Capítulo VI

 

 

EL señor de Sherwood llegó a la casa de Thangbrand poco después del amanecer de un día claro de septiembre. Iba acompañado por media docena de arqueros hoscos, encabezados por su capitán Owain, y con una reata de treinta mulos que no llevaban ninguna carga. Toda la comunidad salió a darle la bienvenida, y él y su hermano Hugh se abrazaron como si llevaran cinco años, en lugar de cinco meses, sin verse. Me sentí tímido ante Robin; los pocos días que habíamos pasado juntos parecían muy remotos, y me preguntaba si habría cambiado, e incluso si se acordaría del chico imberbe junto al que cantó y luchó, y al que dejó atrás en primavera. De modo que me quedé al margen de los proscritos que se amontonaban para hacer fiestas a su amo de vuelta como perros impacientes alrededor del cazador.
Me vio a través de la multitud, y se abrió paso para saludarme.
—Alan —dijo—, he echado de menos tu música.
Sentí una oleada de cariño hacia aquel hombre. De inmediato le perdoné que me hubiera dejado en la granja de Thangbrand, y en cambió sentí la necesidad casi irresistible de balbucear que también le había echado mucho de menos. Por fortuna, conseguí controlarme.
—¿Cómo te portas? —me dijo, y colocando ambas manos en mis hombros escudriñó en mi interior con sus ojos plateados—. Espero que Bernard no te haya hecho desviarte de tus estudios ni te haya arrastrado a la bebida y a las mujeres fáciles.
Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.
—Bernard es... —empecé a decir—, Bernard es..., bueno, es un gran músico —contesté como un tonto, y él se echó a reír.
—Bueno, tendrá que parar de enseñarte música durante uno o dos días. Voy a necesitar tu famosa ligereza de dedos. Ve a por una capa que abrigue mucho y una capucha honda, y ensilla un caballo. Nos vamos a una taberna de Nottingham, tú y yo solos. Partiremos de aquí a una hora.
Y enseguida se volvió a hablar con Thangbrand.
La noticia, con mi mentalidad aún infantil, me produjo una tremenda alegría, y también un poco de miedo. La última vez que estuve en Nottingham me habían arrestado por ladrón, y estuve a punto de perder la mano. Además, una taberna parecía un destino extraño, porque teníamos grandes cantidades de cerveza, y también de vino, en la despensa de Thangbrand. Pero la idea de viajar a solas con Robin me hizo sentirme especial. Un privilegiado. Mi señor me había elegido como compañero de viaje y marchábamos juntos a una aventura. Recogí la capa y la capucha, me ceñí la espada y ensillé un poni castaño, el animal que Hugh me había enseñado a montar. Era una criatura plácida que no valía gran cosa en términos de dinero, pero era fuerte y podía correr todo el día y toda la noche, si era necesario. Y como me conocía, no había peligro de que me tirara al suelo y me cubriera de vergüenza delante de Robin.
Pasada una hora estábamos ya en camino, a un trotecillo cómodo y sin ninguna prisa aparente, y Robin me explicó lo que pretendía de mí. Parecía bastante sencillo, y le escuché aliviado: todo se reducía a cortar una bolsa, un trabajo fácil que había hecho cientos de veces antes.
—Iremos a La Peregrinación a Jerusalén, la nueva taberna que está justo debajo del castillo de Nottingham. ¿La conoces? —dijo Robin mientras trotábamos bajo el sol de septiembre. La conocía: era un lugar animado, con buena cerveza, excavado en la gran roca caliza sobre la que se alzaba el castillo, y muy frecuentado tanto por peregrinos en camino hacia Tierra Santa como por los hombres de armas de sir Ralph Murdac libres de servicio. Siempre que iba a Nottingham procuraba evitar ese lugar, no porque no resultara acogedor, sino por la cantidad de soldados que lo frecuentaban. Pero lo conocía, de todos modos.
—Hay un hombre que va allí a beber todas las noches —continuó Robin—. Se llama David. Un idiota. Y siempre lleva una llave en la bolsa que cuelga de su cinturón. Quiero que robes esa bolsa, esa llave, sin que se dé cuenta. ¿Puedes hacerlo?
—Tan fácil como santiguarme —dije—. Eso es sencillo, pero lo difícil será escapar después. Seguro que echará de menos la bolsa antes o después; si tenemos la suerte en contra, puede que sólo unos momentos después de que se la haya quitado. Entonces empezará a alborotar y gritar, y nosotros nos veremos atrapados en las calles de Nottingham después del toque de queda, dos ladrones sin un refugio en el que escondernos y con toda la población en contra nuestra. Nos atraparán, señor. Sin la menor duda.
—No lo harán. Confía en mí. No pararemos mucho tiempo en Nottingham; estaremos fuera de las puertas y en camino antes de que tu víctima se dé cuenta de que le falta la bolsa.
—Pero las puertas se cierran al ponerse el sol, y no se permite pasar a nadie hasta el amanecer del día siguiente, por orden del sheriff.
—Confía en mí, Alan. Tengo una llave de otra clase, de oro, que abre cualquier puerta guardada por un hombre pobre. Pero ahora hemos de darnos prisa. Tenemos que estar en La Peregrinación una hora después del anochecer.
