Capítulo IV
LA batalla había terminado.
Los soldados enemigos supervivientes, apenas un puñado de hombres,
huyeron, unos a pie y tal vez dos o tres de ellos a caballo, por el
mismo camino por el que llegaron.
Recorrí con la vista el campo y se me giró
el estómago: diseminados por todas partes caballos agonizantes,
hombres que se arrastraban o caminaban a trompicones cubiertos de
sangre; el aire lleno de gemidos y gritos temblorosos, y el suelo
tan empapado que el claro lujuriante del bosque ya no era verde,
sino una mezcla apestosa de sangre y barro, mierda de caballo y
cuerpos destrozados. El olor de la batalla era acre y salado: un
olor metálico, como de cobre oxidado, insidioso; con notas de
residuos fecales y meados, sudor reciente y hierba aplastada. Pero
por encima de todo eso, por encima del dolor y la muerte y el
horror y la suciedad, sentí la enorme euforia, la alegría pletórica
de estar vivo, de que el enemigo hubiera sido derrotado y de que la
victoria fuera nuestra.
Los andrajosos hombres y mujeres de Robin
corrían de un cadáver a otro, rebanaban las gargantas de los
enemigos heridos, sofocaban Sus gritos de agonía y hurgaban en sus
bolsas y en las alforjas de sus sillas de montar. Sólo permanecía
en pie, en el campo, un enemigo. Era uno de los caballeros, sin
casco, con una cuchillada abierta en una mejilla, el muslo
izquierdo atravesado por una flecha, pero todavía de pie, con la
espada y la maza en las manos, rodeado por un círculo de hombres de
Robin, algunos de ellos heridos, que se burlaban de él y lo
azuzaban a pedradas. Los proscritos burlones se mantenían,
prudentes, lejos del alcance de la espada y la maza. A sus pies,
pude ver tres cuerpos tendidos.
—Venid, cobardes —gritó el caballero.
Hablaba el inglés sin acento, cosa rara en uno de su clase—. Venid
aquí y morid como hombres. —Una piedra rebotó en su peto—. Chusma
de villanos sin hígados, ¡venid y luchad!
En respuesta a su desafío, un proscrito
temerario, fornido y armado con un hacha corrió hacia él por
detrás. Pareció que el caballero tenía ojos en la nuca. Se volvió a
medias del lado derecho y paró con la espalda el golpe del hacha.
Luego cambió de dirección, con pies tan ligeros como los de un
bailarín, y girando el torso hacia la izquierda aplastó el cráneo
de su atacante con un golpe de la maza de pinchos. El hombre se
derrumbó, tuvo una sacudida y quedó inmóvil. El caballero hizo
aquello con tal facilidad, dio el golpe fatal con tanta habilidad y
elegancia, que silenció de golpe las burlas de quienes lo
rodeaban.
—Vamos, ¿quién es el siguiente? —dijo el
caballero—. Ese montón ha de crecer.
Un arquero se abrió paso por entre el
círculo de atacantes hasta colocarse a cinco metros del caballero;
colocó una flecha en la cuerda de su arco, la tensó y estaba a
punto de clavar un metro de astil en el pecho del hombre cuando
Robin, que llegaba a la carrera, gritó con su voz metálica de
batalla:
—¡Quieto! —Y apartando a un lado a los
hombres que rodeaban al enemigo, dijo—: Señor, habéis luchado con
valor, y ahora estáis herido. Soy Robert Odo de Sherwood. ¡Rendíos
a mí!
El caballero ladeó un poco la cabeza; era un
hombre bien parecido, de unos veinticinco años, con una gran barba
negra espesa y ojos brillantes.
—¿Queréis rendiros? —contestó—. Muy bien,
acepto.
Sonreía, incluso frente a la muerte. Robin
le miró con fijeza. El arquero tensó su arco una pulgada más. El
caballero alzó la barbilla, con un último pensamiento para su
Creador. Pero Robin levantó un brazo imperioso, con la palma
dirigida al arquero. Entonces mi señor se echó a reír; en medio de
la sangre y la muerte, del dolor y la furia, rió y rió. El
caballero, riendo también, dejó caer la maza, arrojó al aire la
espada que trazó una parábola relampagueante en el aire, la recogió
por la punta ensangrentada en su mano enguantada de malla, y
ofreció la empuñadura a Robin.
—Soy sir Richard at Lea —anunció sonriente—,
y vuestro prisionero.
Y sin dejar de sonreír cayó de bruces en el
barro y quedó inconsciente a los pies de Robin.
