Capítulo XVI
GRACIAS a Dios, no cargamos
directamente contra el cubil de sir Ralph Murdac. En lugar de eso,
Robin nos condujo más al sur, a la mansión fortificada de Linden
Lea, a corta distancia de Nottingham. La mansión estaba situada en
el fondo de un largo valle, boscoso hacia el este y cerrado al
oeste por las empinadas laderas de una línea de colinas. Al norte
de la casa había un gran campo de maíz ya casi maduro. Al sur se
extendía una amplia pradera, con un arroyo bastante caudaloso que
fluía a lo largo del valle, en paralelo al camino que conducía a
Nottingham. Aquel arroyo alimentaba el foso que rodeaba la mansión
y media docena de dependencias anexas. Mientras nuestra cabalgata
cruzaba con estruendo el puente levadizo de madera a la luz dorada
de un atardecer perfecto de verano, el dueño de la mansión, el
propio sir Richard at Lea, nos esperaba a pie firme en el umbral de
la sala.
Sir Richard nos ofreció un recibimiento
regio, especialmente preparado sin duda para nuestra llegada:
grandes cantidades de carne asada y de pan, vino y cerveza estaban
dispuestas sobre unas mesas de caballete, en el patio. Pero antes
de tener siquiera la oportunidad de remojar el polvo de mi garganta
o de dar un bocado a las viandas, Robin me llamó aparte para
conversar en privado. Quería encargarme algunas cosas aprovechando
que todavía había luz, me dijo; pequeñas tareas, diríamos. Tenía
que ocuparme de esos encargos en secreto, y no hablar de ellos a
nadie, ni siquiera a mis compañeros más íntimos. No había de
hacerle preguntas; sólo hacer lo que me diría. Desde luego, obedecí
y me puse de inmediato a la tarea; pero hasta el anochecer no pude
acercarme a buscar algo que comer y beber.
Cuando todo el mundo hubo comido y bebido,
Robin nos convocó a los cincuenta, más sir Richard y sus
sirvientes, a la sala de la mansión para celebrar un consejo de
guerra. Yo le había visto hablar con uno de los sombríos mensajeros
de Hugh antes de la reunión, y supuse que tenía noticias recientes
de Marian. Cuando estuvo en la sala todo el mundo, incluso los
centinelas que normalmente patrullaban por el camino de ronda
detrás de la empalizada de troncos, yo me escurrí por una puerta
trasera para cumplir con el último de los encargos que Robin me
había pedido que hiciera. Cuando volví a entrar en la sala, Robin
estaba diciendo:
—... Y al parecer Murdac ha alquilado una
compañía de mercenarios flamencos, unos doscientos ballesteros y
más o menos el mismo número de caballería, creemos, para ayudarle a
erradicar la apestosa lacra de los bandidos del bosque de Sherwood.
—Hubo en ese momento gritos y aplausos irónicos de la asamblea de
proscritos—. Por fortuna, todavía no han llegado a Nottingham.
Nuestros informadores dicen que viajan desde Dover y que no se
espera su llegada hasta dentro de una semana o diez días. Para
cuando lleguen ya estaremos lejos, a salvo y bien ocultos en el
bosque. No tendremos el placer de su compañía porque... iremos a
Nottingham mañana por la noche. —Sus ojos relucieron con un brillo
salvaje a la luz de una docena de gruesas velas de cera de abeja—.
Iremos a rescatar a mi dama y traerla de nuevo aquí; y mataremos a
cualquiera que se interponga en nuestro camino. A cualquiera.
¿Habéis comprendido? —Hubo un rugido de aprobación—. Muy bien
—continuó Robin—, todo el mundo a descansar hasta que llegue el
momento. Se os ha asignado un lugar a todos vosotros. Id a dormir,
y vigilad vuestras armas. Partiremos mañana cuando salga la luna.
Hugh, John, sir Richard, todavía os molestaré un momento para
ultimar los detalles. Tú también, Alan —dijo, y me hizo una seña
desde el fondo de la sala.
Nos reunimos alrededor de Robin y él
extendió un plano toscamente trazado del castillo sobre un viejo
cofre de roble.
—Ella está guardada en esta torre, que forma
parte de la muralla defensiva; en la esquina noroeste del castillo.
No queda lejos de esta puerta... —Puso un dedo sobre el pergamino—.