Picamos espuelas a nuestras monturas y levantamos polvo durante muchas millas, hasta que ya avanzada la tarde, con los caballos cubiertos de espuma y las capuchas bien caladas, cruzamos las puertas abiertas de la ciudad de Nottingham y entramos en las calles concurridas en las que habían transcurrido los años de ratero de mi niñez.
Amarramos nuestros caballos delante de La Peregrinación a Jerusalén y después de pedir sendas jarras de cerveza tomamos asiento junto a una tosca mesa, en un rincón de la sala en penumbra. Recosté la espalda dolorida —no estaba acostumbrado a cabalgadas tan largas— en la fría piedra caliza del muro y bebí un sorbo de cerveza mientras miraba a mi alrededor.
La sala estaba llena a medias de bebedores; los parroquianos serían tal vez una docena, sentados junto a mesas pequeñas, o bien en bancos adosados al muro. Una gran mesa comunal ocupaba el centro, y en ella una moza de carnes abundantes, con antebrazos más rollizos que mis propias piernas, servía algunos platos sencillos: sopa, pan o queso. Un hombre alto, flaco y oscuro estaba de pie y bebía a pequeños sorbos una jarra de cerveza recostado en el muro junto a la chimenea. Tenía un aspecto un tanto extraño: siniestro, incluso. Vi que observaba a Robin, paseaba luego la mirada por la sala y volvía a clavar los ojos en Robin. Parecía interesarse por nosotros de un modo innatural. Me pregunté si sería un espía o un informador del sheriff, y un escalofrío de temor recorrió mi cuerpo. Seguimos sentados en silencio en nuestro rincón, bebiendo, cruzando breves palabras y pensando en nuestros asuntos. Encogí los hombros y me bajé un poco más la capucha para taparme la cara. Cuando volví a levantar la vista, el hombre oscuro todavía nos observaba. Su mirada se cruzó con la de Robin y entonces señaló, con una inclinación muy ligera de la cabeza, a un hombre muy gordo sentado a la mesa comunal y que daba cabezadas, medio adormilado por la bebida. Robin hizo una seña afirmativa casi imperceptible al hombre oscuro, y una oleada de alivio aflojó el nudo que se me había formado en la boca del estómago. El hombre oscuro apuró su jarra de cerveza, la dejó sobre una mesa próxima y salió por la puerta.
Robin acercó su cabeza a la mía y me preguntó en voz muy baja:
—¿Ves a nuestro objetivo?
Yo asentí.
—Tú tienes el mando, en esta situación —dijo en una voz poco más alta que un susurro—. Es tu trabajo. ¿Cómo quieres hacerlo?
Me volví a mirarlo con un asombro infinito. Mis mejillas enrojecieron de orgullo. Robin Hood, el rey de los proscritos, me pedía mi opinión para la comisión de un delito. Ordené a toda prisa mis pensamientos:
—Distracción —contesté—. Tenemos que crear alguna distracción para que pueda robar la bolsa.
—Muy bien —asintió Robin—. ¿Qué sugieres?
De nuevo me sentí sorprendido y halagado por su confianza en mis opiniones. Era una sensación nueva, la de asumir la iniciativa en presencia de mi señor, y descubrí que resultaba agradable. Al reflexionar más tarde sobre el tema, me doy cuenta de que Robin sabía muy bien cómo se roba una bolsa: después de todo había vivido, e incluso medrado, al margen de la ley desde hacía muchos años. Tan sólo me estaba poniendo a prueba. Pero en aquel momento, el hecho de que tuviera en cuenta mi opinión me infundió muchos ánimos.
—Me sentaré junto a él, del lado izquierdo, donde está la bolsa —dije—. Tú te sientas enfrente, al otro lado de la mesa. Te quitas la capa y la dejas sobre la mesa, a un lado. Simula estar borracho. Pedimos de comer y beber, y estamos un rato sentados; volvemos a pedir, y cuando llega a la mesa la nueva jarra repleta de cerveza, con un gesto torpe de borracho la derramas sobre el objetivo. Entonces voceas a gritos cuánto lo sientes, maldices tu torpeza, pasas al otro lado de la mesa y empiezas a secarlo con tu capa. Hazlo con mucho vigor, y repite muchas veces en voz alta lo mucho que sientes haber mojado a un caballero tan fino. Él te dirá que le quites las manos de encima, pero has de insistir en que tiene que estar bien seco y que quieres secarlo tú como compensación. Haz el papel del bobo borracho hasta el final, pero asegúrate de que su costado izquierdo queda bien oculto por tu capa, mientras le secas la ropa. Es muy importante.
—Comprendo —dijo Robin en tono grave—. Mientras la capa tapa el costado izquierdo, tú cortas la bolsa.
—Sí, aprovechando la confusión, porque esperemos que se ponga furioso por tu manoseo y arme un escándalo, y tú puedes alzar la voz y enfadarte también. Yo salgo de la taberna y te espero en el callejón con los caballos. Sígneme tan pronto como te sea posible. Luego salimos al galope.
—Un buen plan, Alan —me felicitó Robin—. Un plan muy bueno. ¿Estás listo?
Asentí. Robin se puso en pie, se dirigió a la mesa comunal tambaleándose un poco y gritó al chico que servía que le trajera más cerveza.
—Deprisa, ¿me has oído? ¡Y algo de pan y queso que no esté demasiado mohoso, perro!
Yo fui tras él como un criado avergonzado por la borrachera de su amo, y tomé asiento al lado del objetivo.

