Capítulo I

 

 

CAE una llovizna fina y destemplada en el huerto frente a mi ventana, pero doy gracias a Dios por ella. En estos tiempos de penuria, me basta poder contar con un fuego en mi habitación, un fuego pequeño para calentarme los huesos mientras garabateo estas líneas a la luz gris de un día frío de noviembre. Mi nuera Marie, que es quien gobierna la casa, escatima la leña. La casa es mía, y bastaría para asegurarnos una vida decente, sin lujos, de contar con uno o dos hombres jóvenes para trabajar la tierra. Pero desde que mi hijo Rob murió el año pasado de un flujo de sangre, me he dejado vencer por un cansancio que me ha ido robando las energías. Todavía me siento sano y fuerte, a Dios gracias, pero cada mañana me cuesta más levantarme de la cama y afanarme en las tareas cotidianas. Y desde la muerte de Rob, Marie se ha vuelto silenciosa, amargada y tacaña. Así que ha decidido no encender la chimenea en las habitaciones durante el día, a menos que llueva; no comer carne más que un día a la semana; y rezar diariamente por su alma, de día y de noche. En el estado melancólico en que me encuentro, me falta voluntad para contradecirla.
Los domingos, Marie no despega los labios y se limita a rezar sentada mientras medita sobre los sufrimientos de Nuestro Señor en la enorme sala helada, y entonces yo me desperezo y me llevo a mi nieto de mi mismo nombre, Alan, a recorrer los bosques hasta el límite de mis tierras. Él juega a ser un proscrito y yo le canto canciones y le cuento historias de mi juventud, de mis días despreocupados al margen de la ley, cuando no temía a ningún hombre del rey, ni sheriff ni guardabosques, y hacía lo que me placía, tomaba lo que deseaba y no seguía más ley que la de mi señor proscrito: Robert Odo, señor de Sherwood.
Ahora, con casi sesenta años, siento el frío, y también la humedad, más que en ningún momento de mi juventud; y mis viejas heridas me molestan durante todo el invierno. Mientras contemplo la llovizna gris que resbala por el tronco de mis frutales, me ciño con más fuerza mi gabán forrado de piel para resguardarme de las corrientes y dejo que mi mano izquierda ascienda bajo la manga y recorra los músculos nudosos de un hombre acostumbrado a manejar la espada, hasta palpar una cicatriz larga y profunda en el antebrazo derecho. Y mientras acaricio ese surco suave e irregular, recuerdo la terrible batalla que me dejó esa señal.
Yo estaba tendido boca arriba en un lodazal de sangre y tierra pisoteada, cegado a medias por el sudor y por mi casco, que había caído hacia adelante debido a un golpe, y mi espada apuntaba al cielo en un desesperado gesto defensivo, mientras yo jadeaba sin resuello en el suelo. Encima de mí, aquel hombre enorme vestido con una cota de malla gris me dio un tajo en el brazo derecho. El tiempo casi se detuvo, pude ver la lenta trayectoria curva en el aire de su espada, pude ver la ira que le desfiguraba el rostro, sentí la mordedura del metal al atravesar la protección de mi manga y penetrar en la carne de mi antebrazo, y entonces, surgiendo de la nada, apareció la espada de Robin para detener el golpe, casi demasiado tarde, pero a tiempo para impedir un corte más profundo.
Luego, recuerdo cómo Robin vendó la herida con sus manos, sucio y sudoroso, con la cara ensangrentada por una herida en el pómulo, y me miró con una sonrisa mientras yo me retorcía de dolor. Dijo, y recordaré sus palabras hasta mi muerte:
—Parece que Dios está empeñado en quitarte esta mano, Alan. Pero se la he negado tres veces..., y no se la llevará mientras me queden fuerzas.
Fue mi mano derecha, la de la pluma, la que salvó, y con esa mano me dispongo a pagar la deuda que tengo con él. Con este instrumento, si Dios quiere, voy a escribir su historia y la mía. Así, declararé ante el mundo la verdad sobre el malvado proscrito y jefe de ladrones, el asesino, el mutilador, el tierno amante y el conde victorioso y el general de un ejército y, en último término, el gran señor que llevó al rey de Inglaterra a una mesa en Runnymede y le obligó a someterse a la voluntad de las gentes del país; la historia de un hombre al que yo conocí sencillamente con el nombre de Robin Hood.

 

 

 

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Cuando venía Robin, todo el pueblo se enteraba. Desde la muerte del señor del castillo el invierno anterior, reinaba en la aldea una atmósfera de fiesta casi perpetua: no había autoridad para forzar a los campesinos a trabajar las tierras señoriales, y después de atender a sus propios pegujales, aún les quedaba algo de tiempo para sí mismos. La taberna estaba repleta día y noche, y en sus paredes resonaban los ecos de las hazañas, las aventuras y las atrocidades deRobin. Pero había poco de verdad en esas charlas, y menos aún novedades: la única era que iba a venir a la caída de la noche y atendería a cualquiera que tuviera asuntos con él en la iglesia, donde había instalado su corte.
