Cada
hombre llevaba casco y una espada corta ceñida al costado. Además,
todos llevaban un gran instrumento de madera negra en forma de
cruz.
—Por el culo pringoso de Dios —susurró John
incrédulo, y parecía preocupado de verdad—, son los flamencos. Los
condenados ballesteros.
Robin observaba aquel nuevo cuerpo de
hombres, unos doscientos, ladeando la cabeza y con una expresión
extraña en el rostro.
—Esto va a hacer que las cosas se pongan
mucho más interesantes —dijo con voz tranquila, meditativa. Pero
cuando mi mirada se cruzó con la suya, vi un relámpago de ira
helada, un atisbo de una furia tan terrible que me dio un
escalofrío de miedo.
Cuando los ballesteros estuvieron formados,
para mi sorpresa en lugar de marchar contra nosotros, hacia el
erizo, dieron la vuelta y empezaron a avanzar en dirección al
murallón del bosque. Cada hombre hizo una pausa de medio minuto en
la linde del bosque. Antes de adentrarse en aquella extensión
verde, cada hombre sujetó la cuerda de su ballesta a un gancho que
llevaba al cinto y, colocando el pie en un estribo practicado en el
extremo del arma, estiró la pierna y tensó la cuerda de su poderosa
máquina hasta afianzarla en un trinquete y dejarla montada. Luego
cargó un proyectil de madera de un pie de largo, un virote, en la
acanaladura de la parte frontal del arma, y se adentró en el bosque
dispuesto para la lucha. Al cabo de un cuarto de hora, toda la
compañía había desaparecido entre el follaje y se había perdido de
vista por completo. Yo sabía lo que estaban haciendo: perseguir a
nuestros arqueros. Flechas contra virotes, iban a luchar cuerpo a
cuerpo en el interior del bosque; y eran por lo menos doscientos
mercenarios bien entrenados contra nuestros sesenta hombres.
—Alan —dijo Robin con voz urgente—, ve al
bosque, busca a Thomas y dile que retroceda, que se retire
luchando, pero que lo haga despacio. Necesito a esos flamencos
entretenidos el mayor tiempo posible. Debe retirarse hacia el
norte, hacia nosotros, y cuando no pueda resistir más, que ordene a
todos correr para refugiarse en la casa. Dale el mensaje y vuelve
aquí a toda prisa. Voy a necesitarte. ¿Entendido?
Sentí una punzada de miedo en la garganta,
pero conseguí decir en tono bastante tranquilo:
—Retirada, pero despacio. Luego, correr a la
casa. Yo vuelvo aquí.
—Buen chico, ¡en marcha!
Crucé en mi caballo gris las filas del erizo
y galopé a rienda suelta hacia los árboles, siguiendo una línea
oblicua hacia el norte que me aproximaba a la mansión, para
apartarme del punto por el que habían entrado en el bosque los
ballesteros. En cuanto estuve bajo la protección de los árboles, me
apeé y dejé al caballo gris atado a un arbusto. Después de
recuperar el aliento miré a mi alrededor, pero no vi a nadie. No
había otro ruido que el de los latidos de mi corazón. Me pareció
estar solo en el mundo, lejos de la ruda compañía de los lanceros y
de la tranquilizadora presencia de Robin y John. Me di cuenta de
que tenía miedo. Me santigüé, desenvainé la espada y empecé a
abrirme paso entre el frondoso sotobosque, hacia el lugar donde
había visto por última vez a nuestros arqueros. No se oía el menor
ruido, salvo el del roce de las hojas al avanzar y el susurro de
las ramas agitadas encima de mi cabeza por una brisa ligera. Tuve
la extraña sensación de moverme bajo el agua, en aquel mundo verde
y casi silencioso. ¿Dónde estaban nuestros hombres? ¿Dónde estaba
el enemigo? Me detuve un instante a escuchar. Nada. El bosque era
tan cerrado a mi alrededor que no veía nada a una distancia de diez
metros a la redonda. Aquello me recordó días más felices, cuando
cazaba ciervos rojos con Robin, y sin darme cuenta empecé a imitar
las técnicas de acecho que había aprendido a su lado. Colocaba cada
pie delante del otro con todo cuidado y deliberación, para no
romper ninguna rama ni hacer el menor ruido. Un paso, otro, otro
más, pararme con una inmovilidad absoluta y escuchar. Luego un
paso, otro, otro más, pararme y escuchar de nuevo. No había nadie
allí, estaba seguro. ¿Dónde estaba todo el mundo? Me sentí como un
alma errante en un más allá encantado, lejos de la sangre y el
dolor del campo de batalla, situado por lo que sabía apenas a una
docena de metros a mi derecha. Los viejos troncos, tan apretados
que sus ramas se entrecruzaban, se alzaban por encima de mí como el
techo de una gigantesca jaula de madera, pero el sotobosque era
ligero, tan sólo helechos y algunos arbustos ramosos. Aparté a un
lado una fronda colgante de hiedra y seguí adentrándome en la
penumbra. Un paso, otro, otro más, parar y escuchar.