 

 

 

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—Esto —dijo Robin intentando reprimir una carcajada, sin conseguirlo— ha sido lo más divertido que me ha pasado desde hace mucho tiempo.
Trotábamos por el camino que se dirige al norte desde Nottingham, después de que Robin sobornara al guardián de la puerta con tanta generosidad que nos abrió a pesar del toque de queda. Yo también me retorcía de tanto reír, y apenas conseguía sostenerme sobre los lomos de mi rocín. Robin tenía un talento natural para representar, y el papel del patán borracho hasta extremos indecentes le había hecho disfrutar a fondo. Rugió para pedir más cerveza, la derramó, se disculpó con la víctima, se empeñó en secarla y se maldijo a sí mismo con el mayor entusiasmo. Su forma de dejar colgar los pliegues de la capa había sido perfecta, y yo metí debajo mis manos con el pequeño cuchillo mientras él restregaba la cara del pobre gordinflón con el otro extremo de la prenda, tapándole los ojos mientras yo deslizaba la bolsa en mi túnica, salía rápidamente por la puerta del establecimiento y me perdía en la noche. Él se reunió conmigo tan sólo unos instantes después, gritando aún hacia el interior algo acerca de un error sin intención, cualquiera puede volcar una jarra de cerveza, y ciertas personas no deberían creerse que son demasiado buenas para mezclarse con gente honrada.
Intentamos cabalgar al lado el uno del otro, pero cada vez que mi mirada se cruzaba con la de Robin, los dos empezábamos a reír por lo bajo, y luego más y más alto, hasta que de nuevo soltábamos la carcajada. Por fin, con lágrimas de risa corriéndonos por las mejillas, conseguimos poner nuestras monturas a un trote largo por el camino iluminado tan sólo por la luz de las estrellas y un gajo de luna, y pusimos varias millas por medio entre Nottingham y nosotros.
El alba nos encontró subiendo la ladera de una colina en dirección a una robusta torre cuadrada, aproximadamente a mitad del camino entre Nottingham y la granja de Thangbrand. No tenía idea de adónde íbamos, y durante la última hora el cansancio había gravitado pesadamente sobre mis hombros. En cambio, un día y una noche sobre la silla de montar no parecían tener el menor efecto en Robin. Su espalda se mantenía erguida, y cabalgaba con una gracia elegante que yo intentaba sin éxito imitar. En la cima de la colina, con un sol brillante y alegre que iluminaba el extenso panorama hacia el este, nos adentramos en un bosquecillo y me quedé boquiabierto por la sorpresa. Allí nos estaba esperando Owain el arquero, con seis de sus hombres y la reata de mulos de carga.
La llave de la bolsa, según pude comprobar, abría una puerta de hierro de la torre, y una vez superado aquel obstáculo, Owain y Robin entraron en el interior con antorchas encendidas. Entonces comprendí por qué nuestra excursión a Nottingham había ocupado un lugar tan importante en los planes de Robin.
Para cualquier arquero, aquel era un almacén lleno de riquezas. Porque aunque no guardaba oro, plata ni joyas, contenía montones y montones de arcos de primera calidad, con flechas nuevas dispuestas en gavillas de treinta unidades en torno a dos discos de cuero que impedían que las plumas de oca se aplastaran unas contra otras. También había varas de tejo para arcos en gruesos haces, y espadas, escudos, lanzas, e incluso algunas viejas cotas de malla extendidas en unas perchas en forma de «T».
—No hemos traído suficientes mulos —dijo Owain.
—¿Qué es este lugar? —pregunté a Robin, después de recorrer con la vista aquella abundancia de armamento, suficiente para equipar a un pequeño ejército.
—Es uno de los arsenales de nuestro rey Enrique. Está almacenando armas con destino a una gran peregrinación para liberar Tierra Santa de las manos del infiel. Nuestro buen amigo David, que a estas horas me imagino que habrá descubierto ya que ha perdido su llave, es el armero del rey, y el responsable de acumular armamento en el norte para la gran expedición. El rey no confía en sir Ralph Murdac en lo referente a esas armas, porque de otro modo las habría guardado en el castillo de Nottingham. De modo que David, un hombre leal al rey, aunque un poco demasiado aficionado a la bebida, es quien se encarga de ellas.
—Se encargaba —precisé.
—Será mejor que nos demos prisa, señor —intervino Owain—, El armero ya debe de haber dado la alarma a estas horas.
Y eso fue lo que hicimos. Una hora más tarde, con los treinta mulos tambaleantes bajo su monstruosa carga, estábamos de nuevo en marcha hacia la granja de Thangbrand por el camino del norte. El arsenal había quedado vacío sólo a medias. Robin dejó la puerta abierta y colgó cuidadosamente la llave de un clavo en la pared. Con un pedazo de tiza escribió las palabras «Gracias, señor» en la piedra gris de debajo.

