Capítulo XII
MIENTRAS miraba a Piers,
empezó a sonar un tambor: una percusión lenta y regular, parecida
al latir de una bestia gigante. Me alegré de que la capucha de mi
manto fuera tan honda, y tiré de ella todavía más adelante, porque
no deseaba ser reconocido por aquel infeliz. Ni que nadie me mirara
a la cara. Por vergüenza, supongo. Ahora sabía por qué Robin había
conservado la vida de aquel soldado enemigo, aquel antiguo
proscrito traidor, y la sangre se heló en mis venas al darme cuenta
de la crueldad blasfema que iba a perpetrarse esta noche. Pero por
alguna razón no pude moverme de allí, no pude protestar. No hice
nada más que mirar con un horror creciente el ritual impío que
tenía lugar ante mis ojos. Y cuando todo acabó, cuando me sentí
atormentado por la voz de mi conciencia, me excusé con el argumento
de que no podría haber hecho nada para salvar su vida en medio de
una multitud de más de cincuenta paganos sedientos de sangre; que
intentar interrumpir aquella ceremonia satánica podía significar mi
propia muerte, y carecía de la menor perspectiva de éxito. Pero la
verdad es más oscura aún. No hice nada más que mirar porque una
parte de mí, un rincón podrido y corrupto de mi alma, deseaba
observar aquel ritual. Me repetía a mí mismo una y otra vez que
aquello era brujería, que aquella noche un sortilegio me tuvo
inmovilizado, pero lo cierto es que, como todos los demás
participantes, sentía curiosidad y una parte de mí quería ser
testigo de la ofrenda de la sangre de Piers a los antiguos
dioses.
Al retumbar profundo del gran tambor se unió
otro más agudo que le servía de eco, y luego un tercer tambor,
cuyos golpes se anticipaban ligeramente a los de los otros dos. En
conjunto, aquel espantoso ritmo combinado anunciaba la muerte del
aterrorizado hombre que estaba atado a la antigua roca: ba-boom-boom; ba-boom-boom; ba-boom- boom... Me di
cuenta de que, en contra de mi voluntad, me balanceaba al ritmo de
los tambores, oscilando a uno y otro lado con la conciencia
adormecida, emborrachado por aquel batir rítmico. Miré a mi
alrededor y vi que los demás hombres y mujeres también se mecían.
Luego empezaron a cantar: un himno grave con una melodía obsesiva
que nunca había oído antes. Sin embargo, tenía una belleza
majestuosa, era una alabanza a la diosa Tierra de la que toda la
vida brota, la fuente de toda fertilidad. No conocía la letra, pero
el canto era poderoso, irresistible, y yo también me sentí envuelto
por el gozo de aquella música. Cuando el himno acabó con un
crescendo rematado por un gran grito, también me encontré cantando
con la multitud: «¡Salve, Madre... Salve, Madre... Salve!».
Al sonar el grito final de «¡salve!», una
figura se adelantó del círculo de adoradores hasta el espacio
central junto a la hoguera. Era una mujer vestida con una larga
túnica de lana negra bordada con figuras de estrellas, liebres y
medias lunas. Su faz, parcialmente oculta por la capucha de su
túnica, estaba pintada de blanco, y llevaba un pequeño caldero
redondo de hierro en una mano y un ramo de muérdago en la otra.
Avanzó con movimientos graciosos hasta colocarse junto al fuego,
delante de la gran roca. Alzó en el aire caldero y muérdago y
pareció mirarme vínicamente a mí cuando dijo en voz alta y clara:
—¿Estáis preparados para comparecer en presencia de la Diosa, la
Madre del mundo?
—¡Estamos preparados, Madre, estamos
preparados! —contestó la multitud con una sola voz, unánime y
terrible.
La sacerdotisa se arrodilló junto al fuego
y, después de murmurar una plegaria, arrojó un puñado de hierbas al
fuego, del que se alzó una llama de un color verde azulado. Luego,
con los ojos cerrados pasó muy despacio por tres veces el caldero
de hierro por encima de las llamas. Se irguió, abrió los ojos,
paseó despacio delante del círculo de espectadores, introdujo el
muérdago en el caldero y fue asperjando de agua a los asistentes,
mientras gritaba:
—¡Por el fuego y el agua, estáis
purificados! Mientras recorría el círculo sumergiendo el muérdago
en el caldero y asperjando, temí el momento en que llegara delante
de mí. Sólo era Brigid, lo sabía, revestida con aquella extraña
túnica bordada y con la cara aterradoramente blanqueada con cal.
