Capítulo IV

 

 

LA batalla había terminado. Los soldados enemigos supervivientes, apenas un puñado de hombres, huyeron, unos a pie y tal vez dos o tres de ellos a caballo, por el mismo camino por el que llegaron.
Recorrí con la vista el campo y se me giró el estómago: diseminados por todas partes caballos agonizantes, hombres que se arrastraban o caminaban a trompicones cubiertos de sangre; el aire lleno de gemidos y gritos temblorosos, y el suelo tan empapado que el claro lujuriante del bosque ya no era verde, sino una mezcla apestosa de sangre y barro, mierda de caballo y cuerpos destrozados. El olor de la batalla era acre y salado: un olor metálico, como de cobre oxidado, insidioso; con notas de residuos fecales y meados, sudor reciente y hierba aplastada. Pero por encima de todo eso, por encima del dolor y la muerte y el horror y la suciedad, sentí la enorme euforia, la alegría pletórica de estar vivo, de que el enemigo hubiera sido derrotado y de que la victoria fuera nuestra.
Los andrajosos hombres y mujeres de Robin corrían de un cadáver a otro, rebanaban las gargantas de los enemigos heridos, sofocaban Sus gritos de agonía y hurgaban en sus bolsas y en las alforjas de sus sillas de montar. Sólo permanecía en pie, en el campo, un enemigo. Era uno de los caballeros, sin casco, con una cuchillada abierta en una mejilla, el muslo izquierdo atravesado por una flecha, pero todavía de pie, con la espada y la maza en las manos, rodeado por un círculo de hombres de Robin, algunos de ellos heridos, que se burlaban de él y lo azuzaban a pedradas. Los proscritos burlones se mantenían, prudentes, lejos del alcance de la espada y la maza. A sus pies, pude ver tres cuerpos tendidos.
—Venid, cobardes —gritó el caballero. Hablaba el inglés sin acento, cosa rara en uno de su clase—. Venid aquí y morid como hombres. —Una piedra rebotó en su peto—. Chusma de villanos sin hígados, ¡venid y luchad!
En respuesta a su desafío, un proscrito temerario, fornido y armado con un hacha corrió hacia él por detrás. Pareció que el caballero tenía ojos en la nuca. Se volvió a medias del lado derecho y paró con la espalda el golpe del hacha. Luego cambió de dirección, con pies tan ligeros como los de un bailarín, y girando el torso hacia la izquierda aplastó el cráneo de su atacante con un golpe de la maza de pinchos. El hombre se derrumbó, tuvo una sacudida y quedó inmóvil. El caballero hizo aquello con tal facilidad, dio el golpe fatal con tanta habilidad y elegancia, que silenció de golpe las burlas de quienes lo rodeaban.
—Vamos, ¿quién es el siguiente? —dijo el caballero—. Ese montón ha de crecer.
Un arquero se abrió paso por entre el círculo de atacantes hasta colocarse a cinco metros del caballero; colocó una flecha en la cuerda de su arco, la tensó y estaba a punto de clavar un metro de astil en el pecho del hombre cuando Robin, que llegaba a la carrera, gritó con su voz metálica de batalla:
—¡Quieto! —Y apartando a un lado a los hombres que rodeaban al enemigo, dijo—: Señor, habéis luchado con valor, y ahora estáis herido. Soy Robert Odo de Sherwood. ¡Rendíos a mí!
El caballero ladeó un poco la cabeza; era un hombre bien parecido, de unos veinticinco años, con una gran barba negra espesa y ojos brillantes.
—¿Queréis rendiros? —contestó—. Muy bien, acepto.
Sonreía, incluso frente a la muerte. Robin le miró con fijeza. El arquero tensó su arco una pulgada más. El caballero alzó la barbilla, con un último pensamiento para su Creador. Pero Robin levantó un brazo imperioso, con la palma dirigida al arquero. Entonces mi señor se echó a reír; en medio de la sangre y la muerte, del dolor y la furia, rió y rió. El caballero, riendo también, dejó caer la maza, arrojó al aire la espada que trazó una parábola relampagueante en el aire, la recogió por la punta ensangrentada en su mano enguantada de malla, y ofreció la empuñadura a Robin.
—Soy sir Richard at Lea —anunció sonriente—, y vuestro prisionero.
Y sin dejar de sonreír cayó de bruces en el barro y quedó inconsciente a los pies de Robin.

