Capítulo XIX
EN muchos años de escaramuzas
encarnizadas, batallas cruentas y situaciones comprometidas, nunca
me he sentido tan próximo a la desesperación como en el momento en
que la gran roca atravesó la empalizada de troncos de Linden Lea.
Excepto una vez. Esta primavera, cuando mi nieto Alan estaba
enfermo con fiebre y a punto de morir, sentí que con él iba a morir
todo mi mundo. Ahora está bien, bendito sea Dios, y su recuperación
fue asombrosamente rápida, o tal vez sólo asombrosa para un viejo
como yo, al que en estos días tanto cuesta curar el más pequeño
corte o quemadura. Di de beber a Alan la poción oscura preparada
por Brigid mientras Marie, su madre, dormía, agotada por la
preocupación, en la habitación vecina. El brebaje olía muy mal, y
tan pronto como le obligué a tragarlo, el estómago de Alan no lo
soportó y lo devolvió todo encima de mí. Pero lo limpié, lo intenté
de nuevo, y finalmente conseguí que una parte de aquel líquido
nauseabundo se quedara dentro de su cuerpo. Luego volvió a
dormir.
Al día siguiente repetí la dosis, como me
había explicado Brigid, diluyendo el brebaje en mucha agua hervida
a la luz de la luna y dejada enfriar después. Al tercer día, Alan
amaneció despierto y pidiendo gachas. Marie está fuera de sí de
felicidad y ha prometido encender una vela a la Virgen María cada
domingo durante el resto de su vida, en acción de gracias por su
curación. Yo envié a Brigid un jamón entero, tres gallinas, doce
hogazas de pan y una bolsa de dinero.
A cada día que pasaba, el joven Alan estaba
más fuerte. Ahora, mientras escribo esta historia de muerte y
destrucción en Linden Lea, mi nieto juega a proscritos y sheriffs
en los bosques que rodean la casa, con otros chicos de la vecindad.
Su recuperada salud ha hecho crecer mi melancolía. Los días parecen
transcurrir felices de nuevo; yo hago mi trabajo con fuerzas
renovadas; incluso bromeo con Marie por las noches junto al hogar,
cuando han acabado las tareas diarias. Nunca diré a Marie que pedí
ayuda a Brigid para salvar a Alan, pero en mi mente no hay sombra
de duda; fue la bruja quien lo curó, como me curó a mí también.
Puede que Robin tuviera razón, hace ya tantos años: Dios está a
nuestro alrededor, en todas las cosas y en todas las personas,
incluso en una bruja. Porque la salvación de mi chico no puede
haber sido obra del diablo, diga lo que diga el padre Gilbert,
nuestro párroco, sobre las habilidades de Brigid. Yo rezaré por su
alma y la tendré por una buena amiga en todos los días que me
queden de vida.
★ ★ ★
Había dos cosas que no tuve en cuenta
sobre Robin, cuando el peñasco gigante pulverizó nuestras
esperanzas de seguridad detrás de la empalizada de la mansión de
Linden Lea: la primera, que planeaba las batallas como un jugador
de ajedrez, que prepara cada movimiento meticulosamente,
anticipándose a las intenciones del adversario, y tomando sus
propias medidas para contrarrestarlas; y la segunda, que siempre
tenía de su parte una suerte diabólica en todo lo referente a los
azares de la guerra.
Aquel primer proyectil del mangonel debió de
ser también un diabólico golpe de suerte, porque el siguiente se
quedó corto, a más de veinte metros de la empalizada. El tercero
pasó silbando por encima del techo de la mansión y rodó por el
maizal que había detrás. Pero para entonces en el patio todos
temblábamos, y el pánico se palpaba en el ambiente. Robin tomó
medidas enseguida: ordenó el traslado de todos los heridos al
interior de la casa, aunque apenas había sitio allí para más gente
y tampoco ofrecía una protección mucho mayor que el patio contra la
enorme máquina; también hizo que tres hombres movieran el peñasco
para tapar parcialmente con él el agujero de la empalizada; y luego
nos mandó reforzar el muro de madera con riostras de leños y
tablones. Creo que sólo se proponía mantener ocupados a los hombres
e impedirles pensar en lo que representaba el mangonel para
nuestras posibilidades de supervivencia. Lo cierto es que nuestro
trabajo de refuerzo sirvió de poco cuando la siguiente piedra hizo
blanco en la muralla. Atravesó la estacada de troncos de tres
pulgadas de grosor, a pesar de nuestros refuerzos de leños y
tablones, y siguió rodando al ritmo de un poni trotón, hasta hundir
también una esquina de la casa propiamente dicha.
