Capítulo V
LA sala de la granja de
Thangbrand resplandecía de luz y de música. El elegante músico se
había colocado en un extremo de la estancia, y acunaba su viola en
los brazos enfundados en seda, alta la barbilla y cerrados los
ojos, la boca rosada abierta dejando ver los dientes blancos
mientras derramaba un chorro dorado de voz en la sala. Sentados en
los bancos arrimados a las paredes, en los cofres que guardaban sus
pertenencias o en los taburetes y sillas colocados junto a la larga
mesa, incluso acuclillados en las esteras de junco del suelo, todos
los habitantes de la granja escuchaban aquella música celestial en
un silencio absoluto. Eran las notas exquisitas de otra vida, una
vida de belleza disfrutada sin esfuerzo, de riqueza, gusto y poder:
el poder de convocar el placer con unas simples palmadas de manos
bien nutridas. Oían la excelsa melodía de una gran corte, la música
de los reyes y los príncipes. Yo quería entrar a formar parte de
aquello; quería poseer esa música, revolearme en ella, sumergirme
en su licor embriagador y suntuoso.
Entonces, ocurrió. En una pausa al concluir
una estrofa perfecta sobre la belleza y el dolor del amor, Guy
soltó una risita. Fue sólo un ruido ligero, un bufido de desdén.
Pero el músico paró en seco en mitad de un verso: sus ojos se
abrieron y miró a Guy. Su mirada se clavó por un instante en él, y
su rostro perdió todo el color. Luego, después de un simple esbozo
de inclinación hacia el extremo de la sala donde estaban sentados
Hugh y Thangbrand, salió a largas zancadas por la gran puerta y se
perdió en la noche.
Hubo un gran suspiro colectivo. Se había
roto el hechizo, pero a pesar de ello todos suspirábamos por
escuchar un poco más de aquel sortilegio. Hubo algunos murmullos, y
luego se reanudaron las conversaciones en la sala. Hugh, que había
estado masticando un muslo de pollo mientras escuchaba la música,
gritó «¡Idiota!» y arrojó el hueso a Guy, alcanzándole en mitad de
la frente. Guy alzó las cejas y mostró las palmas de las manos en
señal de inocencia.
En ese momento, lo odié. Antes había sido
una molestia, alguien a quien evitar, pero en ese instante la
emoción que sentía destiló un desprecio concentrado y venenoso:
odié a Guy con una ferocidad absoluta. No sólo deseé su muerte,
sino su total aniquilación; borrar su persona de la faz de la
Tierra.
★ ★ ★
El músico francés se llamaba Bernard, como
descubrí al día siguiente al charlar con Hugh después del almuerzo
de mediodía. Para mi alegría, Hugh me contó que Robin había
decidido que yo fuera discípulo de Bernard. El francés también se
haría cargo de las clases de lengua que ahora me daba Hugh, puesto
que yo me había situado en un nivel mucho más alto que los demás
chicos, y también había recibido el encargo de darme clases de
aritmética, geometría, astronomía y... música. Me sentí en éxtasis,
henchido de felicidad: iba a pasar las tardes oyendo buena música y
aprendiendo cómo hacerla yo mismo, y, lo mejor de todo, me vería
libre de Guy y de Will por unas horas.
Encontré a Bernard en la reducida cabaña que
le habían asignado, a media milla más o menos de la casa principal
de Thangbrand, en un pequeño claro del bosque. Caminé hasta aquel
lugar como en una nube, aturdido por la felicidad que aquella
perspectiva me producía, mezclada con algún temor: ¿conseguiría ser
digno de aquel hombre? Hugh mencionó que Bernard había puesto como
condición que habitáramos en lugares separados, para aceptar el
encargo de servirme de tutor. Era un hombre remilgado, me dijo
Hugh, y no quería dormir en la sala en compañía de un hatajo de
proscritos comidos por las moscas.