 

 

 

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Cargamos los carros con una rapidez asombrosa. De hecho, la banda de Robin lo hacía todo deprisa y sin ruido. Los heridos fueron cargados con el equipaje. A los muy malheridos, sólo tres hombres que yo viera, Tuck les administró los últimos sacramentos y fueron rematados por John, que les clavó una daga en el corazón. Lo hizo con un extraño cariño: acunó sus cabezas en su enorme manaza y empujó una sola vez, rápidamente, entre las costillas, provocando un flujo de sangre arterial de color brillante. Al parecer, era la costumbre en la banda de Robin. Y nadie hizo el menor comentario acerca de si esos hombres irían derechos al paraíso, o bien al otro lugar. Se cavaron, también a toda prisa, tumbas para nuestros muertos. A los de ellos —había veintidós cadáveres, y ningún herido: todos los que no habían huido, con la excepción de sir Richard, fueron ejecutados por los hombres y mujeres de Robin—, se les despojó de todo lo que tenía algún valor: armas, malla, ropas, botas, dinero, y se les abandonó al borde del camino. Sus camisas sucias, la única ropa demasiado mugrienta para que ni siquiera los hombres de Robin consideraran que valía la pena robarla, ondeaban al viento como banderas grises y andrajosas, que saludaban el paso de sus dueños al otro mundo. Tuck pronunció una breve oración sobre los cuerpos colocados en fila, y yo sentí una punzada de culpabilidad al ver el cabello rubio, salpicado de sangre, de mi víctima. Eran nuestros enemigos, pero también eran guerreros y hombres. Tuck hizo la señal de la cruz sobre los cadáveres y dio media vuelta; Hugh, ya montado y colocado al frente de la columna, gritó: «¡Adelante!», y toda la caravana se puso en marcha traqueteando, avanzando por el camino del bosque. Miré el sol; sólo había pasado una hora desde que el espía vino a avisarnos. Solté el cinto de mi espada, volví la espalda al claro cubierto de sangre y seguí mi camino a la cola de la caravana, detrás de mi victorioso señor proscrito.

 

 

 

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Poco después abandonamos la gran carretera del norte y seguimos una serie de caminos menores, cada uno de ellos más estrecho que el anterior. El gran bosque verde se fue cerrando a nuestro alrededor, hasta que las ramas barrieron los laterales de nuestros carros y apenas nos dejaban ver el sol. El sendero que seguíamos daba tantas vueltas y revueltas en distintas direcciones que, en la penumbra del bosque, muy pronto perdí la orientación y ya no supe dónde estaban el norte, el sur, el este y el oeste. Cuando empezó a oscurecer, me di cuenta de que me había perdido sin remedio. Pero Robin sabía perfectamente adonde nos dirigíamos, y continuamos adelante, viajando a la luz de algunas antorchas de madera embreada, hasta llegar a una antigua granja construida en lo más profundo del bosque.
Robin nos dejó allí: a Hugh, a los hombres heridos, a las mujeres, los niños, el ganado, las carretas de bueyes más pesadas con su carga de tributos, a sir Richard y a mí. El dueño de la granja, Thangbrand, un viejo guerrero canoso, había matado un cerdo y preparado un festín para Robin y su banda. Yo me sentía presa de unos extraños humores melancólicos después de la batalla, y apenas probé bocado; no pude dejar de pensar en el muchacho rubio al que había matado: su rostro se me aparecía cuando cerraba los ojos, su boca roja me sonreía mostrando sus dientes blancos, y la sangre manaba de su cuello por la horrible herida que dejaba las vértebras al descubierto. Era demasiado joven para haber sido uno de los hombres que dieron muerte a mi padre, pero no me cabía duda de que habría obedecido una orden así. De modo que me convencí de que había vengado hasta cierto punto a mi padre al arrebatar la vida de aquel hombre, a pesar de que fuera sólo un símbolo, una encarnación, de las fuerzas que me habían privado de mi padre. También me halagaba el hecho de que Robin me hubiera visto matar a aquel enemigo; pero, ¿por qué entonces me sentía tan infeliz? Eran demasiadas cosas para poder asimilarlas de golpe, de modo que me retiré a un rincón de la sala, me envolví en mi capa e intenté aislarme del ruido de jarana que había alrededor de las barricas de cerveza y buscar el olvido en el sueño.
Robin y su compañía, libres ya de impedimenta, partieron de allí a la mañana siguiente. Todos los hombres montaban caballos de refresco de los establos de Thangbrand. Tuck me abrazó y me recomendó cuidar mis modales y pensar en mi alma inmortal de vez en cuando. Little John me dio una fuerte palmada en la espalda. Cuando el propio Robin se acercó para despedirse brevemente de mí, hinqué la rodilla y le pedí acompañarlo, pero él me hizo levantarme y me dijo que había de obedecer a Hugh en todo y atender a las lecciones que me daría.
—Me serás más útil con un poco de aprendizaje, Alan. Necesito a mi alrededor gente capaz. Aprende también de Thangbrand —añadió—. En tiempos fue un gran guerrero y puede enseñarte muchas cosas. Una muerte no te convierte en un guerrero, aunque ha sido un buen principio, un magnífico principio. —Sonrió y me palmeó el hombro—. Estaré de vuelta muy pronto, no temas. Sin duda no pasará mucho tiempo antes de que necesite las nuevas habilidades que vas a aprender.
Luego hizo dar media vuelta a su caballo y se alejó al trote. Mientras le miraba cabalgar entre los árboles, de pronto me sentí inseguro, inerme, incluso un poco atemorizado. Me encontraba solo en medio de extraños en un lugar desconocido.