Sólo era la amable mujer que me había curado el brazo, pero en mi
interior iba creciendo el horror. Estaba seguro de que una maldad
sin nombre se había introducido entre nosotros, y mientras ella se
acercaba con el caldero y el muérdago agaché la cabeza, y un
escalofrío recorrió mi cuerpo cuando sentí que el agua fría
salpicaba mi manto.
Cuando la sacerdotisa hubo acabado la
purificación de los congregados, entró de nuevo en el círculo de
luz de la hoguera y, con ojos relampagueantes, dio un gran
grito:
—¡Contemplad a la Madre!
Se desprendió de su túnica con un movimiento
rápido y quedó enteramente desnuda, con los brazos extendidos. Su
cuerpo estaba pintado con un revoltijo de símbolos que se
superponían los unos a los otros: en el bajo vientre tenía tres
medias lunas que se cruzaban en forma de estrella doble de un color
blanco brillante, y apenas podían distinguirse detrás de las rayas
y las espirales rojas, azules y amarillas que parecían crecer de su
cuerpo hacia el tórax. Los pechos plenos estaban pintados de rojo
con líneas negras en zigzag que parecían brotar de los pezones; en
los brazos extendidos había pintadas serpientes verdes, moteadas
con círculos de un amarillo vivo; parecía que las serpientes se
enroscaban en sus brazos y que reptaban hacia su corazón. En todos
los lugares que quedaban libres en el resto de su cuerpo, había
símbolos pintados que representaban los animales de la caza:
venados y liebres, perros y halcones... Un jabalí pintado en su
cadera gruñía en silencio y mostraba sus grandes colmillos. Ella
quedó erguida e inmóvil, dejando que admiráramos los dibujos de su
cuerpo desnudo. A pesar de mi repulsión ante aquel despliegue
pagano, sentí crecer el deseo en mi ingle. Su cuerpo era hermoso,
en la plena sazón de la feminidad: pechos redondos y perfectos,
todavía lozanos y pródigos; cintura breve que se ensanchaba en las
caderas generosas y en la mata oscura alojada en el pubis entre las
piernas largas y delgadas. Sentí endurecerse mi miembro dentro de
mis bragas.
Aparté la mirada de su desnudez y la dirigí,
como castigo por mi lujuria, a Piers, atado a la roca detrás de
ella. También él parecía hipnotizado por aquel cuerpo desnudo;
tenía los ojos muy abiertos y oscuros, y sospeché que lo habían
drogado. Entonces advertí, en el extremo más alejado del área
iluminada por el fuego, y detrás de la gran roca, la silueta de un
ciervo. La gran cornamenta extendida y el hocico del noble animal
eran apenas visibles entre las sombras móviles. No podía ser real;
ningún ciervo se acercaría tanto a una reunión como aquélla. Hubo
exclamaciones de asombro entre los congregados al ver a la bestia,
y corrió de boca en boca un murmullo como el susurro del viento
entre las ramas de un sauce: «Cernunnos, Cernunnos, Cernunnos...».
Y por detrás de la gran roca gris asomó una criatura que no se
parecía a nada que yo hubiera visto antes.
Caminaba sobre dos patas como un hombre,
pero el cuerpo era mucho más pequeño y encorvado, cubierto casi
hasta el suelo por una pieza de cuero curtido. De su cabeza
brotaban grandes cuernos, y se cubría el rostro con una máscara de
madera que representaba la cabeza de un ciervo. Pero la forma en
que se movía era inequívocamente la de un ciervo, el meneo nervioso
de la cabeza, los arranques repentinos y luego esa increíble
inmovilidad absoluta que se presenta cuando el animal advierte el
peligro y vigila. Cuando empezó a recorrer el círculo de los
celebrantes, algo me llamó la atención en su misteriosa realidad:
los pasos delicados, la inclinación de la cabeza. De pronto, supe
qué —o más bien, quién— era. Era Hob o' the Hill, le había visto
imitar al ciervo y a otros animales como diversión el día anterior.
Ahora estaba representando el papel de un antiguo dios del bosque.