Yo me encontraba por encima de todos esos rumores y secretos, literalmente, porque me había escondido en el henar situado encima del establo de la casa medio en minas de mi madre, en un hueco que me había hecho en medio del heno. Tenía trece años, un doloroso chichón del tamaño de una nuez en la frente, una nariz sangrante, un corte de feo aspecto me cruzaba la mejilla, y trataba de superar el terror que había pasado con grandes dosis de aburrimiento absoluto. Me encontraba así desde que a media tarde llegué tambaleante a nuestra casa, lleno de cortes y arañazos después de escapar de las rudas manos de la ley y cruzar a través de los campos las doce millas que nos separaban de Nottingham.
Éramos pobres, casi indigentes. Después de haber visto llorar demasiadas veces a mi madre de agotamiento, tras una jornada recogiendo y vendiendo leña a los vecinos para arañar un mísero sustento, decidí hacerme ladrón; en concreto, cortabolsas. Cortaba las tiras de cuero que sujetaban las bolsas de los hombres a sus cintos con un pequeño cuchillo que mantenía tan afilado como una navaja. Nueve veces de cada diez, no se daban cuenta de nada hasta que me encontraba ya a una veintena de metros, invisible en medio de la muchedumbre que pululaba por el mercado de Nottingham. Cuando volvía a casa con un puñado de peniques de plata y los dejaba, delante de mi madre, ella no me preguntaba nunca de dónde venían, sino que me besaba con una sonrisa y corría a comprar comida. Aunque fue la necesidad la que me empujó a tomar de los demás mi pan de cada día, descubrí, Dios me perdone, que era un ladrón bastante bueno, y que aquello me gustaba. Me encantaba, de hecho, la emoción de la caza: seguir a un mercader gordo que se abría paso entre la multitud de un día de mercado, silencioso como una sombra, luego tropezar con él como por accidente, dar un corte rápido, y desaparecer antes de que el hombre se diera cuenta de que su bolsa había desaparecido.
Pero ese día fui tan estúpido que intenté robar una empanada de un tenderete: una aromática empanada de carne de buey, de corteza dorada, grande como mis dos puños. Yo tenía hambre, como siempre, pero también pequé de exceso de confianza.
Utilicé un truco que otras veces me había dado resultado: me coloqué detrás de una tabernera que toqueteaba toda la mercancía del puesto y se hacía cruces sobre el precio; a escondidas tiré al dependiente del tenderete vecino (un vendedor de queso, si no recuerdo mal) una china que fue a darle en la oreja; y mientras los dos tenderos se cruzaban recriminaciones, empujé la empanada que estaba en el borde del mostrador. Cayó en mi zurrón abierto y me dispuse a alejarme con disimulo.
Pero el aprendiz del pastelero, que había ido a mear detrás del carro, apareció justo en el momento en que yo me llevaba mi comida, y gritó: «¡Eh!». Y todo el mundo se volvió a mirar. Luego vinieron las voces de «¡Al ladrón!» y «¡Atrapadlo, vosotros!», mientras yo me movía como una culebra enloquecida por entre los grupos de campesinos. Entonces, ¡crac!, algún patán me derribó de un garrotazo en la frente y un soldado de paso me agarró del cuello. Me golpeó dos veces en la cara con su enorme puño enguantado de acero, y sentí que las piernas me flojeaban.
Cuando recuperé el sentido, momentos después, estaba tumbado en el suelo boca arriba, en el centro de una multitud que discutía. De pie a mi lado estaba el soldado, que vestía la sobreveste negra con los cheurones rojos de sir Ralph Murdac, sheriff del condado de Nottingham por la ira de Dios. Y de pronto, quedé paralizado por el terror.
El soldado me levantó tirándome del pelo y allí me quedé, aturdido y tembloroso, mientras el aprendiz, con la cara roja por el esfuerzo, voceaba la historia de la empanada robada. Abrieron de un tirón mi zurrón y el círculo de mirones se inclinó para ver la prueba del delito, de la que emanaba un aroma suave y delicioso. Todavía se me hace la boca agua cuando recuerdo aquel olor glorioso.
Hubo en ese momento una oleada de gritos y empellones, y los mirones se apartaron, empujados por las conteras de las picas de una docena de soldados. En el espacio así creado apareció un noble vestido enteramente de negro, del que parecía emanar un aura de temor y respeto.
