Capítulo III

 

 

PARECE increíble, visto con la perspectiva de los años pasados, que un chico imberbe como yo tuviera el descaro de unirse a las canciones que cantaban en la intimidad mi señor, el peligroso proscrito Robin de Sherwood, y su dama. Pero creo que fue Dios quien me inspiró, porque sé de cierto que a Él le gusta la música. Y, tal como se desarrollaron los acontecimientos, aquélla resultó ser una de las actuaciones más importantes de mi vida. De hecho, de no haber entonado yo mis variaciones ante mi señor, mi vida habría seguido una dirección muy diferente.
Allí seguí yo en el umbral de la habitación, llorando como un niño y con la bandeja de la comida en las manos, hasta que Robin abrió de par en par la puerta y me hizo entrar. Entonces dejé la bandeja y, secándome los ojos, paseé la mirada por aquel cuarto iluminado por las velas. Sentada en un resalto junto a la ventana estaba la mujer más radiante, más trascendentemente hermosa que he visto jamás, y conste que en mis tiempos me llevé a la cama a muchas guapas mozas. Pero aquella noche ella era... la perfección, un ángel bajado del cielo. Se parecía a las pinturas que yo había visto de María, la madre de Dios, aunque un poco más joven. Iba sencillamente vestida, con un brial de color azul celeste con brocado de hilo de oro y un tocado armado a partir de una cinta de plata que le ceñía la frente y realzaba su rostro perfecto con forma de corazón. Me sonrió, y mi propio corazón dio un vuelco. Sus cabellos, de los que un rizo aparecía bajo su tocado, eran de un tono castaño brillante, el color de las avellanas recién salidas de su cáscara. Sus ojos eran inocentes, felices y azules como un cielo despejado de verano.
La habitación era sencilla, como era de esperar en una granja perdida en medio del campo, pero mucho mayor que cualquiera a la que yo hubiera sido invitado a entrar hasta entonces: había una cama de aspecto cómodo con baldaquín sobre cuatro postes, con las cortinas descorridas y en el suelo un orinal que asomaba apenas a un lado; una mesa con partituras musicales y un frutero que habían retirado a un lado; dos asientos de madera sin respaldo y un baúl ropero. Eso era todo. Olía a cera de abeja y vino caliente, a sudor honesto y madera antigua (el olor que tendría una vieja pala muy usada); y un aroma insinuado, apenas un ligero deje, del orinal llenado por una mujer, por aquella espléndida mujer. Me sentí al instante henchido de amor.
En comparación con la hogareña sencillez de la estancia, Robin aparecía espléndidamente engalanado. El sucio manto gris de viaje del día había desaparecido, dejando en su lugar... un pavo real. Resplandecía envuelto en una brillante túnica de raso de color verde esmeralda, abotonada en el cuello y las muñecas, con una cabeza de lobo bordada en oro y negro en el pecho. Sus largas piernas estaban enfundadas en unas calzas negras, rematadas por unos zapatos en punta de piel de cabrito de un tono verde oscuro. Se había peinado, y lavado la cara y las manos. Era una transformación notable respecto del proscrito andrajoso que administraba justicia en la iglesia.
Mientras me enjugaba las lágrimas, Robin llenó una copa de vino y me la ofreció, después de invitarme a tomar asiento en el escabel colocado junto a la mesa.
—Te presento a mi señora Marian, condesa de Locksley —me dijo—. Y, querida, este es Alan Dale, el hijo de un viejo amigo, que se ha incorporado hoy mismo a nuestra compañía.
—Tienes la voz de un ángel —me dijo Marian, y me sonrió con sus enormes ojos azules. Era realmente muy hermosa, de unos dieciocho años, calculé, y en la plenitud de su belleza. Robin trasladó su propio asiento a su lado y, enlazando sus manos en las de ella, me observó con atención.
—Cantas igual que tu padre —dijo Robin—. Creí que eras él cuando he abierto la puerta.
—¿Le conocíais bien, señor?
—Sí, hace muchos años era un buen amigo mío. Pasamos más de una velada feliz cantando juntos en Edwinstowe. Pero no puedo igualar su maestría, esa manera, que tú también posees, de variar las notas para crear una armonía más compleja y agradable. —Me sonrió y luego frunció la frente—. Pero me has preguntado si lo conocía, en pasado. ¿Es que ya no vive?
Yo bajé los ojos.
—Fue ahorcado, señor. Vinieron los hombres del sheriff... —De pronto sentí que las lágrimas se agolpaban de nuevo en mis ojos, y no pude continuar. Estaba decidido a no volver a llorar delante de mi señor, de modo que clavé la vista en el suelo y guardé silencio. El silencio se prolongó hasta hacerse incómodo. Resoplé y me froté la nariz.
—Lamento oírlo —dijo Robin, en tono áspero—. Era un buen hombre. —Hubo otra pausa embarazosa—, ¿Colgado por orden del sheriff, dices? —Yo no dije nada, y luché por contener mis lágrimas—. ¿Y has intentado vengar su muerte? —preguntó después de unos instantes. Yo guardé silencio. El repitió la pregunta—: ¿No has buscado venganza?
Parecía confuso e irritado.
—Robin... —dijo Marian—. ¿No ves que está muy afectado...?