 

 

 

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La granja de Thangbrand, como el nombre de su dueño, era un residuo de la época anglosajona. Construida con robustos postes de roble y argamasa en un espacioso claro abierto en el corazón del bosque de Sherwood, parecía acomodada en una época más primitiva, una época anterior a la llegada a nuestras playas de los orgullosos franceses. Era un edificio amplio, de forma oblonga, con techumbre de paja, rodeado por una treintena de cabañas. Una desvencijada empalizada de troncos rodeaba el edificio principal y sus dependencias: establos, graneros, talleres, una herrería, un horno y varias chozas míseras en las que dormían con los animales los habitantes de más baja condición de aquel lugar. En una de ellas alojaron a sir Richard. La noche anterior había jurado a Robin, por su honor de caballero, que no intentaría escapar hasta que se acordara un rescate y sir Ralph Murdac lo pagara. Lo cierto es que sus heridas eran demasiado graves para permitirle ir muy lejos. Había perdido una gran cantidad de sangre y sólo estaba consciente de forma intermitente. Un hachazo le había roto varias costillas y dejado una herida abierta en su costado derecho. Me lo dijo Tuck, después de atenderle lo mejor que supo. El muslo izquierdo había sido perforado por una flecha, que le fue extraída cuando sir Richard estaba inconsciente. Por fortuna, el hueso femoral no estaba roto. Ahora estaba envuelto en vendajes, sin su armadura, pálido y con una botella de agua mezclada con vino a su lado, sentado en el suelo de una cabaña que había servido de pocilga, sobre un montón de paja limpia y con la espalda apoyada en la pared, observaba a través de la ventana abierta el ajetreo de su rústica prisión.
Los habitantes de la granja, cuyo mando había asumido Hugh en su condición de lugarteniente de Robin, eran el propio Thangbrand, su obesa esposa Freya, sus dos hijos morenos y robustos, Wilfred y Guy, que eran sólo algunos años mayores que yo, y una hija flaca llamada Godifa, de nueve o diez años. Vivía también con ellos otro chico, William, un primo más o menos lejano, de mi misma edad, fuerte y pelirrojo, con cierta tendencia a exhibir una sonrisa boba. Asimismo, habitaban el lugar una docena de mesnaderos, algunos heridos en nuestra escaramuza y otros a los que no había visto antes, y un número similar de hombres y mujeres de la servidumbre.
Poco después de la marcha de Robin, Hugh me mandó llamar y me comunicó el programa que iba a seguir mi vida en la granja de Thangbrand. Me dijo que debía aprender tanto como me fuera posible de los que me rodeaban, y que sería castigado si molestaba a la familia, si robaba algo o si no atendía a mis obligaciones. En cambio, si me comportaba de forma adecuada, prestaba mucha atención a las lecciones y trabajaba duro, recibiría a cambio algo de inestimable valor, un tesoro para mi mente, un thesauros... Se refería a mi educación.
Mi día, dijo, se estructuraría de la siguiente manera: Al alba, antes de desayunar, me ocuparía de distintas tareas relacionadas con la marcha de la granja, es decir, daría de comer a las gallinas, a los cerdos y a las palomas del palomar bajo la supervisión de Wilfred, el hijo mayor de Thangbrand, durante una hora más o menos. Luego nosotros —Wilfred, Guy, William y yo— desayunaríamos y a continuación seríamos instruidos por Thangbrand en las artes de la guerra junto a otros proscritos, hasta el mediodía, cuando tomaríamos la comida principal de la jornada.
