Capítulo X

 

 

CAÍ de rodillas en la nieve, solté el garrote y por fin pude relajar mis brazos doloridos dejándolos colgar laxos de los hombros. Robin estaba aquí. Yo no sabía por qué ni cómo había aparecido en el último instante para salvarnos de una muerte segura, y tampoco me importaba debido al inmenso alivio que me invadía.
Tuck se acercó y me ayudó a ponerme en pie. Me envolvió en sus brazos fornidos y agradecí el calor y la fuerza que me transmitía con su contacto. Curó mi brazo, limpiándolo y colocando un vendaje nuevo. Robin vino a saludarme, me miró con sus grandes ojos de plata y me felicitó por haber sobrevivido. Parecía contento al verme y yo sentí la ya familiar corriente de afecto hacia él. Luego me dio las gracias por haber salvado a Godifa.
—Ha sido ella la que me ha salvado a mí —dije, con voz insegura por el alivio. A continuación les conté a todos cómo había dado muerte a Ralph, el hombre del bosque, y cómo me ayudó a luchar con los lobos, manejando mi puñal. Goody estaba ahí sin decir nada y con la cabeza gacha, más culpable que heroica, pero los hombres estuvieron muy efusivos con ella y le dijeron que era digna hija de su padre y que él se habría sentido orgulloso de ella, lo que provocó un sollozo ahogado.
Lo mejor de todo es que los hombres de Robín venían cargados de provisiones. John extendió unas gruesas mantas de lana sobre la nieve, y nos lanzamos sobre la carne fiambre, el queso y el pan que traían en las alforjas. Bernard descubrió un pellejo de vino y pareció que se proponía beberlo entero de un solo trago. Tuck había examinado el chichón que tenía en la cabeza, y anunció que probablemente Bernard no moriría de inmediato. De hecho, el vino y la comida revivieron a Bernard hasta tal punto que, sentado en la manta cubierta de migas en aquel claro nevado, incluso empezó a componer la que más tarde sería conocida como la Canción de la muerte del hombre lobo de Sherwood, una melodía extraña que imitaba los aullidos de los lobos y en la que hablaba de la fiera que se esconde en el corazón de todos los hombres. Le oí canturrear para sí mismo entre trago y trago de vino. Estrenó la canción unas semanas más tarde, en una cómoda cueva iluminada por una fogata y rodeado por docenas de compañeros de Robin; e incluso en medio de aquellos robustos guerreros, sentí que un escalofrío de terror recorría mi interior.
Hubo un incidente que me produjo cierta extrañeza, sin embargo. Robin había traído consigo un prisionero, un soldado común de edad mediana o incluso algo mayor, con una expresión infeliz y asustada en su cara flácida, y una herida de flecha de mal aspecto que le impedía levantar el brazo derecho para defenderse. Robin me dijo que se había tropezado con un pequeño grupo de hombres de Murdac cuando buscaba supervivientes de la matanza de la casa de Thangbrand. Habían aniquilado en un momento a aquel puñado de soldados enemigos pero, en contra de la costumbre usual de ejecutar limpia y rápidamente a todos los prisioneros, Robin había insistido en mantener con vida a aquel hombre. Lo miré, y me acordé de sir John Peveril. Reprimí un escalofrío. Sentado a lomos de su caballo, con los pies atados bajo el vientre del animal y la mano buena sujetando el pomo de la silla de montar, su figura resultaba patética. Me acerqué con la intención de hablarle, pero Robin me detuvo colocando una mano en mi hombro.
—No le hables, Alan; es más, tampoco lo mires —dijo—. Deja que crea que no existe, que es sólo un fantasma.
Me lo quedé mirando. ¿Estaría planeando otra repugnante mutilación? Sin embargo, no me atreví a desobedecerle, de modo que evité cualquier contacto con aquel pobre hombre. Dios se haya apiadado de su alma.
Mis recuerdos del rescate se borran en ese punto. Tal vez fue la conmoción de los días pasados lo que creó esa laguna en mi memoria, o pudo ser el mordisco del lobo o mi agotamiento total. También puede que sea simplemente el precio de haber vivido tantos años: ahora soy viejo desde todos los puntos de vista, y los detalles de algunos episodios de mi vida se nublan, o incluso desaparecen por completo de mi memoria. En cambio, otros recuerdos son tan claros como un cristalino arroyo de montaña, y uno de ellos es el de mi primer consejo de guerra con los hombres de Robin en las cuevas.
Debimos de empaquetar nuestras cosas en el claro, por más que no lo recuerde, y montar a caballo. Tuck debió de llamar a sus mastines y atraillarlos: sus nombres eran Gog y Magog, me explicó más tarde, e insistió en que todavía no eran más que unos cachorros. Un amigo se los había regalado, dijo, y los estaba entrenando para la guerra. Pero cachorros o no, nunca me sentí del todo tranquilo en su presencia, consciente de que sus largos colmillos podían arrancarme un brazo sin más esfuerzo que el que me llevaría a mí retirar el espetón que atraviesa la carne de un capón.