—Sabes quién ordenó la muerte de tu padre, ¿no? Pero no has hecho nada contra él. —Ahora la voz de Robin era fría—. Mírame, chico. Mírame. —Su voz era dura, imperativa. Levanté la mirada—. Un hombre no lloriquea cuando un miembro de su familia ha sido asesinado. —Sus ojos de plata brillaban de nuevo, clavados en los míos—. Un hombre no llora como un niño para buscar la compasión de quienes le rodean por la injusticia que padece. Se toma su venganza. Hace que los culpables, los hombres que mataron a su pariente, lloren de dolor; hace que sus viudas sollocen en sus camas por la noche. Si no hace eso, no es hombre. Tendrías que haber venido a mí. De haber venido a mí, nos habríamos tomado la venganza que reclama su alma.
—Lo vengaré, señor —le interrumpí, exaltado—. No necesito la ayuda de nadie en esto. Lo juro por la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.
Robin resopló.
—Jesús te ordenaría poner la otra mejilla. Cristo te obligaría a perdonarle. —Casi escupió la palabra «perdonarle», y continuó—: No tengo tiempo para esa religión de mujeres. Pero estoy convencido de que tendrás tu venganza si realmente la buscas, y contarás con mi ayuda en esta cuestión de honor, tanto si la deseas como si no. Ahora has jurado ser un hombre mío, leal hasta la muerte, ¿lo recuerdas? Pues del mismo modo que mis enemigos son los tuyos, también los tuyos son los míos.
—Es sólo un niño —dijo Marian—. Demasiado joven para toda esa cháchara sedienta de sangre. Para todas esas palabras de venganza y promesas de matar.
—Necesito hombres de armas, no alfeñiques —dijo Robin en tono seco mirando a su dama. Y yo enrojecí de ira.
—No soy ningún alfeñique, señor —dije, furioso—. Arrancaré la piel a quienes mataron a mi padre. No soy un guerrero, es cierto, pero lo seré y algún día bailaré sobre el cadáver de sir Ralph Murdac; lo aplastaré como..., como...
No se me ocurrió cómo iba aplastarlo, y callé.
—Bien dicho —contestó Robin—. Has hablado como un hombre. Pronto habremos hecho de ti un guerrero. Voy a encomendarte a un luchador veterano que, aunque ya no está tan activo como en tiempos, te enseñará el oficio... —Dejó la frase inacabada, como si le hubiera asaltado algún pensamiento—. Pero creo que podemos hacer de ti algo más que un simple soldado...
De nuevo se hizo el silencio entre los tres. Luego Robin dio una palmada en la mesa.
—Basta de charlas tristes. —Dirigió una sonrisa de disculpa a Marian, que apretó su mano—. Necesitamos un poco más de vino..., y de música.
Aunque había perdido casi por completo las ganas de cantar, acabamos sin esfuerzo las estrofas de El zorzal y la abeja, y nuestras voces se combinaron bien, y luego Marian nos cantó una endecha francesa titulada Le Rêve d'Amour. Y los tres juntos cantamos de nuevo Mi amor es hermoso. Cuando los últimos ecos se apagaron en las paredes de la habitación, Robin me tomó del brazo y me miró a la cara.
—No hay que desperdiciar una voz como la tuya —dijo, y de nuevo brillaba la amabilidad en sus ojos de plata—. En verdad, tienes un don. —Hizo una pausa—. Ahora es tarde y tienes que descansar. Ten la bondad de pedir a Hugh que te indique un lugar donde dormir, y dile que me espere unos momentos.
—Sí, señor —contesté. Marian me deseó las buenas noches y me encontré a mí mismo cerrando la puerta a mi espalda y caminando por el pasillo en un estado de confusión eufórica, sintiendo que era motivo de honra para mí servir a un hombre así, pero también lleno de temor por la posibilidad de disgustarle en algo. Robin tenía ese efecto en las personas, y más adelante pude comprobarlo en muchas ocasiones. Era algo que tenía que ver con su manera de mirarte a los ojos; te hacía olvidar su burdo sarcasmo, su dureza, su crueldad, y sentir en ese momento que tú eras la persona más importante del mundo para él. Era como un conjuro, una especie de magia, y como todo el mundo sabe, la magia es peligrosa.
Dije a Hugh que Robin deseaba verle y me abrí paso a través de la sala, cuyo suelo estaba ahora ocupado por hombres y mujeres que dormían y roncaban, hasta salir a los establos, donde me preparé un lecho con la paja. Ya a punto de hundirme en el sueño en mi mullido montón de forraje, volví a mirar el hermoso caballo de la dama. Y soñé con Marian.

 

 

 

★ ★ ★

 

 

 

Nos pusimos de nuevo en marcha al amanecer del día siguiente, y la variopinta caravana salió traqueteando por las puertas de la granja: los bueyes mugían, los carros crujían, hombres soñolientos maldecían el madrugón, y los gallos lanzaban a los cielos ruidosos mensajes acerca de sumasculinidad. Marian había partido mucho antes de que la caravana se encaminara traqueteando hacia el norte por el camino del bosque. Al notar mi mirada, me sonrió y me hizo una seña de despedida antes de subir a mujeriegas a su yegua blanca, escoltada por media docena de hombres armados.
Su marcha me dejó extrañamente decaído. Robin, que vestía de nuevo su andrajoso atuendo de viaje, cabalgaba a la cabeza de la columna, en plácida conversación con Hugh y Tuck. Yo, sintiéndome más o menos abandonado, caminé detrás de un carro bamboleante repleto de enseres caseros, sillas, mesas y baúles, coronado por una gran jaula llena de gallinas que cacareaban. Un lechón, atado al carro por una cuerda al cuello, trotaba feliz a mi lado. Yo me sentía marginado y triste después de las emociones de la noche anterior: ¿de verdad había interrumpido a mi señor cuando cantaba y me había unido a él y a su dama como si fuera su igual? Me parecía irreal. La realidad ya no mostraba el pavo real radiante, revestido de rasos y sedas, que gorjeaba junto a su amada; sino el proscrito harapiento que cabalgaba al frente de esta triste caravana junto a sus fieles truhanes.