★ ★ ★
Cargamos los carros con una rapidez
asombrosa. De hecho, la banda de Robin lo hacía todo deprisa y sin
ruido. Los heridos fueron cargados con el equipaje. A los muy
malheridos, sólo tres hombres que yo viera, Tuck les administró los
últimos sacramentos y fueron rematados por John, que les clavó una
daga en el corazón. Lo hizo con un extraño cariño: acunó sus
cabezas en su enorme manaza y empujó una sola vez, rápidamente,
entre las costillas, provocando un flujo de sangre arterial de
color brillante. Al parecer, era la costumbre en la banda de Robin.
Y nadie hizo el menor comentario acerca de si esos hombres irían
derechos al paraíso, o bien al otro lugar. Se cavaron, también a
toda prisa, tumbas para nuestros muertos. A los de ellos —había
veintidós cadáveres, y ningún herido: todos los que no habían
huido, con la excepción de sir Richard, fueron ejecutados por los
hombres y mujeres de Robin—, se les despojó de todo lo que tenía
algún valor: armas, malla, ropas, botas, dinero, y se les abandonó
al borde del camino. Sus camisas sucias, la única ropa demasiado
mugrienta para que ni siquiera los hombres de Robin consideraran
que valía la pena robarla, ondeaban al viento como banderas grises
y andrajosas, que saludaban el paso de sus dueños al otro mundo.
Tuck pronunció una breve oración sobre los cuerpos colocados en
fila, y yo sentí una punzada de culpabilidad al ver el cabello
rubio, salpicado de sangre, de mi víctima. Eran nuestros enemigos,
pero también eran guerreros y hombres. Tuck hizo la señal de la
cruz sobre los cadáveres y dio media vuelta; Hugh, ya montado y
colocado al frente de la columna, gritó: «¡Adelante!», y toda la
caravana se puso en marcha traqueteando, avanzando por el camino
del bosque. Miré el sol; sólo había pasado una hora desde que el
espía vino a avisarnos. Solté el cinto de mi espada, volví la
espalda al claro cubierto de sangre y seguí mi camino a la cola de
la caravana, detrás de mi victorioso señor proscrito.
★ ★ ★
Poco después abandonamos la gran carretera
del norte y seguimos una serie de caminos menores, cada uno de
ellos más estrecho que el anterior. El gran bosque verde se fue
cerrando a nuestro alrededor, hasta que las ramas barrieron los
laterales de nuestros carros y apenas nos dejaban ver el sol. El
sendero que seguíamos daba tantas vueltas y revueltas en distintas
direcciones que, en la penumbra del bosque, muy pronto perdí la
orientación y ya no supe dónde estaban el norte, el sur, el este y
el oeste. Cuando empezó a oscurecer, me di cuenta de que me había
perdido sin remedio. Pero Robin sabía perfectamente adonde nos
dirigíamos, y continuamos adelante, viajando a la luz de algunas
antorchas de madera embreada, hasta llegar a una antigua granja
construida en lo más profundo del bosque.
Robin nos dejó allí: a Hugh, a los hombres
heridos, a las mujeres, los niños, el ganado, las carretas de
bueyes más pesadas con su carga de tributos, a sir Richard y a mí.
El dueño de la granja, Thangbrand, un viejo guerrero canoso, había
matado un cerdo y preparado un festín para Robin y su banda. Yo me
sentía presa de unos extraños humores melancólicos después de la
batalla, y apenas probé bocado; no pude dejar de pensar en el
muchacho rubio al que había matado: su rostro se me aparecía cuando
cerraba los ojos, su boca roja me sonreía mostrando sus dientes
blancos, y la sangre manaba de su cuello por la horrible herida que
dejaba las vértebras al descubierto. Era demasiado joven para haber
sido uno de los hombres que dieron muerte a mi padre, pero no me
cabía duda de que habría obedecido una orden así. De modo que me
convencí de que había vengado hasta cierto punto a mi padre al
arrebatar la vida de aquel hombre, a pesar de que fuera sólo un
símbolo, una encarnación, de las fuerzas que me habían privado de
mi padre. También me halagaba el hecho de que Robin me hubiera
visto matar a aquel enemigo; pero, ¿por qué entonces me sentía tan
infeliz? Eran demasiadas cosas para poder asimilarlas de golpe, de
modo que me retiré a un rincón de la sala, me envolví en mi capa e
intenté aislarme del ruido de jarana que había alrededor de las
barricas de cerveza y buscar el olvido en el sueño.