Sin duda cabalgamos por el bosque durante muchas horas, pero no recuerdo nada de aquel viaje. Es de suponer que cuando por fin llegamos al cuartel general secreto de Robin, media docena de grandes cuevas en el corazón de Sherwood, alguien curó mi brazo herido y me fue asignado un lugar donde dormir. Asimismo, debí de pasar varios días recuperándome de mi reciente experiencia, pero también eso se ha desvanecido de mi memoria: mis recuerdos retornan ante una larga mesa cargada de comida y bebida, tres o cuatro días después de la lucha con la manada de lobos. Robin estaba sentado a la cabecera, con Hugh y Little John a uno y otro lado. Los bancos de los laterales de la mesa estaban ocupados por guerreros proscritos que despachaban un almuerzo de asado de ciervo dispuesto en unas bandejas de oro que desviaban hacia el techo el reflejo de la luz que se filtraba por la entrada de la cueva. Nunca antes había visto yo tanto esplendor, y me chocó la indiferencia con la que aquellos hombres golpeaban las bandejas y las rascaban con sus cuchillos. En el otro extremo de la mesa nos sentábamos Will Scarlet y yo, delante de un capón guisado con salsa de cebolla. Tuck no estaba: casi nunca asistía a los consejos de Robin, porque decía, bromeando tan sólo a medias, que ofendía sus sentimientos cristianos prestar oído a los planes malvados de unos hombres viles.
Tampoco Bernard tomó parte en nuestras deliberaciones; Goody y él estaban en otra cueva, y allí daban los últimos retoques a la Canción de la muerte del hombre lobo de Sherwood, en la que Goody acompañaba la melodía con unos escalofriantes aullidos lobunos. Se había recuperado con una rapidez asombrosa de su aventura y tenía otra vez un aspecto satisfecho y alegre, aunque insistía en que o bien Bernard o bien yo la acompañáramos en todo momento, y en una o dos ocasiones la oí sollozar debajo de las mantas, cuando los dolores de mi brazo herido me impedían dormir.
Hugh y Will Scarlet, por lo que pude averiguar, habían sobrevivido a la matanza de la casa de Thangbrand por pura casualidad. Al amanecer del día del ataque de los hombres de Murdac, Will había estado agachado junto a la zanja, parcialmente cubierta con tablones, que nos servía de letrina. Vio irrumpir por la puerta de la empalizada a los primeros jinetes y, sin preocuparse ni siquiera de volver a colocarse bragas y calzas en su lugar, corrió derecho hacia el bosque y se escondió en lo alto de un árbol durante un día y una noche. Los hombres de Robin, que cabalgaban hacia el sur para celebrar con Thangbrand el final de las fiestas de la Navidad, encontraron a Will entre las ruinas carbonizadas de la sala del viejo sajón, acurrucado en el suelo, con las rodillas pegadas al pecho, balanceándose atrás y adelante y llorando sin consuelo. Conmigo se portó de un modo tal que parecía una persona diferente: amable y servicial en todo. Los días de nuestras antiguas peleas parecían enteramente olvidados. Sin embargo, cada vez que él me sonreía yo veía la mella en el diente central que había mordido el clavo que puse en el mendrugo de pan, y llegué a preguntarme si de verdad me habría perdonado o si algún día, cuando yo menos lo esperara, querría vengarse.
También Hugh se había estado aliviando en la parte de atrás de la casa de Thangbrand cuando llegaron los jinetes enemigos. Dio a gritos la alarma a los que dormían en la sala, se hizo con una espada y corrió a los establos con la intención de combatir a caballo. Pero cuando pudo montar, los proscritos se habían encerrado dentro de la casa, y todos los que salieron estaban ya muertos. De modo que también él huyó al bosque y cabalgó a rienda suelta en dirección norte hasta encontrar a los hombres de Robin a la caída de la tarde.
Robin dio comienzo al consejo golpeando la mesa de madera con una copa de plata con incrustaciones de piedras preciosas. Se hizo un silencio expectante entre los reunidos; y yo no pude reprimir un escalofrío de emoción. Por primera vez participaba en las deliberaciones del más importante proscrito de Inglaterra. Me parecía haber alcanzado el rango de sus hombres de confianza. Sentía calor en la cara, sudaba mucho y el corazón me latía muy deprisa.
—Caballeros —anunció Robin—. Antes de empezar, quiero proponer un brindis por Thangbrand, un buen amigo y un gran guerrero. Juro aquí y ahora, por mi honor, que su muerte será vengada. Caballeros: por Thangbrand el Hacedor de Viudas.
Todos murmuramos el nombre del muerto y bebimos. Robin apuró la copa enjoyada y la dejó sobre la mesa. Puede que fuera por la cantidad de personas que abarrotábamos la cueva, pero en ese momento empecé a sentirme ligeramente mareado. Me dolía la cabeza, y sentía el pulso como el redoble de un gran tambor.
