Capítulo IX
ACURRUCADO junto a Goody y
Bernard, rígido de terror, bajo la endeble protección del acebo, oí
como sir Ralph Murdac, a escasos pasos de mí, daba a sus mesnadas
la orden de matarnos. Podía ver los cascos manchados de sangre de
su caballo a escasos pies de mi nariz, pero, sin dejar de sentir
miedo, el ceceo francés de su tono me sublevó y me provocó una ira
que dejó un regusto amargo de bilis en mi lengua. Allí acurrucado,
pude imaginar su cara de guapo desdeñoso mientras ordenaba a sus
secuaces que nos cazaran uno por uno y acabaran con nuestras vidas.
Recordé el dolor que me produjo al cruzarme el rostro con su
látigo. Incluso creí percibir su perfume por encima del hedor a
caballo, a sudor y a sangre seca: un repugnante aroma a lavanda.
Asustado como estaba, furioso como estaba, empecé a sentir en mi
nariz un hormigueo y una casi abrumadora necesidad de
estornudar.
El más ligero ruido habría significado la
muerte inmediata para todos nosotros, y sin embargo la necesidad de
estornudar se me hizo insoportable, el hormigueo de mi nariz
empezaba a resultar doloroso y sentía como si me hubieran frotado
los ojos con jugo de cebolla. No pude hacer nada para detenerlo; me
metí el borde de mi manto en la boca y hundí la boca en la capa de
hojas que cubría el suelo, y entonces llegó la explosión: un
estornudo que hizo temblar todo mi cuerpo. En mi cabeza el ruido
fue ensordecedor, pero al levantar la cabeza..., no oí nada. Murdac
guardaba silencio y escuchaba, supuse, para confirmar el origen del
ruido que había oído. Un caballo se removió, resonaron unas mallas
de acero al entrechocar. Sentí el corazón en la boca, y todos los
músculos en tensión. Estaba decidido a echar a correr si éramos
descubiertos. No me quedaría quieto para que me colgaran como a mi
padre. En el silencio que siguió, relinchó un caballo y un hombre
rió y dijo algo en voz baja a su vecino. Murdac llamó al orden a
sus hombres y continuó dando órdenes con su ceceo afrancesado. Noté
que mi cuerpo se relajaba y me volví hacia Goody y Bernard; sus
caras me miraban con horror e incredulidad. Era una expresión tan
cómica que me entraron ganas de echarme a reír. En cambio, lo que
hice fue estornudar de nuevo.
El ruido fue mucho más fuerte que la primera
vez, en que había quedado ahogado casi por completo por mi manto. Y
no esperamos a ver si nos descubrían. Tan veloz como un conejo
asustado, Bernard salió de debajo de las ramas del acebo, seguido
por Goody y por mí. Salimos por la parte de atrás del árbol y
echamos a correr hacia el interior del bosque. A nuestra espalda
oímos gritos y toques de trompeta y un estruendo de cascos, y
corrimos hacia la parte más espesa de la floresta mientras las
ramas de los árboles azotaban nuestros rostros y las zarzas nos
arañaban brazos y piernas.
Tardaron en empezar la persecución,
sorprendidos sin duda por lo repentino de nuestra aparición. Pero
una carrera entre un hombre a caballo y otro a pie no puede
llamarse carrera en absoluto. Excepto, claro está, si tiene lugar
en el corazón de un bosque espeso. Nos salimos del sendero y nos
adentramos en un terreno virgen desde muy antiguo, sorteando los
troncos apretados de los árboles, hundiéndonos en la nieve,
tropezando con las ramas caídas, entre zarzales y tallos de hiedra.
Los tres nos empujábamos entre nosotros y nos abríamos paso en la
nieve profunda, espoleados por el pánico, avanzando siempre más o
menos en la misma dirección, Bernard delante y yo cerrando la
marcha. Oíamos el ruido de los jinetes a nuestra espalda pero, al
mirar hacia atrás entre los arbustos, pude ver que nos
distanciábamos más y más de la media docena de hombres que nos
perseguían. Habían desenvainado las espadas y cortaban con golpes
furiosos las ramas y las frondas que cerraban el paso a sus
monturas, pero sólo conseguían avanzar al ritmo de un caminante,
mientras los ollares de sus corceles despedían nubecillas de vapor.
Volví a mirar atrás y calculé que se encontraban ya a más de
cincuenta metros, y casi se habían perdido de vista. Sentí que
crecían mis esperanzas, pero entonces miré a mis compañeros y vi
que los dos tenían problemas. Bernard se tambaleaba agotado por
aquel ejercicio desacostumbrado; Goody temblaba de frío y parecía a
punto de derrumbarse. Corrí hacia ellos y, después de un rápido
vistazo para comprobar que estábamos fuera del alcance visual de
nuestros perseguidores, tiré de ellos en ángulo recto respecto de
la dirección que seguíamos hasta entonces y nos adentramos en una
zona de matorral espeso y cargado de nieve, abriéndonos paso por
entre aquella cubierta helada en la que nos hundíamos hasta las
rodillas. Después de avanzar unos treinta metros de ese modo, nos
dejamos caer el resguardo de una zanja en el terreno, y allí nos
quedamos tendidos, con la respiración entrecortada, los corazones
latiendo a un ritmo frenético y el oído atento a los ruidos de
nuestros perseguidores.
Nada. Sherwood parecía enteramente privado
de vida. Un desierto blanco. Pero nuestro rastro a través de la
nieve era fácil de ver y conducía en línea recta a nuestro húmedo,
embarrado y jadeante grupo. No podíamos quedarnos allí más tiempo
del indispensable para recuperar el resuello. Levanté la vista al
cielo gris; había empezado a nevar de nuevo, y sólo quedaban dos o
tal vez tres horas de luz en aquel corto día invernal. Si podíamos
esquivar a los jinetes hasta el anochecer, estaríamos a salvo.