Mi humor no tardó en mejorar. Era un día perfecto de primavera y el bosque florecía de vida y nuevas esperanzas. Las mariposas bailaban a la luz brillante del sol deslizándose por la verde celosía extendida sobre nuestras cabezas; a cada lado del camino, el suelo era una espléndida alfombra de campánulas; jóvenes gazapos huían veloces al acercarse la caravana; las palomas torcaces se llamaban unas a otras: ca-cou-ca, ca-cou-ca... Fue entonces cuando empecé a fijarme en la compañía junto a la que viajaba.
Éramos en total unas cincuenta personas: Robin, Hugh y Tuck iban montados y cabalgaban a la cabeza de la columna bajo la bandera de Robin, una cabeza de lobo pintada en negro y gris sobre un fondo blanco. La bandera era apropiada: se llamaba a los proscritos «cabezas de lobo» porque cualquiera tenía permiso para matarlos, al igual que los campesinos podían matar y cortar la cabeza de los lobos. A uno y otro lado de la columna, separados entre ellos por distancias equivalentes, cabalgaban una docena de hombres armados con espada, escudo y lanza; y un número parecido de hombres fornidos de aspecto huraño llevaban grandes arcos de guerra hechos de madera de tejo, y aljabas repletas de largas flechas colgando del cinto. Algunos de los hombres de armas lucían unos rostros grisáceos por el exceso de cerveza de la noche anterior, pero todos estaban alerta; con la cabeza erguida escudriñaban el bosque a uno y otro lado del ancho camino por el que avanzábamos. A una docena de pasos delante de mí marchaba John, el gigante. Hablaba con otro hombre corpulento, un herrero, supuse por su delantal de cuero y sus antebrazos musculosos, y de vez en cuando los ecos de las carcajadas estentóreas de John estremecían la caravana. Un herrador de caballos conducía un carromato pesado, un buhonero caminaba bajo la carga de un enorme bulto de mercancías, y una tabernera transportaba en su carro un enorme barril de cerveza. Había madres con bebés y niños pequeños, niños mayores que jugaban a pillar alrededor de los lentos carromatos, mozuelas tímidas o descaradas que caminaban orgullosas junto a los arqueros o los jinetes armados, vacas que mugían y avanzaban con torpeza atadas a los carros, un rebaño de ovejas guiadas por varios pastores. Incluso había un gato, hecho un ovillo sobre un saco del carro que marchaba delante de mí, simulando dormir pero dirigiendo miradas especulativas a la jaula de las gallinas. Era casi una aldea entera en marcha, y digo casi porque había demasiados hombres armados para una aldea pacífica. Pero para tratarse de una columna de proscritos desesperados, el espectáculo resultaba más doméstico que peligroso.
Mientras miraba a mi alrededor, de pronto me di cuenta de la presencia del jinete salpicado de barro que había visto el día anterior, que se acercaba al galope como si el mismo diablo lo persiguiese. Se dirigió en línea recta a Hugh, que iba al frente de la columna, tiró con violencia de las riendas al llegar a su altura y empezó a informarle a toda prisa. Después de una breve conversación con Hugh, al igual que el día anterior, hizo girar en redondo a su montura y se lanzó al galope por el camino de Nottingham, el mismo por donde había venido. Robin y Hugh conferenciaron, nuestro capitán alzó la mano, sonó la corneta y todo el mundo se detuvo al instante. Los jinetes recorrieron la caravana arriba y abajo dando breves órdenes; hubo agitación y alboroto a lo largo de toda la columna, y se extendió la noticia: se aproximaban soldados, hombres de armas a caballo. Una partida del sheriff de Nottingham se estaba acercando deprisa.
Sentí que el terror me atenazaba el estómago; venían a por mí, sin la menor duda. Venían a cortarme la mano, a tajarla a la altura de la muñeca y dejarme con un muñón ensangrentado. Me sentí al borde del pánico, mareado, reprimiendo el deseo instintivo de echar a correr, de esconderme en algún agujero propicio del bosque, lejos del camino, lejos de Robin y su lenta caravana de hombres y mujeres condenados.
De alguna manera conseguí controlar el temblor de mis piernas y encerrar con llave mis temores en alguna cámara oscura de mi mente. Había jurado lealtad a Robin, y mi deber era quedarme a su lado. También me ayudó a tranquilizarme la naturalidad con la que reaccionaron quienes viajaban conmigo: no hubo pánico, sólo un poco de alboroto ante la noticia de que las fuerzas del orden se aproximaban dispuestas a hacer un severo escarmiento. La gente parecía alegre, enfrascada en sus tareas, como si aquello fuera un entretenimiento bienvenido en medio de una tediosa jornada de viaje. En un gran claro abierto junto al camino, talado probablemente por los guardas forestales del rey para disuadir a villanos proscritos como nosotros de sorprender a los viajeros honrados en una emboscada, Robin plantó el extremo aguzado del mástil de su estandarte de la cabeza de lobo en el centro de un montículo cubierto de césped, a un centenar de metros de la carretera y junto a una hilera de árboles donde comenzaba la parte más espesa del bosque. Las carretas salieron traqueteando del camino, y los bueyes, azuzados con bastones puntiagudos para acelerar su marcha, desfilaron delante de él y se fueron alineando en un gran círculo con la bandera en el centro. Todos parecían saber lo que se esperaba de ellos. Se colocó a los bueyes en posición, atados a las carretas de modo que formaran un círculo continuo de animales y grandes carromatos de madera. Mujeres y niños, animales y equipajes se situaron en el interior de ese círculo defensivo. Los hombres que viajaban sin armas empezaron a desempaquetar hachas, azadas y azadones; algunos fueron a la linde del bosque a cortar bastones largos y gruesos de árboles jóvenes, y unos pocos se dedicaron a recoger piedras redondeadas del tamaño de un puño.