Al parecer, Murdac quiere guardar en secreto a su prisionera y por
esa razón no la ha alojado en el cuerpo de guardia, sino que se la
mantiene discretamente aparte, en una torre de la muralla y
vigilada únicamente por sus hombres de máxima confianza. Para
nosotros, es una buena noticia. Mañana por la noche cabalgaremos
hasta la puerta vestidos con los colores de Murdac..., ¿has
conseguido suficientes sobrevestes, Hugh? —Hugh asintió—. De modo
que llevaremos sus colores y diremos que somos hombres de Murdac
que llevamos años en Francia al servicio del rey Enrique, y que
ahora, al haber muerto el rey, volvemos con nuestro señor.
¿Entendido?
Sir Richard, Hugh y John hicieron gestos
afirmativos, pero me di cuenta de que John no estaba del todo
conforme.
—De modo que nos dejan pasar..., y luego
¿qué? —preguntó el hombrón, con el entrecejo fruncido.
Robin le dirigió una mirada dura.
—Matamos a todo hijo de su madre que
encontremos en la puerta, tan deprisa y tan silenciosamente como
podamos. Luego nos llevamos a Marian, y estamos fuera antes de que
nadie se dé cuenta. Si se da la alarma, podemos resistir en esa
puerta contra todo el que venga durante varias horas, y lo más que
necesitaremos para encontrar a Marian y llevárnosla sana y salva
será un cuarto de hora. Luego, en cuanto estemos fuera, nos
dispersamos en todas direcciones y huimos al galope. Nos
encontraremos de nuevo en las cuevas.
—¡Ése es tu plan! —exclamó John, en un tono
cargado de desdén—, ¿Llamas a eso un plan? Por los callos de las
manos de Cristo, es la peor idea que he oído este año. Para
empezar...
—Calma, John, calma —dijo Robin—.
Funcionará, te lo prometo. Sólo tienes que confiar en mí.
John no pareció convencido, sacudió la
cabeza y dijo en tono más tranquilo:
—Pero es una completa locura...
—Confía en mí, ¿lo harás? —dijo Robin, con
sólo un ligerísimo toque de dureza en la voz—. Tú confías en mí,
¿no es verdad, John?
El gigante se encogió de hombros, pero no
dijo nada más.
—Bien —dijo sir Richard—, puesto que no voy
a unirme a vosotros en esa... escapada..., no creo tener derecho a
hacer ningún comentario, excepto decir que os deseo suerte y, de
momento, buenas noches a todos.
Luego, con una sonrisa insegura, salió en
dirección a sus aposentos privados.
—Te dejo a ti encargado de todos los
detalles, Hugh: armas, caballos y esa clase de cosas —dijo Robin—.
Y ahora creo que todos deberíamos ir a descansar.
John se fue sacudiendo su cabezota pajiza y
Hugh se dirigió a los establos para hablar con uno de sus correos,
dejándonos a Robin y a mí solos delante del plano del castillo.
Robin se volvió a mí:
—¿Quieres saber lo que de verdad vamos a hacer? —Lo dijo en voz muy baja,
pero con una sonrisa traviesa—. Tú y yo, Alan, vamos a traer aquí a
nuestra amada, los dos solos. Vamos a ir esta noche, en cuanto
salga la luna. ¿Están listos los caballos?
—Están ocultos en el bosque, como me has
pedido. —No pude evitar sonreírle, yo también. Recordé la última
vez que Robin y yo fuimos juntos a Nottingham, nuestra divertida
excursión para robar la llave del armero.
—¿Y las palomas? —preguntó Robin, y sus ojos
de plata relampaguearon.
—Todo está hecho —contesté, feliz—. Todo en
orden.
★ ★ ★
Más o menos a medianoche, cuando todo el
mundo dormía ya, conduje a Robin hasta la puerta trasera de la
mansión, y de allí en dirección sudeste hasta el bosque espeso en
el que había escondido a los caballos por la tarde. Íbamos vestidos
para viajar deprisa; sin armadura, sólo con espadas, dagas y un
manto para resguardarnos del frío de la noche. También llevamos con
nosotros un tercer caballo ensillado; en caso de que consiguiéramos
volver, no lo haríamos solos. A pesar del peligro, yo estaba
henchido de orgullo y de excitación por cabalgar junto a Robin en
aquella misión: éramos dos caballeros andantes, como los de las
historias del rey Arturo, que cabalgábamos en la noche para
socorrer a una damisela en apuros.