No me pareció especialmente remilgado cuando
me encontré con él una hermosa tarde de otoño, para presentarme
como su pupilo. Estaba tumbado sobre un leño cortado y desbastado,
atado por los extremos a la rama de un árbol frente a la puerta de
una cabaña prácticamente en ruinas; su fina túnica de seda, la
misma que llevaba puesta durante su actuación, estaba desabrochada
a medias y manchada en el pecho por lo que parecía un vómito ya
seco. Había perdido uno de sus zapatos y, mientras tamborileaba con
los dedos en la panza de su viola, reía en voz baja para sí mismo
al tiempo que se balanceaba. El día anterior me había parecido una
figura divina, un amante cortés, maestro de música, creador de
belleza; hoy resultaba ridículo.
—Maestro Bernard —le dije en francés, de pie
junto a él, que se había sentado con la cabeza inclinada y
rasgueaba las cuerdas de su viola—. Soy Alan Dale y he venido a
presentarme como pupilo vuestro siguiendo las órdenes de mi señor
Robert Odo...
—Shhhh —Rápidamente alzó un dedo en mi
dirección, como advertencia, y luego chapurreó con dificultad—:
Estoy creando una obra maestra.
Siguió ocupado con la viola, punteando
algunas notas sueltas de vez en cuando; a veces parecía dormitar, y
de pronto despertaba con un respingo. Esperé durante tal vez un
cuarto de hora, hasta que levantó la vista y dijo con voz
clara:
—¿Quién eres tú?
—Soy Alan —repetí—, vuestro pupilo, y he
venido a serviros por orden de...
—¿Servirme, eh? ¿Servirme? —me interrumpió—.
Muy bien, podrías traerme un poco más de vino, entonces.
Vacilé, pero me despidió con grandes gestos,
gritándome:
—Vino, vino, trae vino decente, vamos chico,
vamos, vamos...
De modo que volví a la granja de Thangbrand,
robé un barril de vino de la despensa cuando nadie miraba, y se lo
llevé en una carretilla. Luego le ayudé a beberlo.
★ ★ ★
Como tutor mío en aritmética, geometría y
astronomía, Bernard era un desastre. De hecho, hasta donde
recuerdo, nunca habló de ninguno de esos temas. Pero mejoró mi
francés, porque era lo único que hablábamos los dos, y me enseñó
música, Dios sea loado: me enseñó a componer cansos y serventes,
poemas de amor y satíricos, a afinar y tocar la viola, a impostar
la voz y controlar la respiración, y muchos más trucos técnicos de
su oficio. Era un trovador, o dicho con más propiedad, porque
procedía del norte de Francia, un trouvère, y su mayor placer, me dijo, era tocar y
cantar para los grandes príncipes de Europa; cantar el amor, el
amor de un caballero humilde por una dama de alta cuna, el
amour courtois o amor cortés, el amor de
un servus por su domina...
Esa noche, mientras bebíamos el vino y yo
limpiaba el vómito de su túnica con un cepillo, me contó la
historia de su vida. Había nacido en el condado de la Champaña, y
era el segundo hijo de un barón menor que estaba al servicio de
Enrique, el conde. Amó la música desde pequeño, pero su padre, a
quien le importaban muy poco tanto la música como Bernard, se
oponía. Sin embargo, animado por su madre, Bernard tomó como
maestro a uno de los más grandes trouvères de Francia, que lo colocó en la corte del
rey Luis. Desde el principio, me confió Bernard, había tenido un
enorme éxito: las grandes damas lloraban sin recato al oír sus
canciones de amor, y todos se reían con sus ingeniosos
serventesios, que se burlaban de la vida cortesana pero sin rebasar
nunca ciertos límites. Todos le querían; la vida era buena; y un
joven gentilhombre de aspecto atractivo aunque sin fortuna, siempre
podía contar con el recurso de una boda ventajosa con alguna de las
damas de linaje inferior de la corte. Era una vida llena de
relumbrón: partidas de caza, festines reales, certámenes de poesía
y de canto. Pero, como muchos jóvenes antes que él, Bernard se
excedió en sus ambiciones. Porque, además de su profunda adoración
por la música, también amaba, y casi en la misma medida, el vino y
las mujeres..., y fue esta última afición la que causó su
ruina.