 

 

 

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Robin estaba de un humor excelente mientras trotábamos a lo largo de una senda estrecha entre los árboles, pero de pronto se detuvo y alzó una mano. Todos paramos, y los arqueros tomaron de las riendas a los mulos para tenerlos quietos y en silencio. Hubo un ruido de cascos en el camino, y apareció en un recodo la gorra de color amarillo brillante y la poderosa silueta de Little John que se acercaba a buen paso. Iba montado en un caballo cubierto de sudor, y acompañado por dos hombres de armas a los que había visto en la casa de Thangbrand, pero que no conocía bien.
Robin esperó impávido en silencio mientras John refrenaba a su caballo sudoroso con un tirón salvaje y los dos se miraban mientras el caballo resoplaba al pálido sol de finales de verano.
—Son los Peverils —anunció John, después de recuperar el aliento—. Están atacando otra vez nuestras aldeas.
—¿Dónde están, y cuántos son? —preguntó Robin.
—Han arrasado Thorning Cross; saquearon la iglesia, y mataron a unos cuantos. Ahora se dirigen al norte, hacia sus guaridas de Hope Valley. Son unos veinte bastardos.
—Geraint, Simon, llevad esta reata a Thangbrand. —Robin se dirigió a los dos hombres que acompañaban aJohn. Me asombró que conociera sus nombres, y en cambio yo no—. Tú irás con ellos, Alan.
—Preferiría acompañaros a vos, señor.
—Haz lo que te he dicho —gritó Robin. Nuestras risas compartidas, la camaradería de nuestra aventura de cortabolsas en Nottingham, habían desaparecido. Robin había asumido su actitud de combate: ceñudo, decidido, un capitán que no admite que se le cuestione.
—John, ve delante. Owain, tú y tus hombres conmigo.
Así, desapareció al galope por el camino, detrás de Little John y seguido por Owain y sus seis arqueros. Los dos hombres de armas me miraron en silencio.
—Escuchad, llevad vosotros la reata a Thangbrand —dije—. Yo tengo otro asunto que resolver.
Luego, piqué espuelas detrás de mi desaparecido señor.
Sabía quiénes eran los Peverils: un antiguo y prolífico clan de bandoleros a pequeña escala que operaba en el norte de Inglaterra, casi siempre fuera del área controlada por Robin. La familia presumía de descender de Guillermo el Bastardo, aunque por la rama equivocada del árbol genealógico. Algunos miembros de la familia habían sido en tiempos señores de una fortaleza inexpugnable en Castleton pero, debido a su dudoso comportamiento, fueron desposeídos de ella por el rey Enrique haría unos treinta años. Desde entonces vivían del robo, el asesinato y el secuestro de personas para obtener rescate. De hecho, si se ha de decir la verdad, no eran muy distintos de la banda de Robin. En la granja de Thangbrand se había hablado alguna vez de ellos: los Peverils tenían fama de ser crueles pero cobardes, y hasta ahora habían respetado los lugares sometidos a la autoridad de Robin.
Alcancé a Robin y sus hombres al cabo de media milla más o menos, y me limité a seguirles manteniendo la distancia mientras cruzaban la región a galope tendido. Noté como Robin miraba hacia atrás y advertía mi presencia. Frunció la frente, pero no aflojó el ritmo. Seguí a la cola de la columna de hombres y caballos lanzados a la carrera y tragué polvo durante más o menos quince millas, unas veces por senderos polvorientos que cruzaban el bosque, otras atravesando prados y sembrados, hasta que subimos a lo alto de una suave loma que dominaba una pequeña aldea apiñada en el vado de un escuálido río. Una espesa columna de humo se alzaba de aquel lugar, y pude ver que por lo menos dos casas estaban en llamas. El poblado había sido destruido por completo: casas quemadas, vacas y ovejas robadas, hombres muertos y mujeres y niños violados. Incluso la antigua cruz que daba su nombre a la aldea había sido derribada. Mientras bajábamos al trote la ladera hacia el pueblo, oí llorar a una mujer, y poco después la vi. Estaba arrodillada en el suelo delante de una choza humeante, tenía en brazos el cuerpo ensangrentado de un niño pequeño, de seis años tal vez, y lo mecía y gemía para sí misma, un lamento sin palabras, agudo, desconsolado. La cabeza del niño caía hacia un lado y otro con cada movimiento del cuerpo de ella. Acercamos nuestros caballos, y Robin desmontó y se arrodilló junto a la mujer. Colocó una mano sobre su hombro y ella se sobresaltó de pronto, pero dejó de gemir de aquella manera horrible y sus ojos hinchados y enrojecidos miraron a Robin, cargados de dolor.
Al mirar a mi alrededor, vi signos de una maldad que apenas podía imaginar: los cadáveres rotos, despedazados, de una docena de campesinos estaban esparcidos por la calle embarrada. Unos metros más allá yacía el cuerpo de un sacerdote, con un brazo extendido. Me di cuenta de que le faltaban varios dedos, cortados sin duda por los anillos que llevaban. Una muchacha, con la garganta rebanada y abierta como una boca más, estaba tumbada de lado sobre el montón de piedras que servían de base a la antigua cruz de piedra situada en el centro de la aldea. Le habían subido las faldas hasta la cintura, y el regazo era una enorme mancha de sangre coagulada. Vi que alguien había marcado a cuchillo las nalgas blancas y aparté la vista a toda prisa.