—Lo cual nos lleva al punto siguiente —continuó Robin—. Creo que fuimos traicionados en la granja de Thangbrand. Alguien condujo a Murdac y a sus hombres hasta la casa. La pregunta es: ¿quién?
—Puede que no fuera nadie en particular —dijo Hugh—. Un campesino de las cercanías, un aldeano descontento con algún pleito sentenciado por Robin...
—Todos nos tienen demasiado miedo —le interrumpió Little John—. Por los rizos de la barba de Dios, nos hemos tornado bastantes molestias para atemorizarles. ¿Quién nos traicionaría y se arriesgaría a la tortura y la muerte para él mismo y su familia?
—Hay un candidato —dijo Hugh despacio—. Wolfram, o Guy, como se llama a sí mismo. Robó una gran joya de Thangbrand y huyó de la granja por miedo a la ira de su padre.
—¿Traicionaría a sus propios padres? —preguntó Robin—. Robarles..., bueno, sí. Pero guiar a la tropa hasta la puerta de la casa de su madre y su padre, sabiendo que los van a asesinar..., no lo sé. Haz averiguaciones, ¿quieres, Hugh? Quiero saberlo deprisa, y si ha sido Guy, lo quiero muerto. Pero para eso no tendré tanta prisa...
»El siguiente problema es qué hacemos con Murdac —prosiguió Robin—. Durante muchos años hemos mantenido con nuestro sheriff un pacto que funcionaba a la perfección: yo no molestaba a sus hombres, dejaba que sus funcionarios cumplieran con sus obligaciones en paz, y él no se metía en mis dominios. Ese pacto está roto. Ha matado a mis amigos y robado mis propiedades. Ha dejado de observar el debido respeto a mis operaciones y ha demostrado, de la manera más brutal, que no teme mi venganza. Así pues, caballeros, ¿alguna idea? ¿Qué vamos a hacer con sir Ralph Murdac, vasallo de nuestro noble rey Enrique y condestable del real castillo de Nottingham?
Se produjo un silencio que se prolongó durante algunos instantes, hasta que uno de los proscritos habló.
Era un hombre grueso y bobo llamado Much, hijo de un molinero de Nottingham que se había visto forzado a vivir al margen de la ley después de matar a un hombre en una riña de taberna.
—¿Por qué no matamos a ese hijo de puta? —murmuró.
Robin le sonrió sin ninguna expresión en la mirada.
—Te escucho... —dijo el señor de Sherwood.
Much, claramente incómodo por tener la atención de todos concentrada en él, sacudió la cabezota y dijo en voz baja:
—Metemos a algunos hombres en el castillo de Nottingham, yo lo conozco bien, solía llevar allí la harina... Aguardamos en un pasillo oscuro cerca del cuerpo de guardia, aparece Murdac, cuchillo a la garganta y se acabó el problema. —Sus palabras fueron recibidas con un silencio cargado de incredulidad. El añadió, tartamudeando—: O tal vez un arquero hábil colocado en las almenas podría... Es un tiro largo, pero bastaría una flecha...
—Cierra la boca, estúpido —dijo Little John—. No podemos entrar ahí. ¿No sabes que hay más de trescientos hombres de armas en el castillo? ¿Y qué pasará luego? ¿Cómo podrán los hombres salir vivos de allí con el revuelo que se armará? No, no, no. Hemos de esperar a que salga de su madriguera y acabar con él en Sherwood. Traerle a nuestro terreno, y no ir a luchar al suyo.
—¿De verdad queremos que muera? —le interrumpió Hugh. Hubo un silencio asombrado—. Lo que quiero decir es: ¿no será preferible darle una buena lección? Si nos vengamos y al mismo tiempo le damos una lección, puede que se comporte como una persona más tratable. Más dispuesto a cerrar otro pacto con nosotros, que ofrezca ventajas para las dos partes.
La cabeza me dolía cada vez más. Bebí un sorbo de cerveza de una copa de plata y sus elegantes líneas se desenfocaron y se hicieron borrosas cuando quise mirarlas. Intenté desesperadamente concentrarme y atender a la discusión.
—¿Qué hay de su familia? —dijo Will Scarlet, sentado a mi lado.
—No vamos a matar a mujeres y niños —dijo Robin—. Pese a lo que dice la gente, no somos monstruos.
Paseó su mirada por la mesa para asegurarse de que todos los presentes habían comprendido ese punto.
—No estaba pensando en la esposa y los pequeños de sir Ralph, señor... Su esposa murió el año pasado y los niños están en Escocia. Pensaba en su primo William Murdac, el recaudador de impuestos. ¿Le conocéis? ¿El que vive fuera de la ciudad, en Southwell?
—Es posible —dijo Robin.
—¿Posible? ¡Es perfecto! —Hugh dio un golpe en la mesa con el puño cerrado, que repercutió penosamente en mi cerebro—. Ese hombre es odiado, todo el mundo lo aborrece: el empeño que ponía en recaudar el diezmo de Saladino bordeaba la locura, y dudo que haya pasado todo el dinero recogido a su primo. ¿Qué recaudador de impuestos lo hace? Nos consta que el propio Murdac deja de entregar al rey una parte bastante respetable del dinero que recauda. Seguro que los cofres de su primo también están llenos a rebosar.