El ambiente era de expectación y de entusiasmo controlado. «Little» John, como oí que le llamaban (un chiste fácil sobre su corpulencia), había elegido una gran hacha de doble hoja y la blandía con amplios movimientos para soltar los músculos antes de la batalla. Su amigo el herrero empuñaba dos grandes martillos con sus peludas manos; los mangos eran de madera de roble de dos palmos de largo rematados por cabezas de dos libras de hierro, y los sujetaba a la muñeca por medio de unas anchas bandas de cuero. Yo comprobé que mi pequeño y afilado cuchillo cortabolsas seguía aún en su lugar, colgando del cinturón, y reprimiendo mi miedo corrí al lado de Robin: como vasallo suyo, mi puesto en la batalla estaba a su lado. Esperaba poder impresionarlo favorablemente de alguna manera en la lucha que se avecinaba.
Robin estaba demasiado ocupado para prestarme atención. Se había apeado del caballo y daba órdenes a Hugh y a los hombres de armas montados, todos ellos equipados ahora con espadas, cascos y escudos en forma de cometa hechos de madera y cuero, blanqueados con cal y pintados con el emblema del lobo de Robin. Algunos llevaban hachas de guerra; otros, petos de cuir-bouilli, una coraza que cubría pecho y espalda, hecha con cuero puesto a hervir para darle mayor dureza; otros se habían puesto medias y guanteletes de malla de acero para proteger piernas y manos. Cada hombre enarbolaba una lanza de doce pies de largo de madera de fresno rematada en una afilada punta de acero brillante. Además, sobre la armadura, todos llevaban una sobreveste del mismo color verde oscuro: un signo de la fidelidad jurada a Robin, como si éste fuera un noble y no un rufián condenado a la proscripción. Esos hombres podían ser forajidos, ladrones, asesinos, hombres de pésima catadura..., pero también eran guerreros: una docena aproximadamente de jinetes orgullosos, barbados, tan a gusto a lomos de sus corceles en medio de un alboroto como lo estaría yo sobre mis dos piernas en un campo tranquilo cubierto de hierba. Eran temibles.
Hugh se inclinó sin desmontar ante Robin, y luego los dos dieron unas palmadas y Hugh se llevó a sus hombres al trote fuera del claro, en dirección al bosque, y desapareció entre los árboles. Yo quedé aterrorizado: ¿a dónde iban? Robin debió de verme tragar saliva incrédulo, porque me dijo:
—No te preocupes, Alan. Volverán..., a la travèrse!
Y rió; un sonido ligero, dorado y tranquilizador. Yo no tenía idea de lo que quería decir, pero su risa me relajó, y antes de que pudiera preguntarle nada se volvió hacia otro lado y gritó:
—¡Arqueros! ¡A mí! ¡Arqueros!
De todas partes del claro llegaron a la carrera hombres armados con arcos, y con ellos Tuck, que enarbolaba una vara de color castaño oscuro más alta que él mismo. Las dos puntas estaban forradas con un cuerno de vaca que tenía una muesca tallada a un lado en la que se sujetaría la cuerda. Mientras veía a Tuck colocar la cuerda de su arco recordé que había sido soldado en Gales antes que fraile. No era un arco ligero como los que se usan para cazar conejos. Era un arco de batalla: casi dos metros de vigorosa madera procedente de un tejo joven. La parte del arco que quedaba frente al enemigo, llamada la «espalda», estaba hecha con madera más ligera, próxima a la corteza del árbol. Esa parte externa es más elástica a la torsión cuando se dobla el arco. La parte interior del arma, el «vientre» como lo llamaban los arqueros de Robin, estaba hecha con una madera, de color más oscuro, del centro del tronco. Esa parte interior es más dura y resiste mejor cuando la cuerda del arco se tensa al máximo. La resistencia de ambas maderas era lo que proporcionaba al arco su tremenda potencia. Doblar aquella vara de tejo exigía una enorme fuerza, pero Tuck, a pesar de su escasa estatura, era muy robusto. Después de un breve esfuerzo, pasó el lazo del extremo de la cuerda por la muesca del cuerno del extremo..., y quedó con aquella impresionante máquina de matar en las manos.
Little John recorrió el círculo de carros, sosteniendo con desenfado su enorme hacha, con la doble hoja detrás de su nuca y el largo mango descansando en el hombro fornido. Robin desenvainó su espada y la arrojó al suelo, unos cinco pasos delante del círculo de carros.
—Arqueros aquí, creo —dijo. Unos diez arqueros corpulentos formaron una línea irregular delante de la espada, dando frente al camino. Su jefe, un hombre rechoncho llamado Owain, les habló en una lengua que no pude entender, pero que supuse que era galés. Estos hombres habían sido llamados por Robin, con la ayuda de Tuck, y habían venido de sus montañas occidentales para formar el núcleo de su ejército y enseñar a los proscritos ingleses el manejo del arco largo. Mientras yo los observaba, algunos de aquellos galeses se entretenían aún en colocar la cuerda de sus arcos, y otros sacaban flechas de unas bolsas de tela que llevaban a la cintura y las clavaban por la punta en el césped, delante de la posición que ocupaban. Robin miró a John y le preguntó:
—¿Todo bien?