Por la tarde recibiríamos clases de francés, latín, gramática, lógica y retórica, y de courtoisie, la correcta forma de comportarse de los jóvenes nobles. Yo era un privilegiado, me hizo comprender Hugh en un tono firme pero amable, por aprender los modales del hijo de un caballero, a pesar de mi baja cuna. Después de la cena habría más pequeñas tareas, me informó, y luego me iría temprano a la cama.
En los festines de los días señalados y las fiestas, yo habría de servir la mesa con mis mejores ropas y la cara limpia. No debía meterme los dedos en la nariz ni en las orejas en presencia de los invitados. Tampoco debía emborracharme. Dormiría por las noches en la sala sobre un colchón relleno de paja colocado en el suelo junto al fuego, con los demás hombres y chicos. Hugh tenía una cabaña propia, no lejos de la casa principal, y allí dormía y recibía a sus espías y correos, los hombres sombríos que le traían noticias de los cuatro puntos cardinales del país, y Thangbrand y Freya dormían en una habitación separada en un extremo de la casa.
Hugh me proporcionó también ropas nuevas, porque las mías casi se caían a pedazos: varios pares de pañales de lino llamados bragas, dos pares de calzas de lana de color verde, dos camisas, una túnica ordinaria de color pardo y larga hasta las rodillas para uso diario, una sobreveste verde mucho más fina adornada con un reborde de piel de ardilla en el cuello y en el ruedo para las ocasiones especiales, y un manto con capucha de lana de color verde oscuro, el mismo color de la capa que me había dado Tuck. Tenía que cuidar de todo aquello, me dijo Hugh, y mantenerlo limpio. También recibí un par de botas nuevas de cuero que valían más que cualquier cosa que yo hubiera poseído hasta entonces, y un sobretodo o gabán, una prenda de abrigo con un forro grueso, útil tanto para calentarse los días fríos como para protegerse en las batallas. Era demasiado grande para mí. Pero cuando, a solas, abroché el cinto con la espada sobre el gabán, y me puse el casco, me sentí más hombre de armas y menos un criado.
En la casa de Thangbrand reinaba una rígida disciplina, y pronto descubrí que tenía más de campo de entrenamiento militar que de pacífica granja sumida en las profundidades del bosque. No había cachetes cariñosos del estilo de los que me administraba mi padre para castigarme por mis modales salvajes. Las penas señaladas para todas las faltas eran durísimas. Varios días después de mi llegada un mesnadero, un individuo llamado Ralph, se emborrachó y violó a una de las criadas. Thangbrand llevó a rastras al violador a la presencia de Hugh, que quiso imponerle un castigo ejemplar. Hizo que los demás proscritos lo azotaran con bastones hasta hacerle sangrar y dejarlo inconsciente, y luego el pobre desgraciado fue castrado en una horrenda ceremonia celebrada delante de todos los habitantes de la granja; para mi vergüenza, volví a vomitar. Desnudo, sangrando por el horrible agujero de sus ingles y casi incapaz de hablar, fue expulsado de la granja para morir de hambre en el bosque o bien, cosa más probable, ser devorado vivo por los lobos.
Admito que me asusté —los gemidos agonizantes de aquel hombre acompañaron mis pesadillas durante semanas—, y me juré a mí mismo comportarme de un modo que no mereciera ningún castigo. Y así, obedecí en todo a mis superiores y aprendí las habilidades del hijo de un caballero.

 

 

 