Bernard, joven, guapo, divertido y lleno de
talento, era muy popular entre las damas de la corte. Varias de
ellas, casadas o no, le habían recibido en sus alcobas, pero él no
daba importancia a esos juegos amorosos y se mantenía libre de
compromisos serios. Pero entonces cayó enamorado. Quedó
completamente embrujado por la joven y encantadora Héloise de
Chaumont, esposa del ya más que maduro Enguerrand, sire de
Chaumont, un reputado guerrero muy estimado por el rey Luis gracias
a sus proezas en el campo de batalla.
—Ay, Alan, muchacho, era perfecta, la
belleza encarnada —me dijo Bernard, y en su rostro apareció un
rictus de dolor—. Cabellos del color del maíz, grandes ojos
violetas, una cintura esbelta que daba paso a generosas curvas...
—Aquí Bernard hizo el consabido gesto con las manos—, Cómo la amé.
Habría dado la vida por ella..., bueno, la vida no, pero sin duda
me habría sentido dichoso de sufrir un grandísimo dolor por ella.
Bueno, no un gran dolor, un dolor a secas. Digamos que alguna
incomodidad menor... ¡Ah, Héloise! Fue el aire de mis pulmones, el
aliento mismo de mi vida. —Bebió un largo trago de vino y enjugó
una lágrima—, Y ella me amó, Alan, lo cierto es que también me
amó.
Durante varias semanas los amantes vivieron
un romance apasionado, y luego, inevitablemente, Enguerrand les
descubrió.
El sire de Chaumont había estado cazando con
el cortejo real en los bosques que rodean París. Su caballo se
quedó cojo por la mañana temprano, de modo que volvió
inesperadamente a sus apartamentos en palacio, pensando que podría
volver a la cama y retozar un poco con su esposa, a falta de caza.
Entró en su alcoba y se encontró con Bernard desnudo y con una
enorme erección, paseando arriba y abajo ante la cama de Héloise,
tocando la viola y recitando una cancioncilla burlona sobre el rey.
La dama, también desnuda, se retorcía de risa cuando Enguerrand
irrumpió por la puerta. Por desgracia, también el sire de Chaumont
se había quitado la ropa y estaba asimismo en un estado de
excitación muy visible. Entonces Héloïse cometió un error fatal,
siguió riendo. Miró a los dos hombres desnudos, uno joven y el otro
anciano, pero ambos con erecciones que menguaban rápidamente, y
lanzó una carcajada histérica.
—Desde luego, no había comparación posible
—me informó Bernard, ufano—. Él podía haber sido un león en el
campo de batalla, pero para las proezas de alcoba no estaba mejor
equipado que un cachorro.
Los dos hombres salieron de la habitación a
toda prisa. Bernard agarró sus ropas al pasar y saltó por la
ventana en un abrir y cerrar de ojos. Enguerrand pasó a la
antecámara a fin de recuperar su dignidad y dar la alarma a los
guardias.
—No fue nada divertido, Alan —confesó
Bernard sin rodeos, mientras las lágrimas rodaban por sus
mejillas—. Todo acabó de una manera muy triste. El sire de Chaumont
hizo decapitar a Héloïse (la verdad, resulta increíble que en
nuestros días alguien pueda ser decapitado aún por adulterio), y me
desafió a combate singular. Cuando yo rehusé (sólo manejo mi espada
en la cama), envió sicarios a matarme. Mi padre dijo que no podía
ayudarme; sólo conseguí escapar con vida huyendo de Francia y me
vine a esta isla miserable siempre empapada de lluvia. Y, ¿lo
creerás?, ¡me persigue incluso aquí! Ha ofrecido una recompensa de
cincuenta marcos por mi cabeza, y como tiene amigos entre la
nobleza inglesa, me han declarado proscrito: ¡yo, Bernard de
Sézanne, un hors-la-loi!
Calló, lleno de compasión hacia sí mismo, y
le serví otro vaso de vino.