Entonces casi di un salto: sonó un grito
ahogado por un borbotón de sangre, un aullido de agonía
increíblemente profundo, y apenas a una docena de metros delante de
mí apareció de pronto un hombre de detrás de un árbol,
tambaleándose, con un grueso palo negro asomando obscenamente de su
cuello; y aquel silencioso mundo verde estalló de pronto en una
ruidosa agitación. Desde detrás de mí y a mi izquierda llegó un
silbido que conocía bien, el uiss, uiss,
uiss de las flechas que zumbaban al pasar cerca, y luego otro
aullido de dolor, al frente. Pude ver siluetas oscuras que se
deslizaban de un árbol a otro delante de mí, que se acercaban más y
más, y luego el zumbido y el golpe del impacto de virotes en la
madera, cerca de donde yo estaba. A mi derecha sonó un gemido
ahogado y el cuerpo de un arquero cayó de las ramas de una
venerable haya, como una ciruela madura, y fue a dar en el suelo
del bosque con un golpe sordo. Entonces me vi empujado a tierra por
una fuerza terrible, casi clavado en el lecho de hojas por un gran
peso, porque alguien había saltado sobre mi espalda; me retorcí
aterrorizado, busqué la espada perdida y solté los puños presa de
un pánico ciego, pero el hombre me sujetó los brazos y forcejeó
hasta inmovilizarme, y así me encontré tendido sobre la espalda y
mirando el único ojo bueno de mi amigo Thomas.
—Silencio —susurró, y yo me esforcé por
controlar mi respiración jadeante. Luego me arrastró detrás de un
gran roble y los dos descansamos un momento nuestras espaldas en la
confortante solidez del árbol. El bosque había vuelto a un silencio
absoluto después del anterior frenesí de violencia. Thomas se llevó
un dedo a los labios.
Cuando mi aliento se hizo más acompasado, me
incliné y le susurré al oído el mensaje de Robin. Él arrimó la cara
a mi oído y musitó:
—¿Retirarnos? Como si tuviéramos otra
opción. Aquí nos están matando como a puercos.
Asomé la cabeza con prudencia desde el
tronco redondo del árbol y atisbé en la penumbra del bosque. No
pude ver nada. A pocos pasos, medio enterrada en el lecho de hojas
en el lugar en el que habíamos forcejeado Thomas y yo, estaba mi
espada. Me agaché tanto como pude y di un paso con la intención de
recogerla, pero Thomas me hizo retroceder de un tirón detrás del
árbol. Justo a tiempo. Dos virotes fueron a clavarse en la corteza
del árbol, en el lugar exacto donde había estado mi cabeza un
segundo antes.
—Ten cuidado, Josué —susurró Thomas, riendo
a medias del susto que expresaba mi cara—. Ahora no estás en el
castillo de Winchester. Hay uno de esos bastardos detrás de aquel
olmo. Cuando vuelva a asomar la cabeza lo ensartaré, tú podrás ir a
recoger tu espada y nos iremos una pizca más atrás. Tú lo vigilas
por mí y me haces una seña. ¿De acuerdo?
Thomas se puso en pie, empuñó su arco y
extrajo una flecha de su bolsa de tela. Tensó a medias la cuerda y
recostó sus anchos hombros en la corteza del árbol, a cubierto pero
mirando en dirección contraria al enemigo. Desde la altura de sus
pies, yo atisbé por un lado del tronco a través de las ramas verdes
de un helecho, de modo que mi cara quedara lo más oculta posible.