A pesar de que nunca lo había visto antes, supe al momento que se trataba del mismísimo sir Ralph Murdac: el hombre que guardaba para el rey el castillo de Nottingham y que también tenía poder de vida y muerte sobre los habitantes de una amplia franja de la Inglaterra central. Se hizo el silencio en la multitud y yo tragué saliva mientras él recorría con una mirada de arriba abajo mi flaco cuerpo, tomando buena nota de mi pelo rubio sucio, mi cara embarrada y mis ropas harapientas. Él era un hombre esbelto, de corta estatura pero bien parecido, con un cuerpo atlético vestido con túnica y calzas negras de seda, y un manto de color oscuro sujeto al cuello con un broche de oro. Con la mano derecha aferraba una fusta de montar: una vara de un metro de largo de cuero negro, que iba afilándose desde el grosor de una pulgada en un extremo hasta la punta, fina como el cordón de una bota. A su costado izquierdo colgaba una espada con empuñadura de plata enfundada en un tahalí de cuero negro. El rostro estaba recién afeitado, finamente delineado y enmarcado por un cabello negro bien cortado y peinado en forma de casco semiesférico. Me llegó una vaharada de su perfume: lavanda, más un toque almizclado. Los ojos del azul más claro que yo había visto nunca, fríos e inhumanos, parecían despedir reflejos de hielo bajo las cejas oscuras. Apretó sus rojos labios al examinarme. Y de pronto, todo mi miedo desapareció, como una ola al retroceder después de cubrir la playa... Descubrí que le odiaba. Me sentí lleno de un aborrecimiento frío y pétreo: odiaba lo que él y los de su clase habían hecho conmigo y con mi familia. Odiaba su riqueza, odiaba sus ropas caras, su apostura, su perfección perfumada, su arrogancia de nacimiento. Odiaba el poder que tenía sobre mí, su forma de sentirse superior, la realidad de esa supremacía. Concentré el odio que sentía en mi mirada. Y creo que él se dio cuenta de mi hostilidad. Por un instante nuestros ojos se encontraron y enseguida, con una mueca en su barbilla perfectamente cuadrada, desvió la mirada. En ese momento estornudé, de una forma tan colosal, tan ruidosa y repentina que sorprendió a todo el mundo. Sir Ralph se sobresaltó, y me miró asombrado. Yo noté que los mocos y la sangre se acumulaban en mi nariz maltrecha. Empezaron a fluir hacia la comisura de mi boca y la barbilla. Resistí el prurito de lamer aquel flujo. Murdac guardaba silencio y me miraba con un desprecio absoluto.
—Llevaos a esta... carroña... al castillo —dijo en inglés, pero con un ligero ceceo afrancesado. Y luego, casi como si se le acabara de ocurrir, me dijo a mí directamente—: Mañana cortaremos esa repugnante mano ladrona.
Estornudé de nuevo y un moco ensangrentado salió disparado y fue a plantarse en su inmaculado manto negro. Miró con horror aquel coágulo amarillento y rojizo, y al instante, veloz como la mordedura de una víbora, me cruzó la cara con su fusta de montar. El impacto me hizo caer de rodillas, y la sangre empezó a manar de un corte de unos cinco centímetros en la mejilla. Con ojos nublados por la rabia y el dolor, levanté la vista hacia sir Ralph Murdac. El sostuvo mi mirada durante un segundo, con sus ojos azules extrañamente inexpresivos, y luego dejó caer la fusta en el polvo, como si el contacto conmigo la hubiera infectado de peste, dio rápidamente media vuelta, se ajustó el manto en una posición más cómoda y atravesó el círculo de mirones que nos rodeaban y que se apartaron a su paso como las aguas del mar Rojo delante de Moisés.
Cuando el soldado empezó a tirar de mí para llevárseme cogido de la muñeca, oí gritar a una mujer:
—Es Alan, el hijo de la viuda Dale. ¡Tened compasión de él, sólo es un chico huérfano!
El hombre se detuvo y se volvió a contestarla, sujetándome el brazo sólo con una mano. Cuando giró la cabeza, utilicé mi rabia y mi odio para retorcer con fuerza mi muñeca en su puño, me liberé de un tirón, culebreé por entre las piernas de un par de aldeanos y eché a correr con todas mis fuerzas. A mi espalda estalló una babel de gritos furiosos de soldados que apartaban a los aldeanos a empujones y maldecían a quienes estorbaban su, paso. Yo corrí en zigzag, deslizándome entre la multitud, chocando con campesinos rechonchos y esquivando a las amas de casa con sus grandes cestos. Dejé a mi paso un torbellino de confusión y de reacciones furibundas. Hombres y mujeres se volvían irritados, al verse atropellados de forma tan brusca. Volcaron varios carros; la loza se hizo añicos al estrellarse contra el suelo; el vallado que encerraba a un rebaño de ovejas se desbarató, y las bestias sueltas se sumaron con sus balidos al tumulto; y yo me escurrí por un callejón lateral, crucé en dos saltos la forja de un herrero y salí por la otra puerta a una calle estrecha que serpenteaba entre dos grandes edificios, doblé a la izquierda por otra calle y corrí hasta que el barullo fue disminuyendo a mi espalda. Me detuve a la puerta de una iglesia, junto a la muralla de la ciudad, para recuperar el aliento. No parecía que nadie me persiguiera. Así pues, esforzándome en calmar el martilleo de mi corazón, fingí un aire tan indiferente como pude, y con la capucha bajada y una mano colocada casualmente sobre el corte y las magulladuras de mi cara, crucé la puerta de la ciudad delante del centinela que dormitaba, y seguí las revueltas del camino que conducía a los bosques. Una vez me encontré fuera de su vista, corrí. Corrí como el viento, a pesar de que la cabeza me dolía y del bulto pesado que se había atravesado en la boca de mi estómago. Corrí hasta no poder más, hasta que en un recodo del camino apareció ante mí nuestra aldea. Hice entonces una pausa para recuperar el aliento, y me di cuenta de que mi puño derecho estaba firmemente apretado. Todavía tenía el brazo entero, gracias a Dios, y mis ligeros dedos. Y también tenía la empanada.