Probablemente. Así pues, cargué a Goody sobre las espaldas de
Bernard y arranqué una rama muerta de un pino, con un crujido cuyos
ecos resonaron en todo el bosque. Todos nos quedamos quietos y
escuchamos, aterrorizados. Luego, al no oír nada salvo el silencio
fantasmal del bosque cubierto por un sudario de nieve, Bernard
preguntó en un susurro:
—¿Hacia dónde?
Me paré a pensarlo. Robin estaba Dios sabe
dónde en el norte, la casa de Thangbrand no era a estas alturas más
que una ruina humeante, mi madre estaba muerta y mi aldea había
sido destruida, pero de algún lugar me vino de pronto a la mente la
imagen de Marian. Sabía que ella se encontraba en Winchester, muy
lejos de Murdac y sus jinetes asesinos. Ella podría ponernos en
contacto con Robin.
—Vamos al sur —dije, intentando parecer
convencido, y extendí el brazo en la dirección que supuse que
conducía a Winchester. Bernard dio media vuelta sin decir una
palabra, con Goody agarrada como un mono a su espalda, y empezó a
zancajear por entre la nieve. Yo les seguí de espaldas, tratando de
borrar tan bien como pude con la rama de pino las huellas que
dejábamos a nuestro paso en la nieve, y dando gracias a Dios por la
nieve que volvía a caer y que, si pasaba el tiempo suficiente,
haría desaparecer totalmente nuestro rastro.
★ ★ ★
Durante todo aquel atardecer helado,
mientras nevaba cada vez con más fuerza, seguimos avanzando a
través del bosque. A veces cargábamos a Goody a nuestras espaldas,
y otras ella caminaba por sí misma. Nunca se quejó mientras
avanzábamos por aquel paisaje blanco y silencioso. Yo estaba seguro
de que nuestras huellas quedarían borradas por la nieve, y después
de una hora de marcha silenciosa me atreví a suponer que los
jinetes habían abandonado la caza. La única cosa viva que vi fue la
figura baja y esbelta de un lobo, una sombra gris que corría a
través del bosque en paralelo a nuestro grupo. En Sherwood,
recordé, enero era conocido como el Mes del Lobo; había historias
sobre bebés arrebatados de sus cunas por lobos hambrientos en
enero, e incluso una sobre un lobo que saltó por sorpresa sobre un
hombre a caballo y de una dentellada arrancó un pedazo de carne de
la grupa del caballo antes de desaparecer de nuevo en el
bosque.
Recogí del suelo una rama rota y la arrojé
en dirección a la fiera gris y furtiva, que se apartó de un salto
para desaparecer al instante en la penumbra del bosque. Seguimos
adelante sin sentir apenas las piernas, a causa del frío. Estábamos
calados y exhaustos. Cuando empezó a anochecer, me di cuenta de que
teníamos que encontrar un lugar seguro donde descansar: los dedos y
la nariz de Goody estaban azules de frío, y la cara de Bernard
había adquirido un tono amarillento enfermizo. De pronto, justo
delante de nosotros sonó un toque de trompeta. Azuzados por el
miedo, nos tumbamos en una hondonada cubierta de nieve, ocultos
detrás de las raíces blancas de un haya mientras pasaban al galope
delante de nosotros dos jinetes con los colores rojo y negro de
Murdac. Yo estaba seguro de que no nos habían visto y en efecto
siguieron adelante como una exhalación, pero lo que me preocupó es
que venían de frente, y no por detrás. Desesperado, me di cuenta de
que había perdido por completo el sentido de la orientación y, en
la penumbra del anochecer, debíamos de haber estado caminando en
círculo. Espantado, me di cuenta de que no tenía idea de dónde nos
encontrábamos ni de la dirección que debíamos tomar. El frío había
nublado mi mente y, mientras la nieve seguía cayendo, llegué a la
conclusión de que, a pesar de la amenaza de los hombres de Murdac,
si no encontrábamos pronto un refugio caliente, tal vez no
sobreviviéramos a la noche que se avecinaba.
Después de otro cuarto de hora de penoso
caminar por el bosque nevado, con las últimas luces del día
encontramos el lugar perfecto para acampar. No es mi intención
blasfemar, pero ha habido ocasiones en mi vida en las que me he
sentido como si Dios Todopoderoso hubiera ordenado el mundo
exclusivamente en beneficio mío. Mientras nos tambaleábamos bajo la
nevada, entumecidos por el frío, el miedo y la fatiga, llegamos a
un pequeño claro en el bosque, en el centro del cual se erguía un
viejo roble de varios metros de altura cuyo tronco se había
ahuecado con el paso del tiempo y había dejado en su interior un
espacio tubular suficiente para que durmieran tres personas. No
éramos los primeros en haber utilizado aquel refugio: al apartar la
nieve que cubría la entrada, encontramos los restos de una hoguera,
con algunas piedras ennegrecidas colocadas para dirigir el calor, y
cenizas encharcadas. También en el interior del tronco hueco, bien
apilados, había un pequeño montón de leña menuda seca y otro de
ramas más gruesas cortadas a un tamaño parecido. Sabíamos que
representaba un riesgo y que la luz sería visible en cientos de
metros en todas direcciones, pero necesitábamos el calor de un
fuego. De modo que utilicé la yesca y el pedernal que llevaba en mi
bolsa, nos apretujamos al resguardo del tronco de nuestro árbol y
esperamos a que nuestros cuerpos entraran en calor. No teníamos
comida —habíamos dejado los restos de pan y de jamón asado debajo
del acebo por la mañana—, pero a medida que el calor iba invadiendo
el interior del tronco hueco, mi ánimo empezó a mejorar. Goody, que
no había dicho nada desde que vio a su madre y a su padre
acuchillados en la granja de Thangbrand, se acurrucó a mi lado y
empezó a llorar en silencio. Yo abracé su cuerpo flaco y acaricié
su hermoso cabello dorado hasta que se quedó dormida. Bernard, por
su parte, en lugar de relajarse, parecía ponerse más irritable y
picajoso a medida que su cuerpo recuperaba el calor. Parecía haber
olvidado nuestra terrible aventura y pronto se recobró lo bastante
para quejarse de la falta de vino.