—Al parecer están todos muertos menos ella —dijo Owain, señalando a la mujer en duelo. El y varios de sus hombres habían recorrido a caballo todo el pueblo en busca de heridos supervivientes. La mujer abrazada a su hijo muerto miró a Owain a caballo y luego a Robin arrodillado junto a ella. Él le ofreció su frasca de vino. Ella bebió un pequeño sorbo, tragó con esfuerzo y empezó a sollozar en silencio, con los ojos cerrados y la barbilla hundida en el cuello.
—¿En qué dirección se fueron? —quiso saber Robin. Ella siguió llorando, sin hacer caso de sus palabras— ¿En qué dirección? —preguntó de nuevo. Ella le miró aturdida y señaló el camino que salía del pueblo hacia el norte con un dedo manchado de sangre.
—Volveremos más tarde a ayudar —dijo Robin—, pero ahora tenemos que atrapar a los hombres que han hecho esto, para hacérselo pagar. —Nosotros te pagamos —dijo la mujer en voz baja. Robin se encogió un poco, pero ella no bajó la mirada—. Tenías que protegernos —siguió diciendo la mujer—. Tus hombres dijeron que, si pagábamos, tú nos protegerías de...
La mujer hizo un amplio gesto con el brazo para mostrar la carnicería de la calle embarrada. Robin se puso en pie.
—Os he fallado —admitió Robin. La mujer lo observaba—. Pero les atraparemos, y juro que haré que lamenten haber hecho esto.
Ella asintió.
—Cógelos —dijo, con voz áspera—, y mátalos. Mátalos a todos.
Robin asintió y dejó la frasca de vino en manos de ella. Montamos, y Robin ordenó a uno de los arqueros que fuera delante como explorador. Luego me miró sin expresión.
—Te dije que fueras a casa de Thangbrand —dijo, pero sin mucho calor. Yo me encogí de hombros.
—No vuelvas a desobedecerme nunca —advirtió, y sus ojos relampaguearon como un cuchillo esgrimido en la noche. Yo dije que sí, demasiado desalentado para sentirme realmente asustado, y cabalgamos por el camino que salía del pueblo devastado en dirección norte.
Aquella noche acampamos, con mucho frío y sin fuego, en un bosque de hayas en las montañas. Matthew, el arquero explorador, había vuelto para informar a Robin. Los Peverils estaban a una distancia de menos de media milla, dándose un festín de carnero robado asado alrededor de una gran hoguera, en una hondonada situada debajo y más al norte de nuestro hayedo. No se habían molestado en poner centinelas, dijo Matthew, y cantaban alrededor del fuego mientras se bebían los barriles de cerveza procedentes del saqueo. También llevaban con ellos a una mujer capturada, y la violaban por turno.
El aire de la noche era frío, pero Robin nos prohibió hacer fuego. Tendríamos que bajar al campamento de los Peverils dejando atrás los caballos, y atacarlos a pie justo después de amanecer. Eran veinticuatro hombres. Nosotros éramos nueve. Pero estarían borrachos y adormilados, y no se enterarían de nuestra presencia hasta el momento del ataque. Nosotros estaríamos fríos y furiosos —los hombres se habían indignado al ver la fechoría de Thornings Cross—, y lo que es más importante, capitaneados por Robin. Todos los enemigos morirían, era cosa segura.
Estaba a punto de dormirme, envuelto en mi capa y mi capucha, recostado entre dos raíces con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, cuando Robin se me acercó.
—Por la mañana, ten cuidado de que no te maten —me dijo en voz baja— Quédate atrás cuando ataquemos, esos hombres son muy peligrosos. —Yo sacudí la cabeza—. No vuelvas a desobedecerme —dijo Robin, en un tono de voz helado.
—Puedo luchar —dije—. He aprendido uno o dos trucos en la casa de Thangbrand.
Deseaba con todas mis fuerzas hacerles pagar por lo que habían hecho en Thornings Cross.
—Ni de lejos has aprendido aún lo suficiente —dijo Robin—. Quiero que te quedes atrás, y entres sólo cuando la lucha esté casi acabada. E incluso entonces, ten cuidado.
Guardé silencio, y me sentí extrañamente resentido y terco.
—Mira —dijo, y bajó la voz de modo que nadie más pudiera oírle—, para mí eres más valioso que un arquero ordinario. En serio. Bernard dice que tienes auténtico talento. No quiero que mueras en una escaramuza sin importancia, te necesito vivo.
Yo aún estaba enfadado. ¿Acaso pensaba que tenía miedo? ¿Olvidaba que ya había matado a un hombre en una batalla?
—Eres igual que tu padre —dijo Robin—. Era un cabezota, y no le gustaba que le dieran órdenes.
—¿Me dirás todo lo que sabes de él? —le pregunté, para cambiar de tema—. Nunca me habló de su vida antes de instalarse en el condado de Nottingham, conocer a mi madre y casarse con ella.
—¿De verdad? Qué extraño, que yo sepa más de un hombre que su propio hijo —dijo, y se sentó a mi lado, con la espalda recostada en el árbol—. Bueno, era un buen hombre, creo, y fue amable conmigo, y realmente era un estupendo cantor. Pero eso ya lo sabes. Llegó a la corte de mi padre en Edwinstowe cuando yo era un niño de nueve o diez años tan sólo. El era un trouvère...