★ ★ ★
Todas las tardes, después del almuerzo del
mediodía, iba paseando hasta la cabaña de Bernard y los dos nos
dedicábamos a explorar el mundo de la música. Fue una temporada
feliz, y aprendí más sobre la vida y el amor, la música y la pasión
en aquellos pocos meses que en toda mi vida anterior. Era una
liberación de la pesada rutina de la casa de Thangbrand, pero sólo
a tiempo parcial. Todas las noches había de volver a la granja y al
acoso mezquino de Guy y Will. Wilfred se había marchado, rumbo a
una abadía del Yorkshire. Fue Robin quien lo dispuso. Pero la
marcha de Wilfred apenas significó nada para mí; nunca había
formado parte de mi mundo, más parecía un fantasma que vagaba por
el mundo real a la espera de un llamamiento a una vida más
espiritual. Descontadas las pocas horas que pasaba cada día con
Bernard, la vida en la casa de Thangbrand resultaba monótona y
siempre igual: pequeñas tareas, comidas tristes, ejercicios
bélicos, más tareas..., y largas horas intentando conciliar el
sueño en la sala mientras los mesnaderos roncaban a mi
alrededor.
Pero a pesar de las apariencias, las cosas
estaban cambiando. En primer lugar, cambiaba mi cuerpo: había
crecido, y el ejercicio continuado endurecía los músculos de mi
cuerpo flaco; crecían pelos en partes recónditas de mi cuerpo, y mi
voz se quebraba y oscilaba, parecida a veces a un chillido femenil
y otras a un gruñido masculino. Bernard lo encontraba muy
divertido, e imitaba mis gallos y mis tonos guturales. Pero en
nuestras clases de canto empezó a enseñarme las partes de las
canciones para voz de hombre. Yo me iba convirtiendo en hombre, en
lo físico por lo menos. Y cuando practicábamos la esgrima en el
patio de ejercicios, me acordaba del hombre rubio al que había
matado y miraba ceñudo a Guy por encima del borde del escudo. De
todos modos siempre acababa mordiendo el polvo, por supuesto.
También hubo otros pequeños cambios. Nuestro
grupo iba creciendo. A lo largo del verano habían ido apareciendo,
de uno en uno o por parejas, jóvenes enviados por Robin. En su
mayoría eran personas de escaso interés: desnutridos muchos de
ellos, agotados y con aire de desesperación. Pero Thangbrand los
acogía, los alimentaba y, cuando habían descansado, se unían a
nosotros todos los días en el patio bien barrido para practicar el
combate. Muy pronto fuimos diez, quince, veinte alineados,
blandiendo la espada o empuñando la lanza en combinación con el
escudo, aprendiendo maniobras de combate en grupo, ejercitándonos
sin fin delante de un exasperado Thangbrand que rugía a algún
infeliz vagabundo recién llegado:
—No, imbécil, eso es una lanza, no un
aguijón de bueyes. No pinches, se supone que estás atravesando a un
hombre y no haciéndole cosquillas. ¡Dios nos libre de estos
campesinos acostumbrados al arado!
No todos los recién llegados formaban en
esos combates simulados. Los que tenían una fortaleza física
superior a la media eran entrenados como arqueros: levantaban
diariamente grandes pesos, piedras y sacos de grano para
desarrollar los músculos, y disparaban flechas de un metro de largo
contra dianas redondas confeccionadas con paja y colocadas a un
centenar de pasos, no siempre con el resultado previsto. Los
hombres capaces de cabalgar, y que se habían traído monturas
propias o robadas, también se entrenaban aparte. A mí, Hugh me
enseñó a cabalgar correctamente, y pronto me hizo dar vueltas al
galope por una explanada y saltar pequeños obstáculos con los
brazos cruzados al pecho y dirigiendo el caballo sólo con las
rodillas. Él también era el encargado de entrenar al contingente de
caballería. Galopaban, sujetando una lanza despuntada bajo el
brazo, contra un estafermo, es decir un poste con un travesaño
móvil en uno de cuyos extremos había un escudo, y en el otro un
contrapeso (por lo común, un saco de grano). Cuando la lanza
golpeaba el escudo, el empuje hacía girar el travesaño velozmente,
y el saco podía golpear y desmontar al jinete inexperto que pasaba
junto al poste. A Guy le fascinaba el estafermo. Observaba durante
horas practicar a los hombres, y cosa extraña, cuando eran
descabalgados por el contrapeso, mientras el resto de los mirones
soltaban risotadas y se secaban lágrimas de hilaridad, Guy nunca se
burlaba. Al final de la sesión, pedía prestado un caballo por una
hora y probaba por su cuenta. Por supuesto, como a todos los demás
novatos el pesado saco lo enviaba a rodar por el polvo cada vez que
cargaba contra el artilugio. Pero él no se rendía. Se dio cuenta de
que lo esencial era la velocidad; tenía que moverse lo bastante
deprisa para evitar el giro del contrapeso, pero a mucha velocidad
resultaba más difícil golpear el escudo con la lanza y existía el
riesgo de que caballo y jinete chocaran contra el sólido travesaño
de madera si la lanza no lo apartaba del camino.