Entre los que quedaban cortos y los que
pasaban de largo por encima de la mansión, calculé que un proyectil
de cada cinco impactaba en nuestra empalizada. Y mientras el sol
ascendía hacia lo alto del cielo, pronto fue evidente para todos
que en menos de una hora ya no tendríamos una posición defensiva,
sino un montón de leña partida y un puñado de supervivientes
mutilados o agonizantes aplastados por aquellas enormes piedras
voladoras. No sólo morían los hombres bajo aquel despiadado
bombardeo: un proyectil cayó en los establos, y mató al instante a
dos caballos y una muía, además de aplastar las patas de dos
animales más. También la pocilga recibió un impacto directo. Robin
acudía a todos lados, recorría infatigable el patio exhortándonos a
taponar los huecos del muro lo mejor que pudiésemos, a capturar y
matar el ganado enloquecido por el miedo, y a llevar a los heridos
al interior de la casa, que por su parte también había recibido dos
impactos, de modo que entraba la luz del sol por los agujeros del
techo, e iluminaba una escena de indescriptible dolor y agonía. Vi
a algunos hombres que miraban atentamente el murallón del bosque, a
poco más de cien metros de distancia, calculando las posibilidades
que tenían de salvarse corriendo en aquella dirección. Pero no
había la menor esperanza de escapar a aquel tormento, porque todo
un conroi de jinetes de librea roja y
verde se había instalado frente a la línea de los árboles y
observaba desde allí los agujeros cada vez mayores en las defensas
de la mansión; y cualquiera que intentara cruzar a pie la distancia
que nos separaba de la seguridad del bosque sería acuchillado a los
pocos instantes.
Cuando casi todo el frente de la empalizada
estuvo en ruinas, salvo unos pocos sectores en que los troncos
seguían enhiestos, nuestras defensas se parecían a la boca de un
viejo, con unos pocos dientes dispersos en unas encías sangrantes.
Luego, gracias sean dadas a Dios, el mangonel detuvo su maligno
bombardeo. Sin embargo, antes de que pudiéramos disfrutar de aquel
respiro, vi que sir Ralph y su fuerza principal de caballería
negra, situada frente a nosotros, empezaban a moverse. A su lado
distinguí, bajo un sencillo casco redondo, la cara de Guy de
Gisborne, y los colores verde y amarillo que ondeaban en su lanza.
Aquella unidad de caballería podía estar compuesta por ciento
cincuenta hombres, dispuestos en tres filas apretadas, y se
acercaba al paso; detrás marchaba un batallón completo de
infantería negra.
Robin saltó a lo alto de una piedra caída en
el centro del patio y gritó para atraer la atención de todos.
—Amigos —aulló—, camaradas, hermanos, no voy
a quedarme aquí quieto como un pollo en el corral, esperando que
venga el zorro a por mí. Voy a atacar, voy a hacer una salida ahora
mismo..., y voy a matar a ese hombre. —Alzó un brazo y señaló a
través de la muralla derrumbada a sir Ralph Murdac, que cabalgaba,
todavía al paso, en el centro de la fila de jinetes negros—, ¿Quién
quiere seguirme?
Hubo un gruñido de asentimiento, poco
entusiasta, pero los hombres sabían que morirían con toda seguridad
si se quedaban dentro de la mansión.
—Bien —dijo Robin—. Atacaremos ahora, y
cuando hayamos matado a ese hombre, cuando hayamos cortado la
cabeza de la serpiente, el cuerpo también morirá. Esos mercenarios
no lucharán si ven que quien había de pagarles está muerto. Dos
hombres en cada caballo, el resto que nos siga a pie, los arqueros
que todavía tienen flechas que nos cubran disparando desde los
flancos.
Formamos detrás de los restos resquebrajados
de la puerta principal, una patética veintena de caballos
supervivientes, cada uno con dos hombres sobre los lomos; yo
compartía la montura de Robin. Cuando me preparaba para montar
detrás de mi señor, me dirigió una mirada intensa y me dijo:
—Lealtad hasta la muerte, ¿eh? Bueno, has
cumplido tu promesa.
Me encogí de hombros.
—No tengo intención de morir todavía —dije—.
No hasta que a él se lo coman los gusanos.
Señalé a sir Ralph Murdac y a sus jinetes,
que estaban ya situados a menos de cien metros de nosotros. Robin
sonrió.
—No habrías dicho lo mismo hace un
año.
No contesté; salté a la grupa de su caballo
y me aseguré de que la espada salía sin trabas de su vaina.