Cuando el hombre— ciervo hubo recorrido todo el círculo,
desapareció de un salto detrás de la roca exactamente del mismo
modo como lo haría un ciervo macho en el bosque al ver al
cazador.
Me volví a observar a la sacerdotisa y vi
que ahora estaba armada con un arco y una flecha pequeños, como de
juguete; acto seguido, disparó la flecha hacia la oscuridad que
había detrás de la roca. Un gran lamento se elevó de la
congregación, y de nuevo comenzó el murmullo de «Cernunnos,
Cernunnos», que fue elevándose hasta convertirse en un canto. Por
detrás de la roca asomó un hombre, desnudo salvo por un faldellín
de piel de ciervo que le cubría el vientre. Tenía la cara pintada
de marrón, con los ojos rodeados por círculos blancos que los
hacían parecer más grandes, y en la cabeza llevaba plantada la
misma cornamenta que había llevado Hob antes que él. Su mano estaba
puesta sobre el corazón, y por entre los dedos asomaba el astil de
una flecha, y un delgado hilillo de sangre, como de un arañazo,
corría por su torso desnudo. Era Robin, lo reconocí con una triste
sensación de inevitabilidad. Y cuando el grito de «Cernunnos» llegó
a su clímax frenético, él se dejó caer grácilmente frente a la
piedra y permaneció inmóvil, con la flecha del corazón apuntando al
cielo. Yo contemplé su cuerpo con un torbellino de emociones
encontradas, y me chocó un detalle extraño en su cara embadurnada
de marrón: la boca. De vez en cuando parecía contraerse un poco. En
aquel momento solemne, en el punto álgido de aquella ceremonia
sombría que era una ofensa clara para todo sentimiento cristiano y
decente, parecía que el cadáver de Robin estaba haciendo esfuerzos
para no echarse a reír.
La congregación quedó en silencio —nadie
excepto yo pareció darse cuenta de las contorsiones faciales de
Robin—, y en aquella repentina quietud Brigid, ahora de nuevo
vestida pero con la capucha echada hacia atrás y una expresión
feroz y decidida en el rostro, se adentró en el círculo de luz de
la hoguera hacia el cuerpo muerto de Robin. Empuñaba una maza de
hierro en la mano derecha, y un lazo corredizo además del caldero
de hierro en la izquierda; de su cuello, sujeto por una cinta de
cuero, colgaba un gran cuchillo negro de pedernal que relucía a la
luz del fuego con una malignidad antigua. Se dirigió hacia la gran
roca. Piers, atado y amordazado, la miraba con ojos implorantes.
Sus ojos se cruzaron, estoy seguro, durante un instante, pero ella
no tuvo compasión y, levantando la maza, gritó:
—¡En el nombre de la Madre...!
Y golpeó con la pesada bola de hierro la
sien del pobre infeliz.
El se derrumbó de inmediato, con la cabeza
caída hacia adelante, y yo sólo sentí un gran alivio. «Está muerto
o inconsciente —pensé— Ahora ya no siente nada.» En ese momento me
di cuenta de que, en mi mente, había aceptado ya lo inevitable de
su muerte, y el remordimiento empezó a fluir, como la sangre de la
sien de Piers.
Brigid pasó el lazo corredizo por el cuello
intacto, y gritando de nuevo «¡en el nombre de la Madre!», tiró con
fuerza del extremo de la cuerda, tensándola hasta que mordió la
carne blanda del cuello. Piers no hizo el menor movimiento salvo
cuando ella dio unos breves tirones de la cuerda, y yo pensé:
«Ahora lo dejará en paz, gracias a Dios». Me equivocaba.
La sacerdotisa retiró el lazo, inclinó hacia
un lado la cabeza de Piers y, colocando con cuidado el caldero
debajo de ella, alzó el cuchillo negro y gritó:
—¡Su vida por la Madre!
Y rebanó el cuello inerme en un tajo
profundo hasta el hueso de la columna. Hubo un borbotón de sangre,
acompañado por un gran suspiro colectivo de la congregación; el
corazón de la víctima, que aún latía, expulsó la sangre en un
chorro violento, que fue disminuyendo luego hasta convertirse en un
hilo intermitente que bajaba por el hombro desnudo y blanco hasta
quedar recogido en el caldero. Yo cerré los ojos y musité una
plegaria a Nuestro Señor Jesucristo por el alma del infeliz. Y por
la mía.