Yo disfrutaba viendo a Guy desensillado una
y otra vez, rodando por la hierba del campo de entrenamiento de la
caballería. Aunque también, a regañadientes, sentía respeto. Nunca
se rendía. Después de cada revolcón se levantaba, se sacudía el
polvo de la túnica y las calzas, corría tras el caballo y volvía a
montar torpemente en la silla. Al final de la primera sesión
consiguió por una vez golpear el blanco y, mediante una peligrosa
contorsión del cuerpo, es cierto, evitar el golpe consiguiente;
entonces alzó la lanza en triunfo y gritó su victoria a los
bosques. Al cabo de una semana era capaz de lanzar el caballo al
galope y acertar en el escudo con un golpe claro y bastante fuerte,
sin que el contrapeso lo alcanzara.
Guy también hacía progresos con la espada.
Casi a pesar de los métodos rutinarios de Thangbrand, su habilidad
en los ejercicios del patio aumentó. Cuando nos emparejábamos para
practicar el combate a espada, en lugar de la furiosa lluvia de
golpes que utilizaba antes para desarbolar mis defensas, Guy seguía
ahora una táctica más elaborada, más astuta. Con fintas y amagos de
estocadas conseguía que yo me descubriera, y entonces atacaba; me
derribaba con un cintarazo dado de plano, y luego me ponía la punta
afilada en el cuello y me gritaba que me rindiera. Ya no me
insultaba ni me golpeaba a escondidas en el campo de ejercicios:
ahora se lo tomaba en serio. No a mí, sino la práctica de combate.
Y era muy bueno en ese terreno.
Thangbrand se dio cuenta y empezó a utilizar
a Guy para enseñarnos determinadas maniobras de espada y escudo,
conmigo como pareja. La misma historia se repetía una y otra vez:
las espadas se cruzaban una o dos veces, los escudos chocaban y yo
rodaba por el suelo. Un día, después de ser derribado por vigésima
vez, sentí un enorme cansancio en todos mis huesos y no me vi capaz
de ponerme en pie al acabar la sesión de entrenamiento. Me quedé
allí tumbado boca arriba escuchando el ruido que hacían los demás
hombres y chicos al marcharse del patio: risas groseras,
entrechocar de metales, una o dos maldiciones, y por fin el bendito
silencio. Seguí tendido, contemplando el cielo azul del verano, y
de pronto oí una voz.
—No eres tan malo, ¿sabes? —dijo la voz—.
Aún te falta fuerza, es verdad. Pero eres rápido, muy rápido, creo.
El problema es que no mueves los pies. Estás plantado como un
leñador que intenta abatir un árbol. Tu enemigo no es un árbol. Es
un hombre que vive, respira, se mueve, lucha. Y si sabe cómo mover
los pies, te matará.
Era una buena voz, tranquila y suave, de un
tono bajo profundo pero armonioso. Volví la cabeza y vi a sir
Richard at Lea de pie a mi lado, tapándome la luz del sol. Me
tendió la mano, y yo la cogí y me incorporé.
