Capítulo XIV

 

 

AL día siguiente me presenté a Fulcold, le adulé y le regalé un canario en una pequeña jaula de juncos que había comprado en la ciudad. Maese Fulcold quedó bastante complacido, y me dijo que podía ayudar a su equipo de escribanos a llevar los rollos de las cuentas de la reina y aprender de ese modo cómo se dirigía una gran mansión.
Era un hombrecillo extraño, inmensamente gordo, tímido y sentimental. Adoraba la música y le encantaba la idea de que el juglar de un trouvère tan renombrado como Bernard de Sezanne trabajara bajo su dirección. Cuando no tenía algún trabajo que darme, cosa que ocurría con cierta frecuencia, me pedía que tocara mi flauta dorada para entretenimiento de los escribanos.
Además de anotar las cuentas de la reina en grandes rollos de pergamino, los escribanos de la real casa se ocupaban en particular de la correspondencia de Leonor, que escribía y recibía cartas constantemente. Cada mañana, la reina se levantaba al alba, se aseaba, desayunaba y oía la primera misa en la catedral. Después, se ocupaba de su correspondencia. Escribía a todo el mundo, desde su amado hijo Ricardo, duque de Aquitania, y Felipe Augusto, el rey de Francia, hasta oscuros caballeros del Poitou y de Alemania. También ellos le escribían a ella. Pero toda esa correspondencia había de llevarse con discreción, porque en teoría estaba prisionera y el rey había dado órdenes de que se la mantuviera incomunicada. Pero el rey estaba enfermo; a las puertas de la muerte, decían muchos, y si tal suceso ocurría, Ricardo heredaría el trono de Inglaterra.
De modo que cada mañana la reina recorría sus apartamentos mientras dictaba cartas a Fulcold, que garabateaba notas en un pergamino y luego se las llevaba para que sus escribanos pasaran las cartas a limpio. Sin embargo, como yo era un novato, no se me permitía llevar a cabo ese trabajo, no por falta de confianza de Fulcold en mí, sino porque el pergamino o vitela —la piel fina y estirada de una ternera o una oveja joven, sobre la que escribíamos— era muy caro, y si cometía un error o hacía un borrón, echaría a perder un material valioso.
Aquello resultaba frustrante: Thomas habría querido enterarse de todo lo que escribía la reina, pero yo no me atrevía a tomarme demasiadas confianzas con los escribanos, y cuando les preguntaba en tono casual por las cartas de la reina, parecían no haberse enterado de nada de su contenido, como si se limitaran a copiar las palabras sin atender a su significado. De modo que ahí estaba yo, viendo físicamente las cartas que ella despachaba, pero sin poder leer los mensajes. Temblaba al pensar en mi próxima entrevista con el hombre tuerto.
Pero entonces ocurrieron dos acontecimientos que habían de cambiar mi humor... y el curso de mi vida. Mi trabajo con Fulcold era fácil, y en las tardes de sol seguía acompañando a Bernard en sus conciertos ante las damas en los jardines del palacio. Un día, después de haber tocado juntos y haber sido objeto de halagadores elogios, Bernard sugirió que yo debía debutar como trouvère en solitario delante de la corte. Las damas pensaron que era una idea estupenda y la reina comentó que yo podría actuar en una fiesta que había de tener lugar al cabo de una semana aproximadamente, a comienzos de julio, en honor de ciertos personajes importantes que venían a visitar el castillo. Yo actuaría ante sir Ralph FitzStephen, el condestable, por primera vez, y estaba decidido a causarle una buena impresión. El segundo acontecimiento ocurrió cuando uno de los escribanos enfermó y Fulcold me pidió que ayudara en la preparación de palimpsestos. Como he dicho, el pergamino era muy caro incluso para una reina, así que muchas cartas enviadas a Leonor eran rascadas después de leídas, para poder reutilizarlas. Fulcold me encargó esa tarea, y así fue como me enteré de un secreto digno de Thomas.
El proceso era laborioso: se clavaba el pergamino usado en un tablero de madera, y en primer lugar se lavaba con suavidad en leche de vaca fresca, para luego rascarlo con salvado, hasta hacer desaparecer la mayor parte de la tinta seca del escrito anterior. Pero si el escribano había apretado mucho la pluma en la piel del animal, una parte de la tinta quedaba impresa más profundamente en el pergamino, y sólo podía ser eliminada rascándola con piedra pómez, una piedra gris porosa tan ligera que flotaba en el agua. Era una tarea delicada: el pergamino era muy delgado, y si se rascaba con demasiada fuerza la piedra podía agujerearlo; por el contrario, si rascabas con una suavidad exagerada, en el palimpsesto seguía siendo visible el escrito original.
—Serás cuidadoso, querido muchacho, ¿verdad? —dijo el preocupado Fulcold al asignarme un rimero de pergaminos, algunos de ellos limpiados ya parcialmente.
Traté con todo miramiento los pergaminos que me dio ese día, y el chambelán quedó contento con mi trabajo.