La escasa caballería que nos quedaba fue
rodeada por una multitud andrajosa de paganos y proscritos, todos
los que podían caminar o correr, armado cada cual como buenamente
podía, con lanzas, hachas, espadas y aperos de labranza. Allí
estaba Tuck, flanqueado por sus dos grandes perros de caza. Hugh no
parecía feliz, montado con otro hombre a su espalda. John, sin
casco y con el torso desnudo por el calor, estaba plantado con su
hacha al hombro y su pecho musculoso cubierto de pelo rubio. Un
triste puñado de arqueros, con no más de tres o cuatro flechas por
persona, formaron dos grupos a izquierda y derecha.
—¡Adelante, muchachos! ¡Vamos allá! —rugió
Robin.
Mientras salíamos al galope, y yo me
agarraba con todas mis fuerzas al reborde de madera de la silla de
Robin, porque no era nada fácil mantener el equilibrio sobre la
grupa en movimiento de su corcel negro, miré bajo la visera de mi
casco hacia las colinas del oeste, y algo allí atrajo mi atención.
Lo que vi fue nada menos que nuestra salvación. Una bandada de
ángeles acudía a la batalla. Durante un minuto no pude creer a mis
ojos; pero en la cresta, con las armas reflejando la brillante luz
del sol, había una larga e inmóvil línea de jinetes de blanco, por
lo menos un centenar de ellos, cada uno montado en un magnífico
corcel envuelto en una gualdrapa de un blanco cegador.
La línea siguió inmóvil aún unos segundos y
luego, a una inaudible voz de mando, los jinetes blancos empezaron
a derramarse por la ladera empinada como una gran ola espumosa, en
dirección al campo de batalla.
—Son los templarios, los templarios —dije al
oído de Robin—. Sir Richard ha venido, sir Richard.
Grité a los hombres que cargaban a mi lado,
y les señalé las colinas por cuya ladera bajaban en perfecta
formación cien de los mejores guerreros a caballo de la
cristiandad, cargando para socorrernos.
Los hombres de sir Ralph Murdac, sin darse
cuenta al parecer de la amenaza que se aproximaba por su
retaguardia, espolearon a sus monturas y se lanzaron al galope
cuando nos aproximamos a ellos, y las dos fuerzas desiguales, la
pequeña banda desordenada de los hombres de Robin, dos por caballo,
y las filas de jinetes negros de Murdac, chocaron con un vibrante
estruendo metálico. Nosotros nos apretamos en una cuña de hombres y
bestias que apuntaba como una lanza viviente al propio Murdac, y
durante un instante nuestro impulso hizo que penetráramos
profundamente en sus líneas; Robin, delante de mí, derribaba
hombres a diestra y siniestra intentando con desesperación llegar
hasta Murdac, en la segunda fila. Seguimos adelante tajando,
pinchando, martilleando a hombres y animales, y Robin espoleaba a
su caballo brutalmente para que avanzara, rasgando con las espuelas
los flancos oscuros del corcel. La línea de jinetes negros de
Murdac se cerró sobre nuestros dos flancos y a nuestra espalda,
encerrándonos en un círculo de carne de caballo palpitante, hombres
que gritaban y aceros relampagueantes. El alto sheriff estaba a tan
sólo unos metros de nosotros, con Guy a su lado. Murdac se dio
cuenta de que Robin y yo mismo lo buscábamos, estoy seguro, y al
instante volvió su caballo contra nosotros y se abrió paso por
entre las filas de sus propios hombres, con su espada larga
levantada. Al cuello, resaltando sobre la sobreveste negra sujeto a
su cadena de oro, llevaba el gran rubí. A cada movimiento, la
piedra parecía vomitar un furioso fuego rojo, tocada por la
brillante luz del sol.
Robin asestó un golpe a un jinete que se
interponía entre Murdac y nosotros, y éste desapareció entre el
polvo de la batalla. Entonces el sheriff quedó frente a Robin, y
los dos cruzaron sus espadas. Con un resonar de metal, los dos
aceros quedaron trabados por un instante. Se separaron con un
gruñido por ambas partes, hicieron girar sus caballos y los dos
cargaron al mismo tiempo. Hubo otro crujido de aceros que se
entrechocaban. Yo intenté alcanzarle en la cintura con mi espada,
pero erré el golpe. El caballo de Murdac corveteó y hubimos de
encogernos para esquivar sus cascos, que pataleaban en el aire,
cerca de nuestras cabezas. Luego el corcel quedó plantado otra vez
con las cuatro patas en el suelo y Robin espoleó a su montura y
atacó de nuevo con dureza a Murdac. Entonces un jinete de negro,
sangrando y sin control, vino a interponerse entre el señor del
bosque y el señor de Nottingham, y cuando Robin lo derribó con un
fuerte golpe en el casco, vi que Murdac estaba más lejos que antes,
arrastrado por la inexorable presión de hombres y caballos
sudorosos y trabados en combate. Otro jinete vino contra nosotros,
con la lanza en ristre, buscando el flanco de Robin, pero yo desvié
el arma con un golpe de mi espada de abajo arriba y a la derecha;
el caballo fue a chocar contra nosotros, y al quedar el jinete a mi
lado le asesté un fuerte golpe de revés que atravesó su malla.