Robin y su compañía, libres ya de
impedimenta, partieron de allí a la mañana siguiente. Todos los
hombres montaban caballos de refresco de los establos de
Thangbrand. Tuck me abrazó y me recomendó cuidar mis modales y
pensar en mi alma inmortal de vez en cuando. Little John me dio una
fuerte palmada en la espalda. Cuando el propio Robin se acercó para
despedirse brevemente de mí, hinqué la rodilla y le pedí
acompañarlo, pero él me hizo levantarme y me dijo que había de
obedecer a Hugh en todo y atender a las lecciones que me
daría.
—Me serás más útil con un poco de
aprendizaje, Alan. Necesito a mi alrededor gente capaz. Aprende
también de Thangbrand —añadió—. En tiempos fue un gran guerrero y
puede enseñarte muchas cosas. Una muerte no te convierte en un
guerrero, aunque ha sido un buen principio, un magnífico principio.
—Sonrió y me palmeó el hombro—. Estaré de vuelta muy pronto, no
temas. Sin duda no pasará mucho tiempo antes de que necesite las
nuevas habilidades que vas a aprender.
Luego hizo dar media vuelta a su caballo y
se alejó al trote. Mientras le miraba cabalgar entre los árboles,
de pronto me sentí inseguro, inerme, incluso un poco atemorizado.
Me encontraba solo en medio de extraños en un lugar
desconocido.
★ ★ ★
La granja de Thangbrand, como el nombre de
su dueño, era un residuo de la época anglosajona. Construida con
robustos postes de roble y argamasa en un espacioso claro abierto
en el corazón del bosque de Sherwood, parecía acomodada en una
época más primitiva, una época anterior a la llegada a nuestras
playas de los orgullosos franceses. Era un edificio amplio, de
forma oblonga, con techumbre de paja, rodeado por una treintena de
cabañas. Una desvencijada empalizada de troncos rodeaba el edificio
principal y sus dependencias: establos, graneros, talleres, una
herrería, un horno y varias chozas míseras en las que dormían con
los animales los habitantes de más baja condición de aquel lugar.
En una de ellas alojaron a sir Richard. La noche anterior había
jurado a Robin, por su honor de caballero, que no intentaría
escapar hasta que se acordara un rescate y sir Ralph Murdac lo
pagara. Lo cierto es que sus heridas eran demasiado graves para
permitirle ir muy lejos. Había perdido una gran cantidad de sangre
y sólo estaba consciente de forma intermitente. Un hachazo le había
roto varias costillas y dejado una herida abierta en su costado
derecho. Me lo dijo Tuck, después de atenderle lo mejor que supo.
El muslo izquierdo había sido perforado por una flecha, que le fue
extraída cuando sir Richard estaba inconsciente. Por fortuna, el
hueso femoral no estaba roto. Ahora estaba envuelto en vendajes,
sin su armadura, pálido y con una botella de agua mezclada con vino
a su lado, sentado en el suelo de una cabaña que había servido de
pocilga, sobre un montón de paja limpia y con la espalda apoyada en
la pared, observaba a través de la ventana abierta el ajetreo de su
rústica prisión.
Los habitantes de la granja, cuyo mando
había asumido Hugh en su condición de lugarteniente de Robin, eran
el propio Thangbrand, su obesa esposa Freya, sus dos hijos morenos
y robustos, Wilfred y Guy, que eran sólo algunos años mayores que
yo, y una hija flaca llamada Godifa, de nueve o diez años. Vivía
también con ellos otro chico, William, un primo más o menos lejano,
de mi misma edad, fuerte y pelirrojo, con cierta tendencia a
exhibir una sonrisa boba. Asimismo, habitaban el lugar una docena
de mesnaderos, algunos heridos en nuestra escaramuza y otros a los
que no había visto antes, y un número similar de hombres y mujeres
de la servidumbre.
Poco después de la marcha de Robin, Hugh me
mandó llamar y me comunicó el programa que iba a seguir mi vida en
la granja de Thangbrand. Me dijo que debía aprender tanto como me
fuera posible de los que me rodeaban, y que sería castigado si
molestaba a la familia, si robaba algo o si no atendía a mis
obligaciones. En cambio, si me comportaba de forma adecuada,
prestaba mucha atención a las lecciones y trabajaba duro, recibiría
a cambio algo de inestimable valor, un tesoro para mi mente, un
thesauros... Se refería a mi
educación.
Mi día, dijo, se estructuraría de la
siguiente manera: Al alba, antes de desayunar, me ocuparía de
distintas tareas relacionadas con la marcha de la granja, es decir,
daría de comer a las gallinas, a los cerdos y a las palomas del
palomar bajo la supervisión de Wilfred, el hijo mayor de
Thangbrand, durante una hora más o menos. Luego nosotros —Wilfred,
Guy, William y yo— desayunaríamos y a continuación seríamos
instruidos por Thangbrand en las artes de la guerra junto a otros
proscritos, hasta el mediodía, cuando tomaríamos la comida
principal de la jornada.