 

 

 

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Mientras estaba tendido en el henar, curándome el corte y los golpes de la cara, repasé de nuevo en mi mente lo sucedido ese día. Nadie me había perseguido por el camino fuera de los muros de Nottingham, al menos que yo supiera, pero la mujer del mercado me había conocido, de modo que me di cuenta de que no pasaría mucho tiempo —a la mañana siguiente con toda probabilidad— sin que aparecieran los hombres del sheriff a buscarme en la casa de mi madre.
De modo que aquella misma noche mi madre me llevó a ver a Robin.
La aldea estaba a oscuras, a excepción de un círculo de antorchas en torno a la iglesia, en el extremo norte de la aldea. Nuestra iglesia no era grande, no mucho mayor que algunas de las casas del pueblo, pero era de piedra sólida, con un techo de bálago. No teníamos cura porque la aldea era demasiado pobre para mantenerlo: era poco más que un villorrio, a decir verdad. Pero en las fiestas religiosas, la Pascua, la fiesta de San Miguel, Navidad y otras, venía de Nottingham un clérigo joven y celebraba la misa. Y tan seguro como que un hombre ha de morir, después de la cosecha se presentaba el enviado del obispo para recaudar los diezmos.
Como era el edificio más grande y sólido del pueblo, también lo utilizábamos para las reuniones, y en la reciente anarquía provocada por las luchas entre el rey Esteban y la emperatriz Matilde se convirtió en el refugio de los aldeanos frente a los intentos de matanzas y pillajes de tropas de soldados vagabundos. En aquellos días oscuros, un hombre prudente, según el dicho, tenía su dinero bajo tierra, su vestido sin adornos y sus hijas encerradas.
Desde que subió al trono el rey Enrique, treinta y cuatro años atrás, Inglaterra había vivido en una especie de paz. Ya no teníamos que luchar con los merodeadores de las bandas de soldados rebeldes, pero teníamos que doblar el espinazo ante los mesnaderos de sir Ralph Murdac. Y podían ser igual de rapaces, sobre todo ahora que el rey estaba lejos, luchando contra su hijo el duque Ricardo de Aquitania y el rey Felipe II Augusto de Francia. Nuestro Enrique había nombrado a Ranulfo de Glanville para el cargo de justicia mayor, y en Inglaterra, según murmuraban muchos campesinos, ya no había buen gobierno. Se decía que a Ranulfo, le gustaban el oro y la plata, y adjudicaba el cargo de sheriff a cualquiera —incluso al mismo Diablo— capaz de pagar por él y de seguir aportando una bonita suma de dinero. Él mismo había sido sheriff y sabía perfectamente la cantidad de plata que podía proporcionar un condado bien exprimido. De modo que nos exprimían hasta dejarnos secos. Desde luego, se rumoreaba que Ralph Murdac, el hombre designado por Glanville, estaba amasando una considerable fortuna para el justicia y para él mismo.
Aquella noche de primavera se había reunido un tropel de aldeanos delante de la iglesia, y de tanto en tanto entraban unos y salían otros. Mi madre se abrió paso entre la gente, arrastrándome con ella. Al acercarnos al portal de la iglesia, vi que la guardaba un gigante. No habló, sino que levantó una manaza con la palma dirigida a nosotros, y paramos como si hubiéramos tropezado con un muro invisible.
El portero era un hombrón realmente enorme, de pelo amarillo, con una barra en una de sus grandes manazas y una daga tan larga que casi era una espada en el cinto. Nos miró, dio una cabezada de asentimiento y con una media sonrisa dijo:
—Señora, ¿qué le trae por aquí..., qué asunto tiene con él?
—Éste es mi hijo Alan —respondió mi madre, y me señaló—. Andan detrás de él, John.
El gigante asintió de nuevo:
—Esperad ahí —gruñó, y señaló un grupo de unas veinte personas o más, hombres, mujeres y también algunos niños, que hacían cola a un lado de la iglesia.
Aguardamos junto a los otros y mi madre escupió en una punta de su chal y me restregó con él la cara para intentar limpiar la mugre y la sangre coagulada. Yo vivía entonces más o menos a mi aire; rara vez pasaba por casa a menos que tuviera algo de dinero o de comida que llevar a mi madre, y solía pasar las noches acurrucado en rincones oscuros de la ciudad de Nottingham o en el campo, en pajares o graneros. Desde que murió mi padre, Harry, hacía cuatro años, ahorcado por los soldados de Murdac, apenas me había molestado en lavarme y, para ser sincero, estaba mugriento. Mi padre había sido un hombre extraño, culto y aficionado a la música, prudente y cortés, y con una extraña fijación en que el pelo y las uñas habían de estar limpios. Pero cuando yo tenía nueve años lo ahorcaron como a un vulgar ladrón.