Sentí el crujido del hueso al romperse bajo mi acero. El golpe me
hizo perder el equilibrio y me deslicé por la grupa resbaladiza por
el sudor del caballo de Robin. Sólo gracias a una rápida contorsión
de mi cuerpo, y a la valiosa ayuda de la suerte, pude aterrizar de
pie en medio de aquel torbellino de corceles que topaban y hombres
que se acometían entre gruñidos. Me di cuenta vagamente de que la
larga línea de los caballeros templarios había chocado contra los
hombres de Murdac, porque toda aquella vorágine hirviente sufrió de
pronto una fuerte sacudida. También pude vislumbrar entre los
hombres enzarzados que los jinetes blancos estaban haciendo un gran
estrago, hundiendo sus lanzas en las espaldas desprotegidas de sus
enemigos. Pero lo que más me preocupaba en aquel momento era mi
propia supervivencia.
Un golpe de maza de un jinete, que hizo
volar mi casco, me dejó atontado momentáneamente, y los cascos de
un garañón negro rozaron mi cara, pero luego, a Dios gracias, me vi
fuera de aquella masa de aceros silbantes y cascos voladores.
Empuñé con firmeza el puñal en la mano izquierda y la espada en la
derecha, y rogué por poder seguir con vida el cuarto de hora
siguiente. La infantería de Robin había alcanzado a la caballería y
entró en el remolino de la lucha cuerpo a cuerpo con gritos de
«¡Sherwood, Sherwood!». Vi la mirada feroz de un lancero al
intentar atravesar con su arma a un jinete negro. No le valió de
nada. El jinete se volvió y de un gran tajo con su espada le partió
el casco y con él la cabeza por la mitad. Y luego un gran jinete
blanco, con una sobreveste reluciente en la que campeaba en el
hombro la cruz rojo sangre, pasó al trote a mi lado y alanceó en el
costado al jinete enemigo, y la lanza atravesó la malla y dejó al
hombre ensartado por doce pies de madera de fresno, aullando de una
forma horrorosa. El jinete blanco, cuyo rostro estaba cubierto por
el casco cilíndrico con la cimera plana, soltó la lanza, que quedó
asomando, vibrante, por el costado del moribundo, y levantó la mano
para saludarme antes de desenvainar su espada y espolear a su
caballo para unirse a la melée. Mientras
galopaba en busca de una nueva presa, se volvió hacia atrás y le oí
gritar unas palabras que sonaron ligeramente distorsionadas pero
familiares:
—¡No te olvides de mover los pies...!
Y ciertamente los moví. También la
infantería de Murdac se había sumado a la batalla: un soldado
corrió hacia mí ceñudo, con la espada levantada. Trabé su arma con
la mía, lo rodeé con dos zancadas y le asesté un golpe horizontal
de revés que le rajó la cara por encima de la nariz. Cayó
pesadamente hacia atrás, y la sangre corría por entre sus dedos
cuando se llevó las manos al rostro. Otro soldado se me enfrentó,
paré su estocada sin pensar y hundí el puñal en la parte carnosa de
su muslo. Dio un grito, y la sangre brotó con tal fuerza que
salpicó mi cara y mi pecho. Intercambié golpes, espada y puñal
contra hacha, con un mercenario de rojo y verde. Nuestras armas se
encontraron y nuestras caras quedaron a pocas pulgadas de
distancia. Le di un cabezazo, de forma que el reborde metálico de
mi casco de acero fue a estrellarse contra su nariz, y cayó a mis
pies. Otro hombre cargó desde mi derecha enarbolando una pesada
espada de hoja ancha, yo doblé la rodilla para evitar su mandoble y
hundí mi propia hoja en su cintura, perforando el forro acolchado
que le protegía. Cayó de rodillas sobre la hierba ensangrentada
frente a mí, y un chorro de sangre brotó de su costado. Di un paso
atrás, tiré de la espada para extraerla de su cuerpo, y casi al
mismo tiempo paré con el puñal de mi mano izquierda un torpe golpe
de hacha contra mi cabeza, del hombre al que había roto la nariz.