Dos horas más tarde estábamos agachados en
el fondo de una zanja húmeda, hundidos en desechos resbaladizos
hasta los tobillos, mirando la mole imponente del castillo de
Nottingham y procurando respirar lo menos posible. Aparte de que no
queríamos hacer ruido, el hedor de cien años de excrementos humanos
y basura en general arrojados a aquella zanja, era sofocante. Más
de treinta metros por encima de nosotros, apenas alcanzaba a ver en
la oscuridad las almenas del muro. Robin emitió un silbido apagado.
No ocurrió nada. Esperamos durante algunos segundos. Robin silbó de
nuevo, y de pronto vi aparecer en las almenas una cabeza recortada
contra el cielo iluminado por la luna. Hubo un ruido de roce ligero
y apareció una cuerda que colgaba del borde de la muralla, con
nudos a intervalos de un palmo más o menos. Robin me dijo: «Sube»,
y trepé como un mono hasta lo alto del muro. La tensión en mis
brazos era muy fuerte, y las costillas heridas, aunque ya
cicatrizadas, me dolían una barbaridad, pero de ningún modo quise
confesar mi debilidad a Robin. Al final, llegué arriba. Me di un
último impulso y quedé de bruces sobre el muro, con una pierna
colgando aún; y me dejé caer del otro lado, en el ancho camino de
ronda de piedra, jadeante por el esfuerzo. Oí una voz que gritaba
«¡eh!», y vi horrorizado a un hombre con la librea roja y negra de
Murdac que venía corriendo hacia mí, espada en mano. Me esforcé por
ponerme en pie y tanteé en busca de la empuñadura de mi espada,
pero antes de que pudiera desenvainarla, una sombra oscura se
separó del muro, al abrigo de una almena, y una mano firme cerró
desde atrás la boca del soldado. Hubo un destello acerado cuando la
figura encapuchada hundió una delgada hoja en la base del cráneo
del infeliz centinela. Este se estremeció una vez en los brazos del
hombre oscuro y luego cayó sin un sonido. El hombre se echó atrás
la capucha y dijo:
—¿Estás bien, Alan?
Vi entonces que era Reuben, el judío. Hice
seña de que sí, y miré a un lado y otro del camino de ronda
desierto, y abajo, hacia la oscuridad del gran patio de armas del
castillo. No se veía a nadie. A mi derecha se alzaba la mole maciza
del cuerpo de guardia, con uno o dos puntos de luz que se filtraban
por las estrechas saeteras, indicando tal vez que un escribano
estaba sentado delante de sus rollos de pergamino; pero no había el
menor movimiento. Todo estaba tan silencioso como una tumba.
Unos momentos después, la cabeza de Robin
apareció por encima del borde del parapeto, seguida de inmediato
por el resto de su persona. Reuben limpió la sangre de su cuchillo
en la sobreveste del soldado, y entre los tres arrojamos su cuerpo
por encima del muro, a la oscuridad exterior. Robin puso la mano en
el hombro de Reuben y murmuró:
—Adelante, viejo amigo.
Caminamos apresuradamente por el camino de
ronda y bajamos luego el par de escalones que daban entrada a una
pequeña torre de defensa, una de las docenas construidas entre los
lienzos de las murallas del castillo. Robin había desenvainado su
espada, y la luz de la luna arrancó destellos de la hoja; vi que
también Reuben llevaba su cuchillo en la mano, y me apresuré a
empuñar mi propia espada. Bajamos por una escalera de caracol hasta
el interior de la torre, y el corazón me batía en el pecho como el
martillo de un herrero, con un tumulto de sangre en mis oídos tan
grande que me dejó ensordecido.
Bajamos más y más, en una oscuridad total.
De pronto tropecé con la espalda de Reuben, que se había detenido
delante de una puerta de madera. Por la luz que se filtraba a
través de las rendijas de la puerta, vi que había alguien dentro.
Nos quedamos inmóviles durante unos momentos, escuchando; yo,
intentando controlar los latidos de mi corazón y mi respiración
entrecortada; Robin y Reuben, tan tranquilos al parecer como si se
encontraran en una merienda veraniega en el bosque de Sherwood.