Brigid untó sus dedos en la sangre que
brotaba del cuello de la víctima y, arrodillada al lado de Robin,
trazó cuidadosamente la letra «Y» sobre su pecho mientras él seguía
tendido en el suelo y simulaba estar muerto. Luego ella mostró las
manos ensangrentadas extendidas hacia el círculo de espectadores y
gritó:
—Levanta, Cernunnos, levanta Señor del
Bosque... Entonces los reunidos se unieron a aquel grito, en voz
baja primero y luego con más y más fuerza:
—Levanta, Cernunnos, levanta Señor del
Bosque... Robin, como si despertara de un profundo sueño, se puso
en pie vacilante y alzó los brazos por encima de la cabeza,
repitiendo en la forma de su cuerpo la «Y» trazada con sangre sobre
su pecho y la de los cuernos que coronaban su cabeza.
El canto había cambiado y ahora decía
«salve, Cernunnos; salve, Cernunnos...» con un volumen cada vez
mayor, hasta hacerse casi ensordecedor, y los tambores recomenzaron
su batir, reforzando el ritmo del canto y acelerándolo luego hasta
el frenesí. Al final, Robin bajó los brazos de golpe y el estruendo
cesó de inmediato. Un silencio fantasmal se extendió por aquel
pantano maldito de Dios, el cuerpo de Piers colgaba flácido, atado
a la roca, y los últimos restos de su sangre goteaban en el caldero
de hierro. Entonces Robin dijo, con una voz que resonó extrañamente
en el silencio:
—Que quienes deseen recibir la bendición de
Cernunnos se adelanten, y doblen la rodilla ante él.
Una mujer se adelantó y se arrodilló delante
de Robin. Él introdujo un dedo en el caldero de la sangre de Piers
e, inclinándose, trazó la señal sangrienta del ciervo, la señal de
la «Y», en su frente. Ella tuvo un estremecimiento extático cuando
los dedos rozaron su piel y luego se volvió, agarró del brazo a un
hombre de la congregación y lo atrajo para llevárselo fuera del
círculo de luz, mientras tironeaba de sus ropas en su prisa por
copular con él. Otro proscrito se adelantó y fue a arrodillarse
delante de Robin, y fue signado con la sangre del sacrificio... A
esas alturas yo ya había tenido mi ración de sangre y de ceremonia
y de muerte innecesaria, y mientras más y más personas se
adelantaban a recibir la bendición de Robin, me retiré a la
oscuridad y, con el corazón cargado de remordimiento, emprendí el
camino de vuelta a la cueva. A mi espalda podía oír los aullidos de
hombres y mujeres, extraños entre ellos pero inflamados esta noche
por la sangre derramada, que se lanzaban a una desenfrenada orgía
sexual.
Supe que nadie me echaría de menos.
★ ★ ★
Me fui de las cuevas de Robin al día
siguiente. No, debo aclararlo, porque encontrara el valor
suficiente para apartarme de aquella banda malvada de paganos
asesinos. No, sino porque Robin me envió a otro lugar. Me mandó
llamar la mañana siguiente al sacrificio. Parecía cansado, y aún
había rastros de pintura marrón en su cara. Yo no hice la menor
alusión a la ceremonia brutal que había presenciado la noche
anterior, a pesar de que hube de morderme la lengua. Como había
cuidado de llevar siempre la capucha bajada y me había marchado sin
recibir la pagana bendición de sangre de Robin, estaba convencido
de que mi señor no sabía que yo había asistido a su ritual maligno,
pero si empezaba a hablar del tema y a hacer preguntas, sabía que
mi disgusto manaría a borbotones como la sangre de Piers.
—Voy a enviarte a Winchester —me anunció
Robin; parecía darse cuenta de mi desaprobación, y el tono de su
voz era frío—. Cantas bien, pero Bernard dice que no practicas lo
suficiente; en cambio, John me ha contado que te desenvuelves bien
con la espada. Pero yo no necesito otro esgrimista, sino un
trouvère como tu padre, un hombre que
pueda viajar de un castillo a otro y entregar mensajes por mí, y
pagar su estancia en cualquier mansión noble donde entre con buena
música y buenos modales. De manera que creo que es hora de que
aprendas algo más de los usos corteses y tengas un mayor
conocimiento del mundo. Y eso es algo que puede proporcionarte la
corte de la reina Leonor en Winchester. La condesa de Locksley te
llevará allí y te guiará para que no sufras ningún tropiezo en los
salones de los poderosos.
