Capítulo V

 

 

LA sala de la granja de Thangbrand resplandecía de luz y de música. El elegante músico se había colocado en un extremo de la estancia, y acunaba su viola en los brazos enfundados en seda, alta la barbilla y cerrados los ojos, la boca rosada abierta dejando ver los dientes blancos mientras derramaba un chorro dorado de voz en la sala. Sentados en los bancos arrimados a las paredes, en los cofres que guardaban sus pertenencias o en los taburetes y sillas colocados junto a la larga mesa, incluso acuclillados en las esteras de junco del suelo, todos los habitantes de la granja escuchaban aquella música celestial en un silencio absoluto. Eran las notas exquisitas de otra vida, una vida de belleza disfrutada sin esfuerzo, de riqueza, gusto y poder: el poder de convocar el placer con unas simples palmadas de manos bien nutridas. Oían la excelsa melodía de una gran corte, la música de los reyes y los príncipes. Yo quería entrar a formar parte de aquello; quería poseer esa música, revolearme en ella, sumergirme en su licor embriagador y suntuoso.
Entonces, ocurrió. En una pausa al concluir una estrofa perfecta sobre la belleza y el dolor del amor, Guy soltó una risita. Fue sólo un ruido ligero, un bufido de desdén. Pero el músico paró en seco en mitad de un verso: sus ojos se abrieron y miró a Guy. Su mirada se clavó por un instante en él, y su rostro perdió todo el color. Luego, después de un simple esbozo de inclinación hacia el extremo de la sala donde estaban sentados Hugh y Thangbrand, salió a largas zancadas por la gran puerta y se perdió en la noche.
Hubo un gran suspiro colectivo. Se había roto el hechizo, pero a pesar de ello todos suspirábamos por escuchar un poco más de aquel sortilegio. Hubo algunos murmullos, y luego se reanudaron las conversaciones en la sala. Hugh, que había estado masticando un muslo de pollo mientras escuchaba la música, gritó «¡Idiota!» y arrojó el hueso a Guy, alcanzándole en mitad de la frente. Guy alzó las cejas y mostró las palmas de las manos en señal de inocencia.
En ese momento, lo odié. Antes había sido una molestia, alguien a quien evitar, pero en ese instante la emoción que sentía destiló un desprecio concentrado y venenoso: odié a Guy con una ferocidad absoluta. No sólo deseé su muerte, sino su total aniquilación; borrar su persona de la faz de la Tierra.

 

 

 

★ ★ ★

 

 

 