—Había un pellejo de vino casi lleno a la
puerta de la cabaña; ¿por qué diantre no te lo llevaste cuando nos
marchamos? —me preguntó, furioso. Mi estómago rugía y mi boca
estaba seca, pero no teníamos nada que comer, y tampoco el vino de
Bernard, de modo que mastiqué unos puñados de nieve y me quedé
sentado mirando el fuego, dejando que mis ropas se secaran y
pensando en aquel día terrible. ¿Había sobrevivido alguien, además
de nosotros? ¿Había más personas dispersas por el bosque, heridas o
incluso agonizantes en medio de aquel frío? Thangbrand estaba
muerto, yo había visto aquel horror; y Freya, sin la menor duda,
había sido asesinada con los demás. Pero, ¿dónde estaba Hugh?
¿Había conseguido escapar?
De pronto me incorporé con un respingo.
Había estado dormitando. Bernard dormía, tendido y un poco
encorvado para aprovechar el respaldo curvo del interior hueco del
tronco. Goody estaba acurrucada a mis pies, bajo la capa. ¿Qué era
lo que me había despertado? Algún tipo de peligro. El fuego casi se
había apagado, una luna casi llena brillaba en el cielo. Coloqué
otro leño en el hogar y, mientras veía volar chispas y revivir la
llama de entre las cenizas, vi en el borde más alejado del claro y
a la luz de la luna la figura de un hombre. Se estaba acercando a
nosotros.
Mi mano voló al cinto y se posó en el
tranquilizador pomo del puñal. Di un puntapié a la silueta dormida
de Bernard. El hombre caminó a través del claro dirigiéndose
directamente al fuego. Estaba flaco como un esqueleto, tenía la
cara enjuta con las mejillas hundidas y cubiertas casi hasta los
ojos por una barba gris. El cabello largo y sucio le caía sobre los
hombros. Sus labios se torcían en una mueca de saludo, y entre
ellos asomaban unos pequeños dientes amarillos y afilados. Cuando
se acercó más, pude ver que iba vestido con una especie de capa de
piel de lobo y un faldellín del mismo material, y los pies
envueltos en trapos grises. El pecho desnudo con las costillas
salientes asomaba bajo la capa —por Dios, qué frío debía de estar
pasando—, y la piel aparecía sucia y cubierta de cicatrices y
arañazos a medio cerrar. Llevaba un pesado garrote de madera al
hombro y, cuando llegó junto al fuego, vi que temblaba. Levantó la
mano libre para saludar.
—Buenas noches, señores —dijo. Hablaba de
forma vacilante, como si no estuviera acostumbrado al habla humana,
pero algo en él me resultó familiar—. Tened la bondad de permitir a
un pobre hombre disfrutar de vuestro fuego... y de un bocado de
vuestra carne, si algo os sobra.
Miré a Bernard, que se limitó a encogerse de
hombros y a apartar las piernas para que el hombre pudiera
colocarse del lado de la hoguera en el que estábamos nosotros, al
resguardo del viejo roble.
—No tenemos comida —dije—. Pero puedes
calentarte con nuestro fuego.
Llegó al arrimo del árbol, dejó el garrote
en el suelo, se agachó y tendió las manos hacia el fuego. También
sus brazos eran flacos hasta un punto penoso y estaban cubiertos de
viejas cicatrices y magulladuras recientes. Lo observé con
suspicacia. Me daba vueltas a la cabeza la idea de que lo había
visto antes. ¿En Nottingham, quizá?
Después de varios minutos de silencio, y con
Bernard dormido de nuevo, el hombre dijo:
—¿Puedo preguntar, señor, qué ha traído a
tres jóvenes como vosotros al bosque en una noche tan fría..., y
sin comida ni caballos?
—Eso es asunto nuestro —contesté en tono
seco—. No tuyo.
No quería contarle nada acerca de nosotros.
Había algo en él, un salvajismo, que me puso en guardia. En
silencio me juré no dormirme mientras él estuviera en nuestra
compañía.
—Es asunto vuestro, señor, y yo soy sólo un
invitado. Lamento mi imprudencia y os pido perdón.
Parecía tímido y desolado cuando pronunció
esas palabras, y me sentí un poco culpable por haber sido tan
áspero con él. Pero seguía sintiéndome incómodo por tenerle a
nuestro lado en el árbol hueco. Además, cada vez estaba más seguro
de haberle visto antes.
—Voy a dormir ahora, señor, con vuestro
permiso —anunció el hombre. Yo asentí con un gesto e intenté son—
reírle para paliar mi anterior descortesía. Él me dirigió una
mirada demasiado larga para resultar tranquilizadora, que me
permitió fijarme en sus ojos, de un tono castaño tan claro que era
casi amarillo. Luego se arrebujó en su capa de piel de lobo, que le
daba el aspecto de un gran perro escuálido, y se tendió a
dormir.
Bernard roncaba con suavidad y Goody no
había movido un solo músculo desde que aquel hombre extraño
apareció en nuestro campamento. Seguía envuelta de la nariz a los
pies en un manto, tendida e inmóvil a mis pies. Puse otro leño en
el fuego, me envolví los hombros en mi capa y decidí permanecer
despierto.