Claro está que también leí todos los documentos de arriba abajo antes de borrarlos. Tan bien lo hice, que aquélla pasó a ser mi tarea habitual en la oficina de Fulcold, y me sentí muy satisfecho de mí mismo: aunque todavía no podía leer la correspondencia que enviaba la reina, sí me enteraba al menos de lo que le decían a ella sus corresponsales. Algunas cartas eran muy íntimas. Leonor, al parecer, sentía una curiosidad insaciable por una dama llamada Alice, hija del rey de Francia, de la que se rumoreaba que había sido amante del rey Enrique. Varias de las cartas que vi tenían la misma letra apretada y describían con detalles minuciosos la vida de la infortunada princesa, prometida ahora a Ricardo: sus comidas, los vestidos que llevaba cada día e incluso el número de veces que visitaba el escusado.
La mayoría de las cartas contenían datos anodinos, un tipo de información que, a mi entender, no ofrecía el menor interés para Robin. Por ejemplo, una carta revelaba que el conde de Algo tenía una hija joven y hermosa, y quien escribía se preguntaba si Leonor podría arreglarle una boda conveniente. La abadía de Alguna parte invitaba a Leonor a ser patrona de la iglesia, que necesitaba un techo nuevo y a cuya reparación tal vez la reina querría contribuir...
Pero a principios de julio apareció una carta que borró de mi mente todas esas trivialidades. Un detalle irritante era que el pergamino en cuestión había sido limpiado ya parcialmente, pero a pesar de todo pude leer varios fragmentos del Se trataba de una carta datada el 11 de febrero de ese año, y la enviaba sir Ralph Murdac.
Iba a venir a Winchester; de hecho, era el huésped especial ante el que yo había de actuar al día siguiente. El corazón me dio un vuelco, pero casi de inmediato me tranquilicé. Era casi imposible que me reconociera: sólo nos habíamos visto en una ocasión cara a cara, hacía más de un año en Nottingham, y entonces yo era un ladronzuelo magullado y mocoso, apresado por el delito de robar una empanada. Tal vez volvió a verme por un instante, por lo menos mi espalda, cuando huía en medio de la nevada de sus jinetes, pero seguro que no me recordaría, seguro que no asociaría a aquel granuja, aquella carroña campesina, con el pulido trouvère que iba a actuar (me atrevía a suponerlo) a la perfección ante una corte real. Era imposible, concluí, e incluso empecé a regocijarme de la ocasión que se me presentaba de actuar ante Murdac de modo que el odio que sentía por él exacerbara mi talento.
Pero otros fragmentos del manuscrito de Murdac eran mucho más inquietantes. Después de un párrafo ilegible, la carta seguía: «... formaríamos una pareja muy adecuada, a mi entender; la condesa de Locksley posee propiedades considerables pero necesita un hombre fuerte para gobernar tanto a ella misma como sus tierras. Yo soy ese hombre y tengo intención de hacerle la corte durante mi estancia en el castillo con el mayor entusiasmo; ¿quién sabe la magia que unas palabras dulces y un regalo tentador pueden despertar en el corazón de una muchacha? Confío en contar con vuestro apoyo en esta aventura, aunque advierto que habéis mencionado en vuestra carta que de alguna manera se siente ligada a Robert Odo de Edwinstowe. Debo alertaros, y desde luego informaré a la condesa, de que ese Robert Odo es un canalla sin el menor respeto por las leyes, y de que en el momento mismo en que las fuerzas del rey le pongan la mano encima, será ahorcado como un delincuente común. Ha causado graves daños en el Nottinghamshire, y de hecho en todo el norte de Inglaterra, pero su suerte se le acaba. Conozco cada movimiento suyo antes de que lo lleve a cabo, y pronto lo tendré en mis manos y juro por Dios Todopoderoso que caerá sobre él, por sus fechorías, todo el rigor de la ley».
Leí la carta dos veces y luego, mientras la lavaba y empezaba a frotar el pergamino con piedra pómez, en mis pensamientos afloró la ira. Aquel insignificante petimetre francés, aquel cerdo perfumado con lavanda, quería poseer a mi hermosa Marian. Imaginé sus garras sudorosas sobre el cuerpo de ella, en el lecho matrimonial; o sobre el cuello blanco, o sobre los pechos. Nunca. Antes lo vería muerto. Me abalanzaría directamente sobre el bastardo en la fiesta y le rompería la viola en la cabeza. Clavaría mi puñal en su negro corazón. Al diablo con las consecuencias. Froté con tanta fuerza que agujereé el pergamino y Fulcold vino cloqueando. Al ver el desgarrón, me relevó de mi trabajo y me envió a tenderme en la cama hasta que recuperara mi sangre fría.
Puse al corriente a Marian aquella noche, pero para mi sorpresa no pareció preocupada.
—Hay muchos hombres que quieren casarse conmigo por mis tierras —dijo—. Algunos estarían dispuestos a forzarme para que me case con ellos. Pero aquí estoy segura bajo la protección de la reina. No te apures, Alan, mientras siga en Winchester estaré a salvo.
Pocos días más tarde, había de recordar esas palabras.