Me senté más erguido, a medida que mi interés iba creciendo.
—Como llegó a Edwinstowe en pleno invierno —continuó Robin—, mi padre le invitó a pasar las Navidades con nosotros. Teníamos pocas distracciones en aquel distrito, y su música hizo que el castillo pareciera más cálido y brillante durante los días cortos y fríos y las noches largas y heladas de aquella estación.
—¿De dónde venía? —pregunté. Me resultaba difícil imaginar a mi andrajoso padre, el campesino que araba los campos, como un trouvère vestido de seda e invitado a pasar las Navidades en el castillo de un gran señor.
—Venía de Francia. Su padre era conocido como el Seigneur d'Alle, un terrateniente modesto, y Henri d'Alle, al ser el segundo hijo, fue destinado a la Iglesia. Por lo que recuerdo, entró a formar parte del coro de la gran catedral que estaban empezando a construir en honor de Nuestra Señora, en París. Pero sucedió algo. Nunca me habló de ello, pero creo que fue acusado en falso por el obispo Heribert, casualmente un primo de nuestro sir Ralph Murdac, y un hombre poderoso en la jerarquía de la Iglesia. Heribert era, según me han contado, un clérigo enteramente corrupto, pero en aquella época era el responsable absoluto de la música de la catedral de Notre Dame. Corrió el rumor de que habían robado unas bandejas y candelabros de oro, y se acusó a tu padre. Le dijeron que, si admitía haber robado el oro, lo perdonarían y, después de cumplir una penitencia, le permitirían seguir al servicio de la Iglesia. Se negó en redondo. Estoy seguro de que era inocente, dicho sea de paso, y por eso tal vez hizo bien al negarse a admitir su culpabilidad. Era un hombre testarudo, y como lo negó todo, fue obligado a abandonar la Iglesia y Francia, y hubo de encaminarse a Inglaterra como trouvère, para entretener con su música a la nobleza. Nunca perdonó a la Iglesia que lo expulsara; a veces echaba pestes de los curas de forma abierta, sin bajar la voz.
Robin hizo una pausa, como si ordenara sus recuerdos, y luego continuó:
—En Edwinstowe, yo tenía como tutor a un sacerdote enviado por el arzobispo de York. Era un hombre brutal, que se dedicaba a pegarme a menudo. Ahora está muerto, claro, pero cuando yo era chico llegó a ser una pesadilla para mí. Tu padre habló con él. No sé lo que le dijo a aquel hombre, pero durante aquellas Navidades, mientras tu padre estuvo con nosotros, no hubo palizas. Y yo le estoy agradecido. Me siento en deuda con él, por aquel breve respiro. —Guardó silencio durante un rato. Luego añadió—: Así que ya lo ves. Siento que te debo algo por la ayuda que me prestó tu padre aquellas Navidades, y por supuesto por el placer que me hizo sentir con su música. De modo que por eso te pido que me prometas que tendrás cuidado mañana, que te quedarás atrás.
—Pero yo quiero vengar lo que hicieron los Peverils en esa aldea —dije, con la esperanza de agradarle hablando de venganza. Suspiró.
—Merecen morir, y merecen sufrir. Pero si he de ser honesto, lo que vamos a hacer mañana también lo hago en interés propio. Durante años los Peverils nos han respetado a mí y a mis dominios. Todos me llaman el Señor de Sherwood. Ahora ellos han roto el pacto y me han faltado al respeto, y estoy obligado a darles una lección, a ellos y a otros como ellos, porque quiero que cuando yo extiendo mi mano para proteger un pueblo, a una familia, a un hombre, queden protegidos. Mi seguridad, y mi libertad, y todo mi futuro dependen de eso. Si la gente no me teme, ¿por qué no habría de informar al sheriff de mi paradero? ¿Por qué habrían de pagarme para que les proteja, pagarme para que administre justicia, si creen que no les doy nada a cambio?
—¿No es una sencilla cuestión sobre lo que está bien y lo que está mal? —dije—. Son mala gente y deben ser castigados.
—Así es. Pero el bien y el mal casi nunca son cosas sencillas. El mundo está lleno de mala gente. Algunas personas dirán incluso que lo que yo hago está mal. Pero si me dedicara a recorrer la tierra castigando a todos los hombres malos que encontrara, nunca podría descansar. Y aunque me pase la vida entera castigando las fechorías, no aumentaré en lo más mínimo la cantidad de felicidad que es posible encontrar en este mundo. El mundo posee una reserva inagotable de maldad. Todo lo que puedo hacer es proporcionar amparo a quienes lo soliciten, a los que amo y a los que me sirven. Para poder protegerme a mí mismo y a mis amigos, la gente ha de temerme; y para que me teman, he de matar a los Peverils mañana. Y tú, mi joven amigo, tienes que quedarte atrás.
Pude ver sus dientes en la sonrisa que me dirigió en la oscuridad, cuando se puso en pie. Y yo le sonreí a mi vez. Cuando se alejó, me arrebujé en mi capa e intenté dormir, pero sus palabras daban vueltas sin parar en mi cabeza. ¿De verdad había en el mundo reservas inagotables de maldad? Sí, todos éramos pecadores, eso era cierto. Pero, ¿y la promesa de Cristo de darnos su perdón y una vida eterna?