El músico francés se llamaba Bernard, como descubrí al día siguiente al charlar con Hugh después del almuerzo de mediodía. Para mi alegría, Hugh me contó que Robin había decidido que yo fuera discípulo de Bernard. El francés también se haría cargo de las clases de lengua que ahora me daba Hugh, puesto que yo me había situado en un nivel mucho más alto que los demás chicos, y también había recibido el encargo de darme clases de aritmética, geometría, astronomía y... música. Me sentí en éxtasis, henchido de felicidad: iba a pasar las tardes oyendo buena música y aprendiendo cómo hacerla yo mismo, y, lo mejor de todo, me vería libre de Guy y de Will por unas horas.
Encontré a Bernard en la reducida cabaña que le habían asignado, a media milla más o menos de la casa principal de Thangbrand, en un pequeño claro del bosque. Caminé hasta aquel lugar como en una nube, aturdido por la felicidad que aquella perspectiva me producía, mezclada con algún temor: ¿conseguiría ser digno de aquel hombre? Hugh mencionó que Bernard había puesto como condición que habitáramos en lugares separados, para aceptar el encargo de servirme de tutor. Era un hombre remilgado, me dijo Hugh, y no quería dormir en la sala en compañía de un hatajo de proscritos comidos por las moscas.
No me pareció especialmente remilgado cuando me encontré con él una hermosa tarde de otoño, para presentarme como su pupilo. Estaba tumbado sobre un leño cortado y desbastado, atado por los extremos a la rama de un árbol frente a la puerta de una cabaña prácticamente en ruinas; su fina túnica de seda, la misma que llevaba puesta durante su actuación, estaba desabrochada a medias y manchada en el pecho por lo que parecía un vómito ya seco. Había perdido uno de sus zapatos y, mientras tamborileaba con los dedos en la panza de su viola, reía en voz baja para sí mismo al tiempo que se balanceaba. El día anterior me había parecido una figura divina, un amante cortés, maestro de música, creador de belleza; hoy resultaba ridículo.
—Maestro Bernard —le dije en francés, de pie junto a él, que se había sentado con la cabeza inclinada y rasgueaba las cuerdas de su viola—. Soy Alan Dale y he venido a presentarme como pupilo vuestro siguiendo las órdenes de mi señor Robert Odo...
—Shhhh —Rápidamente alzó un dedo en mi dirección, como advertencia, y luego chapurreó con dificultad—: Estoy creando una obra maestra.
Siguió ocupado con la viola, punteando algunas notas sueltas de vez en cuando; a veces parecía dormitar, y de pronto despertaba con un respingo. Esperé durante tal vez un cuarto de hora, hasta que levantó la vista y dijo con voz clara:
—¿Quién eres tú?
—Soy Alan —repetí—, vuestro pupilo, y he venido a serviros por orden de...
—¿Servirme, eh? ¿Servirme? —me interrumpió—. Muy bien, podrías traerme un poco más de vino, entonces.
Vacilé, pero me despidió con grandes gestos, gritándome:
—Vino, vino, trae vino decente, vamos chico, vamos, vamos...
De modo que volví a la granja de Thangbrand, robé un barril de vino de la despensa cuando nadie miraba, y se lo llevé en una carretilla. Luego le ayudé a beberlo.

 

 

 

★ ★ ★

 

 

 