Me volví contra él, aullando unas palabras de desafío sin sentido,
con dos armas ensangrentadas en ambas manos y la cara y el cuerpo
bañados en la sangre de otros hombres..., y para mi asombro, soltó
el hacha, dio media vuelta y se dio a la fuga. Me quedé demasiado
sorprendido para perseguirle, demasiado cansado también. De pronto
ya no había enemigos a mi alrededor, y vi que la victoria era
nuestra.
Los templarios se habían hecho dueños del
campo. Los caballeros del manto blanco lo recorrían al trote como
si no tuvieran otra preocupación en el mundo. La caballería negra y
los mercenarios flamencos se retiraban al galope en dirección sur,
con el estandarte de Murdac al frente. Robin, descabalgado, estaba
a cinco metros de mí luchando con dos hombres a la vez. Su juego de
espada era magnífico, casi demasiado rápido para la vista, al parar
los golpes de los dos mercenarios de rojo y verde. Antes de que
pudiera acudir en su ayuda, atravesó a uno de ellos con una veloz
estocada a la garganta, esquivó un violento golpe del otro enemigo,
se giró y le dio un tajo en el hombro. Yo me había sentido
satisfecho de mi propia habilidad, pero al ver a Robin me quedé
atónito de admiración. Aquella distracción estuvo a punto de
costarme la vida.
Un hombre alto cargó contra mí a mi espalda.
No vi de dónde venía y me cogió totalmente desprevenido, de modo
que caí de bruces en el suelo embarrado, pateado por los cascos de
los caballos y regado por la sangre de muchos hombres valerosos.
Antes de recuperarme de la sorpresa, me encontré boca arriba en el
lodazal, cegado a medias por el sudor, la sangre y mi casco, que se
había deslizado sobre la frente; había soltado el puñal, y sostenía
débilmente la espada en alto en un pobre intento de protegerme.
Toda mi ciencia se había esfumado, mientras boqueaba sin resuello
en el suelo. Encima de mí, aquel enorme soldado vestido con cota de
malla gris asestó un golpe contra mi brazo, y el tiempo se detuvo,
pude ver el lento arco trazado por el arma al bajar, la mueca
furiosa de su rostro, la mordedura del acero en la carne de mi
brazo derecho. Y entonces, surgiendo de la nada, apareció la espada
de Robin para parar el golpe, casi demasiado tarde pero a tiempo
para impedir un tajo más profundo. Robin apartó la espada del
hombre a un lado y, con el mismo impulso, dirigió su propia arma
contra el cuello, en el hueco entre el casco y la cota de malla. El
hombre se echó atrás, se tambaleó y cayó de rodillas, escupiendo
sangre.
También brotaba sangre de mi herida, bañando
el forro de mi sobretodo, y Robin se inclinó hacia mí, jadeante
pero sin perder su sonrisa. Me tendió la mano derecha y me ayudó a
ponerme en pie sobre mis piernas inseguras. La batalla había
terminado. Los caballeros templarios, con las ropas salpicadas de
rojo y empuñando espadas que goteaban sangre, rodeaban a los
prisioneros amenazándolos con sus armas; los últimos jinetes de
Murdac desaparecían ya en dirección sur, hacia el castillo de
Nottingham y la seguridad; su infantería derrotada corría en busca
del refugio del bosque. Muertos y heridos tapizaban el valle,
fertilizando el suelo con su sangre. Miré a mi alrededor,
asombrado. Era increíble, nuestra última carga desesperada,
combinada con la magnífica intervención de los templarios, había
cambiado el signo de la batalla. Pero el precio había sido muy
alto. A mi izquierda vi a Thomas, tendido en el barro pegajoso, con
una mano apretándose el vientre, que era una masa de sangre oscura
y seca. El otro brazo había quedado enterrado bajo su cuerpo. Su
fea carota estaba pálida, tensa por la agonía. Corrí hacia él e
intenté apartar su brazo para examinar la herida, pero se opuso con
una energía sorprendente.
—Déjalo estar, Josué —murmuró— Déjame.
Sacó el otro brazo de debajo de su cuerpo, y
vi con un espanto helado que la mano había quedado seccionada. En
el muñón oscuro por la sangre seca, asomaba la punta blanca de un
hueso. No parecía tener conciencia de la herida, y se rascó el
vientre enfangado con el muñón. Exhaló un solo suspiro, y yo
sostuve su cabezota pesada en mi regazo. Sentí una quemazón en los
ojos, y una gran punzada aguda de tristeza en mi interior; pero de
mis ojos no brotó ninguna lágrima. Contemplé su cara horrenda y
amable con los ojos secos, mientras él expiraba. Seguí sentado allí
largo rato con la cabeza del hombrón sobre mis muslos, con mi brazo
herido que parecía arder, y pensé en todas las desgracias, los
dolores y el odio del mundo, mientras la sangre seca se encostraba
en mis manos.