Por la tarde recibiríamos clases de francés,
latín, gramática, lógica y retórica, y de courtoisie, la correcta forma de comportarse de los
jóvenes nobles. Yo era un privilegiado, me hizo comprender Hugh en
un tono firme pero amable, por aprender los modales del hijo de un
caballero, a pesar de mi baja cuna. Después de la cena habría más
pequeñas tareas, me informó, y luego me iría temprano a la
cama.
En los festines de los días señalados y las
fiestas, yo habría de servir la mesa con mis mejores ropas y la
cara limpia. No debía meterme los dedos en la nariz ni en las
orejas en presencia de los invitados. Tampoco debía emborracharme.
Dormiría por las noches en la sala sobre un colchón relleno de paja
colocado en el suelo junto al fuego, con los demás hombres y
chicos. Hugh tenía una cabaña propia, no lejos de la casa
principal, y allí dormía y recibía a sus espías y correos, los
hombres sombríos que le traían noticias de los cuatro puntos
cardinales del país, y Thangbrand y Freya dormían en una habitación
separada en un extremo de la casa.
Hugh me proporcionó también ropas nuevas,
porque las mías casi se caían a pedazos: varios pares de pañales de
lino llamados bragas, dos pares de calzas de lana de color verde,
dos camisas, una túnica ordinaria de color pardo y larga hasta las
rodillas para uso diario, una sobreveste verde mucho más fina
adornada con un reborde de piel de ardilla en el cuello y en el
ruedo para las ocasiones especiales, y un manto con capucha de lana
de color verde oscuro, el mismo color de la capa que me había dado
Tuck. Tenía que cuidar de todo aquello, me dijo Hugh, y mantenerlo
limpio. También recibí un par de botas nuevas de cuero que valían
más que cualquier cosa que yo hubiera poseído hasta entonces, y un
sobretodo o gabán, una prenda de abrigo con un forro grueso, útil
tanto para calentarse los días fríos como para protegerse en las
batallas. Era demasiado grande para mí. Pero cuando, a solas,
abroché el cinto con la espada sobre el gabán, y me puse el casco,
me sentí más hombre de armas y menos un criado.
En la casa de Thangbrand reinaba una rígida
disciplina, y pronto descubrí que tenía más de campo de
entrenamiento militar que de pacífica granja sumida en las
profundidades del bosque. No había cachetes cariñosos del estilo de
los que me administraba mi padre para castigarme por mis modales
salvajes. Las penas señaladas para todas las faltas eran durísimas.
Varios días después de mi llegada un mesnadero, un individuo
llamado Ralph, se emborrachó y violó a una de las criadas.
Thangbrand llevó a rastras al violador a la presencia de Hugh, que
quiso imponerle un castigo ejemplar. Hizo que los demás proscritos
lo azotaran con bastones hasta hacerle sangrar y dejarlo
inconsciente, y luego el pobre desgraciado fue castrado en una
horrenda ceremonia celebrada delante de todos los habitantes de la
granja; para mi vergüenza, volví a vomitar. Desnudo, sangrando por
el horrible agujero de sus ingles y casi incapaz de hablar, fue
expulsado de la granja para morir de hambre en el bosque o bien,
cosa más probable, ser devorado vivo por los lobos.
Admito que me asusté —los gemidos
agonizantes de aquel hombre acompañaron mis pesadillas durante
semanas—, y me juré a mí mismo comportarme de un modo que no
mereciera ningún castigo. Y así, obedecí en todo a mis superiores y
aprendí las habilidades del hijo de un caballero.
★ ★ ★
Wilfred, el hijo mayor de Thangbrand,
tendría unos dieciséis años y era un muchacho silencioso y
apacible, muy dado a soñar despierto y a leer romances. No me
trataba mal, pero estaba claro que yo le irritaba. Tenía que
supervisarme, y eso le quitaba tiempo para las leyendas del rey
Arturo y otras historias de heroicidades y batallas. A pesar de sus
gustos belicosos en literatura, él mismo no era un guerrero hábil,
y pude darme cuenta de que habría sido un buen sacerdote si las
circunstancias hubieran sido otras y su padre fuera un caballero
normando y no un don nadie sajón sepultado en lo más profundo del
bosque. Tal como estaban las cosas, él era el responsable de
vigilar que yo cumpliera mis obligaciones: tareas humildes y
cotidianas, como cortar leña para la gran chimenea de la casa
principal o acarrear el agua con la que llenar los toneles, desde
un arroyo que pasaba a media milla de allí. También tenía que dar
de comer a las gallinas, las palomas y los cerdos dos veces al día
y barrer el espacio de tierra apisonada, frente a la casa, donde
nos ejercitábamos en el combate.