Como tutor mío en aritmética, geometría y astronomía, Bernard era un desastre. De hecho, hasta donde recuerdo, nunca habló de ninguno de esos temas. Pero mejoró mi francés, porque era lo único que hablábamos los dos, y me enseñó música, Dios sea loado: me enseñó a componer cansos y serventes, poemas de amor y satíricos, a afinar y tocar la viola, a impostar la voz y controlar la respiración, y muchos más trucos técnicos de su oficio. Era un trovador, o dicho con más propiedad, porque procedía del norte de Francia, un trouvère, y su mayor placer, me dijo, era tocar y cantar para los grandes príncipes de Europa; cantar el amor, el amor de un caballero humilde por una dama de alta cuna, el amour courtois o amor cortés, el amor de un servus por su domina...
Esa noche, mientras bebíamos el vino y yo limpiaba el vómito de su túnica con un cepillo, me contó la historia de su vida. Había nacido en el condado de la Champaña, y era el segundo hijo de un barón menor que estaba al servicio de Enrique, el conde. Amó la música desde pequeño, pero su padre, a quien le importaban muy poco tanto la música como Bernard, se oponía. Sin embargo, animado por su madre, Bernard tomó como maestro a uno de los más grandes trouvères de Francia, que lo colocó en la corte del rey Luis. Desde el principio, me confió Bernard, había tenido un enorme éxito: las grandes damas lloraban sin recato al oír sus canciones de amor, y todos se reían con sus ingeniosos serventesios, que se burlaban de la vida cortesana pero sin rebasar nunca ciertos límites. Todos le querían; la vida era buena; y un joven gentilhombre de aspecto atractivo aunque sin fortuna, siempre podía contar con el recurso de una boda ventajosa con alguna de las damas de linaje inferior de la corte. Era una vida llena de relumbrón: partidas de caza, festines reales, certámenes de poesía y de canto. Pero, como muchos jóvenes antes que él, Bernard se excedió en sus ambiciones. Porque, además de su profunda adoración por la música, también amaba, y casi en la misma medida, el vino y las mujeres..., y fue esta última afición la que causó su ruina.
Bernard, joven, guapo, divertido y lleno de talento, era muy popular entre las damas de la corte. Varias de ellas, casadas o no, le habían recibido en sus alcobas, pero él no daba importancia a esos juegos amorosos y se mantenía libre de compromisos serios. Pero entonces cayó enamorado. Quedó completamente embrujado por la joven y encantadora Héloise de Chaumont, esposa del ya más que maduro Enguerrand, sire de Chaumont, un reputado guerrero muy estimado por el rey Luis gracias a sus proezas en el campo de batalla.
—Ay, Alan, muchacho, era perfecta, la belleza encarnada —me dijo Bernard, y en su rostro apareció un rictus de dolor—. Cabellos del color del maíz, grandes ojos violetas, una cintura esbelta que daba paso a generosas curvas... —Aquí Bernard hizo el consabido gesto con las manos—, Cómo la amé. Habría dado la vida por ella..., bueno, la vida no, pero sin duda me habría sentido dichoso de sufrir un grandísimo dolor por ella. Bueno, no un gran dolor, un dolor a secas. Digamos que alguna incomodidad menor... ¡Ah, Héloise! Fue el aire de mis pulmones, el aliento mismo de mi vida. —Bebió un largo trago de vino y enjugó una lágrima—, Y ella me amó, Alan, lo cierto es que también me amó.
Durante varias semanas los amantes vivieron un romance apasionado, y luego, inevitablemente, Enguerrand les descubrió.
El sire de Chaumont había estado cazando con el cortejo real en los bosques que rodean París. Su caballo se quedó cojo por la mañana temprano, de modo que volvió inesperadamente a sus apartamentos en palacio, pensando que podría volver a la cama y retozar un poco con su esposa, a falta de caza. Entró en su alcoba y se encontró con Bernard desnudo y con una enorme erección, paseando arriba y abajo ante la cama de Héloise, tocando la viola y recitando una cancioncilla burlona sobre el rey. La dama, también desnuda, se retorcía de risa cuando Enguerrand irrumpió por la puerta. Por desgracia, también el sire de Chaumont se había quitado la ropa y estaba asimismo en un estado de excitación muy visible. Entonces Héloïse cometió un error fatal, siguió riendo. Miró a los dos hombres desnudos, uno joven y el otro anciano, pero ambos con erecciones que menguaban rápidamente, y lanzó una carcajada histérica.
—Desde luego, no había comparación posible —me informó Bernard, ufano—. Él podía haber sido un león en el campo de batalla, pero para las proezas de alcoba no estaba mejor equipado que un cachorro.
Los dos hombres salieron de la habitación a toda prisa. Bernard agarró sus ropas al pasar y saltó por la ventana en un abrir y cerrar de ojos. Enguerrand pasó a la antecámara a fin de recuperar su dignidad y dar la alarma a los guardias.
—No fue nada divertido, Alan —confesó Bernard sin rodeos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas—. Todo acabó de una manera muy triste. El sire de Chaumont hizo decapitar a Héloïse (la verdad, resulta increíble que en nuestros días alguien pueda ser decapitado aún por adulterio), y me desafió a combate singular. Cuando yo rehusé (sólo manejo mi espada en la cama), envió sicarios a matarme. Mi padre dijo que no podía ayudarme; sólo conseguí escapar con vida huyendo de Francia y me vine a esta isla miserable siempre empapada de lluvia. Y, ¿lo creerás?, ¡me persigue incluso aquí! Ha ofrecido una recompensa de cincuenta marcos por mi cabeza, y como tiene amigos entre la nobleza inglesa, me han declarado proscrito: ¡yo, Bernard de Sézanne, un hors-la-loi!
Calló, lleno de compasión hacia sí mismo, y le serví otro vaso de vino.