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Wilfred, el hijo mayor de Thangbrand, tendría unos dieciséis años y era un muchacho silencioso y apacible, muy dado a soñar despierto y a leer romances. No me trataba mal, pero estaba claro que yo le irritaba. Tenía que supervisarme, y eso le quitaba tiempo para las leyendas del rey Arturo y otras historias de heroicidades y batallas. A pesar de sus gustos belicosos en literatura, él mismo no era un guerrero hábil, y pude darme cuenta de que habría sido un buen sacerdote si las circunstancias hubieran sido otras y su padre fuera un caballero normando y no un don nadie sajón sepultado en lo más profundo del bosque. Tal como estaban las cosas, él era el responsable de vigilar que yo cumpliera mis obligaciones: tareas humildes y cotidianas, como cortar leña para la gran chimenea de la casa principal o acarrear el agua con la que llenar los toneles, desde un arroyo que pasaba a media milla de allí. También tenía que dar de comer a las gallinas, las palomas y los cerdos dos veces al día y barrer el espacio de tierra apisonada, frente a la casa, donde nos ejercitábamos en el combate.
Guy, a pesar de ser dos años más joven que Wilfred, era mucho más belicoso: lo cierto es que nunca he encontrado dos hermanos que se parecieran menos. Wilfred era tranquilo, soñador, frailuno; Guy chillón, egoísta, pendenciero, y desde el momento mismo en que llegué a la casa me trató con un desprecio absoluto. Guy deseaba más que ninguna otra cosa ser un caballero: en realidad su nombre era Wolfram y no Guy, pero se había dado a sí mismo un nombre normando, cosa que enfureció a su padre, porque creía que sonaba más noble. Todo su comportamiento reflejaba su anhelo de convertirse en un miembro de la clase militar normanda. El aborrecimiento que me mostraba venía, creo, de mis orígenes campesinos; su familia, los antepasados de Thangbrand, habían sido caballeros desde la noche de los tiempos, según me repetía continuamente. Antes de los romanos, incluso. Era superior a mí en todos los sentidos, y se complacía en repetírmelo una y otra vez.
Guy me derribó a puñadas al tercer día de mi llegada a la granja de Thangbrand. Me atacó por la espalda cuando estaba llenando un saco de trigo para llevarlo al molino y me dejó sin sentido; luego me devolvió la conciencia a base de bofetadas y me advirtió, burlón, que no me cruzara en su camino. Intenté alejarme de él en la medida de lo posible, pero Guy y yo nos veíamos forzados a estar juntos en el patio de la casa de Thangbrand, todas las mañanas para los ejercicios de combate y todas las tardes para nuestras lecciones con Hugh.
Es posible que Thangbrand hubiera sido un gran guerrero en su juventud. Al parecer, le llamaban Thangbrand el Hacedor de Viudas, y presumía que su abuelo había sido uno de los miembros de la guardia de élite de Harold Godwinson. Pero, con casi sesenta años, aquellas proezas quedaban atrás, en el pasado. Nos enseñó a utilizar la espada y el escudo en una serie de maniobras muy simples, con movimientos rígidos. Empujar al frente con el escudo y golpear luego de arriba abajo con la espada, o bien lanzar una estocada y luego levantar el escudo para defender el contragolpe arriba. Nos obligaba a practicar aquellos movimientos tediosos y obvios durante horas, a Wilfred, Guy, William y a mí, y a un par de los hombres de armas que contaban con muy poco o ningún entrenamiento militar. Todos formados en línea desfilábamos por el patio mientras Thangbrand daba palmadas y marcaba con gritos de «uno, dos» el ritmo de nuestros movimientos. Al final de cada sesión nos emparejaba —casi siempre a Wilfred con William y a Guy conmigo—, y simulábamos un combate. En mi caso, eso significaba agazaparme detrás del escudo y soportar la furia desatada con la que Guy atacaba mis defensas. Me di cuenta de que Robin estaba en lo cierto: una muerte no me había convertido en guerrero.
En un sentido fue útil aquel entrenamiento: no aprendí gran cosa del combate, pero me di cuenta del grado de furia que poseía a Guy. Era lo que Tuck llamaba un hombre «caliente». Además, el ejercicio fortaleció mis brazos..., y posiblemente también mi mente.
Las lecciones de la tarde resultaron una sorpresa agradable y descubrí que buena parte del lenguaje que mi padre había querido inculcarme a golpes, había en efecto echado raíces en mi interior. Cuando Hugh leía pasajes en latín, yo me daba cuenta de que entendía a medias lo que decía. Cuando nos hablaba en francés, también encontraba relativamente fácil entenderle. Y las palabras y frases que no sabía, cuando Hugh las explicaba en inglés, las retenía sin esfuerzo. Hugh estaba contento conmigo; los demás chicos, no. Cuando Hugh volvía la espalda, Guy me daba un puñetazo en el brazo o un doloroso rodillazo en el muslo, y me llamaba «favorito del profesor» o «lameculos rubito».