Guy, a pesar de ser dos años más joven que
Wilfred, era mucho más belicoso: lo cierto es que nunca he
encontrado dos hermanos que se parecieran menos. Wilfred era
tranquilo, soñador, frailuno; Guy chillón, egoísta, pendenciero, y
desde el momento mismo en que llegué a la casa me trató con un
desprecio absoluto. Guy deseaba más que ninguna otra cosa ser un
caballero: en realidad su nombre era Wolfram y no Guy, pero se
había dado a sí mismo un nombre normando, cosa que enfureció a su
padre, porque creía que sonaba más noble. Todo su comportamiento
reflejaba su anhelo de convertirse en un miembro de la clase
militar normanda. El aborrecimiento que me mostraba venía, creo, de
mis orígenes campesinos; su familia, los antepasados de Thangbrand,
habían sido caballeros desde la noche de los tiempos, según me
repetía continuamente. Antes de los romanos, incluso. Era superior
a mí en todos los sentidos, y se complacía en repetírmelo una y
otra vez.
Guy me derribó a puñadas al tercer día de mi
llegada a la granja de Thangbrand. Me atacó por la espalda cuando
estaba llenando un saco de trigo para llevarlo al molino y me dejó
sin sentido; luego me devolvió la conciencia a base de bofetadas y
me advirtió, burlón, que no me cruzara en su camino. Intenté
alejarme de él en la medida de lo posible, pero Guy y yo nos
veíamos forzados a estar juntos en el patio de la casa de
Thangbrand, todas las mañanas para los ejercicios de combate y
todas las tardes para nuestras lecciones con Hugh.
Es posible que Thangbrand hubiera sido un
gran guerrero en su juventud. Al parecer, le llamaban Thangbrand
el Hacedor de Viudas, y presumía que su
abuelo había sido uno de los miembros de la guardia de élite de
Harold Godwinson. Pero, con casi sesenta años, aquellas proezas
quedaban atrás, en el pasado. Nos enseñó a utilizar la espada y el
escudo en una serie de maniobras muy simples, con movimientos
rígidos. Empujar al frente con el escudo y golpear luego de arriba
abajo con la espada, o bien lanzar una estocada y luego levantar el
escudo para defender el contragolpe arriba. Nos obligaba a
practicar aquellos movimientos tediosos y obvios durante horas, a
Wilfred, Guy, William y a mí, y a un par de los hombres de armas
que contaban con muy poco o ningún entrenamiento militar. Todos
formados en línea desfilábamos por el patio mientras Thangbrand
daba palmadas y marcaba con gritos de «uno, dos» el ritmo de
nuestros movimientos. Al final de cada sesión nos emparejaba —casi
siempre a Wilfred con William y a Guy conmigo—, y simulábamos un
combate. En mi caso, eso significaba agazaparme detrás del escudo y
soportar la furia desatada con la que Guy atacaba mis defensas. Me
di cuenta de que Robin estaba en lo cierto: una muerte no me había
convertido en guerrero.
En un sentido fue útil aquel entrenamiento:
no aprendí gran cosa del combate, pero me di cuenta del grado de
furia que poseía a Guy. Era lo que Tuck llamaba un hombre
«caliente». Además, el ejercicio fortaleció mis brazos..., y
posiblemente también mi mente.
Las lecciones de la tarde resultaron una
sorpresa agradable y descubrí que buena parte del lenguaje que mi
padre había querido inculcarme a golpes, había en efecto echado
raíces en mi interior. Cuando Hugh leía pasajes en latín, yo me
daba cuenta de que entendía a medias lo que decía. Cuando nos
hablaba en francés, también encontraba relativamente fácil
entenderle. Y las palabras y frases que no sabía, cuando Hugh las
explicaba en inglés, las retenía sin esfuerzo. Hugh estaba contento
conmigo; los demás chicos, no. Cuando Hugh volvía la espalda, Guy
me daba un puñetazo en el brazo o un doloroso rodillazo en el
muslo, y me llamaba «favorito del profesor» o «lameculos
rubito».
William, el primo pelirrojo, era un ladrón.
Me contó con orgullo que en su Yorkshire natal todos le apodaban
«Burlacerrojos» o «Abrecerrojos», por la facilidad con que entraba
en las casas y abría los cofres del dinero. Nosotros le llamábamos
Bill Scarlet por el tono llameante de su pelo. Tenía la irritante
costumbre de robarme la comida de una forma descarada: en cuanto yo
volvía la cabeza, su mano atrapaba velozmente un pedazo de carne o
de pan de mi plato y se lo metía en la boca. A mi aquello me
parecía tanto más molesto por el hecho de que era absurdo: teníamos
a nuestra disposición un montón de comida, y buena comida
además.