Sir Richard se había recuperado bien de sus
heridas. Yo le había visto ejercitarse junto a algunos de los
mesnaderos; incluso le vi probar suerte con el estafermo, y por
supuesto dio una magnífica lanzada en el centro mismo del escudo y
salió al trote sin el menor percance. En realidad se limitaba a
pasar el rato, mientras esperaba que sir Ralph Murdac reuniera el
dinero del rescate. Pero parecía haber cierto retraso, no sé por
qué razón. Podía haber escapado en cualquier momento que eligiera;
llevaba espada, se le había adjudicado un caballo, y estaba casi
recuperado del todo. Pero era un gentilhombre, un caballero, y
había dado su palabra a Robin.
—Observa mis pies —dijo. Y después de
desenvainar su espada, dio unos cuantos pasos elegantes, moviéndose
con ligereza sobre las puntas de los pies, atrás y adelante, sobre
el patio de ejercicios. Parecía sencillo; medios pasos atrás y
adelante, a un lado y a otro, una rápida zancada antes de tirarse a
fondo. Luego trazó un círculo en el polvo, más o menos de un metro
de diámetro, y me dio su espada.
—No saldré de este círculo —dijo—. Intenta
golpearme.
—Pero puedo haceros daño —dije. El se limitó
a reír.
Se quedó desarmado en el interior del
círculo de polvo, e intenté alcanzarlo con una serie de golpes
desganados con su espada. Con agilidad, sin esfuerzo aparente, se
mantuvo apartado de la trayectoria del arma.
—Vamos, inténtalo con más ganas —dijo.
Ataqué de nuevo, ahora con más rapidez. Una
vez más, se movió con destreza y bailoteó para esquivar los golpes.
Me moví tan rápido como pude, y dirigí una estocada a su corazón.
Se limitó a hurtar el cuerpo para evitar el golpe. Imaginé cómo iba
a terminar aquello, y me enfadé: yo, el chico torpe, tiraría una
estocada más, y él soltaría una risotada viril al tiempo de
esquivar la punta de mi espada. Fue tal la humillación que sentí,
que di un tajo fuerte y repentino en dirección a su cabeza; apenas
le dio tiempo a agacharse. Entonces sujeté la espada con las dos
manos y, con un estallido auténtico de rabia en las tripas, di un
mandoble tan duro y rápido como pude a la altura del centro de su
cuerpo. De haberle golpeado en la cintura, poco menos que lo habría
partido en dos. El se adelantó a la velocidad del rayo hacia el
borde del círculo, agarró con la mano izquierda las dos mías que
sujetaban la empuñadura, bloqueando a medias mi golpe, puso el pie
derecho junto al lado exterior del mío y la mano derecha bajo mi
hombro izquierdo... Y de nuevo me encontré tumbado en el
polvo.
—Eres rápido —dijo Richard—, y también
furioso. Eso es bueno. Un hombre necesita la furia en un combate.
—Me ayudó de nuevo a levantarme—. Ahora es tu turno —me dijo, y
señaló el círculo trazado en el polvo.
Así fue cómo sir Richard at Lea, el famoso y
noble caballero, me enseñó a mover los pies. Durante el resto de la
mañana, y después todas las mañanas al terminar los ejercicios de
combate de Thangbrand durante las dos semanas siguientes, entré en
el círculo trazado en el polvo mientras sir Richard lanzaba
estocadas, reveses y golpes de arriba abajo que yo tenía que
esquivar. Al principio atacaba despacio, para que yo asimilara en
mi cabeza los movimientos básicos del juego de pies, hasta
convertirlos en una segunda naturaleza. Luego se movía más deprisa,
e intentaba sorprenderme con movimientos imprevistos. Pasado un
mes, me dejó utilizar mi espada para defenderme y empezó a
enseñarme las maniobras básicas de bloqueo, y pasado un tiempo
movimientos más complejos; pero insistía una y otra vez, hasta que
me sentía mareado de escucharle, en que lo importante eran mis
pies.
Mientras sir Richard y yo practicábamos en
nuestro círculo de tierra, con frecuencia teníamos mirones.