A veces no es suficiente la voluntad de un
hombre. En nuestro pequeño refugio del árbol el ambiente era
templado. Las piedras del hogar irradiaban el calor hacia las
paredes de madera, y los suaves ronquidos de Bernard tenían un
efecto relajante. El horror, y luego el terror, de aquel largo día
sin duda habían causado un fuerte impacto en mí, y pronto noté que
mis párpados se cerraban. Me levanté, salí al frío del exterior del
refugio y me froté la cara con nieve. Sin embargo, cuando volví a
sentarme, no tardé en cabecear de nuevo y me deslicé hacia un
extraño mundo de sueños.
Yo cabalgaba detrás de Robin en una columna
de soldados. Cabalgaba junto a su hombro izquierdo, el lugar de
honor. Delante y por encima de mí, su bandera ondeaba orgullosa al
viento: una cabeza de lobo gris sobre fondo blanco. Miré hacia la
estilizada imagen del lobo de la bandera que se mecía en la brisa y
entonces, de pronto, la imagen cambió y el rostro del animal
adquirió vida, las pinceladas negras y grises sobre la tela blanca
se convirtieron en piel auténtica, con orejas puntiagudas y dientes
afilados, y el animal me miraba con atención. Entonces saltó con un
rugido, fuera de la bandera, directamente hacia mí. Y desperté con
un sobresalto.
Garrote en mano, el hombre extraño estaba
inclinado sobre el cuerpo dormido de Bernard. En el momento en que
abrí los ojos, el arma descendía y fue a estrellarse contra la
cabeza del trouvère. Di un grito
inarticulado y busqué mi puñal en el cinto. Él se volvió y me
impresionó la transformación del hombre canijo y humilde que me
había pedido perdón hacía tan sólo unas horas. Se había convertido
en una bestia, una fiera: sus ojos amarillos relucían en aquel
peludo hocico grisáceo, tenía la boca ligeramente abierta y un hilo
de baba colgaba de sus labios.
—Carne —dijo, casi en un susurro—. Carne
fresca. Ha venido hasta mi casa y, sin pedirme permiso, ha
encendido fuego. Un fuego para asarse a sí misma.
Se echó a reír, una carcajada maníaca. Supe
entonces que el diablo había entrado en él, y que estaba loco.
Avanzó hacia mí agachado, empuñando el garrote con las dos manos,
el extremo más grueso balanceándose de un lado a otro.
—Ven aquí. Ven a cenar —dijo, y soltó una
carcajada.
Sentí mi mano húmeda en el pomo del puñal;
me puse en pie, atento en todo momento a los movimientos del
garrote. Eran hipnóticos, y sólo gracias a un esfuerzo considerable
pude apartar los ojos y mirarle a la cara. Me sentía atemorizado,
temblaba por horribles pavores ancestrales, pero tenía experiencia
suficiente para esperar y vigilar aquellos terribles ojos amarillos
hasta leer en ellos la intención de atacar.
Goody despertó y asomó la cabeza por el
borde del manto. Estaba tendida en el suelo, entre el salvaje y yo.
Él la miró.
—Bonita, muy bonita —susurró—, Dulce y
jugosa. Bienvenida a mi cocina, señorita.
Lamió el hilo de baba que colgaba de su
boca, lo tragó y chasqueó los labios. Yo avancé un paso con el
puñal en mi mano derecha con la intención de proteger a Goody, pero
al hacerlo tropecé y me desequilibré. Entonces él atacó, con la
rapidez del relámpago. Amagó un golpe de arriba abajo a mi cabeza
con el extremo más grueso del garrote, y cuando me eché atrás para
esquivarlo, cambió la dirección del arma y fue a golpear mi muñeca
derecha. El puñal saltó de mis manos y rebotó hacia un rincón del
árbol hueco. Al acto él se abalanzó sobre mí, que tenía aún los
pies enredados en el manto de Goody, y los dos rodamos por el
suelo.
Era asombrosamente fuerte para ser tan
flaco; tal vez la fuerza le venía de su locura, porque mientras
rodábamos por el suelo me sujetó con facilidad, e intentó morderme
en la cara y en el cuello. Conseguí mantenerlo a distancia, pero
sólo a costa de un enorme esfuerzo. Podía oler su aliento, un
extraño hedor a heces, y sus ojos amarillos brillaban como llamas
en su cara demacrada. Me ayudó el miedo: así su cuello con las dos
manos y, con la energía que me prestaba mi terror, apreté para
salvar mi vida, mientras él se retorcía, me daba puntapiés y me
arañaba la cara y el cuerpo. Aun así, era demasiado fuerte para mí,
se liberó de mi presa y se me echó encima, con su boca roja
abierta, babeando y buscando las grandes venas de mi cuello. Lo
único que podía hacer era mantener apartados de mí sus dientes
afilados, empujando hacia atrás su pecho y sus hombros resbaladizos
por el sudor. Mi resistencia se debilitaba y su cara estaba cada
vez más cerca de mi piel.
—¡Goody, el puñal! —grité, y con un empujón
en el que puse todas las fuerzas que me restaban, lo descabalgué de
mi cuerpo y conseguí inmovilizar uno de sus brazos con mi rodilla,
mientras él se retorcía con la espalda en el suelo. Sujeté su brazo
derecho libre con mi mano izquierda y durante un segundo miré la
horrible cara de aquel hombre-bestia. Sus ojos se apartaron de
pronto de los míos y miraron más allá, por encima de mí y a mi
derecha, y entonces sentí un soplo de aire junto a mi cara y dos
delgados brazos infantiles, que sostenían a dos manos el mango del
puñal y empujaron hacia abajo la punta afilada a través de su ojo
izquierdo hasta el interior de su torturado cerebro. La bestia tuvo
una sacudida de todo el cuerpo, dos, y quedó inmóvil: el cuerpo
flácido, los brazos extendidos en forma de cruz... y la cabeza
clavada al suelo por un palmo de frío acero español.