Lo cierto es que comíamos carne casi todos
los días; porque Thangbrand no vivía de lo que cultivaba, sino de
la caza furtiva en el bosque. Intercambiaba carne —de venado y de
jabalí, principalmente— por grano con los granjeros vecinos, y de
vez en cuando él y sus hombres asaltaban a los viajeros en el gran
camino del norte y les arrebataban los objetos de valor que
llevaban, y en ocasiones la vida. Un tercio del valor de esos robos
se entregaba a Hugh, como representante de Robin. Ese tributo,
llamado la Cuota de Robin, se guardaba en el interior de la casa en
un gran cofre forrado de hierro, lleno a medias de peniques de
plata. Incluso el simple hecho de tocar aquel cofre estaba
castigado con pena de muerte. Y después de ver el castigo aplicado
a Ralph el violador, por mucho que me gustara robar, perdí todo
deseo de echar mano al contenido del cofre.
Pero la Cuota de Robin no era el único
tesoro de la granja de Thangbrand. También Freya, la enorme esposa
de Thangbrand, guardaba uno: su propio botín de objetos de valor,
en el dormitorio del matrimonio.
Formaba parte de mis tareas diarias llevar
copas de vino caliente a Freya y Thangbrand antes de que se
acostaran, una o dos horas después de anochecer. Una noche, al
llevarles su copa nocturna encontré la puerta entreabierta y entré
en el dormitorio en silencio, sin llamar. No tenía intención de
sorprenderles pero las copas estaban llenas hasta el borde y yo me
concentraba en no derramar el vino; por eso me movía con precaución
y, en consecuencia, sin hacer ruido. Al entrar vi a Freya de
rodillas en una esquina de la habitación. Había un agujero negro en
el suelo, que nunca había visto antes, por el que asomaba la tapa
de un pequeño cofre metálico. Freya tenía un candil en una mano, y
en la otra... Dios me perdone, pero cuarenta años después todavía
siento un acceso de codicia insana al recordarlo..., en la otra
mano tenía una piedra de buen tamaño, de forma oval y de un color
rojo oscuro translúcido. Era un rubí enorme, una espléndida piedra
preciosa que valía muchos cientos de libras, producto del rescate
pagado por un barón, tal vez por alguien aún más importante...,
pero yo no lo sabía entonces. Lo único que supe, en el fondo de mi
corazón de ratero, fue que quería aquello. Luego empezaron a
ocurrir cosas muy deprisa. Freya me vio, soltó un grito agudo y
arrojó la gran piedra en el interior del cofre abierto bajo el
suelo; y de las sombras surgió como un demonio vengador Thangbrand
el Hacedor de Viudas, empuñando una gran
daga. Se echó sobre mí con todo su peso y me aplastó contra la
pared, las copas de vino volaron por el aire, y él me puso el
cuchillo en la garganta y su cara arrugada a pocas pulgadas de la
mía. Pude oler su mal aliento, y ver sus ojos saltones clavados en
los míos. Estaba a punto de morir, sentí el tacto frío del acero
contra la carne de mi cuello; un simple movimiento lateral de su
mano haría que mi sangre regara el suelo de tierra apisonada.
—¿Qué has visto? —masculló Thangbrand. El
hedor de sus dientes podridos penetraba por mi nariz, y sus ojos
amarillos buscaban mi mirada.
—Nada —balbuceé—. Nada, señor.
—Mientes —dijo, y su cara abotargada se
contrajo de rabia—. Mientes. —Hubo un momentáneo aumento de la
presión en mi cuello, y luego, Dios sea loado, apartó unas pulgadas
su rostro, me observó detenidamente, y más calmado repitió—:
Mientes. Pero como estás bajo la protección de lord Robert, vivirás
por ahora...
Me soltó y dio un paso atrás. Nuestras
miradas se cruzaron durante unos instantes. Freya estaba inmóvil,
de rodillas en el rincón.
—Escúchame, muchacho —siguió diciendo
Thangbrand—, escúchame si quieres seguir con vida. No has visto
nada, nada en absoluto. Pero si por casualidad le cuentas algo de
lo que no has visto esta noche a alguien, sea Will, Wolfram o
cualquier otro, te rebanaré el pescuezo de oreja a oreja mientras
duermes, llevaré tu cadáver al bosque para que se lo coman los
lobos, y nadie sabrá nunca una palabra. ¿Me has entendido?