El gigante se limitó a gruñir. Y Robin añadió:
—Recuérdalo, John, tenlos sujetos. No les dejes salir hasta que hayamos hecho nuestra carga.
—¡Por los clavos de Cristo! —rugió John exasperado—, ¿Te olvidas de que he hecho esto cientos de veces?
—Sí, John, lo sé —le calmó Robin—, pero estarás de acuerdo conmigo en que tienden a excitarse demasiado... Sé buen chico y mantenlos quietos hasta después de la carga.
El jayán volvió a entrar en el círculo de los carros, donde se apretujaban mujeres, niños, hombres y animales en una confusión caótica.
Tuck me dio un golpecito en la manga:
—La verdad es que no tendrías que estar aquí —me dijo—. Tu puesto está detrás de los carros.
Yo sacudí la cabeza.
—Mi puesto está junto a mi señor —dije, y señalé con la barbilla a Robin, que colocaba la cuerda de su propio arco.
—Bien —dijo Tuck—, pensaba que dirías eso, de modo que si estás decidido a jugar a las guerras será mejor que lleves el equipo adecuado.
Y me tendió un pesado saco pardo, que resonó con un ruido de metal.
Para un joven su primera espada tiene siempre algo especial, algo mágico, tanto si es pequeña, mellada y herrumbrosa, poco más larga que un cuchillo de carnicero, como si es un acero fino español con incrustaciones de oro, digno de un rey. Es un símbolo de poder, de virilidad: de hecho, poetas y trouvères, cuando componen sus piezas de amor caballeresco, suelen utilizar la palabra «espada» para referirse al miembro viril. Y cuando cantan que la espada se desliza dentro de su vaina... Bueno, estoy seguro de que me entendéis, sin duda habéis escuchado esas cansos y esos fabliaux salaces... La espada es un icono de la fuerza masculina; si te dan una espada es que dan por supuesta tu virilidad.
Mi primera espada, la que encontré dentro del saco con una capa de color verde oscuro y un casco abollado, era un arma corriente, un metro más o menos de acero ahusado, de filo ligeramente mellado pero cortante, con una acanaladura que iba desde la empuñadura hasta más o menos las tres cuartas partes de la longitud de la hoja, por ambos lados. La guarnición era una pieza recta de acero de unos quince centímetros, y la empuñadura de madera estaba rematada por un pomo de hierro. Era un arma ordinaria, como las que llevan miles de hombres de armas en toda Inglaterra, pero para mí era Excalibur. Era una hoja mágica, forjada por los santos y bendecida por Dios. Y era mía. La espada estaba enfundada en una vaina de cuero rozado sujeta a un cinto de espada de cuero también desgastado. Mientras abrochaba el cinto a mi cintura, y luego al desenvainar la espada, me sentí tan alto como Little John, un héroe, un noble guerrero que defendería a su señor hasta la muerte. Hendí el aire frente a mí con mi espada, imaginando que atravesaba con ella a dragones invisibles.
Tuck, que había observado mis maniobras con mirada benévola, me dijo:
—Procura no matar a ninguno de los nuestros. Sus palabras me devolvieron a la realidad y, mientras él me ayudaba a ponerme la capa y el casco, me di cuenta de que se esperaba que yo matara de verdad con aquella arma, que atravesara con ella un cuerpo humano, que vertiera la sangre de una persona real sobre la hierba verde de aquel tranquilo claro del bosque. Y también que esa persona intentaría derramar mi propia sangre.
Devolví la espada a su vaina y, cuando me volví para agradecer a Tuck sus regalos, apareció al galope el espía salpicado de barro en una revuelta del camino. En esta ocasión se encaminó directamente al círculo de los carros. Refrenó su caballo sudoroso al llegar junto a Robin y su delgada línea de arqueros, se apeó de un salto y dijo sin aliento a Robin:
—Ya llegan, señor, me pisan los talones; son los hombres de Ralph Murdac. Unos treinta bastardos...
Robin asintió y dijo:
—De acuerdo, muy bien; meteos tú y el caballo en el círculo de los carros.
El hombre inclinó la cabeza y se llevó el caballo de la rienda. Robin se volvió a los arqueros, que le miraban expectantes colocados en una línea irregular.
—Muy bien, muchachos, no vamos a jugar con ellos. En cuanto veáis a esos bastardos, empezad a matarlos. Y cuando lleguen a la altura de ese arbusto —dijo señalando un pequeño aliso ramoso situado a unos cincuenta pasos—, os metéis dentro del círculo tan deprisa como podáis. Resguardaos detrás de los carros si queréis seguir con vida..., pero no antes de que lleguen a ese arbusto. ¿Lo ha entendido todo el mundo?
Me miró y yo hice un gesto de asentimiento, pero no quise hablar para que mi voz no revelara el miedo que sentía.