Los soldados habían echado abajo la puerta de nuestra casa poco antes del amanecer, lo arrastraron fuera del gran colchón de paja en el que dormía toda la familia y lo sacaron a la calle a empujones. Sin la menor formalidad le ataron las manos a la espalda, y lo colgaron del cuello en el enorme roble del centro del pueblo, junto a la taberna, como ejemplo para el resto de nosotros. Tardó muchos minutos en morir y se manchó, la orina goteaba de sus pies desnudos que pataleaban, mientras se balanceaba colgado de la cuerda a la media luz del alba. Mi padre intentó cruzar su mirada con la mía al morir, pero, Dios me perdone, yo aparté la vista de su cara congestionada y de sus ojos desorbitados y me tapé el rostro con las manos. ¡Que el Señor tenga piedad de su alma, y de la mía!
Cuando los soldados se fueron, cortamos la cuerda y lo enterramos. Creo que desde ese día no volví a ver feliz a mi madre. Me contó muchas historias de él, en un esfuerzo, creo, por conservar su recuerdo vivo en sus hijos. Había visto mundo, me dijo, y tuvo una buena educación; en tiempos había sido clérigo en Francia y cantor en el coro de la nueva catedral de Notre Dame que están construyendo en París. Antes de morir, mi padre se había esforzado en enseñarme a leer y escribir en inglés, francés y latín. Me había pegado en muchas ocasiones, pero nunca con dureza, porque quería que las palabras echaran raíces en mi cabeza y en cambio, al cabo de muchas, muchas horas, yo seguía interesándome más en correr libre por los campos que en verme esclavizado delante de una pizarra. Pero, aunque su rostro se haya ido haciendo más y más borroso con el tiempo, siempre recordaré su música y sus canciones, que llenaban de alegría la casa. Recuerdo cómo cantábamos, toda la familia, por la noche junto al fuego; mi madre y mi padre, tan felices los dos juntos.
Mientras ella frotaba mi cara con su chal ensalivado, vi de nuevo correr las lágrimas por las mejillas de mi madre. Yo era el último de la familia: mi padre murió, dos veranos más tarde, mis hermanas pequeñas Aelfgifu y Coelwyn fallecieron también con pocas semanas de diferencia, después de una enfermedad breve y destructora en la que vomitaron sangre y evacuaron un líquido negro y apestoso. Ahora, su único hijo superviviente podía ser apresado por la ley y perder la mano derecha por ladrón o, peor aún, ser colgado como su padre.
He de confesar que, en aquel momento, fuera de la iglesia junto a mi madre llorosa, no tenía miedo de los hombres del sheriff, ni pena por las muertes de mi padre y mis hermanas: la emoción que me embargaba el corazón era el entusiasmo. Roberto, el señor de Sherwood, estaba allí: Robin Hood, aquel hombre grande y terrible, era temido tanto por los señores normandos como por los campesinos ingleses. Era un hombre que asaltaba a los ricos, les robaba su plata y mataba a sus criados si se atrevían a atravesar sus dominios; un hombre que se burlaba de sir Ralph Murdac y hacía lo que se le antojaba en el gran Bosque Real de Nottingham, del que era el auténtico soberano. Y dentro de unos instantes, yo iba a verme ante él.
Al mirar hacia la puerta de la iglesia, me di cuenta de la presencia de un elemento extraño. Sobre el dintel, alguien había clavado un bulto oscuro. A la luz movediza de las antorchas, me costó ver de lo que se trataba. Era la cabeza cortada de un lobo joven, con ojos aún abiertos que brillaban malignos en la penumbra. Habían traspasado su frente con un gran clavo para fijar la cabeza a la viga. El dintel, a ambos lados de la cabeza, y las jambas aparecían embadurnados de sangre negra. Sentí una excitación casi insoportable, una euforia que llenaba mis pulmones y se me subía a la cabeza. Robin se había atrevido a desacralizar el templo con el cuerpo de un animal para hacerlo suyo al menos por esta noche. Osaba poner en peligro su alma inmortal al fijar un símbolo pagano en el recinto de nuestra Madre Iglesia. Era, en efecto, un hombre que no tenía miedo de nada.
Por fin, después de lo que me parecieron varias horas, el gigante nos hizo una seña y abrió de par en par las puertas de la iglesia. Mi impaciencia llegó al máximo y, aunque la cabeza me daba vueltas por los golpes recibidos, la erguí todo lo que pude al entrar en el recinto.
Habían encendido una hilera de gruesas velas de sebo y, después de la oscuridad exterior, la iglesia aparecía sorprendentemente iluminada, llena a medias de aldeanos y de unos cuantos extraños de aspecto huraño, con capuchas bajadas que ocultaban sus rostros, unos de pie y otros sentados en los bancos de madera arrimados a los muros. Un escribano de unos treinta años de edad estaba sentado a una mesita colocada a un lado de la iglesia, y garabateaba en un rollo de pergamino. También habían puesto un gran sillón de madera justo delante del altar.