El hermano de Robin echó atrás su taburete y se puso en pie, con los puños cerrados apoyados en la superficie de la mesa. Irradiaba seguridad.
—Su palacio está bastante apartado, yo lo visité en una ocasión —dijo, y los ecos de su voz firme amplificados por las paredes de la cueva resonaron dolorosamente en mis oídos—. Sólo tiene un puñado de guardias apostados de forma permanente en la casa. Además —hizo un floreo como un jugador al enseñar el as de triunfo—, es soltero. No tenemos que preocuparnos de mujeres ni de criaturas.
Hugh volvió a sentarse y dirigió a Robin una mirada triunfal.
—Sí. Bueno. Bien pensado, Will —dijo Robin, con una inclinación de cabeza dirigida a través de la mesa al pelirrojo, cuyo rostro se iluminó con una gran sonrisa mellada. Luego, dirigiéndose a Little John, añadió—: ¿Podrás encargarte de eso?
John asintió, y Hugh frunció el entrecejo.
—Quiero que me traigáis aquí la cabeza de ese William de Southwell —concluyó Robin—. Quiero entregársela a Murdac con un mensaje personal. Llévate a Will Scarlet, puesto que conoce el lugar.
El gigante asintió de nuevo. Robin se volvió entonces a Hugh.
—No te enfades, hermano. Quiero que organices otra cosa para mí, más importante que una expedición de castigo...
Hugh hizo una seña afirmativa, pero parecía todavía dolido.
—Muy bien. Punto siguiente —siguió diciendo Robin—. Quiero instalar en la granja de Selwyn la nueva escuela de adiestramiento, y quiero centinelas apostados día y noche en todos los caminos que pasan por allí. No quiero que se repita lo de Thangbrand. —Se dirigió entonces a Hugh—: ¿Tienes aún gente tuya en el castillo? Bien. Asegúrate de que nos den la alarma cuando una tropa de más de, digamos, por lo menos cincuenta jinetes salga de Nottingham...
La conferencia continuó, pero yo me sentía cada vez más enfermo. Me dolía el brazo mordido, no había cicatrizado bien a pesar de que Tuck lo vendó con gasas empapadas en agua bendita. La cabeza me daba vueltas y no era capaz de enfocar bien la vista. Vi entre nieblas a Robin mientras escuchaba las opiniones de sus hombres, tomaba decisiones y pasaba al punto siguiente. Era siempre exquisitamente amable, e incluso cuando le proponían los mayores disparates se limitaba a contestar: «Me parece que esa idea no es la mejor que hemos escuchado hoy».
No necesitaba ser cruel: Little John siempre estaba dispuesto a abochornar a quien decía alguna tontería, y el análisis de Hugh de una propuesta idiota era implacable, como yo sabía muy bien desde los días en que fui alumno suyo.
A pesar de que ponía toda mi voluntad en atender, mi atención se dispersaba. Las palabras se me hacían confusas, y en medio de mi mareo y de mis dolores empecé a pensar en las relaciones que unían a aquellos hombres. Todos parecían tener papeles muy definidos en la banda: Hugh era quien controlaba el dinero y los aspectos relacionados con la información sobre las operaciones; poseía una mente sutil, un enfoque filosófico de sus actividades. John era el encargado de hacer cumplir la voluntad de Robin, y el responsable de la instrucción de los hombres en el uso de las armas. Robin era el juez: tomaba decisiones, daba órdenes, y en él se equilibraban las dos fuerzas, mental y corporal, representadas por su hermano y por John. ¿Y Tuck? Tuck era un enigma. ¿Qué hacía, mezclado con aquella rústica compañía?
La conferencia terminó, y después de despedir a los hombres Robin se quedó sentado a la mesa, comentando alguna cuestión en voz baja con Hugh. Observé a los dos hombres mientras hablaban. La cara de Hugh se iluminó de alegría al oír las instrucciones secretas de Robin. En la penumbra los dos se parecían, aunque el rostro de Hugh era más alargado, más viejo y en cierta forma más triste. Pero estaba claro que Hugh adoraba a su hermano menor; su expresión mientras escuchaba era de devoción absoluta. Robin puso una mano sobre el hombro de Hugh y los dos se levantaron de la mesa; Hugh salió a toda prisa de la cueva, feliz y decidido. No volví a verle en varias semanas.
Robin se acercó al lugar donde aguardaba yo cruzado de brazos, junto a la entrada de la cueva, con la esperanza de que me diera alguna misión o alguna tarea difícil de realizar. Me miró con atención a los ojos, preocupado.
—Tú no estás bien —dijo—. Déjame ver tu herida.
Me llevó de nuevo a la mesa y me hizo sentar, porque las piernas me temblaban. Mientras desenrollaba con cuidado las vendas, advertí por primera vez el olor, una vaharada corrompida, un hedor a carne podrida. Cuando apartó las últimas gasas sucias de sangre y de pus, rompió la costra a medio formar sobre las heridas hechas por los dientes del lobo, y yo di un grito agónico al sentir una punzada de dolor insoportable que recorrió mi brazo y fue a alojarse en mi cerebro. Luego, ya no supe más.