—No diré nada, señor, lo prometo —dije,
procurando que mis piernas temblorosas me sostuvieran.
—De acuerdo —gruñó él—, no cuentes nada, y
vete.
★ ★ ★
Sentí más respeto por Thangbrand después
de aquella noche. Podía ser un mal instructor de armas pero todavía
era un enemigo temible, a pesar de su edad. De modo que procuré
apartar de mi mente lo que había visto. El día siguiente
transcurrió como si nada hubiera ocurrido, y Thangbrand me trató
con el mismo afecto rudo de antes.
La vida continuó, la primavera desembocó en
el verano, y durante aquellos meses la rutina se mantuvo sin apenas
cambios: una sesión de trabajo, comidas, lecciones, dormir, más
trabajo... Habría resultado bastante agradable de no ser por las
burlas y los golpes de Guy y por las irritantes habilidades de su
sombra, Will. Como ya he dicho, William no tenía ninguna necesidad
de robarme comida del plato, pero siguió haciéndolo a pesar de
todo; supongo que pensaba que era un desafío de alguna clase. Pero
ver a Will masticar con la boca llena, atiborrándose de mi comida,
y mirarme de reojo desde el otro lado de la mesa, sentado al lado
de su protector Guy, retándome a decir algo, bueno, para mí no
representaba ningún desafío; sólo me molestaba.
De modo que algo tenía que hacer al
respecto, aunque fuera sólo por preservar mi honor. Un día,
desmigajé un pedazo de pan y embutí dentro un clavo de hierro
oxidado pero bien afilado que había encontrado en el patio por la
mañana, asegurándome de que quedara oculto a la vista. Luego dejé
como por casualidad el pan en el borde de mi plato más próximo a
Will, y giré la cabeza para preguntar algo a Thangbrand. Cuando
volví la vista al frente, el pequeño bastardo pelirrojo estaba
maldiciendo y escupiendo sangre. Al morder con fuerza el mendrugo,
se había roto un diente. Por supuesto, no dijo nada del papel que
había desempeñado yo en el incidente y dejó de robar de mi plato;
pero aquello no contribuyó precisamente a hacernos más
amigos.
Sí que hice una amiga en la casa de
Thangbrand: Godifa, la niña rubia y flaca. Yo intentaba mantenerme
lejos de Guy después de una lección de latín especialmente penosa,
porque Guy no tenía el menor oído para aquella lengua, y para
empeorar las cosas padecía una monumental resaca después de haber
bebido mucho la noche anterior con los mesnaderos. Mientras
recitaba entre vacilaciones y tartamudeos un pasaje de la Biblia,
noté que Hugh empezaba a perder la paciencia. Amaba la palabra de
Dios con todo su corazón, y le ofendía verla maltratada de ese
modo. Finalmente, me pidió que tradujera correctamente el pasaje y
yo lo hice con fluidez pero con el temor cierto de que mi
exhibición iba a costarme muy cara. Tal como sospechaba, en cuanto
Hugh volvió la espalda Guy me propinó un fuerte rodillazo en el
muslo, que me hizo perder la sensibilidad en toda la pierna.
Después de la lección, me avergüenza decir que escapé con intención
de evitar la consabida paliza de Guy. Me sacaba toda la cabeza, y
como había comprobado antes en muchas ocasiones, no tenía la menor
oportunidad contra él en ninguna clase de combate.
De modo que salí del recinto de la granja
—era un día cálido y hermoso—, y me interné en el bosque para
perderme en la calma de los grandes árboles por un rato. Entonces,
encontré a Godifa, de pie junto a un roble añoso y llorando
desconsolada. Había adoptado a un gatito, que creció hasta
convertirse en un animal joven y cariñoso, y se había quedado
colgado en lo alto del árbol. Mientras ella sollozaba, nos miraba
desde una rama baja entre maullidos lastimeros. Me costó sólo una
docena de segundos trepar por el árbol y meter el gato en un
pliegue de mi túnica antes de saltar al suelo y ofrecérselo a
Godifa con una pequeña reverencia y un floreo con las manos. Su
cara se transformó al momento, y pasó de la lluvia al sol radiante.
Se secó las lágrimas y, sonriente, me tomó la mano y la besó antes
de salir corriendo, dando saltitos de felicidad. No pensé más en
aquello, pero al cabo de unas semanas empecé a notar que me seguía
a todas partes mientras yo me dedicaba a mis tareas domésticas. Era
muy tímida, no me hablaba, y cuando la miraba y le sonreía, de
inmediato se ruborizaba y salía corriendo.