 

 

 

★ ★ ★

 

 

 

Todas las tardes, después del almuerzo del mediodía, iba paseando hasta la cabaña de Bernard y los dos nos dedicábamos a explorar el mundo de la música. Fue una temporada feliz, y aprendí más sobre la vida y el amor, la música y la pasión en aquellos pocos meses que en toda mi vida anterior. Era una liberación de la pesada rutina de la casa de Thangbrand, pero sólo a tiempo parcial. Todas las noches había de volver a la granja y al acoso mezquino de Guy y Will. Wilfred se había marchado, rumbo a una abadía del Yorkshire. Fue Robin quien lo dispuso. Pero la marcha de Wilfred apenas significó nada para mí; nunca había formado parte de mi mundo, más parecía un fantasma que vagaba por el mundo real a la espera de un llamamiento a una vida más espiritual. Descontadas las pocas horas que pasaba cada día con Bernard, la vida en la casa de Thangbrand resultaba monótona y siempre igual: pequeñas tareas, comidas tristes, ejercicios bélicos, más tareas..., y largas horas intentando conciliar el sueño en la sala mientras los mesnaderos roncaban a mi alrededor.
Pero a pesar de las apariencias, las cosas estaban cambiando. En primer lugar, cambiaba mi cuerpo: había crecido, y el ejercicio continuado endurecía los músculos de mi cuerpo flaco; crecían pelos en partes recónditas de mi cuerpo, y mi voz se quebraba y oscilaba, parecida a veces a un chillido femenil y otras a un gruñido masculino. Bernard lo encontraba muy divertido, e imitaba mis gallos y mis tonos guturales. Pero en nuestras clases de canto empezó a enseñarme las partes de las canciones para voz de hombre. Yo me iba convirtiendo en hombre, en lo físico por lo menos. Y cuando practicábamos la esgrima en el patio de ejercicios, me acordaba del hombre rubio al que había matado y miraba ceñudo a Guy por encima del borde del escudo. De todos modos siempre acababa mordiendo el polvo, por supuesto.
También hubo otros pequeños cambios. Nuestro grupo iba creciendo. A lo largo del verano habían ido apareciendo, de uno en uno o por parejas, jóvenes enviados por Robin. En su mayoría eran personas de escaso interés: desnutridos muchos de ellos, agotados y con aire de desesperación. Pero Thangbrand los acogía, los alimentaba y, cuando habían descansado, se unían a nosotros todos los días en el patio bien barrido para practicar el combate. Muy pronto fuimos diez, quince, veinte alineados, blandiendo la espada o empuñando la lanza en combinación con el escudo, aprendiendo maniobras de combate en grupo, ejercitándonos sin fin delante de un exasperado Thangbrand que rugía a algún infeliz vagabundo recién llegado:
—No, imbécil, eso es una lanza, no un aguijón de bueyes. No pinches, se supone que estás atravesando a un hombre y no haciéndole cosquillas. ¡Dios nos libre de estos campesinos acostumbrados al arado!
No todos los recién llegados formaban en esos combates simulados. Los que tenían una fortaleza física superior a la media eran entrenados como arqueros: levantaban diariamente grandes pesos, piedras y sacos de grano para desarrollar los músculos, y disparaban flechas de un metro de largo contra dianas redondas confeccionadas con paja y colocadas a un centenar de pasos, no siempre con el resultado previsto. Los hombres capaces de cabalgar, y que se habían traído monturas propias o robadas, también se entrenaban aparte. A mí, Hugh me enseñó a cabalgar correctamente, y pronto me hizo dar vueltas al galope por una explanada y saltar pequeños obstáculos con los brazos cruzados al pecho y dirigiendo el caballo sólo con las rodillas. Él también era el encargado de entrenar al contingente de caballería. Galopaban, sujetando una lanza despuntada bajo el brazo, contra un estafermo, es decir un poste con un travesaño móvil en uno de cuyos extremos había un escudo, y