Caí hacia atrás, jadeante y exhausto. Goody
se refugió en mis brazos y la acuné con suavidad mientras miraba al
hombre muerto; porque lo cierto es que, una vez muerto, ya no se
parecía a un animal. Su faldellín de piel de lobo se le había
subido durante la lucha y me di cuenta de que entre las piernas
tenía..., no tenía nada. Sólo una fea cicatriz negra. Fue entonces
cuando lo reconocí: era Ralph, el violador que había sido azotado,
castrado y expulsado de la granja de Thangbrand en las primeras
semanas de mi estancia allí. Bien, requiescat
in pace, pensé. Que Dios te haya perdonado tus terribles
pecados.
★ ★ ★
Tuve a Goody en mis brazos largo rato, y
contemplé al muerto mientras ella lloraba en silencio sobre mi
pecho. Luego la envolví en su manto, atendí a Bernard —estaba
inconsciente pero su respiración era normal—, aticé el fuego y
finalmente me ocupé de mí mismo. Mi brazo derecho estaba hinchado y
me dolía, pero sólo tenía magulladuras. Lo froté con nieve para
reducir la hinchazón y el frío ayudó a calmar el dolor, en alguna
medida. Luego arranqué el puñal de la cabeza de Ralph, y lo limpié
en su falda antes de arrastrar el cadáver fuera del árbol hueco
hasta la línea de los árboles, más allá del claro. No tenía fuerzas
para cavar una tumba, ni siquiera para enterrar el cuerpo con
piedras. De modo que lo dejé allí, a treinta metros de nuestro
campamento, oculto entre los árboles. Mientras volvía al calor del
fuego oí el primer aullido, un sonido solitario y doliente en el
silencio del bosque..., y me apresuré a regresar al lado de Goody y
Bernard.
Dormité hasta el alba, con Goody abrazada a
mí, mientras los lobos proyectaban a nuestro alrededor su música
fantasmal desde el bosque. Con las primeras luces me froté la cara
con nieve y busqué en nuestro escondite de madera cualquier cosa
que pudiera sernos útil, a la débil claridad que se filtraba desde
el exterior. Encontré una vieja olla de hierro y la puse al fuego
después de echar dentro unos puñados de nieve. Pero aparte de eso,
no encontré nada más que algunos harapos de tela mohosa y unos
huesos viejos de un aspecto inquietantemente humano. Recogí los
huesos y los llevé al lugar donde había dejado el cadáver de Ralph,
en el extremo del claro. Sin embargo, no había rastro del cuerpo.
El suelo aparecía pisoteado por las patas de docenas de lobos, y
habían quedado una pequeña mancha de sangre en la nieve y algunos
pedazos de cuero, pero nada más. Era el Mes del Lobo en Sherwood, y
esos animales famélicos se comían incluso las botas viejas si
alguien las dejaba fuera de la cabaña por la noche.
Bernard seguía inconsciente, con un gran
chichón en la sien causado por el garrote de Ralph. Pero después de
palparlo con cuidado, me pareció que el hueso no se había roto y
que se despertaría sin novedad. Goody dormía otra vez, y teniendo
en cuenta lo que había pasado durante el día y la noche últimos
—primero fue testigo de la muerte de sus padres, y luego ella misma
mató a un monstruo con sus manos—, me alegré de que pudiera
descansar un rato. Decidí que no iríamos a ninguna parte aquel día.
No podía cargar con Bernard y Goody, y pensé que sería preferible
quedarnos al calor del refugio del árbol en vez de vagar por el
bosque sin saber dónde estábamos ni adónde íbamos. De modo que me
dediqué a recoger más leña, a romper ramas secas y a llevarlas a
nuestro refugio. El trabajo me abrió el apetito, y en una o dos
ocasiones oí aullar a los lobos, de modo que me apresuré a volver
con mi brazada de leña a la seguridad del campamento.
Hice una buena fogata, amontoné una
considerable pila de leña para la noche y pude dormir algunas horas
con un sueño inquieto. El hambre me atenazaba el estómago:
llevábamos un día y una noche sin haber comido más que unos
mordiscos de jamón asado y un pedazo de pan seco debajo del acebo.
Incluso empecé a envidiar a Bernard, que seguía inconsciente y por
tanto libre de las urgencias del hambre. Estaba pálido, pero su
corazón latía de forma regular. Lo cubrí con su manto y le dejé
dormir. Goody se despertó a media tarde, pidió de comer y aceptó en
su lugar unos sorbos de agua caliente. Sentí crecer mi respeto por
ella: a los diez años estaba afrontando aquella situación como una
mujer madura, o más bien como un soldado veterano. Yo todavía no
acababa de asimilar el hecho de que hubiera despachado fríamente a
un loco con un solo golpe de mi puñal. Pero era la hija de un
guerrero y se había criado entre proscritos. Una muerte violenta no
era algo tan extraordinario en la casa de Thangbrand.
Cuando empezó a anochecer en el claro del
bosque, los lobos volvieron a entonar sus agudos lamentos. Primero
fue uno, luego otro se sumó al coro. Luego el tercero y el cuarto.
Se estaba convocando a la manada, y, como si yo mismo fuese un
lobo, se me erizaron los pelos de la nuca.
—Es un canto realmente hermoso, ¿verdad?
—dijo Bernard—. Casi en armonía, aunque no del todo. Y tan
triste...
Me alegré tanto de tenerle de vuelta con
nosotros que corrí a abrazarlo.