Debía de ser ya media tarde cuando me
encontró Little John, me aupó a la grupa de un caballo y me
acompañó caminando de vuelta a las ruinas destrozadas de la mansión
de Linden Lea. Cuando crucé la puerta hundida de la empalizada a
lomos de un rocín prestado, sir Richard estaba hablando con
Robin.
—Así pues, puedo confiar en que cumplirás tu
promesa, ¿verdad? —le oí decir.
—Sí, la cumpliré como tú has cumplido la
tuya —respondió Robin con voz cansada.
Sir Richard me hizo un gesto de saludo y
luego se alejó al trote corto para reunirse con sus hombres,
formados en el exterior de la mansión y a la espera de salir en
persecución de sir Ralph por el camino de Nottingham.
Robin se acercó e insistió en vendar él
mismo mi brazo herido. Aunque puso todo su cuidado al hacerlo, rió
en voz baja cuando se me escapó un gemido de dolor, y el corte en
la cara que tenía desde el día anterior se abrió al sonreír, de
modo que algunas gotas de sangre dejaron un surco en su mejilla
sucia. Cuando hubo acabado de lavar mi brazo con vino y de
envolverlo en vendas limpias, dijo:
—Entre el robo de empanadas, los lobos de
Sherwood y estas infames peleas cuerpo a cuerpo, parece que Dios
quiere de verdad llevarse esta mano, Alan. Pero se la he negado
tres veces..., y no se la llevará mientras me queden fuerzas.
Me dio una palmada en el hombro y se fue a
atender a otras personas con heridas más graves.
Lo cierto es que no podía decirse que
estuviéramos en buena forma; apenas podía encontrarse un hombre que
no padeciese heridas de alguna consideración. Hugh cojeaba debido a
una lanzada en su pierna derecha. John tenía un tajo en el brazo
izquierdo, tan profundo que casi llegaba al hueso. Habíamos perdido
unos cuarenta hombres en la última salida y sus cuerpos estaban
tendidos en fila. También los hermanos Ket the Trow y Hob o' the
Hill habían muerto, y sus pequeños cuerpos estaban juntos un poco
aparte de los demás, para ser objeto de un enterramiento pagano.
Sólo Tuck, el indomable Tuck, estaba ileso. Sentado sobre un barril
de cerveza, comía un gran pedazo de queso rodeado por sus dos
mastines Gog y Magog, y vigilaba a un
prisionero. Era Cuy de Gisborne.
El muchacho —el hombre— que me había
torturado, humillado y despojado de mi orgullo en aquella
maloliente mazmorra de Winchester estaba tirado en el suelo como
una basura, con las manos atadas, entre los dos enormes perros. Se
enfrentaba a la muerte de los renegados de la banda de Robin con
toda la dignidad que podía reunir. Tenía tumefacto todo un lado de
la cara, supuse que por un golpe brutal que le había dejado
inconsciente, pero antes de que yo pudiera sopesar su mala suerte
al ser capturado en lugar de morir directamente en la batalla, me
vio y al tiempo que me gritaba «¡Alan, ayúdame!», intentó ponerse
en pie. Los dos perros emitieron un gruñido profundo y terrible
como la venganza de Dios, y Guy se dejó caer de nuevo en el suelo.
Yo le volví la espalda y me alejé.
Nos aseamos, comimos, bebimos y descansamos
aquella tarde calurosa en Linden Lea, y muchos de los nuestros,
demasiados, murieron de sus heridas. Al atardecer, Robin nos reunió
en el patio a todos los que podíamos caminar. A sus pies estaba la
figura desamparada de Guy de Gisborne, que parecía desear que el
suelo se lo tragara allí mismo.
—Hemos luchado y hemos vencido —dijo Robin,
en tono de arenga—, Y muchos han muerto. Después de la victoria
viene la justicia. Aquí, ante vosotros está un hombre que fue en
otro tiempo vuestro camarada, pero que hoy ha combatido en las
filas del enemigo; este hombre que fue un día amigo vuestro y que
compartió nuestro pan, es un traidor. ¿Qué vamos a hacer con
él?
En el patio resonaron voces como: «¡Cocedlo
vivo!», y «¡desolladlo!», y «¡colgadlo, arrastradlo y
descuartizadlo!». Un bromista aulló: «¡Cuéntale uno de nuestros
chistes!». Robin levantó una mano para pedir silencio:
—Muy bien —dijo—. Su castigo será...