Luego esperamos. Robin iba clavando flechas en la hierba frente al lugar que ocupaba en la línea, y se entretenía en hacerlo de modo que formaran un dibujo simétrico; los arqueros galeses se apoyaban en sus arcos y charlaban entre ellos en voz baja, con la mayor tranquilidad. Todos eran tipos muy musculosos, aunque pocos eran altos. Muchos tenían una constitución parecida, como si fueran parientes: eran bajos y fornidos, con músculos muy visibles en los brazos y el pecho muy amplio. Tuck recorrió la línea y bendijo los arcos. Yo estaba quieto en mi puesto, con la mano en la empuñadura de mi espada, esperando la bendición y sudando de miedo y de excitación a la luz del sol primaveral. Quería mear con desesperación. El tiempo pareció detenerse. El barullo que llegaba del círculo de los carros fue disminuyendo, aunque de cuando en cuando un buey mugía o una gallina cacareaba. Me pregunté si el espía no se había equivocado. ¿Dónde estaban? Robin se limpiaba el reborde de las uñas con un pequeño cuchillo y tarareaba para sí mismo en voz baja Mi amor es hermoso como una rosa en flor, pero la noche pasada y nuestras agradables canciones a coro parecían haber retrocedido a miles de millas de distancia y a una remota vida anterior. Tuck se había puesto de rodillas y rezaba. Yo cerré los ojos pero, surgida de la nada, me vino a la mente la imagen de la muchacha de los ojos verdes apareándose con su amante borracho en la granja. Me apresuré a abrir los ojos, y me santigüé. Si había de morir, no quería que mis últimos pensamientos fueran para aquellos pecadores. Entonces por fin, después de una espera infinita, oí el golpeteo de los cascos en la tierra seca del camino, y en el recodo apareció a la vista el enemigo. Una masa retumbante de jinetes pesados forrados de acero y malignidad, buscando nuestra muerte.
Formaban un espectáculo aterrador. Treinta hombres de armas duros como rocas, montados en grandes corceles bien entrenados, cada uno de ellos revestido de una malla de acero que le cubría desde la punta de los pies a la cabeza y rematado con un casco de acero claveteado, con la cimera plana y una visera metálica enrejada que cubría totalmente el rostro. Soldados como aquéllos habían ahorcado a mi padre. Sobre la cota de malla llevaban sobrevestes negras cruzadas por cheurones rojos, y enarbolaban lanzas de doce pies de largo con puntas forradas de acero asesinas de hombres, y escudos de madera en forma de cometas, recubiertos de cuero y pintados con el blasón negro de sir Ralph Murdac. De sus cinturas colgaban espadas largas y dagas más cortas; mazas con clavos y hachas de batalla afiladas como navajas de afeitar pendían de sus sillas de montar. Eran hábiles asesinos, señores del campo de batalla, y lo sabían.
Se detuvieron a unos doscientos metros de distancia, y sus corceles relincharon y patearon la hierba; y observaron nuestro patético amontonamiento de carros, animales, madres campesinas temerosas con sus niños, y nuestra corta línea de arqueros rechonchos. Parecían monstruos de metal de una leyenda terrible, no hombres de carne y hueso. Jinetes como aquellos habían diseminado el terror entre la población inglesa durante más de doscientos años, desde que Guillermo el Bastardo vino a conquistar nuestra tierra. Jinetes como aquellos habían destrozado la barrera de escudos de los guerreros anglosajones en Hastings, y desde entonces sus descendientes se habían dedicado a acosar a los infelices que no podían pagar sus impuestos, a acuchillar a los campesinos honrados que se cruzaban en su camino, a violar a cualquier muchacha que se les antojara, a aplastar el alma de los ingleses bajo sus cascos forrados de acero.
Dos caballeros avanzaron al frente de los jinetes, los capitanes del conroi, como se llamaba a esa clase de unidades de caballería, cada uno de ellos con una pluma de ganso teñida de negro y rojo sobresaliendo del casco. Empezaron a ordenar la tropa en dos filas, de una quincena de hombres cada una. Mientras yo miraba evolucionar y colocarse en posición aquellos caballos magníficamente entrenados, oí murmurar a Robin:
—Tensad, muchachos...
Los arqueros estiraron las cuerdas de sus arcos hasta llevarlas junto a la oreja.
—...Y soltad.
Se escuchó un aleteo, como el de una bandada de golondrinas, y un puñado de flechas salió disparado, dibujando finos trazos grises contra el cielo azul. Oí repetir a Robin, con una calma perfecta: «Tensad..., y soltad», y entonces vi con asombro como la primera rociada de flechas caía sobre el conroi, que se convirtió de pronto en un caos lleno de gritos y sangre. Los caballos lanzaron relinchos agónicos y patearon salvajemente al azar todo lo que se encontraba a su alcance, cuando una docena de flechas de un metro de largo, hechas de madera de fresno endurecida al fuego y con puntas de acero afiladas como navajas, les alcanzaron en los pechos y los flancos. Dos soldados cayeron de sus monturas muertos por flechas que habían atravesado sus cotas y penetrado en el corazón y los pulmones. Lo que momentos antes habían sido unas filas ordenadas de hombres montados preparándose para cargar, con las lanzas verticales tan bien alineadas como la empalizada para la defensa de una aldea, ahora era un tropel de caballos que retrocedían aterrorizados y de hombres que maldecían cubiertos de sangre. Pero sobre ellos se abatieron más flechas. Vi a un hombre descabalgado, a cuatro patas, con la garganta atravesada por uno de esos proyectiles, derrumbarse sobre el césped verde, con las manos al cuello y escupiendo sangre. Otro gritaba una larga retahíla de obscenidades, e insultaba al mismo Dios mientras intentaba arrancarse una flecha del muslo. Un caballo sin jinete se alzó sobre las patas traseras y pateó con los cascos delanteros el pecho de su amo, que cayó hacia atrás con un crujido audible de huesos rotos, y no volvió a levantarse.
No obstante, aquellos no eran soldados ordinarios. Eran jinetes orgullosos, hombres de armas seleccionados por sir Ralph Murdac, temidos en dos condados, disciplinados por largas horas de ejercicio a caballo, con lanza, espada y escudo. Las flechas seguían cayendo sobre ellos, pero alzaron las defensas y refrenaron a sus caballos con las rodillas, rehaciendo hasta cierto punto la formación. Los dos caballeros, con sus vistosas plumas agitándose enloquecidas, reagruparon el conroi a fuerza de gritos y amenazas. Entonces vi con el corazón en la garganta que, de nuevo en dos filas ordenadas, volvían hacia nosotros sus grandes caballos, y cargaban. Los jinetes bajaron sus lanzas y empezaron a galopar a través del claro, apretando las filas a medida que tronaban sobre la hierba con sus cascos macizos que hacían temblar el mundo, y avanzaron frontalmente contra nuestro débil círculo defensivo.