—Me estás asfixiando, chico —dijo,
irritado—, Y para de lloriquear como un bobo.
Exageraba, desde luego. En mis ojos apenas
había un ligero velo de humedad. Pero me sentí muy feliz el oírlo
de nuevo en el país de los vivos. Gruñó al incorporarse y palpar el
chichón de la sien.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. La cabeza me
está matando, y siento que llevo una vida entera sin beber un
trago.
De modo que se lo conté, tartamudeando: el
hombre que parecía un lobo, el garrotazo en la cabeza cuando
dormía, la pelea y la puñalada de Goody que me salvó la vida, y el
cuerpo del loco comido por los lobos.
Bernard asintió, y el movimiento de la
cabeza le hizo encogerse de dolor.
—Eres una chica muy valiente —dijo a Goody,
que se ruborizó—. Entonces, ¿qué planes tenemos? —me preguntó a
mí.
Analizamos juntos la situación: se estaba
haciendo de noche pero ya no nevaba; no teníamos comida, pero sí
fuego y un refugio; también existía la posibilidad de que los
hombres de Murdac aún nos buscaran; y la posibilidad de que otros
supervivientes necesitaran nuestra ayuda. ¿Era preferible quedarnos
quietos? ¿O caminar hacia el sur con la esperanza de encontrar
alguna cabaña en la que pedir ayuda? También estaban los lobos...
Nuestras discusiones se habían visto puntuadas por aullidos de un
volumen cada vez más alto, y más cercanos. Entre los árboles del
borde del claro veíamos de vez en cuando el brillo de unos ojos en
la oscuridad, al reflejo del fuego. Aquí y allá, formas grises se
movían entre los árboles.
Bernard detuvo mi charla levantando una
mano.
—Me parece claro que hemos de quedarnos aquí
esta noche si queremos seguir enteros.
Señaló el bosque oscuro en el que se veían
ahora tres pares de ojos de animales. Tenía razón. Los aullidos
habían cesado. La manada de lobos se había reunido delante de
nuestro refugio, y no nos permitiría ir a ninguna parte.
Alimentamos el fuego, y durante media docena
de horas no ocurrió nada aquella noche. Dormitamos, bebimos agua
caliente y observamos los ojos que iban y venían al resguardo de
los árboles. Luego, pasada ya la medianoche, una sombra furtiva se
recortó contra el fondo oscuro del bosque y un lobo cruzó el claro
iluminado por la hoguera y desapareció en el lado opuesto. Era un
animal grande pero flaco, y nos dirigió una mirada malévola al
pasar delante de nuestro patético refugio. Luego, solos o por
parejas, con mayor atrevimiento después del paso del primer lobo,
otros salieron de entre las sombras y empezaron a acercarse a
nuestro campamento. Echamos más leña al fuego y, al principio, los
lobos se alejaron de aquel calor rugiente. Pero, poco a poco,
volvieron. Un lobo se sentó sobre las patas traseras a menos de
doce pasos del árbol. Dio un largo bostezo y pude ver con toda
claridad su gran lengua y los dientes que relucían a la luz de una
gran luna llena.
Nos quedamos mirando al enorme animal en
silencio. Bostezó de nuevo, y echó atrás los belfos negros
mostrando los grandes dientes afilados. Yo extraje una rama del
fuego, la agité para que la llama prendiera bien en la otra punta y
después la arrojé contra el lobo. Hizo un quiebro elegante y se
alejó algunos pasos..., para volver luego exactamente al mismo
lugar. Luego, sus hermanos fueron a reunirse con él; eran más de
una veintena de esbeltos animales de pelaje gris.
—No desperdicies así la leña —advirtió
Bernard—. Probablemente vamos a necesitarla.
Miré el montón de leña colocado a un lado en
el refugio del árbol y el corazón me dio un vuelco al darme cuenta
de que tenía razón. Aunque el alba no podía tardar mucho en llegar,
apenas íbamos a tener leña suficiente para mantener una fogata
pequeña ardiendo durante el resto de la noche. Me maldije a mí
mismo por no haber recogido más. Los lobos se juntaron en un amplio
círculo en el límite del terreno iluminado por las llamas; parecían
demonios del infierno con sus grandes colmillos, sus ojos
relucientes y su hambre salvaje. Después de la fantasmal belleza de
sus aullidos de las primeras horas de la noche, ahora guardaban un
extraño silencio. Sin embargo, no estaban quietos: algunos paseaban
para investigar lo que había detrás de nuestro árbol hueco y otros
cambiaban de posición para observarnos desde más a la izquierda o
la derecha con sus malignos ojos amarillos. Bernard y yo nos
habíamos provisto de garrotes; Bernard empuñaba una gruesa rama de
un árbol y yo el arma de Ralph. Nos colocamos a uno y otro lado del
fuego, en la entrada del refugio del árbol, a la espera del ataque
que sabíamos que iba a llegar. Pero los lobos no parecían tener
prisa. Con el puñal a mano, Goody se colocó detrás del fuego, y lo
alimentaba de vez en cuando, tan parcamente como podía, porque la
pila de leña iba menguando con rapidez. Los lobos corrían ahora
atrás y adelante por el claro enfrente de la hoguera, manteniéndose
lejos del alcance de nuestros garrotes y del fuego, pero
acercándose un poco más a cada nueva pasada. A veces uno corría
directamente hacia nosotros, una carrera corta de ensayo de unos
pocos metros, y se acercaba más y más hasta que reaccionábamos y
amenazábamos a la bestia con los garrotes. Entonces el animal hacía
un quiebro, cambiaba de dirección y desaparecía en la oscuridad.