Al oír esas palabras, mi resentimiento se
evaporó.
—Gracias, mi señor —dije, y lo dije de
corazón. ¡Viajaría en compañía de Marian para visitar a la reina!
También viviría en la corte junto a la alta nobleza del país. ¡Yo,
un mugriento cortabolsas de Nottingham sin familia, me codearía con
lores y damas, con la realeza incluso! Me dejé llevar por una loca
fantasía en la que el rey me otorgaba su perdón, me llamaba su buen
y leal amigo y me nombraba consejero privado o algo por el estilo,
cuando me di cuenta de que Robin seguía hablando:
—... Godifa tiene que recibir la educación
de una dama, cosa imposible aquí, y Bernard, bueno, Bernard se está
cayendo a pedazos en estos andurriales. —Hizo una pausa—, ¿Me estás
escuchando, Alan? —Yo asentí—, Marian tiene a sus gascones, desde
luego, pero quiero que tú te cuides especialmente de ella, en mi
lugar. ¿Juras que la protegerás de todo daño durante ese largo
viaje?
Me dirigió una mirada solemne con sus
grandes ojos plateados.
—Oh sí, mi señor —afirmé—. Será un
honor.
Le habría abrazado. Desapareció de mi cabeza
todo recuerdo acerca de Cernunnos y de sacrificios humanos. El
conseguía ese efecto con muchas personas; por muchos males que
provocara, era imposible estar furioso con él durante mucho tiempo.
Ahí residía su verdadero poder, creo, y no en sus tropas de
caballería y en sus arqueros.
Partimos hacia el mediodía y, antes de
despedirnos, Robin nos hizo un regalo a cada uno de nosotros.
Marian recibió un magnífico collar de cien grandes perlas y dos
pendientes a juego con racimos de perlas. A Bernard le devolvió su
viola de madera de manzano, rescatada de su cabaña de la granja de
Thangbrand. Nuestro pequeño refugio no había sido incendiado por
los jinetes del sheriff, aunque sí saquearon el lugar. Sin embargo,
milagrosamente la preciosa viola no fue robada —es de suponer que
los hombres de Murdac no sentían afición por la música—, y fue
rescatada por una de las patrullas de largo alcance de Robin, que
se ocupó de enterrar a los muertos y recoger los pocos objetos de
valor encontrados.
A Goody le regaló el rubí de Freya. Casi se
me desencajó la mandíbula; no había esperado volver a ver nunca
aquella gran joya del color de la sangre. Di por supuesto que la
había consumido el fuego. Pero Hugh explicó a los hombres de Robin
dónde habían de buscar exactamente, y ellos sacaron el cofre de
metal de debajo del suelo chamuscado.
—Esta piedra perteneció antes a tu madre
—dijo Robin al poner en su mano el rubí—, de modo que te la doy a
ti en recuerdo suyo. Pero ten cuidado con ella. Siento en mis
huesos que no es una piedra que atraiga la buena suerte. Guárdala
bien.
La había montado en un broche que pendía de
una fina cadena de oro, y hube de admitir que el resultado era
magnífico. Pero Goody, después de hacer una reverencia y dar las
gracias cortésmente a Robin, se volvió a Marian y se la
ofreció.
—¿La quieres, Marian? —preguntó—. Es una
joya demasiado buena para una niña; podría perderla o me la
robarían y, en cambio, creo que a ti te quedaría muy bien.
Marian aceptó la gran joya.
—Es hermosa —admitió—. La guardaré para ti
hasta que hayas crecido pero, en ocasiones especiales, si me lo
permites puedo lucirla.
Goody le sonrió, y las dos se pusieron a
examinar más de cerca el rubí.
A mí, Robin me regaló una flauta, un hermoso
instrumento de marfil con incrustaciones de oro. Sospeché que antes
habría sido propiedad de algún clérigo que tuvo la desgracia de
llevarla consigo en un viaje en el que hubo de atravesar Sherwood,
pero no dije nada. Me la llevé a los labios y la sostuve en
posición vertical mientras soplaba por la boquilla. Las notas
sonaron tan dulces y ricas como la mantequilla, y di las gracias de
nuevo a Robin por su gentileza.