en el otro un contrapeso (por lo común, un saco de grano). Cuando la lanza golpeaba el escudo, el empuje hacía girar el travesaño velozmente, y el saco podía golpear y desmontar al jinete inexperto que pasaba junto al poste. A Guy le fascinaba el estafermo. Observaba durante horas practicar a los hombres, y cosa extraña, cuando eran descabalgados por el contrapeso, mientras el resto de los mirones soltaban risotadas y se secaban lágrimas de hilaridad, Guy nunca se burlaba. Al final de la sesión, pedía prestado un caballo por una hora y probaba por su cuenta. Por supuesto, como a todos los demás novatos el pesado saco lo enviaba a rodar por el polvo cada vez que cargaba contra el artilugio. Pero él no se rendía. Se dio cuenta de que lo esencial era la velocidad; tenía que moverse lo bastante deprisa para evitar el giro del contrapeso, pero a mucha velocidad resultaba más difícil golpear el escudo con la lanza y existía el riesgo de que caballo y jinete chocaran contra el sólido travesaño de madera si la lanza no lo apartaba del camino.
Yo disfrutaba viendo a Guy desensillado una y otra vez, rodando por la hierba del campo de entrenamiento de la caballería. Aunque también, a regañadientes, sentía respeto. Nunca se rendía. Después de cada revolcón se levantaba, se sacudía el polvo de la túnica y las calzas, corría tras el caballo y volvía a montar torpemente en la silla. Al final de la primera sesión consiguió por una vez golpear el blanco y, mediante una peligrosa contorsión del cuerpo, es cierto, evitar el golpe consiguiente; entonces alzó la lanza en triunfo y gritó su victoria a los bosques. Al cabo de una semana era capaz de lanzar el caballo al galope y acertar en el escudo con un golpe claro y bastante fuerte, sin que el contrapeso lo alcanzara.
Guy también hacía progresos con la espada. Casi a pesar de los métodos rutinarios de Thangbrand, su habilidad en los ejercicios del patio aumentó. Cuando nos emparejábamos para practicar el combate a espada, en lugar de la furiosa lluvia de golpes que utilizaba antes para desarbolar mis defensas, Guy seguía ahora una táctica más elaborada, más astuta. Con fintas y amagos de estocadas conseguía que yo me descubriera, y entonces atacaba; me derribaba con un cintarazo dado de plano, y luego me ponía la punta afilada en el cuello y me gritaba que me rindiera. Ya no me insultaba ni me golpeaba a escondidas en el campo de ejercicios: ahora se lo tomaba en serio. No a mí, sino la práctica de combate. Y era muy bueno en ese terreno.
Thangbrand se dio cuenta y empezó a utilizar a Guy para enseñarnos determinadas maniobras de espada y escudo, conmigo como pareja. La misma historia se repetía una y otra vez: las espadas se cruzaban una o dos veces, los escudos chocaban y yo rodaba por el suelo. Un día, después de ser derribado por vigésima vez, sentí un enorme cansancio en todos mis huesos y no me vi capaz de ponerme en pie al acabar la sesión de entrenamiento. Me quedé allí tumbado boca arriba escuchando el ruido que hacían los demás hombres y chicos al marcharse del patio: risas groseras, entrechocar de metales, una o dos maldiciones, y por fin el bendito silencio. Seguí tendido, contemplando el cielo azul del verano, y de pronto oí una voz.
—No eres tan malo, ¿sabes? —dijo la voz—. Aún te falta fuerza, es verdad. Pero eres rápido, muy rápido, creo. El problema es que no mueves los pies. Estás plantado como un leñador que intenta abatir un árbol. Tu enemigo no es un árbol. Es un hombre que vive, respira, se mueve, lucha. Y si sabe cómo mover los pies, te matará.
Era una buena voz, tranquila y suave, de un tono bajo profundo pero armonioso. Volví la cabeza y vi a sir Richard at Lea de pie a mi lado, tapándome la luz del sol. Me tendió la mano, y yo la cogí y me incorporé.