—Tensad..., soltad —dijo Robin. Y las flechas de punta de acero rasgaron de nuevo el aire para hundirse profundamente en la masa de hombres y caballos a la carga. Dos hombres fueron proyectados hacia atrás desde sus sillas, como si tuvieran los cuerpos sujetos a una cuerda atada a los árboles.
—Una última ronda, muchachos, y luego salimos a escape. Tensad..., soltad.
Robin tomó de su cinto un cuerno de caza y lanzó dos toques breves, altos y claros, y luego uno más largo. La última munición de los arqueros cayó sobre el conroi lanzado a la carga justo en el momento en que llegaba al aliso.
Al instante, todos nosotros echamos a correr reteniendo el aliento, tropezando, aterrorizados, atrás, atrás, hacia el círculo defensivo de los carros. Yo también corrí, aferrando mi espada como si tuviera al diablo a los talones; corrí hasta sentir que el corazón me estallaba. Era sólo una distancia corta, no más de treinta metros, pero teníamos a los jinetes casi encima de nosotros. Imaginé que sentía el aliento cálido de un animal enorme y de su jinete de rostro de acero, y que los cascos me aplastaban; casi pude sentir penetrar la punta de metal de la lanza entre mis omóplatos..., y ya estaba dentro del círculo, resbalando, resbalando en la hierba bajo las ruedas del carro más próximo..., y entre las piernas del herrero, que aún con sus enormes martillos en las manos bajó la vista.
—Muy bien hecho, chico; parece que has perdido el resuello —dijo, y me guiñó un ojo.
El conroi se vio frenado por el círculo de carros. Era un obstáculo demasiado alto para que los caballos lo saltaran y, frustrados al ver que los arqueros se les habían escapado, se inclinaron hacia adelante en sus sillas e intentaron alancear desde fuera a los hombres situados en el interior del círculo, que esquivaron la acometida protegiéndose o retrocediendo unos pasos. El cuerno de Robin volvió a sonar; dos notas cortas y una larga, y de la muralla verde del bosque surgieron nuestros benditos jinetes.
Fue un bello espectáculo: una docena de caballeros con cotas de malla, perfectamente alineados en una sola fila, galopando hacia nuestro anillo defensivo. Hugh iba en el centro, con la bandera blanca del lobo ondeando sobre su cabeza mientras sus hombres cruzaban el claro. Sus lanzas estaban tendidas, apretadas bajo el brazo y paralelas al suelo, apuntando al enemigo, con las puntas aceradas sedientas de sangre. Apenas le dio tiempo a uno de los hombres de Murdac a dar la voz de alarma. Los hombres de Hugh cayeron sobre las filas dispersas de los enemigos, alancearon hombres y caballos al impactar en el grupo, dispersaron a los hombres del sheriff como los lobos al atacar un rebaño de ovejas.
De nuevo sonó el cuerno de Robin, tres notas agudas que hicieron que se erizaran los pelos de mi cabeza: ta-ta-taaa, ta-ta-taaa.
—Vamos, chico —dijo mi amigo el herrero—. Es el toque de ataque, eso es.
Saltó a lo alto del carro y de allí al otro lado balanceando sus dos enormes martillos, que parecían juguetes en las manos de un hombre tan grande. Una vez fuera de nuestro círculo de carros, propinó a un caballo enemigo que pasaba un porrazo tan fuerte en la frente que el pobre animal se tambaleó y dobló las manos. Rápido como una comadreja, el herrero atacó entonces al jinete, mientras el animal aún caía, y golpeó con los dos martillos por turno su casco cuadrado. Debió de aplastar el cráneo además del casco, porque de pronto una gran mancha de sangre y una materia gris y rosada salpicaron el frontal de la sobreveste. El herrero vio que yo le miraba, sobrecogido por aquel ataque salvaje, y sonrió con una mueca belicosa:
—No estés papando moscas, chico —me gritó—. Dales fuerte, dales...
Robin estaba a mi derecha, de pie encima de un carro con otro arquero; los dos disparaban concienzudamente flecha tras flecha a los jinetes enemigos. Me volví a la izquierda y allí vi a Little John, fuera del círculo, blandiendo su enorme hacha con una habilidad letal. Le vi asestar un golpe en la espalda a un jinete que atravesó la malla y le partió la espina dorsal. Cuando dio el tirón para liberar la doble hoja, el hombre cayó de bruces, desmadejado como un muñeco, y su cabeza casi golpeó el pie sujeto aún al estribo, mientras un chorro escarlata se proyectaba en el aire desde su cintura parcialmente segada.
Dondequiera que miraba había seguidores de Robin, hombres y también algunas mujeres, a pie, armados tan sólo con garrotes o piedras, y otros con azadones y guadañas, que rodeaban a jinetes aislados y les golpeaban a ellos y a sus monturas con una furia implacable. Un cuerpo de jinetes disciplinados y armados con lanzas puede destruir en unos instantes a una unidad de infantería; pero cuando el jinete está solo y rodeado por un tropel de campesinos exaltados por la oportunidad de vengarse de los crímenes cometidos contra ellos mismos y sus antepasados por aquel símbolo montado del poder normando, el espectáculo es parecido al de una araña coja atacada por una legión de hormigas furiosas. Los caballos eran rápidamente desjarretados con largos cuchillos afilados; y el infortunado soldado veía sus piernas inmovilizadas por muchas manos. Luego era zarandeado de un lado a otro, arrancado de la silla y machacado hasta quedar convertido en un despojo ensangrentado sobre la hierba del claro. Toda clase de herramientas metálicas golpeaban y pinchaban en la carne viva; hombres y caballos gritaban, y la sangre salpicaba por todos lados.