 

 

 

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Atacamos a la mañana siguiente, con la luz gris que precede inmediatamente al alba. No fue tanto una batalla como una carnicería. Los hombres de Robin se acercaron a pie sin hacer ruido, tomaron posiciones resguardados en los árboles a menos de treinta pasos, y lanzaron flecha tras flecha contra los bultos de los durmientes diseminados por el suelo cerca de los restos de la hoguera. Los gritos de las primeras víctimas despertaron a varios Peverils, pero fueron pocos los que, en su estado de borrachera y de modorra, consiguieron llegar a ponerse en pie, y quienes lo hicieron fueron muy pronto derribados de nuevo por una lluvia interminable de flechas. Luego cargamos, y los supervivientes fueron abatidos por John, Robin y los seis arqueros que irrumpieron en el campamento enarbolando hachas y espadas, en un torbellino en el que se mezclaban el zumbido del acero al hendir el aire, los gemidos de los hombres y el brotar de la sangre. Yo intenté quedarme atrás como me había ordenado Robin, pero cuando él tocó el cuerno para el asalto y los hombres cargaron, yo fui tras ellos con la sangre hirviendo en mis venas.
Sin embargo, no corrí el menor peligro, porque no llegué a enfrentarme a ningún enemigo. Todos estaban ya muertos pocos instantes después de que volara la primera flecha. Excepto dos.
Sir John Peveril tenía una flecha clavada en el hombro y otra en el talón, y blandía una pesada espada curva con giros amenazadores frente a los tres arqueros que le rodeaban.
—Lo quiero vivo —gritó Robin, y Little John, que estaba detrás de él, se adelantó, hizo revolear su enorme hacha y golpeó la nuca de Peveril con la parte plana.
Sir John soltó el arma de inmediato y cayó sin sentido.
El otro superviviente era un niño al que calculé no más de diez años. No había recibido ni un rasguño, porque los arqueros no quisieron disparar contra un enemigo tan insignificante. Enseguida le fue arrebatada su espada corta y enmohecida, y fue atado como un pavo por Navidad.
Mientras, sir John Peveril había sido tendido en el suelo con los brazos y las piernas extendidos y sujetos con cuerdas a cuatro estacas clavadas en el suelo. Robin se aseguró de que las estacas estaban hundidas no menos de un pie y no había forma de moverlas. Luego los hombres desnudaron a sir John y mearon en su cara para despertarlo. Cuando el hombre recobró la conciencia entre rugidos, escupitajos y maldiciones, y vio su cuerpo desnudo y atado al suelo del bosque, sus ojos se salieron de las órbitas, por el terror. Alzó la mirada y al ver a Robin enmarcado por los primeros rayos del sol, de pie a su lado como el Ángel de la Muerte, perdió totalmente el control. El miedo hizo que todo su cuerpo se agitara en convulsiones continuas.
—Rob... Robert, por favor —balbuceó por entre los labios secos—. Te pagaré, te pagaré la cantidad que me pidas. Sólo te pido que me sueltes. Me iré, lo juro, lo juro. Me marcharé, me iré de Inglaterra...
Robin apartó la vista del cobarde tembloroso y empapado de orina, atado e inerme a sus pies. Miró a su izquierda un bulto pálido tendido sobre la hierba. Era el cuerpo desnudo de una muchacha muerta, con la cara magullada vuelta hacia el cielo; el vientre y las piernas estaban cubiertos de sangre negra. Robin se volvió hacia sir John. Su rostro era una máscara indiferente.
—Elige un miembro —dijo.
—¿Qué? ¿Qué? —tartamudeó sir John.
—Elige un miembro —repitió Robin con voz helada.
—Sí, claro, desde luego, Robert. Me merezco perder un miembro. Pero podemos hablarlo... Puedo ofrecerte compensaciones... Pagar...
—Elige uno, o los perderás todos —insistió Robin, implacable. Hizo una seña a Little John, que estaba de pie a su lado sosteniendo sin esfuerzo la gran hacha en una mano.
—Que te jodan, Robert Odo, a ti y a todos los que quieres. Que todos los demonios del infierno se te lleven a pudrirte en un agujero... —Little John dio un paso adelante y sir John gritó—: El izquierdo, Dios os maldiga a todos, el brazo izquierdo. Elijo el brazo izquierdo.
Robin hizo un gesto de asentimiento y se volvió a Little John.
—Déjale el brazo izquierdo, y corta el otro y las dos piernas —le dijo— También prepara tres torniquetes bien apretados en cada miembro antes de cortarlos. No quiero que el bastardo se desangre hasta morir.