William, el primo pelirrojo, era un ladrón. Me contó con orgullo que en su Yorkshire natal todos le apodaban «Burlacerrojos» o «Abrecerrojos», por la facilidad con que entraba en las casas y abría los cofres del dinero. Nosotros le llamábamos Bill Scarlet por el tono llameante de su pelo. Tenía la irritante costumbre de robarme la comida de una forma descarada: en cuanto yo volvía la cabeza, su mano atrapaba velozmente un pedazo de carne o de pan de mi plato y se lo metía en la boca. A mi aquello me parecía tanto más molesto por el hecho de que era absurdo: teníamos a nuestra disposición un montón de comida, y buena comida además.
Lo cierto es que comíamos carne casi todos los días; porque Thangbrand no vivía de lo que cultivaba, sino de la caza furtiva en el bosque. Intercambiaba carne —de venado y de jabalí, principalmente— por grano con los granjeros vecinos, y de vez en cuando él y sus hombres asaltaban a los viajeros en el gran camino del norte y les arrebataban los objetos de valor que llevaban, y en ocasiones la vida. Un tercio del valor de esos robos se entregaba a Hugh, como representante de Robin. Ese tributo, llamado la Cuota de Robin, se guardaba en el interior de la casa en un gran cofre forrado de hierro, lleno a medias de peniques de plata. Incluso el simple hecho de tocar aquel cofre estaba castigado con pena de muerte. Y después de ver el castigo aplicado a Ralph el violador, por mucho que me gustara robar, perdí todo deseo de echar mano al contenido del cofre.
Pero la Cuota de Robin no era el único tesoro de la granja de Thangbrand. También Freya, la enorme esposa de Thangbrand, guardaba uno: su propio botín de objetos de valor, en el dormitorio del matrimonio.
Formaba parte de mis tareas diarias llevar copas de vino caliente a Freya y Thangbrand antes de que se acostaran, una o dos horas después de anochecer. Una noche, al llevarles su copa nocturna encontré la puerta entreabierta y entré en el dormitorio en silencio, sin llamar. No tenía intención de sorprenderles pero las copas estaban llenas hasta el borde y yo me concentraba en no derramar el vino; por eso me movía con precaución y, en consecuencia, sin hacer ruido. Al entrar vi a Freya de rodillas en una esquina de la habitación. Había un agujero negro en el suelo, que nunca había visto antes, por el que asomaba la tapa de un pequeño cofre metálico. Freya tenía un candil en una mano, y en la otra... Dios me perdone, pero cuarenta años después todavía siento un acceso de codicia insana al recordarlo..., en la otra mano tenía una piedra de buen tamaño, de forma oval y de un color rojo oscuro translúcido. Era un rubí enorme, una espléndida piedra preciosa que valía muchos cientos de libras, producto del rescate pagado por un barón, tal vez por alguien aún más importante..., pero yo no lo sabía entonces. Lo único que supe, en el fondo de mi corazón de ratero, fue que quería aquello. Luego empezaron a ocurrir cosas muy deprisa. Freya me vio, soltó un grito agudo y arrojó la gran piedra en el interior del cofre abierto bajo el suelo; y de las sombras surgió como un demonio vengador Thangbrand el Hacedor de Viudas, empuñando una gran daga. Se echó sobre mí con todo su peso y me aplastó contra la pared, las copas de vino volaron por el aire, y él me puso el cuchillo en la garganta y su cara arrugada a pocas pulgadas de la mía. Pude oler su mal aliento, y ver sus ojos saltones clavados en los míos. Estaba a punto de morir, sentí el tacto frío del acero contra la carne de mi cuello; un simple movimiento lateral de su mano haría que mi sangre regara el suelo de tierra apisonada.
—¿Qué has visto? —masculló Thangbrand. El hedor de sus dientes podridos penetraba por mi nariz, y sus ojos amarillos buscaban mi mirada.
—Nada —balbuceé—. Nada, señor.
—Mientes —dijo, y su cara abotargada se contrajo de rabia—. Mientes. —Hubo un momentáneo aumento de la presión en mi cuello, y luego, Dios sea loado, apartó unas pulgadas su rostro, me observó detenidamente, y más calmado repitió—: Mientes. Pero como estás bajo la protección de lord Robert, vivirás por ahora...
Me soltó y dio un paso atrás. Nuestras miradas se cruzaron durante unos instantes. Freya estaba inmóvil, de rodillas en el rincón.
—Escúchame, muchacho —siguió diciendo Thangbrand—, escúchame si quieres seguir con vida. No has visto nada, nada en absoluto. Pero si por casualidad le cuentas algo de lo que no has visto esta noche a alguien, sea Will, Wolfram o cualquier otro, te rebanaré el pescuezo de oreja a oreja mientras duermes, llevaré tu cadáver al bosque para que se lo coman los lobos, y nadie sabrá nunca una palabra. ¿Me has entendido?
—No diré nada, señor, lo prometo —dije, procurando que mis piernas temblorosas me sostuvieran.
—De acuerdo —gruñó él—, no cuentes nada, y vete.