 

 

 

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Soñé con mujeres, y con el bosque virgen. Estaba tendido boca arriba en el bosque moteado por la luz del sol, y oía una voz que cantaba la Canción de la doncella. La voz pertenecía a una muchacha de una belleza casi imposible: esbelta y flexible como un sauce joven, con un vestido blanco que se ajustaba a su cuerpo ligero y a sus pechos pequeños y dulces. Cantaba y bailaba al mismo tiempo, y evolucionaba entre los árboles como si ellos fueran sus compañeros de danza. Me puse en pie de un salto y eché a correr detrás de ella, gritándole que me esperara. Mientras corría a tropezones por el bosque con la muchacha casi al alcance de mi mano extendida, el cielo empezó a oscurecerse y yo salí de la espesura a un amplio claro de suelo pantanoso y despejado, y allí me detuve. Atrajo mi mirada una gran roca gris, casi de la altura de un hombre pero colocada en ángulo oblicuo, como un árbol parcialmente desarraigado. La muchacha vestida de blanco bailaba junto a la roca pero sus pasos eran más lentos, más solemnes. Me hizo una seña para que me acercara, pero no pude moverme y ella, con un encogimiento de hombros, siguió bailando alrededor de la roca gris, y empezó a acariciarla. Luego trepó por la roca y montó sobre ella a horcajadas como lo habría hecho en un caballo, apretando la piedra gris entre los muslos. Entonces la roca se transformó en un gran corcel gris que pateaba el aire con sus enormes cascos. La muchacha dio un sonoro grito y ella y su montura se elevaron en el aire. Volaron por encima del claro mientras ella lanzaba gritos salvajes al pasar por encima de mi cabeza. Luego, con tanta suavidad como cae al suelo una hoja seca, volvieron al suelo y el caballo se convirtió de nuevo en roca. La muchacha se deslizó por su lomo y se quedó tendida, acurrucada, en la base de la roca, dormida al parecer. Me quedé mirándola, y la palidez de su rostro se coloreó y ella se llevó una mano al vientre y empezó a gemir. De nuevo intenté moverme, acudir en su ayuda, pero no pude. Amanecía, y cuando miré mis pies vi que habían echado raíces como los árboles. Volví a mirar a la muchacha blanca y vi que ya no era una muchacha. Estaba tendida boca arriba, desnuda, en un charco de sangre que se rizaba, cambiaba de forma y se convertía en los pliegues de una manta roja colocada bajo su cuerpo. Los pechos le crecían y colgaban a ambos lados de su pecho; el vientre también se había hinchado y ahora era redondo y maduro; y mientras la miraba, su vulva se abrió como una flor enorme y, con un largo gemido de la mujer, un enorme bebé cubierto de sangre asomó entre sus piernas. Quise extender hacia ella mi brazo derecho, pero me resultó imposible levantarlo, y vi que se había convertido en una rama delgada rematada por unos vástagos retorcidos en el lugar donde habían estado mis dedos. El brazo se incendió de pronto y un ramalazo de dolor lo recorrió. Las llamas crecieron y empezaron a ascender hacia mi hombro.
A la sombra de la gran roca, la mujer del sueño sostenía en alto a su pequeño, envueltos los dos en la manta escarlata. Miró en mi dirección, sonrió y de inmediato me sentí aliviado; era una sonrisa venida a través de los tiempos, una sonrisa eterna de consuelo. Las llamas de mi brazo de madera se apagaron de pronto, como si lo hubieran metido en un cubo lleno de agua, y las quemaduras de la corteza fueron desapareciendo hasta convertirse en una línea negra que me cruzaba el antebrazo. Volví a mirar a la madre y vi que se estaba transformando de nuevo. La manta escarlata empezó a oscurecerse y tomó un color pardo, y luego negro; también la mujer cambió de forma, su espalda se curvó, sus pechos se arrugaron. Los dientes cayeron de su boca como los pétalos de una flor muerta y la piel de la cara se cerró sobre sí misma. El niño que tenía en las rodillas se oscureció y empezó a cambiar de forma. Su piel empezó a cubrirse de vello, que fue espesándose hasta convertirse en un pelaje oscuro, y una gran cola negra brotó de su espalda. Estaba viendo a una anciana con un gato negro que parpadeaba en su regazo. De nuevo me miró y sonrió: una mueca desdentada en una cara arrugada como la cáscara de una nuez. Levantó una mano, extendió un dedo huesudo y me llamó por señas.
Yo grité, invadido por un terror masculino innombrable.

 

 

 