Bernard, que venía a recoger su almuerzo diario a la granja, se
recostaba en la pared de la fachada y sonreía cuando mi espada
encontraba el vacío en una estocada dirigida contra sir Richard, o
cuando rodaba por el suelo. Casi todos los días la pequeña y rubia
Godifa se plantaba con cara solemne en el extremo del patio de
ejercicios y nos observaba mientras yo sudaba, saltaba, gruñía y me
tiraba a fondo en el círculo. Nunca dijo una palabra, y siempre se
había ido cuando terminábamos la sesión a mediodía, y sir Richard y
yo entrábamos juntos a beber una pinta de cerveza en la
despensa.
Aquella bebida después del entrenamiento me
gustaba tanto como el propio ejercicio con la espada. Sir Richard
hablaba poco al principio, aunque su actitud era claramente
amistosa. Pero poco a poco empecé a saber algunas cosas sobre él.
Descubrí que era más que un caballero corriente. Era un miembro de
la orden de monjes soldados de Cristo y del Templo de Salomón: uno
de los famosos caballeros templarios, las fuerzas de élite de la
cristiandad, entrenados durante muchos años en el manejo de toda
clase de armas hasta convertirse en perfectas máquinas de matar
para mayor gloria de Dios. Poco a poco empecé a darme cuenta de que
quien me estaba enseñando a manejar la espada era uno de los
mejores guerreros del mundo. El año anterior, me dijo sir Richard,
fue uno de los pocos caballeros templarios que escaparon de la
matanza de Hattin, cuando el infiel Saladino había aplastado al
ejército cruzado y ejecutado a cientos de caballeros cristianos que
cayeron prisioneros. Más tarde, el mismo año, Saladino había tomado
Jerusalén y el Papa llamó a una nueva peregrinación para liberar la
Ciudad Santa de las hordas del Islam. Sir Richard fue enviado de
vuelta a su país para predicar la guerra santa a los ingleses y
ayudar al rey Enrique a reclutar fuerzas para las grandes batallas
que les aguardaban en Ultramar.
Había cabalgado en compañía de los hombres
de Murdac aquella mañana de primavera por capricho, porque sintió
la necesidad de un poco de ejercicio y de diversión; estaba
convencido de que participaba en una expedición de castigo a una
chusma de proscritos, y lo último que esperaba era verse herido de
gravedad y prisionero a la espera del pago de un rescate.
—Pero Dios siempre tiene un plan, Alan —me
dijo cuando le pregunté si maldecía su destino. Recordé entonces
que, como todos los templarios, era un monje además de un
guerrero.
Se acercaba el otoño y, con la ayuda de sir
Richard, me hice un esgrimista hábil. También progresaba en el
terreno de la música, con Bernard; y estimulado por él, había
empezado a componer mis propias canciones. Eran tonadillas fútiles,
pero Bernard era amable y, aunque en ocasiones podía ser muy
sarcástico, jamás hizo el menor comentario negativo en relación con
mis intentos de componer. De modo que compuse canciones de amor en
las que describía imaginariamente a la bella dama de Robin, Marian,
y pretendía ser su amante.
Al principio me resultó muy difícil tocar la
viola. Bernard empezó por enseñarme algunas de las canciones más
sencillas que había escrito. Pero incluso en una cansó fácil, la posición de los dedos en las
cuerdas tenía que ser precisa, y había que ejecutar con rapidez los
cambios. Un día Bernard perdió la paciencia y me gritó:
—En ese círculo de barro de allá, con una
espada pesada y un escudo en las manos, parece que mueves los pies
con bastante elegancia para ser un mocoso que juega a los
caballeros... Todo lo que te pido es que muevas los dedos la mitad
de bien para tocar mi música.
En un relámpago de inspiración, me di cuenta
de que estaba celoso de sir Richard y del tiempo que pasábamos
juntos. Me sentí conmovido. Aquello hizo que me diera cuenta, quizá
por primera vez, de que contaba con auténticos amigos en aquel
desierto.
Una semana más tarde, Robin regresó a la
granja de Thangbrand.