Unos seis meses después de mi llegada a la
granja de Thangbrand se celebró una fiesta nocturna: el santo de
alguien, creo, aunque no recuerdo de quién. En las fiestas, mi
cometido consistía en dar la vuelta a la mesa con un aguamanil, y
verter agua en las manos extendidas de los invitados de modo que
cayera en la palangana que sostenía Will. Luego Guy les ofrecía una
toalla limpia. Cuando todos los invitados se habían lavado las
manos, yo ayudaba a los criados a servir los platos que salían de
la cocina: jabalí jasado, grandes lonchas de venado, por supuesto,
capones guisados, pastel de pichón, puré de guisantes, queso y
fruta. Cada invitado tenía una especie de torta ancha de pan cocido
sobre la que colocaba la carne, de modo que el pan absorbía los
jugos. Will y yo dábamos la vuelta a la gran mesa sirviendo vino,
recogiendo las bandejas que se vaciaban, y llevando de la cocina
otras repletas de comida. Nos turnábamos para tomar un par de
bocados en un rincón oscuro de la sala, cuando podíamos.
En esta ocasión, cuando todos comieron hasta
quedar saciados y retiramos todo menos la fruta y las jarras de
vino, un hombre al que nunca había visto antes se dirigió al
extremo de la sala. Empuñaba una viola, un hermoso instrumento
musical de madera pulida con cinco cuerdas, gran panza redonda y
cuello alto y estrecho. Sostuvo la viola apoyada en el hombro y,
con un pase de su arco de crin de caballo en la mano derecha, hizo
vibrar un solitario y largo acorde áureo, y poco a poco se hizo el
silencio en la ruidosa reunión.
—Amigos míos —dijo, mientras los ecos
agridulces de aquel sonido flotaban aún sobre nuestras cabezas con
deliciosas reverberaciones que aceleraron mi pulso—, ésta es una
canción sobre el amor. Y empezó:
—Amo cantar porque el canto nace de la
alegría...
Mientras escribo ese verso en mi propia
lengua —él, por supuesto, cantaba en francés—, me parece
insignificante, un tópico vacío de sentido. Pero entonces, en
aquella sala destartalada sumida en el corazón del antiguo bosque,
hizo que un escalofrío recorriera mi espina dorsal. Había tanta
belleza en su forma de cantar, y en el acompañamiento de las notas
angelicales de la viola, que conmovió a todos los presentes en la
sala. Vi a Guy con la boca tan abierta, que por ella asomaba un
pedazo de carne a medio masticar. Hugh, que se disponía a beber un
sorbo de vino, se había quedado inmóvil con la copa a mitad de
camino hacia su boca. Luego el músico acarició las cuerdas con su
arco para crear un nuevo acorde, y continuó:
Pero nadie se esfuerza en componer una
canción cuando el gozo se ausenta de un corazón sincero.
Es un trabajo excesivo, si falta la
alegría.
Era un hombre joven, de estatura mediana,
delgado, con cabellos de un rubio oscuro que adornaban su cabeza
como un casco liso y luminoso que enmarcaba un rostro agradable.
Estaba recién afeitado, una rareza en nuestra comunidad, y su
rostro parecía resplandecer de bondad a la luz cambiante del fuego
del hogar. Todo en él resultaba extrañamente claro y preciso,
exacto, desde su túnica impoluta de raso azul oscuro, ceñida por un
cinto enjoyado del que pendía una daga, hasta sus calzas a listas
verdes y blancas y sus botas de piel de cabrito. Resaltaba en
aquella sala repleta de rufianes mugrientos vestidos con ropas
recosidas, como un gallo joven, orgulloso e iridiscente, en medio
de un tropel de torpes gallinas de plumas pardas. Ahora las
gallinas guardaban silencio, como en trance.
Aquel a quien amor y deseo incitan a cantar
compone fácilmente una buena canción. Pero nadie puede hacerlo si
no está enamorado.
Nunca antes había oído una música tan
hermosa de aquel género: sencilla pero conmovedora, una ráfaga de
notas y la voz —oh, y aquella voz tan pura— sirviendo de eco a la
melodía, repitiendo el acorde de la viola mientras el instrumento
atacaba una nueva y elegante frase. Y lo mejor de todo, cantaba al
amor: el amor de un joven caballero por la dama de su señor; no la
sórdida lujuria entre proscritos y prostitutas, sino un amor puro,
profundo, doloroso; un amor imposible, que sólo puede encontrar
expresión en el marco de una canción. Y así supe lo que quería
hacer con mi vida: quería amar...
Mi amor es puro y por eso me enseña A crear
las palabras y la música más puras.
... y también quería cantar.