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Cuando desperté, estaba tendido sobre un jergón de paja en una cabaña a oscuras, desnudo bajo una gruesa manta que olía a humo y a sudor rancio. La única luz venía de un fuego encendido en el centro de la habitación. Una olla de hierro oscurecido colgaba de una cadena sobre el fuego, y una mujer vigilaba la olla y canturreaba para sí misma entre dientes. Por su perfil, me di cuenta de que era la mujer del sueño, de alguna manera todas ellas, la doncella, la madre y la vieja, las tres en una. Del techo colgaban atados de hierbas secas, y en los rincones de la cabaña habían amontonado distintos trastos: espadas y escudos viejos cubiertos de telarañas, la cornamenta de un gran ciervo, líos de ropa usada y polvorienta, y lo que parecía un esqueleto humano. La mujer, al ver que estaba despierto, vertió en un tazón un poco de caldo del que hervía en la olla y lo acercó a mi jergón.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, con un curioso acento cantarín. Balbuceé que me sentía mejor y me di cuenta de que estaba hambriento y empecé a tragar la sopa a sorbos. Ella me observó mientras comía y yo sostuve su mirada y continué sorbiendo y relamiéndome como un bebé ansioso. La examiné despacio. Tendría unos veinte años de edad, a lo que me pareció, y unas facciones ovales bastante comunes, pero en las que se insinuaban ya las líneas que iban a marcarla durante el resto de su vida. Llevaba el cabello castaño estirado hacia atrás, y sujeto en la nuca en forma de cola de caballo. No llevaba capucha ni cofia; y parecía vestir únicamente un saco informe de arpillera parda. Colgado al cuello de una correa de cuero llevaba un curioso amuleto, con la forma del hueso de la suerte de los pollos o de la letra «Y». La miré de nuevo a la cara y vi que tenía unos ojos amables de color avellana, y, aunque sólo tenía unos pocos años más que yo, me recordó a mi propia madre.
Cuando hube acabado de comer, se llevó el tazón y me dio un vaso con una infusión de hierbas ligeramente amarga pero refrescante.
—Déjame ver ese brazo —me pidió, y empezó a desatar la venda de tela blanca y limpia—. Llegamos a pensar que lo perderías, porque la infección era muy mala, pero gracias a la bendición de la Madre y a las pocas habilidades que tengo, parece que se va arreglando bien.
Retiró la última venda y yo grité alarmado. Había cuatro punzadas profundas en el brazo, cuatro heridas rojas ribeteadas de negro que supuraban un líquido amarillo, y en cada una de ellas se removía un par de gusanos gordos y rosados.
—No te asustes —dijo, con una sonrisa—. Ellos te curan. Se comen la carne podrida y dejan sólo la sana. Le debes el brazo a mis gorditas preciosidades.
Con un cuidado infinito fue sacando los gusanos uno por uno y los dejó caer en una pequeña caja de madera. Luego lavó la herida con un líquido amarillento y cubrió con mucha suavidad cada una de las heridas con un emplasto de telarañas, antes de envolverlas de nuevo en vendas limpias.
—Ahora tienes que dormir —dijo—. El descanso te devolverá la salud...
Y antes de que acabara de hablar, yo ya me había dormido.
Cuando desperté de nuevo, Robin estaba allí.
—Brigid dice que te estás curando bien —me dijo con una sonrisa.
Yo me lo quedé mirando.
—¿Quién?
—Brigid, la sacerdotisa; la mujer que cuida de ti. Esa irlandesa que no ha tenido escrúpulos en hacerte comer ojos de sapo y rabo disecado de murciélago durante toda la semana pasada. —Sonreía—. Aunque debo confesar que al parecer te han sentado bien.
Sí que me sentía bien. Tenía otro vendaje limpio en el brazo y sentía un hormigueo al flexionar los músculos, pero aparte de eso me sentía curado. Un poco débil quizá, pero bien. Muy bien, incluso.
—Bueno, ya llevas demasiado tiempo calentando la cama. Lo que necesitas es aire fresco, ejercicio. —Robin me sonrió de nuevo—. Sé que eres aficionado a robar, de modo que vamos a robarle unos cuantos ciervos al rey.
Aquella tarde y muchos de los días siguientes salí a cazar ciervos con Robin. Aunque al principio me sentía débil, las fuerzas volvieron al cabo de un par de días, y me sentí muy feliz. De hecho, nunca había sido más feliz. Cabalgábamos por el bosque hasta un lugar donde los cazadores habían visto pequeños grupos de ciervos rojos, y allí continuábamos a pie; acechábamos a los animales a través de la maleza espesa, armados con arcos de batalla. Esas armas de madera de tejo tenían un alcance muy superior a la de los arcos ligeros de fresno que utilizaba la mayoría de la gente, pero yo no podía ni siquiera tensarlos, debido a mi brazo herido... Para ser sincero, nunca llegué a dominar bien el arco largo, ni siquiera después de años de convivir con los mejores arqueros del mundo. En cambio, podía rastrear las piezas como si hubiera nacido en el bosque, moverme sin ruido por la maleza, vigilar cada paso para evitar quebrar una rama que crujiría bajo mis pies y ahuyentaría la caza. Nos acercábamos a los ciervos avanzando despacio, no sin dificultad, con el viento de cara para que los animales no percibieran nuestro olor. Después de cada paso hacíamos una pequeña pausa y permanecíamos inmóviles como estatuas para asegurarnos de que no nos habían detectado. Cuando nos habíamos aproximado lo suficiente para tenerlos a tiro, a una distancia de unos cincuenta metros, digamos, o menos incluso si la espesura era muy densa, entonces Robin, o a veces otro de sus hombres, disparaba una flecha, apuntando un palmo por debajo de la paletilla para alcanzar el corazón o los pulmones. Robin era un magnífico arquero, pero siempre había una desbandada cuando la pieza había sido alcanzada y se lanzaba a una carrera mortal. Cada cual a su aire, nos abríamos paso entre los arbustos siguiendo el rastro de manchas de sangre de un rojo brillante hasta que alcanzábamos al animal jadeante, exhausto, moribundo. Entonces los cazadores lo remataban con sus lanzas.
Si el animal era un macho con una gran cornamenta, los hombres separaban con cuidado los cuernos del cuerpo y los empaquetaban con especial cuidado, mientras que la carcasa, limpia del paquete de vísceras, era cargada a lomos de caballo para el viaje de vuelta a casa. Me di cuenta de que la muerte de cada ciervo afectaba a Robin de una manera especial. En cada ocasión, inclinaba la cabeza y rezaba en silencio una plegaria por el animal antes de que los cazadores empezaran a desollarlo. Es más, con cierta frecuencia, me pareció ver húmedos sus ojos delante de un ciervo muerto. Era un comportamiento extraño, habida cuenta de lo que era capaz de hacer con sus congéneres, los seres humanos. Aun así, su tristeza ante los animales abatidos nunca pareció afectar a su entusiasmo por la caza.

 

 

 