Sir Richard se había recuperado bien de sus heridas. Yo le había visto ejercitarse junto a algunos de los mesnaderos; incluso le vi probar suerte con el estafermo, y por supuesto dio una magnífica lanzada en el centro mismo del escudo y salió al trote sin el menor percance. En realidad se limitaba a pasar el rato, mientras esperaba que sir Ralph Murdac reuniera el dinero del rescate. Pero parecía haber cierto retraso, no sé por qué razón. Podía haber escapado en cualquier momento que eligiera; llevaba espada, se le había adjudicado un caballo, y estaba casi recuperado del todo. Pero era un gentilhombre, un caballero, y había dado su palabra a Robin.
—Observa mis pies —dijo. Y después de desenvainar su espada, dio unos cuantos pasos elegantes, moviéndose con ligereza sobre las puntas de los pies, atrás y adelante, sobre el patio de ejercicios. Parecía sencillo; medios pasos atrás y adelante, a un lado y a otro, una rápida zancada antes de tirarse a fondo. Luego trazó un círculo en el polvo, más o menos de un metro de diámetro, y me dio su espada.
—No saldré de este círculo —dijo—. Intenta golpearme.
—Pero puedo haceros daño —dije. El se limitó a reír.
Se quedó desarmado en el interior del círculo de polvo, e intenté alcanzarlo con una serie de golpes desganados con su espada. Con agilidad, sin esfuerzo aparente, se mantuvo apartado de la trayectoria del arma.
—Vamos, inténtalo con más ganas —dijo.
Ataqué de nuevo, ahora con más rapidez. Una vez más, se movió con destreza y bailoteó para esquivar los golpes. Me moví tan rápido como pude, y dirigí una estocada a su corazón. Se limitó a hurtar el cuerpo para evitar el golpe. Imaginé cómo iba a terminar aquello, y me enfadé: yo, el chico torpe, tiraría una estocada más, y él soltaría una risotada viril al tiempo de esquivar la punta de mi espada. Fue tal la humillación que sentí, que di un tajo fuerte y repentino en dirección a su cabeza; apenas le dio tiempo a agacharse. Entonces sujeté la espada con las dos manos y, con un estallido auténtico de rabia en las tripas, di un mandoble tan duro y rápido como pude a la altura del centro de su cuerpo. De haberle golpeado en la cintura, poco menos que lo habría partido en dos. El se adelantó a la velocidad del rayo hacia el borde del círculo, agarró con la mano izquierda las dos mías que sujetaban la empuñadura, bloqueando a medias mi golpe, puso el pie derecho junto al lado exterior del mío y la mano derecha bajo mi hombro izquierdo... Y de nuevo me encontré tumbado en el polvo.
—Eres rápido —dijo Richard—, y también furioso. Eso es bueno. Un hombre necesita la furia en un combate. —Me ayudó de nuevo a levantarme—. Ahora es tu turno —me dijo, y señaló el círculo trazado en el polvo.
Así fue cómo sir Richard at Lea, el famoso y noble caballero, me enseñó a mover los pies. Durante el resto de la mañana, y después todas las mañanas al terminar los ejercicios de combate de Thangbrand durante las dos semanas siguientes, entré en el círculo trazado en el polvo mientras sir Richard lanzaba estocadas, reveses y golpes de arriba abajo que yo tenía que esquivar. Al principio atacaba despacio, para que yo asimilara en mi cabeza los movimientos básicos del juego de pies, hasta convertirlos en una segunda naturaleza. Luego se movía más deprisa, e intentaba sorprenderme con movimientos imprevistos. Pasado un mes, me dejó utilizar mi espada para defenderme y empezó a enseñarme las maniobras básicas de bloqueo, y pasado un tiempo movimientos más complejos; pero insistía una y otra vez, hasta que me sentía mareado de escucharle, en que lo importante eran mis pies.