Ocupaba el asiento un joven de aspecto corriente, delgado, de poco más de veinte años, de cabello castaño descolorido, vestido con una túnica verde mal teñida y remendada y unas calzas, y parcialmente abrigado con un manto gris. Sus ropas apenas se diferenciaban de las de cualquier hombre de nuestra aldea, si acaso eran un poco más andrajosas. Fue un golpe. ¿Dónde estaba el gran hombre? ¿Dónde estaba el Señor de los Bosques? No llevaba espada, ni oro, ni ningún signo de su rango y de su poder, salvo por el hecho de que guardaban sus espaldas dos hombres altos, encapuchados, cada uno de ellos con una espada larga y un arco de seis pies. Quedé profundamente desilusionado; su aspecto era el de un aldeano como yo. Me vino a la mente el recuerdo de sir Ralph Murdac: sus costosas sedas negras, su perfume de lavanda, su aire de superioridad. Luego volví a mirar al hombre vulgar que tenía ante mis ojos.
Estaba inclinado hacia adelante, los ojos cerrados, el codo apoyado en el brazo del sillón, sosteniéndose la barbilla con la mano, los dedos extendidos sobre la mejilla, mientras escuchaba a un hombre bajo y muy corpulento, vestido con hábito de monje, que hablaba en voz baja y respetuosa a su oído. El monje acabó de hablar y se acercó a nosotros. Robin se recostó en su sillón, suspiró y abrió los ojos. Me miró directamente a mí, y vi que sus ojos eran grises como su manto, casi plateados a la luz de las velas. Luego cerró los ojos de nuevo y se sumió en una larga meditación.
—Me llamo Tuck —dijo aquel hombre, con un acento extraño y cantarín que me pareció galés—, ¿En qué puedo serviros?
Mi madre tendió la mano al fraile; había en ella un solo huevo de gallina.
—Se trata de mi hijo —dijo de un tirón—. Los hombres del sheriff lo persiguen, y le cortarán la mano derecha o lo colgarán de seguro. Llévatelo, hermano. Ponlo a salvo bajo la protección del Señor de los Bosques. Asilo, hermano. Por el amor de Dios, dale asilo en el bosque.
Miré a los ojos a aquel monje galés: tenían el color suave, castaño claro, de las avellanas, y eran tristes y amables. Tomó el huevo y lo dejó caer en una bolsa abierta que llevaba sujeta al cinto, sin molestarse en cerrarla luego con un nudo.
—¿Por qué te persiguen? —me preguntó.
Mi madre empezó a balbucear:
—Ha sido un malentendido, un error; es un buen chico, travieso a veces, sí...
El hermano Tuck la ignoró, y volvió a preguntarme:
—¿Por qué te persiguen, chico?
Yo le miré a los ojos.
—Robé una empanada, señor.
Lo dije tan tranquilo como pude aparentar, pero por dentro mi corazón batía como un tamboril moro.
—¿Sabes que robar es pecado? —me preguntó.
—Sí, señor.
—Ya pesar de todo robaste... ¿Por qué?
—Tenía hambre, y... es lo que hago. Robar. Es lo que hago mejor. Mejor que casi nadie.
Tuck resopló, divertido.
—Mejor que casi nadie, ¿eh? Lo dudo mucho. Te pillaron, ¿no es así? Bueno, tendrás una penitencia. Hay que pagar por todos los pecados.
—Sí, señor.
Tuck me agarró del brazo, no sin amabilidad, y me llevó ante el sillón de Robin. El Señor de los Bosques abrió los ojos y volvió a mirarme. Yo olvidé por completo su ropa andrajosa y su aspecto de aldeano común. Sus ojos brillaban de un modo extraordinario: era como mirar la luna llena, dos lunas llenas plateadas. El resto del mundo desapareció, el tiempo se detuvo, y sólo quedamos Robin y yo en un universo oscuro, iluminado sólo por sus ojos; parecía beberme a través de su mirada, descubrirme, evaluar mis flaquezas y mis puntos fuertes.
Cuando habló, lo hizo en una voz musical, clara pero fuerte:
—¿Me dicen que te has jugado el brazo por una empanada?
Yo asentí con una cabezada, y él siguió:
—¿Y quieres entrar a mi servicio? ¿Quieres que te tome bajo mi protección?
Yo estaba mudo; tan sólo conseguí inclinar levemente la cabeza.
—¿Por qué?
Su pregunta me desconcertó: debía saber que huía de la ley y que necesitaba asilo. Me di cuenta de que buscaba una respuesta menos obvia. Miré sus ojos de plata y decidí decir la verdad, como había hecho con el hermano Tuck.
—Soy un ladrón, señor —dije—, y deseo entrar al servicio del mayor ladrón de todos, el que mejor puede enseñarme mi oficio.
Todos los presentes en la iglesia contuvieron la respiración. Más tarde se me ocurrió que probablemente Robin no se consideraba a sí mismo un delincuente vulgar. Uno de los encapuchados apostados detrás de Robin sacó a medias su espada de la vaina, pero se detuvo cuando Robin alzó un brazo en señal de paz.
—Me halagas —dijo el Señor de los Bosques. Su voz era severa pero sus extraordinarios ojos brillaban ahora como el acero templado— Pero eso no responde mi pregunta. No he preguntado por qué tú quieres servirme a mí. Lo que quiero saber es por qué yo he de aceptarte a ti; por qué razón habría de cargar con otra boca hambrienta.