Reuben levantó dos dedos para indicar que había dos hombres dentro,
y Robin asintió, y agitó la mano en señal de avanzar. Antes de que
yo me diera cuenta de lo que sucedía, Reuben tiró de la cuerda que
levantaba el pestillo de la puerta de madera, y él y Robin
irrumpieron en el interior. Yo les seguí tan deprisa como pude,
pero sólo a tiempo de ver lanzar a Reuben su pesado cuchillo con
una fuerza y precisión extraordinarias para alcanzar a unos cinco
metros de distancia al hombre que al parecer dormitaba sentado en
un taburete. El cuchillo penetró en su pecho hasta el corazón, y el
hombre tosió una, dos veces, y se derrumbó en el suelo. Robin fue
casi tan rápido como el cuchillo volador de Reuben; dio dos rápidos
pasos al frente y segó la vida del segundo soldado con un golpe de
través de su espada que le rebanó el cuello. Brotó un chorro de
sangre y el hombre, que se había estado calentando las manos en el
brasero, se tambaleó durante un instante mientras la sangre manaba
de su garganta abierta, y cayó de bruces de modo que su cara fue a
dar, con un crujido horrendo seguido de un siseo, en las brasas
encendidas.
Estaba muerto sin duda, porque no movió un
músculo mientras la sangre burbujeaba, silbaba y hervía alrededor
de su cara quemada.
Todo sucedió en menos tiempo del que se
tarda en tensar un arco. No se pronunció una sola palabra, ni hubo
ningún grito. Robin apartó a su víctima de las llamas y lo colocó
sobre el otro cadáver. Buscó en el cinturón del soldado,
desenganchó un racimo de llaves y corrió a una puerta cerrada en
una esquina de la habitación. En un par de segundos la puerta
estuvo abierta, y Marian en sus brazos. Después de un largo beso,
Robin se apartó un poco y la miró a la cara.
—¿Te ha hecho daño? —preguntó.
Yo me di cuenta de que estaba pálida y más
delgada, y de que su hermoso vestido de caza aparecía desgarrado en
algunas partes y cubierto de barro y de manchas que parecían de
sangre. Ella volvió a abrazarse a él, y con la voz ahogada en su
manto la oí decir:
—Todo está bien, ahora que has venido.
Al ver a Marian acurrucada en los brazos de
Robin, y ver de forma tan patente el amor que había entre ellos, y
lo bien que se sentían los dos juntos, noté que algo cambiaba en mi
interior. El resentimiento hacia ellos que sentí en las cuevas
había desaparecido por completo. Ella seguía siendo mi hermosa
Marian, podía contemplar su belleza con desapasionamiento a pesar
de lo delgada y triste que estaba, pero se había producido un
cambio sutil. Algo indefinible era diferente en ella. Todavía la
amaba, pero quizá por primera vez la vi como una mujer real, una
mujer con sus temores y sus alegrías, sus penas y sus goces, y no
como una diosa a la que adorar en sueños. No era mía, lo supe
entonces, y nunca lo sería.
Todo sucedió deprisa. Robin se llevó a
Marian fuera de la torre de centinela y trepamos por la escalera de
caracol. Arriba, nos detuvimos un momento para ver si había algún
centinela en la muralla; luego corrimos por el camino de ronda, y
en un instante Reuben y Robin descolgaron a Marian con una cuerda
hasta el suelo. Yo la seguí, con Robin a tan sólo unos palmos por
encima de mí, bajando nudo a nudo por la escala de cuerda. Volví a
ver la cabeza de Reuben recortada contra un cielo que empezaba a
grisear con las primeras luces del día; la cuerda volvió a subir, y
los tres gateamos hasta el lado opuesto de la zanja y corrimos
hasta el lugar donde habíamos dejado los caballos.
★ ★ ★
El orgullo es el peor de mis pecados en
estos días, pero no puedo dejar de sentir una viva satisfacción por
la participación que tuve en la aventura de aquella noche. Fue una
hazaña característica de Robin: precisa, sobriamente planeada, y
basada en la rapidez, la compenetración y la audacia. Pero por
encima de todo, lo que la convertía en típica de la forma de actuar
de Robin, es que tuvo éxito. Cuando los tres nos acercábamos al
trote por el camino que conducía a Linden Lea, a la luz dorada del
amanecer, fuimos saludados por los sorprendidos centinelas con un
toque de trompetas. El estrépito despertó al resto de la banda de
proscritos, que salieron de la sala y las dependencias para ver a
Marian de vuelta, y empezaron a ovacionarnos hasta que la
empalizada que rodeaba la mansión empezó a estremecerse con el
tumulto. A nadie pareció importarle que Robin les hubiera engañado
la noche anterior, simulando que el ataque tendría lugar hoy. John
me ayudó a desmontar.