Y entonces grité yo:
—Espera, espera. Reclamo su vida. Reclamo su
vida en combate singular.
No sé por qué lo hice; podía haberme quedado
sentado y ver como mi enemigo recibía la muerte cruel que había
merecido. Incluso me habría divertido. Pero me conmovió su aire
patético, la forma como me había pedido ayuda antes, y tal vez en
mi interior se agitaba un sentimiento de culpa. De no haber tramado
yo su expulsión de la granja de Thangbrand con el rubí robado, tal
vez hoy él habría luchado a nuestro lado.
De modo que repetí:
—Reclamo su vida. Lucharé con él y lo mataré
en combate singular, si el prisionero acepta.
Robin me dirigió una mirada de
extrañeza:
—¿Estás seguro? —dijo—. ¿Y tu brazo?
—Está perfectamente —dije, aunque estaba muy
lejos de sentirlo. El corte ardía, sentía débil el brazo y temblaba
en el momento mismo de lanzar en voz alta esta absurda bravata—: Mi
espada exige su vida.
—Muy bien —dijo Robin—. El prisionero se
enfrentará en combate singular a nuestro hermano Alan. Las espadas
serán las únicas armas permitidas. Si vence, quedará en libertad.
—Hubo un murmullo de protesta entre la multitud al oír aquello,
aunque muchos parecían pensar que un buen duelo a ultranza con
espadas era la mejor diversión posible para remate de un día tan
sangriento como aquél—. ¿Acepta el prisionero el desafío?
Guy alzó su cara magullada ante el extraño
giro que habían tomado los acontecimientos. Me miró de reojo,
recordando sin duda las muchas veces que me había vencido en el
patio de ejercicios de la granja de Thangbrand. Sonrió a medias,
una simple mueca de sus labios resecos.
—Acepto —dijo.
A mi espalda oí una voz ronca que me
susurraba al oído:
—Por las pelotas hinchadas de Dios que estás
loco, joven Alan. No te preocupes; le harás trizas con facilidad,
pero si te ocurre algún percance y vence él, le rebanaré la cabeza
en un santiamén.
Tanto Guy como yo nos quitamos túnica y
camisa y luchamos a pecho desnudo en el crepúsculo cálido. Robin
había hecho colocar antorchas encendidas para que no faltara la
luz, y yo me vi enfrentado a punta de espada con mi enemigo de la
niñez, en el interior de un círculo de proscritos que me jaleaban.
Mientras nos observábamos el uno al otro, sentí el peso de mi
espada por primera vez en meses; el tajo en el brazo me había
debilitado más de lo que suponía, y estaba cansado hasta la médula
de los huesos después de dos días de lucha. Pero entonces Guy habló
en voz baja, para que sólo yo pudiera oírle:
—Me divirtió oírte cantar en Winchester,
pequeño trouvère; o mejor dicho, oírte
chillar.
Dirigió una mirada a las cicatrices de las
quemaduras en mis costillas desnudas y, al recordar aquella grave
humillación, y el calor del hierro candente junto a mis partes
íntimas, sentí por primera vez en mi interior una explosión sorda
de rabia. «Muy bien —pensé—. Ahora sí podré matarte.» Cualquier
compasión, cualquier debilidad que hubiera sentido antes, quedó
borrada por sus palabras. Dábamos vueltas el uno en torno del otro,
con los aceros desnudos en las manos, y sentí invadido todo mi ser
por la fuerza que genera el puro odio. Quería su sangre, quería sus
tripas en la punta de mi espada. Lo quería moribundo, suplicando
por su vida frente a mí, en el polvo del patio, delante de mis
amigos y camaradas.
Entonces saltó sobre mí, y fue tan rápido
como yo lo recordaba; un veloz torbellino de golpes que paré con la
espada de mi brazo herido. Por Dios que era fuerte, y estaba
luchando por su vida, y había aprendido un par de cosas desde los
días que pasamos juntos en la granja de Thangbrand. Pero también yo
había hecho lo mismo.
Me atacó abajo por el lado de mi mano
derecha, con una serie de golpes a dos manos contra mi espada. Por
suerte más que por destreza, pude zafarme y nos separamos,
jadeantes los dos. Miré el vendaje de mi antebrazo y vi consternado
que volvía a sangrar y se había formado una gran mancha carmesí
sobre el lino blanco. Me atacó de nuevo, esta vez por el lado
izquierdo, y luego a izquierda y derecha en rápida sucesión. Me
obligó a retroceder, los proscritos se apartaban detrás de mí, e
intentó acorralarme junto a un resto de empalizada para allí poder
acabar conmigo.