Parecían ponernos a prueba, probar nuestra fuerza, y tal vez
intentaban asustarnos para hacernos salir de nuestro refugio y de
la seguridad del fuego. Pero no teníamos ningún lugar adonde
correr, y con el árbol hueco a nuestra espalda y el fuego entre
nosotros, Bernard y yo estábamos en la mejor posición imaginable
dadas las circunstancias.
De todas maneras, admito que estaba
asustado. Si conseguían penetrar entre nosotros, aquellas grandes
fieras podían convertirnos en piltrafas ensangrentadas en un
instante. Intenté no pensar en aquellos colmillos puntiagudos
clavados en mi carne, desgarrándola, abriéndola en dos. Yo estaba
asustado, pero los lobos no parecían tener miedo. Las carreras de
prueba continuaron, y los animales siempre se detenían a un paso
del peligro; y luego, cuando Bernard y yo nos hartamos de aquel
juego, un lobo vino correteando hacia mí y de pronto se lanzó en un
gran salto en busca de mi garganta.
Casi me cogió desprevenido; estaba tan
cansado después de docenas de aproximaciones parecidas que siempre
acababan en una rápida retirada, que cuando llegó el verdadero
asalto no estaba alerta. Pero, a Dios gracias, reaccioné a tiempo
cuando aquella enorme sombra gris cayó sobre mí. Di un paso atrás y
mi garrote trazó un arco corto y alcanzó a la bestia de lleno a un
lado del hocico cuando aún estaba en el aire. Cayó de lado con un
gañido de dolor, pero aterrizó sobre sus patas como un gato y
rápidamente se retiró detrás del grupo de sus hermanos, lamiéndose
el hocico y con aspecto de estar más avergonzado que herido. Sin
embargo, aquel primer movimiento había roto la tregua.
Otro lobo se acercó a la carrera y se
abalanzó hacia mi cara con un gruñido ronco, malvado, y otro más
vino trotando detrás de él; y por el rabillo del ojo vi que un
bulto gris saltaba hacia Bernard al mismo tiempo. Hice revolear el
garrote con todas mis fuerzas y alcancé en el cuerpo al primer
lobo, con un crujido de costillas rotas. Golpeando de revés, di al
segundo en la paletilla, y los dos se retiraron entre gañidos fuera
del radio de acción de nuestros garrotes. Bernard tenía los dientes
de su lobo clavados en la rama, que sostenía en posición horizontal
con las dos manos, como si fuera una barra de hierro. El trouvère arrojó de pronto el arma lejos, haciendo
caer al animal sobre la nieve, y se agachó para agarrar por el
extremo una rama que ardía en el fuego, y plantarla en la cara del
sorprendido asaltante. Hubo un siseo de carne chamuscada y un
aullido, y la fiera retrocedió, pero a Bernard se le había
calentado la sangre. Sacó otro leño del fuego y con gritos
furiosos, agitando las dos ramas llameantes por encima de la
cabeza, cargó contra toda la manada. Fue un movimiento suicida,
porque abandonaba la seguridad de nuestra posición, pero funcionó.
Los lobos huyeron a la desbandada delante de él, para ponerse a
salvo de aquellas antorchas llameantes.
El susto no les duró mucho tiempo. Vi a un
gran lobo negro que daba un rodeo para colocarse a su espalda
mientras él seguía ahuyentando a sus hermanos de manada con las
ramas encendidas, y entonces también yo salté fuera de la
protección del fuego y en tres zancadas llegué junto al animal y le
di un garrotazo en el centro de la espina dorsal. Se oyó un crujido
siniestro y la fiera negra, con las patas traseras paralizadas y
aullando de rabia y de dolor, se arrastró sobre sus patas
delanteras fuera del círculo iluminado por el fuego. Que, de
pronto, noté que se había hecho mucho más pequeño.
—Por favor, no volváis a hacerlo —dijo Goody
a nuestra espalda—. Por favor, no me dejéis sola para que ellos me
coman.
Me volví para mirar a ella primero y luego a
Bernard. Estaba sin resuello después de su insensato alboroto, y se
reía en silencio de sí mismo.
—No te preocupes, bonita —dijo con un
bufido—. Estamos todos metidos en esto, me parece. Si cogen a uno
de nosotros, nos cogen a todos.
Fruncí la frente. No me pareció que la
observación de Bernard nos sirviese de gran ayuda.
—Falta poco ya para que amanezca, Goody
—dije—. Y recuerda que están tan asustados de nosotros como
nosotros lo estamos de ellos.
Era ridículo decir una cosa así, y en medio
de nuestro pavor y nuestro agotamiento, los tres rompimos a reír.
Bernard estaba doblado en dos, apoyado en un bastón o rama a medio
quemar, y le corrían las lágrimas por las mejillas mientras reía y
chillaba a todo pulmón. Lo cierto es que los lobos parecieron
ponerse nerviosos al oír los ruidos extraños que hacíamos sus
presas, y se movían incómodos dentro y fuera del círculo de luz.
Pero aquello no duró mucho. Pronto comenzó de nuevo el asalto. Esta
vez, en serio.
Se repitió la misma pauta anterior: los
lobos daban carreras cortas de aproximación, de dos en dos o de
tres en tres; nosotros hacíamos volar los bastones y ellos
esquivaban con ligereza los golpes. Resultaba agotador. De vez en
cuando, Bernard o yo alcanzábamos a una de las bestias y oíamos un
crujido satisfactorio. Pero era raro, y nuestros brazos estaban
cada vez más cansados, mortal— mente cansados por el continuo
manejo de los pesados garrotes. Y todavía teníamos un problema más
grave que el cansancio: el fuego.
El fuego estaba cada vez más bajo y me volví
a mirar a Goody para reprochárselo. Era su trabajo, mantener las
llamas altas. Ella señaló sin decir nada el montón de leña y vi
nuestra condena en el patético puñado de ramas que quedaba.