—¡Sabía que ese bribón taimado tramaba una
de las suyas! —dijo, y casi me aplastó con un gran abrazo de
oso.
Muchos, muchos hombres, amigos y extraños,
me rodearon para escuchar la historia del rescate, y yo no fui tan
modesto como para negarme a contarla, aunque puede que exagerara un
poco mi propia participación. Cuando se sirvió el desayuno en las
mesas de caballete del patio, Linden Lea tomó un aire de fiesta; la
gente bromeaba y cruzaba pullas entre amigos, y todos levantaban su
jarra por Marian, rescatada sana y salva. Sir Richard me estrechó
con fuerza la mano y me dijo que estaba orgulloso de mí. Me sentí
más ligero que el aire, un auténtico héroe, y tan ancha era mi
sonrisa que la cara empezó a dolerme.
Por un momento la fiesta quedó interrumpida
por otro toque de trompetas, y cuando miré hacia el valle vi una
larga columna de hombres, caballos y carruajes que se acercaban por
el camino hacia el sur que corría en paralelo al arroyo. Me alarmé
al principio, pero luego vi la fea cara de Thomas al frente de la
columna, y a Much el hijo del molinero a su lado, y detrás de ellos
un tropel de caras conocidas. Todos iban vestidos de verde y
armados hasta los dientes con arcos de batalla y espadas, lanzas y
hachas: estaba viendo enteramente desplegado el ejército privado de
Robin, casi trescientos infantes y arqueros, todos ellos armados,
entrenados y disciplinados por Robin y sus lugartenientes; y todos
ellos, ardiendo en deseos de luchar.
Fuimos a recibirles al patio de armas de
Linden Lea; se sirvió más comida, alguien espitó un barril de vino,
y en toda la extensión del patio los recién llegados fueron
informados de cómo Robin había rescatado a Marian de las garras de
la bestia de Nottingham. Como ocurre a menudo con las historias,
ésta iba creciendo cada vez que se contaba. Y siguió creciendo en
los años siguientes. Robin había matado a cien hombres luchando con
una sola mano, según una versión que oí hace poco. Se escondió en
el vientre de un ciervo enorme para conseguir entrar en la sala
donde Murdac celebraba una fiesta, según otra versión. Pero creo
que la verdad ya es de por sí bastante impresionante.
Después de una o dos horas de festín, Robin
hizo colocar una tabla sobre dos grandes barriles, se encaramó a
ella y gritó pidiendo silencio en el tumulto del patio. Los hombres
no estaban del todo sobrios llegado aquel punto, así que Robin hubo
de reclamar silencio tres veces para que le hicieran caso.
—Amigos, nos hemos reunido todos aquí y lo
primero que corresponde es dar las gracias a nuestro anfitrión, que
generosamente nos ha abierto las puertas de su casa y nos ha dado
de comer y de beber: sir Richard at Lea.
El caballero, que estaba de pie a mi lado,
hizo una modesta reverencia y recibió una fuerte ovación por parte
de los proscritos.
—También quiero daros las gracias a todos
por estar a mi lado en este hermoso valle, y deciros qué es lo que
pretendemos conseguir aquí. Han puesto precio a la cabeza de muchos
de los presentes, incluido yo mismo. —Robin dio un tono irónico a
la frase, y provocó otra ovación estruendosa—. Muchos de los que
estáis aquí os habéis visto obligados a abandonar a vuestras
familias y hogares por hombres llamados de leyes, por matones que
reclaman poder de vida y muerte sobre vosotros en nombre del rey.
—El humor de los asistentes se había hecho más sombrío ahora, y
hubo un par de abucheos furiosos—. También a muchos se os ha
insultado, humillado y negado vuestros derechos de ingleses
libres.
—¡Y de galeses libres! —gritó alguien.
—Muy cierto —continuó Robin—, Todos somos
hombres libres aquí. Y como hombres libres nos hemos unido; nos
hemos unido en tierras salvajes, lejos de las ciudades, de los
curas y de los señores normandos, y nos hemos unido porque tenemos
una cosa en común. ¡Todos nosotros hemos decidido decir no! No, no
me someteré a leyes injustas; no, no me someteré a vuestra Iglesia
corrompida; no, no me inclinaré delante de un tiranuelo que me
exige mi trabajo, el sudor de mi frente, y quita el pan de la boca
a mis hijos. ¡No! Somos hombres libres; y estamos dispuestos a dar
prueba de nuestra libertad con nuestras espadas, nuestros arcos,
con la fuerza de nuestros brazos. Nunca entregaremos nuestra
libertad. ¡Nunca!