No había nada que ver. El bosque estaba fantasmalmente desierto y
silencioso, pero forzando al máximo mi oído, de vez en cuando podía
oír el roce ligero, como el de un ratón en un granero, de un hombre
que se movía con rapidez por el sotobosque. Sentí que se me
erizaban los pelos de la nuca, pero seguí inmóvil como una roca y
miré con mayor atención el gran olmo que me había indicado Thomas.
Ahora vi moverse una sombra pegada a la silueta del árbol. Fue sólo
una vislumbre, pero de inmediato atrajo mi mirada. Esperé un poco
más. Luego, de pronto, más lejana y oculta a la vista, una voz
ronca gritó algo en una lengua parecida al inglés, pero que no pude
entender. Era claramente una orden del capitán flamenco a sus
hombres para que avanzaran, porque mientras miraba, de algunos de
los árboles que tenía enfrente se destacaron figuras humanas. Los
hombres se apartaron de la cubierta del bosque y empezaron a
avanzar con cautela. Miré a Thomas y le hice una seña. Con un solo
movimiento rápido, tensó la cuerda hasta llevarla junto a la oreja,
se dio media vuelta hacia el lado del árbol y lanzó una flecha que
fue impactar en el cuerpo del flamenco que estaba a una docena de
metros. El proyectil lo atravesó de parte a parte, le salió por la
espalda y fue a perderse entre el sotobosque. El hombre dio un leve
gemido y dobló las rodillas, pero antes de que se derrumbara de
bruces en el suelo yo ya había saltado hacia delante, ricoguido mi
espada y buscado refugio detrás del tronco caído de una haya. Los
demás arqueros también lanzaron sus flechas. Y media docena de
ballesteros aullaron de dolor, se tambalearon o cayeron al suelo.
Aun así, las siluetas oscuras siguieron avanzando; pude ver figuras
borrosas dando cortas carreras de un árbol a otro. Asomé un poco
más la nariz para ver si había cerca alguno de nuestros hombres,
pero una docena de letales virotes negros pasaron silbando sobre mi
cabeza y resonaron al chocar contra el ramaje. Ellos eran más, y
nosotros perdíamos. Había llegado el momento de largarse.
Desde la seguridad de mi haya caída, hice un
gesto de retirada con la mano a Thomas, y él me dedicó una sonrisa
y un saludo alegre. Luego, sujetando su arco y su bolsa de flechas,
dio una repentina carrera de pocos pasos, alejándose del viejo
roble y de los flamencos que se aproximaban, hasta el refugio de
otro árbol. Le vi hablar con otro hombre vestido de verde, que a su
vez retrocedió corriendo agachado hasta otro árbol y otro arquero,
para pasar la consigna. Yo también empecé a retroceder, reptando.
Como no me atrevía a levantar la cabeza ni a correr de pie, me abrí
paso entre el sotobosque ayudándome con los codos y los pies, en
busca de mi caballo. En parte me sentí culpable por abandonar a los
arqueros empeñados en aquella lucha desigual, pero me dije a mí
mismo que mi deber estaba al lado de Robin. Tampoco pude reprimir
una sensación de alivio al escapar de aquella matanza silenciosa en
la traicionera penumbra del bosque.
★ ★ ★
Algo en la terrible atmósfera de aquel
bosque mortal había afectado a mi caballo. Temblaba de miedo, y
relinchó de contento a mi regreso. Aquel ruido amistoso por poco
fue la causa de mi muerte.
Había empuñado las riendas del caballo gris
después de envainar la espada, y le acariciaba el cuello con la
mano libre, cuando instintivamente, como por una advertencia de
Dios, volví la cabeza y en ese momento por entre las ramas bajas
apareció una figura alta con la librea a cuadros verdes y rojos de
los ballesteros flamencos. Era un hombre robusto de unos treinta
años, de cabeza redonda y cabello grasiento de un color castaño
claro. Apuntaba su arma directamente contra mí, con la culata
arrimada al hombro derecho, la cuerda tensa y el virote descansando
inocentemente en la acanaladura del frontal del arma. Yo estaba
mirando mi propia muerte, y el hombre sonreía mostrando unos
podridos dientes amarillos, con una fea mueca de triunfo.