 

 

 

★ ★ ★

 

 

 

Me gustaría olvidar los ruidos de la afilada hacha de Little John cuando cumplió las órdenes de Robin, tres horrendos crujidos húmedos; y los gritos de sir John antes de que lo mutilaran; y la vista de su torso inconsciente, con un solo brazo blanco pegado aún a él, los dedos engarbados y clavados en el suelo luchando con el dolor; pero nunca podré, aunque viva cincuenta años más. No pude verlo todo hasta el final y Robin, quizá como una gentileza, me ordenó que comprobara que el resto de los enemigos estuvieran muertos. Uno no lo estaba, pero sí malherido y sin sentido, con dos flechas en el vientre y los ojos en blanco. Al rebanarle el gaznate con mi espada, pude oír el último hachazo dado por Little John y el suspiro de alivio de nuestros arqueros. No teníamos ni una sola baja, y únicamente dos heridos leves. Había sido una gran victoria, pero el castigo dado a sir John Peveril enfrió la euforia de los hombres; habían tenido su venganza.
Desatamos al niño, sin hacerle ningún daño, y lo dejamos allí para que atendiera al medio hombre mutilado que había sido su capitán y pasara al resto de los Peverils el mensaje de que aquello había sido obra de Robin. Luego envolvimos el cadáver de la muchacha, lo cargamos a lomos de un caballo y nos fuimos de aquella siniestra hondonada dejando donde estaban a nuestros enemigos muertos.
Robin entregó el cuerpo a la mujer de Thornings Cross y le devolvió su dinero, que había recuperado de los Peverils. Owain se había equivocado al informar de que todos los habitantes de la aldea estaban muertos; algunos pudieron ocultarse en el bosque cuando los Peverils entraron a la carga, y de esa forma salvaron sus vidas. Cuando aparecimos a media tarde, todos aquellos supervivientes se encontraban reunidos en la pequeña iglesia, después de cavar tumbas para amigos y familiares. Eran un grupo de míseros campesinos, de supervivientes, refugiados bajo el techo de la iglesia, encogidos ante la presencia de los túmulos de tierra recién removida.
Había oscurecido ya cuando regresamos a la granja de Thangbrand, y me sentí exhausto y sin energías, tanto de cuerpo como de espíritu. Cuando Robin vino a decirme adiós al día siguiente —volvía a su escondite en unas cuevas del norte—, no pude mirarle a la cara. Yo había dormido mal, con pesadillas en las que sir John Peveril arrastraba hacia mí por el suelo su torso mutilado ayudándose con el único brazo que le quedaba.
Robin me tomó de la barbilla y me hizo levantar la cabeza para forzarme a mirar sus brillantes ojos plateados.
—No me juzgues, Alan, hasta que conozcas la carga que he de soportar. Incluso entonces, no juzgues a ningún hombre, para no ser juzgado a tu vez. ¿No es eso lo que predican los cristianos?
No contesté.
—Vamos, pues, separémonos como amigos —me sonrió Robin.
Miré sus ojos de plata y supe que, por mucho que me horrorizara su crueldad, nunca podría odiarle. Sonreí, pero fue sólo una mueca pálida y borrosa.
—Eso está mejor —dijo. Me dio una última palmada en el hombro y se fue.