Robin gritó con toda su fuerza la última
palabra, y la multitud empezó a ovacionarlo, como poseída. El
estruendo rodeaba a Robin como una marea creciente, formada por
grandes oleadas de emoción. Nuestro líder dejó que aquel rugido
continuara algún tiempo, y luego levantó las manos para pedir
silencio de nuevo.
—Mañana, amigos, mañana tendremos la
oportunidad de demostrar nuestro temple. Sir Ralph Murdac, el alto
sheriff del Nottinghamshire, el Derbyshire y los Bosques Reales,
viene hacia aquí; ese perro francés viene a este hermoso valle con
sus hombres armados y sus grandes caballos. Quiere imponernos su
ley aquí, en su terreno. Además, como somos proscritos, su
intención es matarnos a todos. De modo que, ¿qué vamos a hacer?
¿Correr a escondernos? ¿Volver a arrastrarnos a nuestras
madrigueras del bosque y esperar, temblando de miedo, a que nos
aplique su justicia? —Robin dio a la
última palabra un tono de infinito sarcasmo—. No, hermanos; mirad a
vuestro alrededor, y veréis que somos fuertes. No correremos.
Pelearemos. Y mataremos. Y venceremos.
»Un nuevo rey ha subido al trono, un rey
justo, un rey noble, un hombre cabal y un poderoso guerrero; y si
hoy ganamos esta batalla, si conseguimos derrotar a Murdac y acabar
con ese llamado alto sheriff, os garantizo que el rey os concederá
su perdón por cualquier crimen que hayáis cometido. Perdón real
pleno para todos los que luchéis conmigo. De modo que os pido que
os descubráis la cabeza y alcéis vuestras voces por el buen rey
Ricardo: ¡Dios salve al rey! ¡Dios salve al rey! ¡Dios salve al
rey!
Se alzó un poderoso rugido. Vi que algunos
hombres se enjugaban lágrimas de los ojos. Miré a sir Richard, y vi
que tenía la boca abierta de puro asombro.
—Nunca había oído nada parecido —dijo—.
Habla como un cura en el sermón, pero predica las cosas más impías
e innaturales: ¿libertad de la Iglesia? ¿Libertad de nuestros
señores naturales, que nos han sido impuestos por el mismo Dios?
¡Qué absurdo, qué absurdo peligroso y herético! Pero a ellos les ha
gustado. Rotundamente, sí les ha gustado.
Miraba el patío lleno a rebosar de hombres
que aplaudían, que se abrazaban y gritaban «¡Dios salve al rey!»,
una y otra vez.
Robin convocó a los capitanes en la sala:
Little John, Hugh, Owain el arquero, Thomas y yo. Sir Richard
asistió a la reunión en calidad de consejero militar. La primera
orden de Robin fue:
—No dejéis que los hombres beban demasiado,
los necesito con la cabeza despejada.
Luego empezó a explicar su plan de
batalla.
El valle de Linden Lea, una extensión
herbosa que podía haber sido pensada por el mismo Dios como campo
de batalla, corría en dirección norte-sur, con la mansión en el
extremo norte, y el camino de Nottingham recorriendo el fondo del
valle a la orilla de un arroyo. Hacia el este se extendía un bosque
espeso, y al oeste se levantaba el escalón de la ladera de una
línea de colinas peladas, por cuya cima corría un antiguo camino.
El plan de Robin era sencillo: nuestra infantería, más o menos
doscientos hombres, y la tercera parte de nuestros arqueros,
digamos unos veinticinco, tomarían posiciones en una línea situada
a través del camino y hacia la mitad de la longitud del valle.
Ellos habían de formar un escudo humano que bloquearía el camino.
Serían el cebo. Robert quería que Murdac atacara a la infantería
proscrita con su caballería, y cuando lo hiciera, los hombres de
Robin adoptarían una formación erizo inexpugnable, un anillo
erizado de lanzas y escudos que ningún caballo podría
traspasar.
—Creemos que puede haber reunido en total
sólo unos doscientos cincuenta soldados de caballería y alrededor
de cuatrocientos infantes —nos informó Robin.
—Aun así nos superan en mucho —gruñó Little
John—. ¿Qué es lo que tenemos nosotros? Ochenta arqueros,
doscientos infantes y sólo cincuenta jinetes: trescientos treinta
hombres contra seiscientos cincuenta. Por los clavos de los pies de
Cristo, eso significa que son dos contra uno.