—Esto también lo encontramos en la casa de
Thangbrand —dijo—. Enterrado debajo de las ruinas de la sala.
A continuación, me tendió un objeto alargado
envuelto en una vieja manta. Era mi espada, mi vieja amiga; el
mango de madera estaba un poco ennegrecido y en la vaina abollada
había algunas zonas chamuscadas, pero era mi espada. El arma con la
que maté a mi primer hombre. Mi propia, ajada Excalibur. Los ojos
se me nublaron de emoción, y me incliné para ocultar mi
rostro.
★ ★ ★
Un momento antes de partir, Hugh me llevó
aparte.
—Robin me ha pedido que te hable de este
asunto —dijo, en tono grave; parecía enfermo, sin duda debido al
exceso de vino de la víspera—. Mientras estés en Winchester, quiere
que seas nuestros ojos y nuestros oídos en el castillo. Procura
recoger toda la información que puedas sobre la gente de allí,
quién habla con quién, y quién no se habla con otro. Cualquier plan
que tenga el rey, cualquier noticia de Francia, y todo lo que se
relacione con Robin o con cualquiera de nosotros, para el
caso.
Asentí. Sonaba atractivo, Robin me confiaba
una grave responsabilidad: iba a ser su espía. Sonreí.
—Me ha parecido que esta misión podría
aguzar tu instinto de ladrón —añadió Hugh, devolviéndome la
sonrisa—. Mira si puedes hacerte con la correspondencia privada de
la reina, o con alguna otra cosa. —La idea me pareció tan absurda
que me eché a reír, pero luego me di cuenta de que Hugh hablaba muy
en serio. El continuó—: En Winchester vive un hombre llamado
Thomas: lo encontrarás en una taberna que tiene como muestra una
cabeza de sarraceno. Tiene un solo ojo y es probablemente el hombre
más feo de toda la cristiandad, pero te identificarás ante él
diciendo: «Soy un amigo del pueblo del bosque». Él te contestará:
«Yo prefiero el pueblo de la ciudad». Dale a él el mensaje que
quieras que llegue a nosotros. ¿Lo has entendido? Thomas, la cabeza
del sarraceno, el pueblo del bosque, el pueblo de la ciudad. ¿Me
sigues? —Hice un gesto de asentimiento y él me dijo—: Buen
chico.
Luego me dio una bolsa bien repleta de
peniques de plata, más dinero que el que yo había tenido nunca en
la vida.
—Para los gastos —aclaró. Luego frunció la
frente y, con su tono más puro de maestro de escuela, añadió—: No
es para que te lo gastes en cerveza holgazaneando por las tabernas,
ni en las mozas bien metidas en carnes de Winchester tampoco.
Vaya uno para sermonear sobre la bebida; y
tampoco me atraían las mozas rellenas de Winchester. Iba a cabalgar
hacia el sur en compañía de un modelo perfecto de feminidad, y
todas las demás mujeres no tenían lugar en mis pensamientos. Nos
pusimos en marcha en fila de a dos, a caballo y seguidos por una
reata de muías que cargaban con nuestro equipaje. Cuatro jinetes
gascones formaban la vanguardia de la columna, otros cuatro la
cerraban, y cuatro más la flanqueaban y galopaban adelante y atrás
mientras los demás seguíamos a nuestro ritmo. El camino estaba muy
concurrido, por los invitados a la gran fiesta de Robin que volvían
a paso lento a su vida de todos los días. Muchos parecían llevarlo
bastante a mal, aunque al principio del viaje nos rodeaba aún un
ambiente de carnaval. Yo cabalgaba al lado de Marian, y me tomaba
muy en serio mi papel de guardaespaldas; Bernard y Goody venían
detrás. Bernard tenía el aspecto de un queso podrido; con una
horrible resaca, los ojos inyectados en sangre, la cara arrugada y
de un color grisáceo. Goody, por su parte, no podía reprimir su
buen humor. Sentía que nos dirigíamos a una gran aventura y que al
final del viaje le aguardaba un premio resplandeciente. Por eso
atormentaba a Bernard con continuas preguntas acerca de cómo era
una corte real y qué trato se nos iba a dar a nuestra llegada. La
mayor parte de las veces, él contestaba con gruñidos.