No se me ocurrió ninguna razón, de modo que agaché la cabeza y no dije nada. Él continuó, con una voz tan fría como una tumba:
—¿Puedes luchar como un caballero, revestido de acero, y dar muerte a mis enemigos a lomos de un gran caballo?
Yo permanecí en silencio.
—¿Puedes tensar un arco de batalla y matar de un flechazo a un hombre a doscientos pasos?
El sabía muy bien que yo no podía hacer eso; pocos hombres hechos y derechos son capaces de semejante hazaña, y yo sólo era entonces un muchacho flaco.
—Entonces, ¿qué es lo que puedes ofrecerme, ladronzuelo?
Había un tono de burla en sus palabras que me hizo alzar la barbilla y buscar su mirada, mientras la indignación encendía manchas rojas en mis mejillas.
—Os daré mi habilidad para cortar bolsas, mi disposición a luchar por vos lo mejor que pueda, y mi lealtad absoluta hasta la muerte —dije, en voz demasiado alta para el ámbito de aquella pequeña iglesia.
—¿Lealtad hasta la muerte? —dijo Robin—. Ciertamente ésa es una cosa rara y valiosa. —Su voz había perdido el tono burlón. Me examinó durante unos instantes—. Es una buena respuesta, ladrón. ¿Cómo te llamas?
—Soy Alan Dale, señor —dije.
Pareció sorprendido.
—¿Se llama Henry tu padre? —preguntó—. ¿El cantor?
Asentí. No pude animarme a decirle que mi padre había muerto. Guardó silencio durante un rato, mientras me miraba con aquellos grandes ojos grises. Luego dijo:
—Es un buen hombre. Te pareces a él.
De pronto sonrió, y fue tan extraño como un repentino toque de trompeta ver relucir sus dientes blancos en la penumbra de la iglesia. Su frialdad se deslizó como un manto que dejara caer, y se transformó. Comprendí por su cálida mirada que iba a tomarme, y mi corazón brincó de alegría.
—Y a propósito, joven Alan, yo no soy un ladrón —dijo Robin, sonriente aún—. Me limito a tomar lo que en justicia me pertenece.
Hubo un murmullo apagado de risas en la iglesia.
Tuck me dio un golpecito en el codo y se me llevó aparte, lejos del gran sillón:
—Ve a decirle adiós a tu madre, chico; ahora estás con nosotros.
Cuando salíamos en busca de mi madre, en la puerta de la iglesia sentí que me fallaban las piernas temblorosas, y fui a caerme contra el costado de Tuck, que me sostuvo y me ayudó a recuperar el equilibrio. Luego besé a mi madre, la abracé, me despedí de ella entre susurros y la vi alejarse en la oscuridad y desaparecer para siempre de mi vida.
Cuando la puerta de la iglesia se cerró detrás de ella, Tuck dijo:
—No ha estado mal, raterillo. Pero ahora mismo vas a devolverme ese huevo, si te parece bien.
Y mientras me mostraba la palma de la mano, sonreía.
Esperé a un lado de la iglesia, en un banco junto a la mesa del escribano y sus pergaminos. En el extremo más alejado de la mesa había un hato con productos de las granjas locales ofrecidos como tributo a Robin: varios quesos, hogazas de pan, un cesto de huevos, dos barricas de cerveza, un panal en un recipiente de madera, dos gallinas atadas juntas por las patas, muchos sacos de fruta e incluso una bolsa con peniques de plata; también había un cabrito atado a una pata de la mesa que intentaba mordisquear el pergamino, cosa que el escribano impedía dándole de vez en cuando capirotazos en el morro sin alzar la cabeza. Era un hombre flaco, de una calvicie incipiente, y tenía sus largos dedos sucios de tinta. De pronto levantó la vista de su escritura:
—Soy Hugh Odo —me dijo, con una sonrisa amable—, el hermano de Robert. Espera ahí tranquilo a que acabemos con nuestros asuntos.
Volví la vista hacia la derecha y me di cuenta de que había una forma humana tendida en el suelo en un rincón de la iglesia, y que un hombre alto encapuchado, armado con una espada larga y un arco grande, montaba guardia a su lado. El hombre tumbado en el suelo estaba firmemente atado de manos y pies. Me di cuenta también de que temblaba de miedo. Lanzaba gemidos inaudibles a través de una mordaza de tela. Su mirada enloquecida se cruzó con la mía por unos instantes y yo desvié la vista, incómodo y un poco asustado ante su terror inerme.
Durante el resto de la noche esperé allí, sentado en silencio a un lado de la iglesia, observando la sesión del tribunal de Robin. Desfiló una larga cola de aldeanos que hablaban con respeto a Robin, recibían su veredicto y pagaban sus honorarios a Hugh. Era una versión espuria y nocturna del tribunal de agravios en el que, antes de morir, dispensa justicia nuestro señor local. La piara de cerdos de una mujer había hecho estragos en el campo del vecino; se le ordenó pagar una multa de cuatro lechones, y entregar uno más a Robin por su veredicto. Ella accedió a pagar sin protestar. El hombre que había seducido a la esposa de su mejor amigo fue condenado a entregarle como compensación una vaca lechera, y un queso fresco a Robin. Tampoco en este caso hubo quejas.