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Yo disponía de mi tiempo a mi antojo en las cuevas de Robin; no había lecciones oficiales, ni tareas que cumplir. Cuando no iba de caza con Robin, practicaba un poco de esgrima con Little John. Este había vuelto de su misión a Southwell con un saco pesado y goteante que había dejado a los pies de Robin. Yo me excusé y salí de la cueva antes de que examinaran el contenido del saco, pero oí que Robin había hecho entrega de la cabeza cortada a Murdac durante uno de sus banquetes, con un pedazo de pergamino metido dentro de la boca.
Little John pareció impresionado por mi habilidad con la espada, aunque mientras esgrimíamos con armas prestadas —porque la mía, supongo, debió de fundirse en el incendio de la granja de Thangbrand, y John solía utilizar en las batallas una enorme hacha de dos filos—, me di cuenta de que me daba ventaja y, por mucho que lo intentaba, nunca conseguía desmontar su guardia. John me imponía cierto temor, la verdad sea dicha; se había mantenido apartado de mí en anteriores encuentros, pero nuestras sesiones de esgrima en las cuevas nos aproximaron y noté que procuraba mostrarse amable. A pesar de su menorme estatura, de su rudeza y de sus aterradores juramentos blasfemos, me gustó.
Un día, sentados los dos a la gran mesa y mientras limpiábamos nuestras armaduras salpicadas de barro después de una sesión de práctica en el bosque, mientras el viento gemía fuera de la cueva y la lluvia empapaba el suelo de la entrada, John me contó la historia de cómo se había unido a las filas de los proscritos de Robin.
—Estaba al servicio de su padre, ¿sabes?, el viejo barón de Edwinstowe —me explicó mientras frotaba una mancha de orín en su cota de malla—. Era el maestro de armas del castillo, como lo había sido antes mi padre, Dios le tenga en su seno, y mi cometido era enseñar al joven Robin a combatir. Tenía más o menos tu edad, tal vez un poco más joven, y en aquella época era un pecador y un desvergonzado. —Rió por lo bajo al recordarlo—. Pero era un chico guapo, y tenía fuego en su interior..., y también coraje. Me gustan los hombres valientes, siempre ha sido así y siempre lo será. —Hizo una pausa en su relato y utilizó una navaja pequeña para rascar un pegote de orín que se resistía a desaparecer de su enorme cota de malla. Luego continuó—: Empezamos su entrenamiento de la forma correcta, con la barra. El barón puso reparos, dijo que era un arma de campesinos, un simple pedazo de madera. Pero yo insistí, porque se necesita una gran destreza para luchar con la barra; no cuesta nada hacerlo, y en una situación desesperada un bastón sólido puede salvarte la vida.
Pensé en el garrote de Ralph en la noche de los lobos, y asentí en silencio.
—Era rápido y fuerte, y aprendía deprisa. También tenía redaños. Solíamos practicar en el puente levadizo del castillo. Los dos en el puente tendido sobre el foso, con la mitad de los criados del castillo asomados a las almenas, mirándonos. Yo le arrojaba al agua nueve veces de cada diez, pero salía gateando del barro y la basura y volvía a empuñar su barra. Después de un mes más o menos, ya conseguía tirarme al foso algunas veces, y decidí que estaba listo para pasar a la lucha con el acero.
»El caso es que, aunque nos golpeábamos el uno al otro con bastante fuerza con las barras, él siempre tenía más moretones que yo cuando nos quitábamos la camisa para lavarnos después de un asalto, y a veces también tenía magulladuras en la cara. Le pregunté por ellas en alguna ocasión, y se limitó a sacudir la cabeza y a decir que era yo quien le había pegado en nuestra última sesión. "Eres un hombre cruel y brutal, John Nailor", me decía en broma. "No conoces tu propia fuerza." Mentía, por supuesto, y yo lo sabía. Pero si él no quería contármelo, no había gran cosa que pudiera hacer...
John calló, dio un gran trago de su jarra de cerveza y metió su cota de malla en un cubo de madera. Añadió dos puñados de arena, un poco de agua y de vinagre, y se puso a revolver la mezcla con un grueso bastón.
—El caso es que a mí el chico me gustaba —dijo, alzando la voz por encima del ruido de la arena al ludir con el acero—. Ya podías derribarlo una y otra vez, que volvía a levantarse en un santiamén. Nunca se quejaba, nunca. De modo que sentí curiosidad por ver quién era el que le pegaba. ¿Quién se atrevía? Era el hijo menor de un barón normando, un descendiente del gran obispo Odo, que acompañó al Conquistador. Su hermano mayor William pasaba la mayor parte del año fuera, como su padre, acompañando al rey. Hugh, que sólo era uno o dos años menor que William, ejercía el cargo de chambelán de la familia Brewister, en el Lincolnshire. No podía ser ninguno de sus dos hermanos mayores quien le pegaba. Tampoco podía ser ninguno de nuestros criados ni mesnaderos. De hecho, cuando pensé en ello, supe que sólo podía ser un hombre, pero no le creí capaz de propinar a Robin un castigo tan severo. Era el padre Walter, un sacerdote, un hombre de Dios, que había sido enviado por el obispo para ser el tutor del joven Robin.
Dejó de restregar la cota de malla en el cubo de arena, la sacó chorreante, la examinó, vio que aún quedaba una mancha de óxido rojizo y volvió a meterla en el cubo. Bebió otro trago de su jarra y empezó a revolver de nuevo el cubo moviendo el bastón en círculos regulares, con un ruido considerable.
—Un día, cuando Robin vino a entrenarse conmigo, estaba claro que le dolían las costillas. Insistió en que no era nada, pero le obligué a levantarse la camisa y enseñarme el costado. Todo el torso estaba lleno de magulladuras, y por lo menos tenía tres costillas rotas. De modo que me fui a cambiar unas palabras con el padre Walter.
»Era un hombre alto y flaco con una gran nariz curva que parecía el pico de un ave, y una expresión afligida y piadosa. Empujé la puerta de su habitación, en el piso alto del castillo, y lo encontré en oración, arrodillado sobre las frías losas de piedra del suelo, delante de un ventanal abierto y sosteniendo contra su pecho un gran crucifijo de madera. Rezaba en voz alta, y oí el final de su plegaria: "... perdona su debilidad a este miserable pecador; aparta los señuelos de la tentación de su camino y dale fortaleza para resistir. Guárdame del fuego de la condenación eterna. Te lo pido en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, el único y auténtico Hijo de Dios, amén".