 

 

 

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Sentí más respeto por Thangbrand después de aquella noche. Podía ser un mal instructor de armas pero todavía era un enemigo temible, a pesar de su edad. De modo que procuré apartar de mi mente lo que había visto. El día siguiente transcurrió como si nada hubiera ocurrido, y Thangbrand me trató con el mismo afecto rudo de antes.
La vida continuó, la primavera desembocó en el verano, y durante aquellos meses la rutina se mantuvo sin apenas cambios: una sesión de trabajo, comidas, lecciones, dormir, más trabajo... Habría resultado bastante agradable de no ser por las burlas y los golpes de Guy y por las irritantes habilidades de su sombra, Will. Como ya he dicho, William no tenía ninguna necesidad de robarme comida del plato, pero siguió haciéndolo a pesar de todo; supongo que pensaba que era un desafío de alguna clase. Pero ver a Will masticar con la boca llena, atiborrándose de mi comida, y mirarme de reojo desde el otro lado de la mesa, sentado al lado de su protector Guy, retándome a decir algo, bueno, para mí no representaba ningún desafío; sólo me molestaba.
De modo que algo tenía que hacer al respecto, aunque fuera sólo por preservar mi honor. Un día, desmigajé un pedazo de pan y embutí dentro un clavo de hierro oxidado pero bien afilado que había encontrado en el patio por la mañana, asegurándome de que quedara oculto a la vista. Luego dejé como por casualidad el pan en el borde de mi plato más próximo a Will, y giré la cabeza para preguntar algo a Thangbrand. Cuando volví la vista al frente, el pequeño bastardo pelirrojo estaba maldiciendo y escupiendo sangre. Al morder con fuerza el mendrugo, se había roto un diente. Por supuesto, no dijo nada del papel que había desempeñado yo en el incidente y dejó de robar de mi plato; pero aquello no contribuyó precisamente a hacernos más amigos.
Sí que hice una amiga en la casa de Thangbrand: Godifa, la niña rubia y flaca. Yo intentaba mantenerme lejos de Guy después de una lección de latín especialmente penosa, porque Guy no tenía el menor oído para aquella lengua, y para empeorar las cosas padecía una monumental resaca después de haber bebido mucho la noche anterior con los mesnaderos. Mientras recitaba entre vacilaciones y tartamudeos un pasaje de la Biblia, noté que Hugh empezaba a perder la paciencia. Amaba la palabra de Dios con todo su corazón, y le ofendía verla maltratada de ese modo. Finalmente, me pidió que tradujera correctamente el pasaje y yo lo hice con fluidez pero con el temor cierto de que mi exhibición iba a costarme muy cara. Tal como sospechaba, en cuanto Hugh volvió la espalda Guy me propinó un fuerte rodillazo en el muslo, que me hizo perder la sensibilidad en toda la pierna. Después de la lección, me avergüenza decir que escapé con intención de evitar la consabida paliza de Guy. Me sacaba toda la cabeza, y como había comprobado antes en muchas ocasiones, no tenía la menor oportunidad contra él en ninguna clase de combate.
De modo que salí del recinto de la granja —era un día cálido y hermoso—, y me interné en el bosque para perderme en la calma de los grandes árboles por un rato. Entonces, encontré a Godifa, de pie junto a un roble añoso y llorando desconsolada. Había adoptado a un gatito, que creció hasta convertirse en un animal joven y cariñoso, y se había quedado colgado en lo alto del árbol. Mientras ella sollozaba, nos miraba desde una rama baja entre maullidos lastimeros. Me costó sólo una docena de segundos trepar por el árbol y meter el gato en un pliegue de mi túnica antes de saltar al suelo y ofrecérselo a Godifa con una pequeña reverencia y un floreo con las manos. Su cara se transformó al momento, y pasó de la lluvia al sol radiante. Se secó las lágrimas y, sonriente, me tomó la mano y la besó antes de salir corriendo, dando saltitos de felicidad. No pensé más en aquello, pero al cabo de unas semanas empecé a notar que me seguía a todas partes mientras yo me dedicaba a mis tareas domésticas. Era muy tímida, no me hablaba, y cuando la miraba y le sonreía, de inmediato se ruborizaba y salía corriendo.
Unos seis meses después de mi llegada a la granja de Thangbrand se celebró una fiesta nocturna: el santo de alguien, creo, aunque no recuerdo de quién. En las fiestas, mi cometido consistía en dar la vuelta a la mesa con un aguamanil, y verter agua en las manos extendidas de los invitados de modo que cayera en la palangana que sostenía Will. Luego Guy les ofrecía una toalla limpia. Cuando todos los invitados se habían lavado las manos, yo ayudaba a los criados a servir los platos que salían de la cocina: jabalí jasado, grandes lonchas de venado, por supuesto, capones guisados, pastel de pichón, puré de guisantes, queso y fruta. Cada invitado tenía una especie de torta ancha de pan cocido sobre la que colocaba la carne, de modo que el pan absorbía los jugos. Will y yo dábamos la vuelta a la gran mesa sirviendo vino, recogiendo las bandejas que se vaciaban, y llevando de la cocina otras repletas de comida. Nos turnábamos para tomar un par de bocados en un rincón oscuro de la sala, cuando podíamos.
En esta ocasión, cuando todos comieron hasta quedar saciados y retiramos todo menos la fruta y las jarras de vino, un hombre al que nunca había visto antes se dirigió al extremo de la sala. Empuñaba una viola, un hermoso instrumento musical de madera pulida con cinco cuerdas, gran panza redonda y cuello alto y estrecho. Sostuvo la viola apoyada en el hombro y, con un pase de su arco de crin de caballo en la mano derecha, hizo vibrar un solitario y largo acorde áureo, y poco a poco se hizo el silencio en la ruidosa reunión.
—Amigos míos —dijo, mientras los ecos agridulces de aquel sonido flotaban aún sobre nuestras cabezas con deliciosas reverberaciones que aceleraron mi pulso—, ésta es una canción sobre el amor. Y empezó:
—Amo cantar porque el canto nace de la alegría...
Mientras escribo ese verso en mi propia lengua —él, por supuesto, cantaba en francés—, me parece insignificante, un tópico vacío de sentido. Pero entonces, en aquella sala destartalada sumida en el corazón del antiguo bosque, hizo que un escalofrío recorriera mi espina dorsal. Había tanta belleza en su forma de cantar, y en el acompañamiento de las notas angelicales de la viola, que conmovió a todos los presentes en la sala. Vi a Guy con la boca tan abierta, que por ella asomaba un pedazo de carne a medio masticar. Hugh, que se disponía a beber un sorbo de vino, se había quedado inmóvil con la copa a mitad de camino hacia su boca. Luego el músico acarició las cuerdas con su arco para crear un nuevo acorde, y continuó:

 

Pero nadie se esfuerza en componer una canción cuando el gozo se ausenta de un corazón sincero.
Es un trabajo excesivo, si falta la alegría.

 

Era un hombre joven, de estatura mediana, delgado, con cabellos de un rubio oscuro que adornaban su cabeza como un casco liso y luminoso que enmarcaba un rostro agradable. Estaba recién afeitado, una rareza en nuestra comunidad, y su rostro parecía resplandecer de bondad a la luz cambiante del fuego del hogar. Todo en él resultaba extrañamente claro y preciso, exacto, desde su túnica impoluta de raso azul oscuro, ceñida por un cinto enjoyado del que pendía una daga, hasta sus calzas a listas verdes y blancas y sus botas de piel de cabrito. Resaltaba en aquella sala repleta de rufianes mugrientos vestidos con ropas recosidas, como un gallo joven, orgulloso e iridiscente, en medio de un tropel de torpes gallinas de plumas pardas. Ahora las gallinas guardaban silencio, como en trance.

 

Aquel a quien amor y deseo incitan a cantar compone fácilmente una buena canción. Pero nadie puede hacerlo si no está enamorado.

 

Nunca antes había oído una música tan hermosa de aquel género: sencilla pero conmovedora, una ráfaga de notas y la voz —oh, y aquella voz tan pura— sirviendo de eco a la melodía, repitiendo el acorde de la viola mientras el instrumento atacaba una nueva y elegante frase. Y lo mejor de todo, cantaba al amor: el amor de un joven caballero por la dama de su señor; no la sórdida lujuria entre proscritos y prostitutas, sino un amor puro, profundo, doloroso; un amor imposible, que sólo puede encontrar expresión en el marco de una canción. Y así supe lo que quería hacer con mi vida: quería amar...

 

Mi amor es puro y por eso me enseña A crear las palabras y la música más puras.

 

... y también quería cantar.