Mientras sir Richard y yo practicábamos en nuestro círculo de tierra, con frecuencia teníamos mirones. Bernard, que venía a recoger su almuerzo diario a la granja, se recostaba en la pared de la fachada y sonreía cuando mi espada encontraba el vacío en una estocada dirigida contra sir Richard, o cuando rodaba por el suelo. Casi todos los días la pequeña y rubia Godifa se plantaba con cara solemne en el extremo del patio de ejercicios y nos observaba mientras yo sudaba, saltaba, gruñía y me tiraba a fondo en el círculo. Nunca dijo una palabra, y siempre se había ido cuando terminábamos la sesión a mediodía, y sir Richard y yo entrábamos juntos a beber una pinta de cerveza en la despensa.
Aquella bebida después del entrenamiento me gustaba tanto como el propio ejercicio con la espada. Sir Richard hablaba poco al principio, aunque su actitud era claramente amistosa. Pero poco a poco empecé a saber algunas cosas sobre él. Descubrí que era más que un caballero corriente. Era un miembro de la orden de monjes soldados de Cristo y del Templo de Salomón: uno de los famosos caballeros templarios, las fuerzas de élite de la cristiandad, entrenados durante muchos años en el manejo de toda clase de armas hasta convertirse en perfectas máquinas de matar para mayor gloria de Dios. Poco a poco empecé a darme cuenta de que quien me estaba enseñando a manejar la espada era uno de los mejores guerreros del mundo. El año anterior, me dijo sir Richard, fue uno de los pocos caballeros templarios que escaparon de la matanza de Hattin, cuando el infiel Saladino había aplastado al ejército cruzado y ejecutado a cientos de caballeros cristianos que cayeron prisioneros. Más tarde, el mismo año, Saladino había tomado Jerusalén y el Papa llamó a una nueva peregrinación para liberar la Ciudad Santa de las hordas del Islam. Sir Richard fue enviado de vuelta a su país para predicar la guerra santa a los ingleses y ayudar al rey Enrique a reclutar fuerzas para las grandes batallas que les aguardaban en Ultramar.
Había cabalgado en compañía de los hombres de Murdac aquella mañana de primavera por capricho, porque sintió la necesidad de un poco de ejercicio y de diversión; estaba convencido de que participaba en una expedición de castigo a una chusma de proscritos, y lo último que esperaba era verse herido de gravedad y prisionero a la espera del pago de un rescate.
—Pero Dios siempre tiene un plan, Alan —me dijo cuando le pregunté si maldecía su destino. Recordé entonces que, como todos los templarios, era un monje además de un guerrero.
Se acercaba el otoño y, con la ayuda de sir Richard, me hice un esgrimista hábil. También progresaba en el terreno de la música, con Bernard; y estimulado por él, había empezado a componer mis propias canciones. Eran tonadillas fútiles, pero Bernard era amable y, aunque en ocasiones podía ser muy sarcástico, jamás hizo el menor comentario negativo en relación con mis intentos de componer. De modo que compuse canciones de amor en las que describía imaginariamente a la bella dama de Robin, Marian, y pretendía ser su amante.
Al principio me resultó muy difícil tocar la viola. Bernard empezó por enseñarme algunas de las canciones más sencillas que había escrito. Pero incluso en una cansó fácil, la posición de los dedos en las cuerdas tenía que ser precisa, y había que ejecutar con rapidez los cambios. Un día Bernard perdió la paciencia y me gritó:
—En ese círculo de barro de allá, con una espada pesada y un escudo en las manos, parece que mueves los pies con bastante elegancia para ser un mocoso que juega a los caballeros... Todo lo que te pido es que muevas los dedos la mitad de bien para tocar mi música.
En un relámpago de inspiración, me di cuenta de que estaba celoso de sir Richard y del tiempo que pasábamos juntos. Me sentí conmovido. Aquello hizo que me diera cuenta, quizá por primera vez, de que contaba con auténticos amigos en aquel desierto.
Una semana más tarde, Robin regresó a la granja de Thangbrand.