A medida que Robin impartía aquella sombra de justicia durante toda la larga noche, el monto de los pagos en especie iba creciendo: algunos solicitantes pobres, como mi madre, sólo pagaban uno o dos huevos; un hombre que, por accidente, había matado a otro en una pelea en la taberna llevó un ternero hasta la mesa y lo dejó atado junto a la cabra. Me fijé en una bolsa de dinero que estaba encima de la mesa, cerca de donde me había sentado. El escribano Hugh estaba ocupado con su rollo de pergamino, y podía habérmela llevado con facilidad. Pero una especie de instinto detuvo mi brazo. Finalmente no hubo más solicitantes y Robin se levantó de su sillón, se acercó a la mesa y echó una mirada al hombre atado.
—Llevadlo fuera; hacedlo allí, delante de todo el mundo —dijo a los encapuchados, con una voz sin expresión. Y se volvió a hablar con Hugh, que le enseñaba lo escrito en el pergamino. El hombre atado fue puesto en pie por dos guardianes; al principio no se resistió, pero luego empezó a debatirse con todas sus fuerzas, retorciéndose y forcejeando como un poseso, al darse cuenta de que estaba a punto de afrontar su destino. Uno de los encapuchados le dio un puñetazo en el estómago. El golpe lo derribó sin resuello en el suelo y de allí lo llevaron fuera a rastras.
Tuck se acercó a mí, me tomó del brazo, me guió hasta la puerta y, ya fuera, me hizo doblar la esquina de la iglesia. Allí pude ver cómo los hombres de Robin obligaban al hombre atado y maltrecho a arrodillarse. Sollozaba y emitía gemidos ahogados por el trapo que le habían metido en la boca sujetándolo con una larga tira de cuero.
—Tienes que ver esto —me dijo el hermano Tuck—. Es tu penitencia.
Se había formado un pequeño grupo de mirones. Los ojos de aquel hombre rodaban y se le salían de las órbitas, por el terror. El gigante John se acercó al hombre. Sacó de la boca el trapo empapado de babas e introdujo una barra delgada de hierro transversalmente, en la parte de atrás de la boca, encima de la lengua, bien empotrada en el punto de inserción de las mandíbulas. Uno de los hombres sujetó la pieza de hierro en su lugar con la tira de cuero utilizada antes para amordazarlo. La víctima gemía a grandes voces, medio ahogada, y retorcía el cuerpo, con los ojos cerrados y la boca abierta hasta un extremo grotesco, forzada por la barra de hierro. Parecía reír. John sacó un par de tenazas de hierro de su bolsa y sujetó con ellas la punta de la lengua del hombre. Con la otra mano empuñó un cuchillo corto, afilado como una navaja.
Supe lo que iba a suceder, y un acceso de bilis me hizo arder el estómago. En mi mente, mi brazo derecho estaba colocado sobre un tajo en el castillo de Nottingham, y un verdugo puesto en pie a mi lado hacía oscilar en el aire su hacha, y... Volví la cabeza para no ver a la víctima que tenía ante mis ojos, mientras la bilis negra se revolvía en mis entrañas. Entonces sentí que dos manos fuertes se apoderaban de mis mandíbulas y forzaban a mi cabeza a volver a su posición anterior, en dirección a la escena que se desarrollaba delante de mí. Los ojos de la víctima se abrieron y se fijaron en mí por un instante. Era grotesco, como uno de esos demonios de piedra esculpidos en la jamba de la puerta de una iglesia: la boca abierta de par en par y la lengua asomando fuera, empujada por las tenazas.
—Ésta es tu penitencia —repitió Tuck con tranquilidad, sujetando mi cara con sus manos poderosas para obligarme a mirar—. Mira lo que hace Robin con quienes informan sobre él al sheriff. ¡Mira y tenlo presente!
Entonces, el gigante John rebanó la lengua por la raíz, de un tajo, y se apartó cuando un gran chorro de sangre salió de la boca del hombre. El hombre chillaba, un aullido líquido y burbujeante de dolor lívido, y cuando sus guardianes lo soltaron cayó de bruces al suelo, todavía rígidamente atado, bramando y escupiendo sangre por la caverna de su boca abierta de par en par.
Sacudí la cabeza para librarme de las manos de Tuck y fui a trompicones hasta la pared de la iglesia; allí, con la cabeza dándome vueltas por el asco y el horror, las arcadas me hicieron doblarme en dos y arrojé los restos de la empanada de buey que había sido la causa primera de mi presente situación. Después de un rato, cuando ya no quedaba nada en mi estómago, apoyé la frente en la piedra fría del muro de la iglesia y aspiré con ansia el aire fresco de la noche.
Cuando mi cabeza empezó a serenarse, me di plena cuenta por primera vez de que había jurado lealtad hasta la muerte a Robin. Ahora estaba atado de por vida a un monstruo, un diablo que mutilaba a otras personas por el simple hecho de hablar con los hombres del sheriff. Supe entonces que había dejado el mundo de la gente común.
Me había convertido en un proscrito.