 

 

 

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Pasé la mayor parte del día siguiente en preparativos para mi actuación en la fiesta. Utilizaría la viola de Bernard y aquello me preocupaba porque notaba la falta de práctica, de modo que Bernard me ayudó a prepararme para la noche, haciéndome recorrer las escalas y sugiriéndome pequeños cambios de posición para mejorar el manejo del arco. Sólo iba a tocar cuatro piezas, a menos que el auditorio pidiera más: Primero, una canción sencilla que había escrito en alabanza a la belleza de la reina, comparándola con un águila por su visión profética, su mirada altiva y su personalidad descollante. Estaba seguro de que le agradaría. Luego, una cansó sobre un joven señor rural enamorado de una dama a la que nunca ha visto; prendado de ella por la fama de su belleza y las historias que le han contado sobre su bondad. Luego interpretaría un sirventés satírico sobre los clérigos corruptos y sus criados perezosos, que había compuesto mientras estaba en Sherwood y que había hecho retorcerse de risa a los proscritos cuando lo canté en las cuevas de Robin. Para acabar, Bernard y yo cantaríamos una tensón, un debate musical dialogado en el que yo sugeriría en mis versos que un hombre sólo puede amar a una mujer, mientras que Bernard sostendría, en las estrofas alternas, que es posible para un hombre amar a dos mujeres o más, si todas ellas son de belleza y virtud comparables. Al final de la tensón, pediríamos a la reina Leonor que juzgara quién de los dos había defendido su punto de vista de forma más convincente, y lo declarara vencedor del debate musical.
Ensayamos la mayor parte de la mañana, y luego me bañé, me puse mis mejores vestidos y esperamos en una antesala del gran salón en el que los invitados cenaban armando un gran alboroto. Bernard estaba sobrio e impaciente, y jugueteaba con las cintas entrelazadas en su túnica de seda verde. Yo estaba nervioso, pero seguía pensando en sir Ralph Murdac e intentaba utilizar el odio que sentía hacia él para aplacar mis nervios. Luego apareció Fulcold a mi lado y me dio un toque en el hombro; había llegado el momento de actuar.
Entramos en el gran salón del castillo de Winchester al son de los clarines. Bernard se colocó junto al muro lateral del enorme salón: después de todo, la actuación principal era la mía, y él sólo tenía que acompañarme en la tensón. Entonces, con una voz profunda poco natural, muy distinta del tono suave que solía emplear, Fulcold anunció:
—Señores, damas y caballeros, para vuestro placer permitid que os presente al renombrado y talentoso trouvère Alan Dale.
Hice una reverencia, me coloqué la viola al brazo y recorrí con la vista mi auditorio.
Los invitados estaban sentados a una larga mesa en forma de «T», en el centro del gran salón del castillo de Winchester. En la mesa alta o de honor, en el travesaño de la «T», se habían colocado la reina Leonor, espléndida en un vestido de hilo de oro con brocado de joyas; sir Ralph FitzStephen de raso negro, Marian con el rubí rojo sangre brillando en su cuello, y sir Ralph Murdac, guapo y resplandeciente pero sentado sobre un cojín grueso para disimular su corta estatura. Todos los cortesanos se sentaban a la mesa baja, que formaba el palo vertical de la «T». Yo me coloqué en el extremo de la mesa baja, y fijé la mirada en los personajes más importantes de la mesa alta. Pasé el arco por la primera cuerda de la viola y empecé a tocar. Canté la primera estrofa y entonces mi voz empezó a temblar, porque hacia la mitad de la mesa baja, mientras cantaba al águila real y su feliz tercera nidada, había localizado una cara embadurnada por la grasa del cordero asado que mordisqueaba, que no esperaba volver a ver nunca. Era Cuy. Parecía casi tan sorprendido como yo mismo.
De alguna manera conseguí acabar la canción, aunque supongo que con escaso arte. Hubo un breve aplauso de cortesía y entonces, como en un sueño donde todo ocurre con una excesiva lentitud, Guy se puso en pie, espléndido en su sobreveste de color verde claro y amarillo, extendió un dedo acusador y gritó, con una voz que parecía venir de muy lejos:
—¡Este hombre es un impostor! ¡Arrestadlo!
Todo se aceleró entonces de nuevo, y le oí gritar en voz más alta:
—Es un proscrito, un ladrón, un secuaz de Robin Hood.
Tal como le había ocurrido al propio Guy el día en que fue acusado de robar el rubí, fui presa del pánico. Dejé caer la viola y el arco, y corrí hacia la puerta.