—Su infantería no es buena —dijo Robin,
confiado—, y nosotros contamos, como bien has señalado, John, con
unos ochenta arqueros de primer orden, que pueden colocar una
flecha en el ojo de un gorrión a una distancia de cien pasos.
Venceremos; será una batalla dura, pero sin duda venceremos.
A continuación, siguió explicando su plan.
El grueso de los arqueros se ocultaría en el bosque situado al
este. Cuando la caballería atacara la formación erizo, los arqueros
saldrían del bosque y dispararían sobre los conrois atacantes desde el flanco derecho, y era de
esperar que entorpecieran la carga y mataran a muchos hombres y
caballos.
—Tú estarás al mando de los arqueros del
bosque, Thomas —dijo Robin, y el tuerto asintió.
Si la caballería atacaba a los arqueros,
éstos podrían retirarse al bosque y ponerse en seguro. Incluso en
el caso de que la caballería entrara en contacto con el erizo
prácticamente intacta, no conseguiría romper la formación si ésta
estaba bien formada y bien mandada.
—Ese será tu trabajo, John —dijo
Robin.
—Muchas gracias —respondió el hombrón con
algo de sarcasmo.
Mientras la caballería intentaba en vano
romper el anillo de lanzas y escudos, nuestros propios jinetes,
ocultos detrás de la cresta de las colinas del oeste, irrumpirían
por la espalda del enemigo y lo destruirían.
—Eso es cosa tuya, Hugh, no traigas a los
caballos hasta que ellos entren en contacto con el erizo e intenten
romperlo. Entonces, ataca y golpea. ¿Entendido?
Hugh no dijo nada.
—Con la caballería de Murdac en desbandada
—continuó diciendo Robin—, nuestros hombres se reagruparán y
marcharán contra las filas de su infantería. Al ver volver grupas a
su caballería derrotada, perseguida por nuestras tropas
victoriosas, lo más probable es que se den a la fuga, y de no ser
así, serán diezmados por nuestros arqueros surgidos del bosque de
la izquierda, antes de sufrir la carga de nuestra infantería y
caballería combinadas.
Me pareció un plan brillante. Podía verlo
todo en mi mente. El campo cubierto de sangre, los jinetes enemigos
huyendo para salvar la vida, los débiles gemidos de los enemigos
heridos, a mí mismo victorioso después de la batalla... Hugh me
despertó de mi ensueño.
—Todo eso está muy bien, pero ¿qué pasará si
la caballería de Murdac no ataca? —dijo, con un deje de irritación
en la voz. Estaba resentido porque su hermano no le había incluido
en su plan para rescatar a Marian, y llevaba todo el día de mal
humor.
—Si no ataca, esto es lo que ocurrirá. El
erizo se retirará despacio hacia la casa, y allí les esperaremos.
Cuando Murdac concentre sus fuerzas para atacar esta mansión bien
fortificada, seguiremos teniendo a nuestros arqueros en su
retaguardia por la izquierda, y a nuestra caballería por la
derecha. Lo tendremos atrapado entre tres grupos armados. ¿Alguna
pregunta más?
Nadie dijo nada, de modo que Robin nos mandó
a preparar a los hombres. Cuando se marcharon los capitanes, sir
Richard dijo a Robin:
—Ha llegado el momento de irme.
Me quedé atónito; había dado por supuesto
que sir Richard, aquel guerrero invencible, aquel preux chevalier, lucharía a nuestro lado.
—¿No hay posibilidad de convencerte de que
te unas a nosotros? —preguntó Robin.
—Como tú mismo has dicho antes, ésta no es
mi lucha —respondió sir Richard—. Los cristianos no deberían
derramar sangre de los suyos cuando necesitamos a todos los hombres
válidos en Tierra Santa. Yo te pregunto a mi vez, ¿no podré
convencerte de que tomes la cruz? ¿De que te sumes a la gran misión
de liberar Jerusalén de manos del infiel?
—No es mi lucha —dijo Robin. Se sonrieron el
uno al otro y se estrecharon las manos. Luego Robin se alejó, y yo
me quedé solo con sir Richard.
—¿De verdad vas a abandonarnos? —le
pregunté, intentando que mi voz sonara firme.