Ya avanzada la tarde, empezó a hacer frío y
hacia el sur comenzaron a agolparse nubes de tormenta. Los alegres
juerguistas desaparecieron, y no pude evitar el presentimiento de
que íbamos a meternos en problemas.
Mientras trotábamos envueltos en nuestras
capas más cálidas para resguardarnos del viento helado, empecé a
preguntar a mi dama sobre su vida cuando no estaba con la banda de
Robin.
—Como sabes —me explicó—, soy pupila del
rey. Lo soy desde que mi padre, el conde de Locksley, murió hace
unos años. Ranulph de Glanville me envió a algunos de sus hombres
con vina carta del rey, en la que se nombraba a sí mismo mi tutor.
Las tierras de Locksley son ricas y extensas, y el rey desea
controlar quién se casa conmigo y se convierte en el nuevo conde.
Dicen que lo hace para protegerme a mí, desde luego, pero mienten.
El propósito principal del rey es enriquecerse. Quien pretenda
casarse conmigo (y ruego con todo mi corazón por que sea mi Robin)
deberá pagar al rey un precio considerable por ese honor. A veces
me siento como una vaca en el mercado, puesta a la venta para ver
quién puja más por ella. —Rió, pero en su risa era perceptible una
nota de amargura—. Aun así, Robin no puede pujar por mí en esa
subasta. El rey Enrique nunca consentirá que me case con un
proscrito. Siempre preferirá un pretendiente más aventajado o me
convertiré en la manera de recompensar a un sirviente leal, y eso,
por supuesto, descarta a Robin.
Sus palabras tenían un tono tan triste que
sentí una punzada de remordimiento por mis celos.
—Debéis de amarle mucho —dije en voz baja,
aunque las palabras se me atragantaban.
—Mucho, y sé que él me ama a mí. Siempre le
he amado, desde que nos encontramos por primera vez hace diez años.
Llegó a la casa de mi padre cuando yo era sólo una niña..., pero le
quise desde el primer día. Era amable, divertido y guapo. Siempre
encontraba tiempo para atender a mi charla enloquecida. Entonces no
me amaba como ahora, ¿cómo iba a hacerlo? No era más que una niña
que apenas se separaba de las faldas de su madre. Pero fue amable
conmigo, y ésa es la cualidad que encuentro más atractiva en un
hombre.
»Al crecer los dos, cambiaron sus
sentimientos hacia mí y se hizo más apasionado. Venía a visitarme
cabalgando desde su casa de Edwinstowe y me traía flores recién
cortadas y fruta, y me contaba historias maravillosas sobre nuestro
futuro juntos, que nos casaríamos felizmente y viviríamos en un
gran castillo y tendríamos docenas de hijos, y reiríamos y nos
amaríamos todos los días de nuestras vidas hasta que un día, ya muy
ancianos, moriríamos los dos en el mismo momento exacto, con
nuestras manos unidas.
Me sonrió con tristeza y un poco de ironía,
como diciendo: «Ah, las locuras de la juventud». Luego, después de
una pausa para rodear con nuestros caballos una zona encharcada del
camino, continuó:
—Pero cuando Robin fue declarado proscrito,
todo cambió. Mi padre, que por entonces estaba ya enfermo, le
prohibió la entrada en el castillo. Cuando dije a mi padre que
amaba a Robin, me amenazó con reunir a sus vasallos, armarlos y dar
caza a Robin; pero no tenía intención de hacerlo, sólo era un viejo
borracho. Y con mi madre todo fue inútil; lo único que me dijo fue
que obedeciera a mi padre.
»No obstante, Robin continuó viéndome, a
pesar de que corría serio peligro de ser capturado y muerto en cada
nueva visita. Empezamos a hacer viajes secretos a Sherwood juntos:
una vez, cuando cumplí diecisiete años, organizó un banquete de
medianoche para mí en lo más profundo del bosque, en compañía de
algunos de sus amigos. Colocaron una larga mesa, adornada con
guirnaldas de flores silvestres y servida con manjares exóticos, en
un claro en medio de la nada; con músicos, juglares y criados que
escanciaban vino y traían una bandeja tras otra cargadas de carnes
asadas. Dios sabe dónde cocinaban. Aquella noche me pidió que me
casara con él.