Pero no todo nos era favorable: uno de los caballeros emplumados estaba sembrando el caos entre nuestra gente. Con las riendas sujetas al pomo de la silla y controlando su montura únicamente con las rodillas, hacía el vacío a su alrededor con la espada en una mano y una maza con pinchos en la otra, aplastando cráneos y tajando brazos.
Mientras yo lo observaba, una flecha se clavó en su muslo, y soltó una maldición.
El herrero que estaba delante de mí había dejado de dar golpes a la cabeza machacada de su enemigo y observaba a Little John, que con un elegante revés clavó el hacha de doble filo en la garganta de un caballo que pasaba. El desgraciado animal, vertiendo la sangre a chorros, retrocedió con sus últimas fuerzas y desmontó a su jinete, que quedó tendido boca arriba en el suelo encharcado. En un abrir y cerrar de ojos se vio rodeado por un enjambre de campesinos que lo acuchillaron y golpearon.
—Así se hace, chico —dijo el herrero—. Nada de holgazanear. Dales fuerte.
Un segundo después su rostro arrebatado y feliz cambió de expresión, palideció, y él cayó de rodillas. En el centro de su peto de cuero asomó la punta de acero ensangrentado de una lanza. Miró hacia abajo con incredulidad y su enorme cuerpo se estremeció y tembló cuando el soldado que estaba en el otro extremo de la lanza tiró de ella para extraerla de la carne desgarrada.
Acudió a mi mente el recuerdo de la cara deformada de mi padre en la horca y grité:
—¡Nooo...!
Empuñé mi espada desenvainada, salté de lo alto del carro y me encontré fuera del círculo antes de recapacitar. Ataqué al jinete, cuya lanza seguía enterrada en el cuerpo del herrero, y golpeé con mi arma su pierna, enloquecido por la rabia. La hoja chocó con la pantorrilla enmallada y el hombre dio un grito de dolor, pero el golpe no atravesó la protección de acero. El hombre soltó la lanza y con la mano izquierda, desde el otro lado de su cuerpo, me dirigió un golpe con un hacha de batalla. Lo esquivé, y en ese momento otro caballo empujó al suyo por detrás; él se tambaleó en la silla y trató de sujetarse a ella con las dos manos, dejando pender el hacha de la correa que la sujetaba a su muñeca. Yo lo agarré por la manga enmallada de su brazo derecho, hirviendo aún de rabia, y de un tirón lo hice caer al suelo entre un estruendo metálico acentuado por la caída de su casco, que rodó unos metros.
No pensé ni por un instante en lo que estaba haciendo; fue como si otra persona controlara mi cuerpo. El jinete enemigo estaba tendido en el suelo, sin morrión, y dejé caer la espada con todas mis fuerzas sobre su garganta expuesta y sentí la resistencia de la hoja al tropezar con las vértebras de la base del cuello. Gimió, y su cuerpo tuvo un estremecimiento convulso. Pero mi corazón, mi tierno corazón, cantaba alegre. Aquí estaba mi venganza, había dado aquel golpe en recuerdo de mi padre. El hombre tuvo una nueva convulsión; la sangre manaba a chorros y él quedó inmóvil, con el rostro hacia el cielo, en medio de un charco de su propia sangre, con la cabeza casi separada del cuerpo por mi vieja espada.
Entonces vi claramente su cara por primera vez. No era el monstruo de acero de una pesadilla. Sus ojos azules miraban con fijeza hacia el paraíso, su tez era de un blanco lechoso sin más tacha que un tenue bigote rubio en el labio superior, y por la boca entreabierta asomaban unos dientes blancos perfectos. Podía ser tan sólo dos o tres años mayor que yo. Exhaló un último suspiro, como un hombre que se dispone a descansar después de un duro día de trabajo, una temblorosa bocanada de aire, y su alma abandonó su cuerpo.
Miré despacio al primer hombre que había matado en mi vida. Mis ojos se anegaron en lágrimas. Alargué la mano para... tocarlo, disculparme, pedirle perdón por haber acabado con su joven vida, no lo sé. Retiré la mano, y aparté la vista de él. Vi a Robin encima de mí, de pie en lo alto del carro, con una flecha prendida de su arco, buscando una nueva víctima. Me hizo un gesto, y me gritó algo; por encima del estruendo de la batalla, pude oír su voz fuerte y confiada con tanta claridad como si estuviese a mi lado:
—Buen trabajo, Alan. Una faena limpia. Pronto haremos de ti un guerrero.
Me sonrió, relajado y muy tranquilo. Yo lo miré con un torbellino dando vueltas en el interior de mi cabeza. Entonces, por alguna extraña alquimia, mi humor cambió y me contagié de su valor. Me había sentido débil y pesaroso por haber segado una vida joven, pero entonces noté como la sangre corría por mis venas con más ímpetu. Bajé de nuevo la vista hacia el muchacho muerto a mis pies y mi mano buscó mi espada. Aferré su empuñadura de madera lisa y tiré de ella para arrancarla del hueso en el que estaba clavada. Luego me erguí, alcé la barbilla, me afirmé sobre mis piernas temblorosas y miré a mi alrededor en busca de más enemigos que matar.