Él me miró y dijo en tono serio:
—Lo siento, Alan, pero he de marchar al sur
para reunirme con la reina Leonor. Está recorriendo el país y
recibiendo el homenaje de los barones ingleses en representación de
su hijo Ricardo. Mis hermanos los caballeros de la orden y yo somos
los consejeros de confianza de nuestro futuro rey; acompañamos a la
reina como escolta suya, pero también esperamos convencer a muchos
nobles de Inglaterra de que tomen parte en la peregrinación santa
que Ricardo ha jurado emprender el año que viene. Me gustaría
ayudaros, pero estoy comprometido en el trabajo de Dios, que es
mucho más importante que el resultado de esta pelea.
—Pero éstas son las tierras de tu familia.
Esta casa era de tu padre. ¿No lucharás para protegerla? —le
incité.
—Ya no es mía —me explicó sir Richard—.
Nuestra orden profesa el voto de pobreza. Cuando mi padre murió,
entregué estas tierras a los Pobres Soldados Compañeros de Cristo y
del Templo de Salomón. Este lugar pertenece a Dios, ahora. Él lo
protegerá. No temas, Alan, amigo mío, Dios te mantendrá a salvo
también a ti en esta batalla, estoy seguro. —Sonrió—. A menos
que..., claro está...
Calló de nuevo.
—¿Qué? —pregunté—. Dios me mantendrá a salvo
a menos que... ¿qué?
Había en mi voz una nota de desesperación de
la que no me sentí orgulloso.
—Dios te mantendrá a salvo, a menos que...
¡te olvides de mover los pies!
Y con una sonrisa y una cariñosa palmada en
mi cabeza, marchó hacia los establos. Yo no sabía si echarme a reír
o llorar.
★ ★ ★
Dios cuidaría de mantenerme a salvo, pero
yo hice mis propios preparativos para sobrevivir a la batalla.
Afilé tanto mi espada como mi puñal en una piedra de amolar;
remendé un siete de mi sobretodo, y forré el interior de mi casco
con puñados de lana para una mejor protección. A mi alrededor, los
hombres se dedicaban a preparativos parecidos. Vi con un ligero
estremecimiento que Marian se ocupaba de rasgar sábanas de lino en
largas tiras para fabricar vendas, y me pregunté cuántos de
nosotros las necesitaríamos al día siguiente.
Mi cometido en la batalla sería ejercer de
mensajero de Robin. Él iba a colocarse junto a la infantería, y yo
había de cabalgar para transmitir sus órdenes a los capitanes,
tanto de los arqueros como de la caballería. Era un trabajo
peligroso en el que habría de depender de la velocidad de mi
caballo para evitar la captura y la muerte a manos de los enemigos.
De modo que fui a los establos y, amparado por la autoridad de
Robin, elegí el mejor caballo que pude encontrar: un brioso caballo
gris, joven y pendenciero; de hecho, el mismo caballo que había
montado en la noche del rescate. Había descubierto que me gustaba,
y yo parecía gustarle a él. Lo cepillé yo mismo hasta que su pelaje
gris quedó reluciente, y me aseguré de que estuviera bien
alimentado aquella noche, con una buena ración de mezcla de granos.
Luego subí al camino de ronda que recorría todo el perímetro de la
empalizada para ver ponerse el sol tras las colinas del oeste.
Había allí conmigo una docena de tipos que holgazaneaban, charlaban
y escupían por encima del parapeto hacia el foso, y mientras
contemplábamos la lenta desaparición del gran círculo rojo detrás
de las colinas peladas, la agitación empezó a cundir entre los
hombres acodados a la empalizada. Alguien señaló hacia el extremo
del valle, y yo dirigí la vista al sur y vi una línea de hombres a
caballo que se acercaban al trote. Parecían demasiado pocos, no más
de cuatro docenas, sesenta todo lo más, y me sentí más animado.
Contábamos con un número equivalente de jinetes. Por lo menos, en
número, estaríamos a la par. Tal vez Dios velaba por nosotros,
después de todo. Pero luego alguien tragó saliva a mi lado, y al
mirar de nuevo vi, en el horizonte que empezaba a oscurecerse, una
línea gruesa formada por figuras negras, cientos y cientos de
ellas, a caballo y a pie, con carros y bestias de carga. Era un
verdadero ejército, una hueste. Me di cuenta ahora de mi estupidez:
aquella delgada línea de jinetes no era más que una avanzadilla.
Era un mero destacamento pero igualaba en número a toda nuestra
caballería.
Sir Ralph Murdac había llegado a Linden
Lea.