Entonces cometió un error; debía de estar
cansado también, porque midió mal un golpe con la espada y durante
una fracción de segundo su guardia quedó expuesta, y yo rasgué con
un golpe de través su pecho desnudo. No fue un corte profundo, pero
sí largo, una pulgada más o menos por encima de sus pezones, y
produjo mucha sangre. La multitud lo acogió con un gran rugido
animal de aprobación. Primera sangre para mí. El dirigió abajo la
mirada, completamente sorprendido al ver la sangre que cubría su
pecho desnudo y su vientre. Y entonces ataqué yo, utilizando una
combinación de tajos y estocadas que me había enseñado sir Richard.
Guy pareció desconcertado ante aquel cambio de actitud por mi
parte. En su interior, creía que yo seguía siendo aún el ladrón
mocoso que fue una víctima fácil de sus abusos tan sólo un año
antes. O la víctima implorante que suplicaba en una mazmorra de
Winchester. Pero yo ya no era aquel chico. Era un hombre, miembro
de pleno derecho de la banda de Robin, un guerrero. Intentó un
contraataque desesperado para romper mi pauta de tajo y estocada,
pero fue otro error. Esquivé su espada con un movimiento de cabeza
y dejé caer el filo de mi arma sobre la parte carnosa de su bíceps
derecho. Rugió de dolor, dejó caer la espada y pude matarlo allí
mismo. La multitud sedienta de sangre me gritó que lo matara. Pero
no golpeé. Oí de nuevo sus risas ante mi humillación, mi agonía de
cuerpo y alma en aquel calabozo, y no quise concederle el beneficio
de una muerte rápida.
Le permití recoger la espada con la mano
izquierda y seguir luchando. Pero después de aquel tajo en el
brazo, Guy quedó a mi merced. No sabía manejar la espada con el
brazo izquierdo, y en tres pases le hice un nuevo corte en el
pecho, otro en el costado, le di una puntada en el músculo de la
pantorrilla y, con un desdeñoso floreo de la muñeca, le hice un
corte profundo en el lado de la cara que no tenía hinchado. Ahora
él cojeaba, y lloraba. Podía ver su muerte en mis ojos. Su defensa
era inexistente, apenas movía los pies, y yo pude darle a placer un
nuevo tajo en el hombro izquierdo. Ahora, debilitado por la pérdida
de sangre, casi no podía levantar la espada. Entonces, de pronto,
toda mi rabia desapareció. Aquí, frente a mí, tenía a un hombre
vencido, que sangraba por media docena de heridas, con el brazo
derecho inútil, humillado. Ya había tenido mi venganza.
Estaba allí jadeante, apoyándose en su
espada clavada en el polvo, esperando el golpe mortal como un
ternero en el matadero. Sentí disgusto por mí mismo; no era así
como se comportaba un guerrero, atormentando a un enemigo vencido.
Me aparté un paso de él y recorrí con la mirada el círculo de caras
sedientas de sangre de los espectadores. Las señales de la batalla
reciente y la luz de las antorchas les daban un aire maligno:
parecían un círculo de demonios iluminado por un resplandor
siniestro. Empezaron a cantar: «Mátalo, mátalo, mátalo...». Pero no
quise seguir tomando parte en su sangrienta diversión y dije en voz
alta:
—He terminado. Dejadle ir. El combate se ha
acabado. Soltadlo.
Y volviendo la espalda a aquellos restos
sangrantes de mi infancia, empecé a caminar hacia la mansión.
Entonces alguien gritó mi nombre, y di media
vuelta a toda prisa. Guy había levantado su espada con la mano
izquierda y cargaba contra mí a través del patio iluminado pollas
antorchas, con un grito inarticulado de rabia y humillación en la
garganta. Dirigió con fuerza la espada contra mi cabeza, pero yo la
esquivé con facilidad y respondí con una estocada a fondo, que
atravesó su pecho ya tinto en sangre. Su propio impulso lo arrojó
contra mi espada, y sólo se detuvo a pocas pulgadas de mi cuerpo,
frente a frente las dos caras, lo bastante cerca para darnos un
beso. Pude ver la luz de la muerte en sus ojos, y sentí un último
escalofrío de odio que me hizo inclinarme hacia él y susurrarle al
oído: —Fui yo quien colocó el rubí entre las ropas de tu cofre,
Wolfram. Llévate contigo esa noticia al infierno.
Se ahogó en sangre, de sus labios salió un
hilo carmesí. Vi que intentaba hablar, maldecirme, y de pronto se
derrumbó de espaldas en el suelo, muerto, con mi espada clavada aún
entre sus costillas y la empuñadura señalando el cielo.