—Falta poco para que amanezca —dijo Bernard.
Nos habíamos estado diciendo lo mismo el uno al otro desde hacía ya
varias horas. Pero lo cierto es que no sabía qué diferencia nos iba
a traer la luz del día.
Los últimos restos de leña fueron a parar al
fuego. Nos miramos unos a otros. Goody apretaba el puñal en la mano
y se había acurrucado al fondo del refugio. Los lobos se relevaban
para atacar ahora de forma casi continua. Uno saltaba y lo
golpeábamos, pero mientras estábamos enzarzados con el primer
animal, ya teníamos otro delante. Le dábamos también, y ya otro
saltaba tratando de mordernos la cara. Rara vez nuestros golpes
daban en el blanco. Era como un juego, un juego mortal de bestias
que saltaban y colmillos que relampagueaban y bastones que volaban;
y entre tanto el fuego languidecía más y más, y notábamos nuestros
brazos más y más débiles, y los lobos no nos daban respiro. Sabía
que si bajaba la guardia durante un segundo, un lobo cruzaría la
línea de defensa y se abalanzaría sobre Goody, y le seguiría una
oleada de vértigo feroz y de dentelladas que nos harían trizas a
los tres en un instante. Un animal, más flaco que los otros,
aguardaba al acecho hacia el lado derecho del tronco hueco del
árbol. Pude verlo con el rabillo del ojo y, cuando los otros lobos
me dejaron una pausa momentánea, le dirigí un garrotazo que obligó
a la bestia a retirarse a la oscuridad. Pero entonces una sombra
gris se abalanzó directamente sobre mí y, cuando le aticé con
fuerza en los cuartos traseros, el animal que venía detrás saltó
desde las sombras y hundió sus dientes en mi antebrazo derecho.
Grité de horror y de dolor; sentí el temible peso del animal que
tiraba de mí hacia abajo, abajo, hacia el suelo en el que me vería
de inmediato aplastado por la manada. Pero casi al instante Goody,
la hermosa, la valiente Goody, estuvo a mi lado y hundió el puñal
en el cuerpo de la bestia. Ésta aulló cuando la punta desgarró su
costado y soltó la presa en mi brazo, y yo, de rodillas y con la
sangre que brotaba en el aire helado, golpeé con el garrote en la
mano izquierda otra forma gris que volaba en dirección a mi cabeza.
Por bondad de Dios la manada retrocedió entonces y pude ver media
docena de bultos inmóviles sobre la nieve mientras me ponía de
nuevo de pie, jadeante, con la sangre filtrándose entre mis dedos
empapados.
El fuego estaba ya casi apagado, pero una
claridad gris empezaba a inundar el entorno. Al apoyarme en mi
bastón, sin aliento y exhausto, vi que aún quedaban unos quince
animales babeando en semicírculo alrededor del árbol. ¿Era el
final? ¿Era mi destino caer vencido por aquellos monstruos, y ser
luego despedazado y devorado por ellos? Levanté el garrote con
mucha dificultad y lo agité débilmente delante de un lobo que fin
taba para atacarme. Sus hermanos no se movieron. Sus grandes
lenguas rosadas asomaban entre sus mandíbulas, y parecían reírse de
nuestros débiles intentos de ahuyentarlos. Goody empezó a vendar mi
brazo herido con una tira de tela arrancada de su falda, y de
pronto, como obedientes a una señal silenciosa, todos los lobos
avanzaron juntos. Yo levanté el garrote, mordiéndome los labios por
el dolor agudo que recorrió mi brazo. Bernard consiguió dar un buen
golpe en el cráneo a un lobo grande y el animal aulló y se apartó
de un salto fuera de su alcance. Entonces, de pronto, todos al
tiempo, los animales se quedaron paralizados y se volvieron hacia
el extremo más alejado del claro. Fue casi cómico ver a los
animales absolutamente quietos en actitud de atacar, como si se
hubieran quedado de piedra. Me volví a mirar en la dirección a la
que se habían vuelto todos, y el corazón brincó en mi pecho al ver
aparecer, saliendo de la línea de los árboles, a los dos perros más
grandes que jamás he visto. Dos mastines del tamaño de un ternero,
de pelaje rojo y gris, con cabezas cuadradas macizas y mandíbulas
terribles, capaces de abarcar la pierna de un hombre, cruzaron a la
carrera el claro del bosque y un instante después se habían
arrojado encima de los lobos. Aunque estaban en una desventaja
numérica de ocho contra uno más o menos, no hubo lucha. Uno de los
enormes mastines cerró sus mandíbulas sobre la cabeza de un lobo
joven y de una dentellada le rompió el cráneo. El otro bajó la
cabeza y hundió los colmillos en el vientre de otro lobo, que
desgarró dejando un rastro de sangre roja y tripas amarillentas,
antes de revolverse con ferocidad contra otra silueta gris
encogida. También aparecieron hombres en el claro. Unos a caballo,
otros a pie. Los lobos se batían ahora en retirada, y huían a
través de la nieve perseguidos por los dos mastines. Un jinete,
armado con un arco de batalla, apareció al galope, se inclinó sobre
su montura y, sin detenerse a respirar, colocó y lanzó una flecha
que alcanzó en el cuerpo a un lobo en fuga y lo dejó pataleando y
aullando, tendido en la nieve. El jinete era Robin, lo reconocí con
una explosión de alegría. A su lado estaba Tuck, disparando flecha
tras flecha a la manada que se esfumaba; y con él, la maciza
silueta de Little John y media docena más de nuestros amigos tan
añorados.
—Ya era puñetera hora —murmuró Bernard, y
dejó caer su rama antes de derrumbarse sobre la nieve helada
pisoteada por los lobos.