»Se irguió con esfuerzo sobre sus rodillas y se volvió a mí: "¿En qué puedo ayudarte, hijo mío?". Yo vacilaba en el umbral: "Es sobre el chico, Robert", le dije y le comenté que en mi opinión estaba siendo demasiado duro con él. Le hablé de las magulladuras y de las costillas rotas y sugerí, en un tono cortés y amistoso, que debería tratarle con menos rigor en adelante.
»El padre Walter se irguió en toda su estatura, y no era mucho más bajo que yo, aunque sí muy flaco. "¿Tú, buey insolente, te atreves darme consejos a mí sobre el castigo que merece un pecador?" Me hablaba a gritos, tronaba como si fuese la ira de Dios, y admito que me desconcertó. "Cálmese, padre, únicamente sugiero que..." Pero él me avasalló: "Pobre imbécil, crees que unas pocas señales en el cuerpo tienen importancia. Él es un diablo enviado por el infierno para apartar a los hombres justos del sendero de la virtud y lo castigaré hasta derramar su sangre, si así lo decido, para arrancar la horrenda mancha del orgullo de su alma". Siguió despotricando en el mismo tono, y mi paciencia empezó a agotarse. Sus gritos habían atraído a un par de criadas que se pararon para oír nuestra discusión, con la boca abierta, al otro lado de la puerta. "Por las alhajas de familia de Cristo, Padre, una cosa es castigar y otra muy distinta azotar a un muchacho un día sí y otro también hasta hacerle sangrar, y..." Me interrumpió otra vez: "¿Tú osas criticar mis actos? ¡Arrodíllate ante mí e implora mi perdón, o haré que tu alma descienda a lo más profundo del infierno donde tu carne será mordida para toda la eternidad por ríos de fuego!".
»Entonces perdí el control de mí mismo —me dijo John, con una triste sonrisa ladeada, y por fin paró de remover el cubo—. Nunca había sentido una gran admiración por los clérigos, y no me gustó que uno de ellos me amenazara. De modo que eché mano a ese fanfarrón, le hice cruzar la habitación en volandas y lo dejé colgado boca abajo fuera de la ventana, sujeto por un tobillo. Entonces sí se calló. Se quedó allí colgando, mientras yo lo sostenía por el tobillo huesudo, con los faldones de su túnica revoloteando a la altura de su cabeza y cincuenta pies de aire entre su tonsura y la piedra del patio del castillo. Abajo se había reunido una multitud, pero a ninguno de los mirones se le ocurrió extender una manta para atraparlo si se caía. Puede que también ellos lo odiaran.
»Le dije, con tanta calma como pude: "Si vuelves a ponerle un dedo encima al chico, acabaré con tu miserable vida. Y que mi alma eterna se vaya al infierno. ¿Me entiendes?". Él dijo que sí con la cabeza, frenético; tenía la cara roja, congestionada por la sangre, pero juro que nunca he visto a un hombre más asustado. De modo que tiré de él y lo dejé de nuevo en su cuarto. Era incapaz de hablar, por el terror. Creo que nadie se le había enfrentado antes, en toda su vida. Entonces me despedí y él se sentó en su cama tembloroso de miedo y mirándome ofendido. Fue la última vez que le vi vivo.
»A la mañana siguiente estuve esperando a Robin en el patio; teníamos que trabajar las combinaciones de espada y daga, si no recuerdo mal. Amanecía y no había rastro de él, de modo que me puse a buscarlo, pensando que se habría quedado dormido. Su cuarto estaba también en el piso alto del castillo. Cuando pasé por delante de la habitación del cura, eché una ojeada dentro. Por las almorranas hinchadas de Cristo que no olvidaré nunca lo que vi. Y he visto unas cuantas cosas, chico. Y las he hecho, también.
»El cura estaba desnudo y atado a la cama. Tenía un pañuelo embutido en la boca. Todo su cuerpo estaba marcado con quemaduras; quemaduras en carne viva, de bordes ennegrecidos. Alrededor de la cama había tirados por el suelo una docena de cabos de vela y los restos consumidos de dos hachones de madera de los que normalmente se colgaban de los muros para iluminar un pasillo estrecho. En el aire quedaba un olor como de carne de puerco chamuscada. Parecía que cada pulgada de piel había estado en contacto con la llama, y que aquello había durado varias horas. Incluso ahora tiemblo al pensar en la agonía que hubo de soportar aquel hombre antes de que por fin lo liberaran de aquella tortura rebanándole el cuello de oreja a oreja. Y como insulto final, su propio crucifijo de madera estaba clavado en su ano hasta el travesaño.
»Miré a aquel hombre muerto. Sabía quién lo había matado pero, tan sólo para confirmarlo, eché una rápida ojeada a la habitación de Robin. No había rastro del muchacho, la cama no estaba deshecha y sus ropas y sus armas habían desaparecido. En ese momento me di cuenta de que me iban a echar a mí la culpa de aquello. El día anterior yo había discutido en público con el cura y le había amenazado de muerte..., y hoy estaba muerto. No pasaría mucho tiempo antes de que empezaran a buscarme.
»Reuní mis pocas pertenencias, ensillé un caballo y cabalgaba a través de la puerta principal en el momento en que se oyeron los primeros gritos en el piso alto del castillo. Encontré a Robin hacia el mediodía. Estaba sentado al borde del camino del sur, comiendo pan y queso con toda tranquilidad. Cuando lo vi allí sentado, tan inocente como un corderito recién nacido, me resultó difícil creer que se había pasado buena parte de la noche torturan— do a un sacerdote. Él me saludó al verme, yo desmonté y me senté a su lado. Sus ropas desprendían un ligero olor a puerco asado, pero aparte de eso parecía el mismo de siempre. Comimos un rato en silencio, y luego dije: "Bueno, has matado a un hombre de Dios y te colgarán si te atrapan. Y si no te echan la culpa a ti, me la echarán a mí. De modo que, ¿qué vamos a hacer ahora?".
»"No te preocupes, John, he pensado en todo", dijo Robin. "Creo..., creo que voy a conquistar un condado."»Me eché a reír, incrédulo, y pensé que se había vuelto loco. Después de todo, el chico no tenía ni dinero, ni amigos, y era un fugitivo de la ley por haber matado a un sacerdote. Pero Robin siguió hablando con toda tranquilidad, como si estuviera pensando qué túnica se iba a poner el día siguiente: "Para conseguirlo, necesitaré ser una persona mucho más temida, y luego muy poderosa y también enormemente rica". Me miraba con esos extraños ojos grises, y me di cuenta de que hablaba totalmente en serio. Entonces añadió: "Voy a necesitar que me ayudes, John".»