«Contesté que sí, por supuesto, pero los dos
sabíamos que sería imposible mientras él fuera un proscrito. De
modo que nos prometimos en secreto. Robin quería que yaciéramos
juntos para sellar el juramento con nuestros cuerpos. Pero yo me
negué. Había prometido a mi madre que conservaría la doncellez
hasta el matrimonio. Robin quedó desilusionado, muy desilusionado,
pero respetó mi deseo. Así que he guardado mi promesa, contra lo
que pueda pensar la banda de Robin.
Me dirigió una mirada de reojo, y yo
enrojecí. Como casi todos los demás proscritos, había dado por
sentado que entre ella y Robin existía la misma intimidad que en
cualquier otra pareja, casada o no. Vi que también Marian se había
ruborizado, y la apremié para que continuara la historia.
—Mi padre falleció poco después —dijo
Marian—. Adelgazó más y más hasta casi consumirse. Al final, creo
que podría haberle levantado del suelo con una sola mano. Mi madre
no tardó mucho en seguirle a la tumba. Creo que ella murió de
soledad; me refiero a que quería morir, para volver a estar con él.
Siempre dijo que no podría soportar vivir separada de él. Espero
que ahora estén los dos juntos en el cielo.
Murmuré que estaba seguro de ello. Un conejo
salió disparado de entre los cascos de nuestros caballos y
desapareció en el bosque, y nos costó algunos minutos tranquilizar
a nuestras monturas asustadas. Luego, Marian reanudó su
relato.
—El día siguiente de la muerte de mi padre,
con toda la casa en duelo, un caballero vecino llamado Roger de
Bakewell vino a presentarme sus respetos. Cuando ya mi padre
descansó en paz en el cementerio de la iglesia, sir Roger me llevó
aparte e intentó besarme; el aliento le olía a cebolla. Cuando lo
rechacé, me dijo que quería casarse conmigo, que había cerrado un
trato con mi padre y le había pagado media libra de plata en prenda
del acuerdo para obtener mi mano. Me sorprendió, pero creí que
decía la verdad. No era imposible que mi padre hubiera hecho una
cosa así. Podía haber considerado una buena solución contar con un
marido fuerte para protegerme y salvaguardar el condado.
»Pero ¿sabes, Alan?, desde aquel día nunca
más tuve ocasión de hablar con ese Roger. La verdad es que procuró
evitarme por todos los medios. Una vez, en Nottingham, cuando era
ya pupila del rey, me tropecé con él en la plaza del mercado. Él
iba a caballo, y yo a pie. En cuanto me vio, espoleó a su caballo y
galopó (galopó, literalmente) por entre la multitud para huir de
mí. Por lo poco que pude ver de su cara, estaba aterrorizado. Me
tenía pánico.
»Desde luego, más tarde supe que Robin le
había hecho una visita acompañado del gigante John Nailor. El caso
es que los dos entraron en su castillo de noche, irrumpieron en su
dormitorio y, mientras John le amenazaba con su gran hacha, Robin
le hizo comerse media libra de plata, ciento veinte peniques de
plata, uno por uno. Robin explicó a sir Roger, en tono muy sensato
y razonable, que ahora que le había sido devuelto el dinero que se
le debía por mi mano, si alguna vez se le ocurría volver a
cortejarme las consecuencias serían muy desagradables. "Ella está
bajo mi protección", dijo a sir Robert. "Y quien la moleste se
enterará de hasta qué punto me disgusta su conducta."Todavía me
estaba riendo al pensar en aquel fatuo caballero obligado a
tragarse una gran bolsa de monedas metálicas, cuando Marian
añadió:
—Sin embargo, estar bajo la protección de
Robin supone llevar una vida muy solitaria. Los hombres no se
atreven ni siquiera a dirigirme la palabra. Quizá por eso disfruto
tanto charlando contigo, mi guapo guardaespaldas.
Me sonrió. Yo dejé de reír y creí sentir una
ráfaga de viento helado en mi cuello. Me pregunté qué me haría
Robin si llegaba a enterarse de los pensamientos que había abrigado
sobre Marian.
Ella pareció leer en mi mente.
—Estoy prometida a Robin —dijo—, y mi
corazón siempre le pertenecerá. Pero eso no quiere decir que tú y
yo no podamos ser buenos amigos.
Le agradecí sus palabras con una sonrisa
forzada. Hugh había tenido toda la razón al llorar en su copa de
vino, el día de la gran fiesta del bosque. Amar significa, las más
de las veces, un gran dolor para una persona.